El llamado de mi madre me despierta, su voz me envuelve con calidez. Me revuelvo entre las sábanas, buscando refugio en su calor y resistiéndome a abandonar ese abrazo de confort. La sensación de seguridad me embriaga, desearía permanecer aquí el resto de mis días.
Finalmente salgo de entre las sábanas, todavía adormilado, me dirijo hacia la voz que me llama. La sensación de calidez se desvanece, reemplazada ahora por un intenso frío que me obliga a abrazarme a mí mismo.
—Buenos días, cariño —me saluda mi madre, disipando el frío que se había apoderado de mi cuerpo.—ya es tarde, deberías de estar listo.
—¿Listo para que?
—Oh, ¿no lo recuerdas?— me pregunta, fingiendo indignación — que mala memoria tienes últimamente, hoy almorzaremos con los vecinos.
Asiento, ignorando mi falta de entusiasmo a salir de casa con el único objetivo de evitar una discusión, ella parece satisfecha con mi fría respuesta y se limita a dirigirse al refrigerador para sacar lechuga y tomate, luego toma un afilado cuchillo y empieza a cortarlos en finas rodajas.
Me siento y sirvo un vaso de jugo mientras escucho el golpeteo del cuchillo contra la tabla de cortar. Desde mi asiento, observo cómo mi madre sonríe; sin embargo, por un instante, sus rasgos se tensan y sus labios se estiran de forma antinatural. Cierro los ojos con fuerza y, al abrirlos, su rostro vuelve a la normalidad. Aun debo estar soñando.
—Cariño, ¿podrías ayudarme cortando limones? —me pide.
Hago lo que me pide y aunque no volteo a ver puedo sentir su mirada siguiendo cada uno de mis movimientos.
—¿Dónde está papá? —pregunto al darme cuenta de que no lo he escuchado.
—Dios, cariño, en verdad estás mal de la memoria —contesta en un tono suave, casi inquietante—. No está.
—¿Y a donde fue?
El golpeteo del cuchillo se detiene. Mi madre se gira lentamente y me deja ver una amplia sonrisa. Nunca me había mirado como lo está haciendo ahora. El iris de sus ojos que antes era gris ahora es de un azul tan claro que podría jurar que brilla y su sonrisa es tan grande que se extiende dolorosamente más allá de sus ojos.
El frío se apodera de mí al darme cuenta de que algo anda mal. Podría reconocer a mi madre incluso estando ciego. Mi corazón late con tal fuerza que siento como si fuera a salir de mi pecho. Las náuseas me inundan al pensar en quién era ella y, aún peor, ¿qué le había hecho a mi verdadera madre?
—¿Quién eres? —pregunto en un hilo de voz, alejándome de ella con pasos temblorosos. Ella no suelta el cuchillo; lo sostiene firmemente al lado de su rostro ahora completamente deforme.
—Una pregunta a la vez, cariño —se acerca más—. Tu padre no está aquí y nunca regresará. Está muerto.
Las lágrimas comienzan a fluir sin control, me llevo una mano al cuello ante el dolor. Mi visión se nubla y tropiezo con la mesa en un intento de escapar de esta mujer.
Ahora, mi sangre arde de ira y las lágrimas que antes eran de tristeza se convierten en un signo de furia.
—¡Tú lo mataste, maldito ente! —Ella se ríe. ¿Se burla de mí ante tal situación?— ¿De qué te ríes, demonio?
Ante mi último comentario, ella deja de reír, y sus labios se convierten en una fina línea. Su rostro sigue sin ser ni por asomo lo que era; su boca ocupa un largo tramo de su cara.
—No le hables así a tu madre. Ten un poco de respeto. ¿O es que acaso yo te eduqué así? —Se acerca aún más, y yo no puedo moverme. Me encuentro aprisionado entre la mesa y ella—. Quizás debería enviarte a un psiquiátrico. Eso de que se te olviden las cosas no es normal, ¿sabes? Y más teniendo en cuenta que tú fuiste quien lo asesinó.
Imposible. Ni en mil años sería capaz de hacer algo así. No puedo ver sangre sin que me produzca asco, y no podría jugar con la vida de una persona de esa manera, y mucho menos la de mi familia.
—¡No mientas! ¡¿Qué le hiciste?! —grito, solo para lograr que lo que sea que ha tomado forma de mi madre dé el paso necesario para estar a unos centímetros de mí.
—No miento —su antinatural sonrisa vuelve a aparecer en su rostro—. Tú lo hiciste. Tú nos asesinaste a ambos.
—¡No, mientas!
Me niego a pensar en eso, ni siquiera considerar esa idea me repugna. No sé qué está pasando, pero necesito salir de aquí.
—¿Eso crees, mi vida? —baja el cuchillo por un momento y lleva su otra mano a su vientre—. Entonces, ¿qué es esto?
Su vientre está manchado de sangre. Por un instante, pienso que es una salpicadura, pero en el momento en que la mancha comienza a expandirse y la sangre baja por sus muslos, me doy cuenta de que es suya.
Con una herida de tal magnitud, no me cabe duda de que lo que sea que esté frente a mí no está vivo.
—¡Tú! —grita y me apunta con el cuchillo—. ¡Mocoso inútil, tú hiciste esto! Eres inservible y siempre lo has sido. Tu padre y yo nos lamentábamos cada día con tu presencia, porque nunca has sido más que un bastardo malagradecido y bueno para nada.
Ahora, lo único que hago es sollozar como un bebé recién nacido al darme cuenta del peso de sus palabras. Si bien sé que quien me está diciendo todo esto no es mi madre, siento que lo que dice es verdad.
—!Nunca debí tenerte¡ — es lo ultimo que dice antes de abalanzarse sobre mi y clavarme el cuchillo.
Abro los ojos llevando una mano a mi abdomen, esperando encontrar una herida. Me siento desorientado por un momento, hasta que me doy cuenta de que era solo un sueño.
No sé si sentir alivio al saber que aún estoy vivo o lamentar la ausencia de mi madre, aunque sé que solo fue un sueño, echo de menos la seguridad que sentía.
Ahora me encuentro en un pequeño garaje, el suelo está helado y mi única cobija es un trozo de cartón manchado de aceite de motor. Preferiría estar de nuevo entre las cálidas sábanas de mi cama.
El rugido furioso de mi estómago me insta a levantarme. Sin embargo, el dolor que atraviesa mi pierna desde la cadera hasta el muslo me hace caer de nuevo en el cartón. Recuerdo que estoy herido, el intenso hambre había hecho que olvidara el dolor que me recorre.
Tengo varias heridas pequeñas en todo el cuerpo la mayoría son marcas de vidrio que me rasguñaron. No son graves, pero hay una en el muslo que me preocupa, a pesar de que me asegure de vendarla con cuidado y de limpiarla rigurosamente (incluso intenté sutúrala pero me asuste y abandone la idea) debo admitir que no sé como tratar una herida tan grande.
Mi estomago vuelve a rugir, no he salido de este garaje en una semana y lo único que pude encontrar además de vendas, alcohol etílico (y no etílico) y un balde de agua fue una caja con barritas energéticas, aunque decir una caja es mucho porque solo tenia dos las cuales me comí el primer día por ansiedad así que ahora solo me queda un par de vendas y una botella de Whisky que encontré entre las cajas y me niego a desayunar Whisky, tomaría del balde de agua pero lo use todo para limpiar mis heridas.
Así que a pesar del dolor que me invade cada vez que intento ponerme de pie debo salí de aquí y buscar suministros y quizá hasta pueda encontrar algún refugio.
Con esta idea en mente y motivándome pensando en el banquete que me daré una vez encuentre comida, me pongo de pie, retengo un grito de dolor recordándome que a pesar de que las calles han estado vacías por días eso no significa que este solo.