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Chapter 3 - Capítulo 2: Invisible

Joe sostuvo mi cuerpo sin vida entre sus brazos, acariciando mi cabello mientras sus lágrimas caían sobre mi rostro empapado.

—¡No! —gritó al cielo. El estruendo de su lamento llenó los vacíos silenciosos en el desolado lugar, creando ecos en la atmósfera—. ¿Por qué, mi niña? ¿Por qué? Regresa, te amo.

Alan tragó saliva y se acercó con mesura a su amigo.

—¿Puedo…? —Extendió la mano hacia mi cuerpo inerte, buscando con sus dedos mi pulso.

Yo observaba la escena como si estuviera fuera de mi propio cuerpo. Me contemplé a mí misma inerte, pálida, con los labios de un tono púrpura, los párpados cerrados y el cabello esparcido entre las manos de Joe.

Entonces…, estaba muerta.

Aunque Joe no respondió, permitió que Alan tocara mi cuello y luego acercara su oído a mi pecho.

—Ya no respira, su corazón ha dejado de latir —susurró el Zephyr tan bajo que creí que tal vez no quería ser escuchado.

Las manos de Joe temblaban, al igual que sus labios. Su cabello mojado caía sobre su frente, y en su mirada, vislumbré el tormento que lo consumía. Era angustiante observar esos ojos plateados ensombrecidos por el sufrimiento.

Una presión oprimía mi pecho, como si algo pesado presionara mi tórax, impidiéndome respirar.

Adolph secaba las lágrimas de Nina mientras Joseph acariciaba mis mejillas. Limpió mi cara con sus dedos después de depositar un suave beso en mis labios azulados.

—Darius… —dije entre sollozos, con la voz tensa gracias al nudo en la garganta—. ¿Ésa... soy yo?

—No —aseguró—. Ése es un cadáver, un cuerpo vacío, sin alma ni latidos. Tú estás aquí ahora, ¿entiendes? Tu alma está conmigo. Joe puede ver tu cuerpo fallecido, pero no sabe lo cerca que estás de él.

—Oh, mierda, estoy muerta —exclamé con escepticismo—. No, Darius, necesito volver. Joe me necesita, yo…

—Lo sé —me interrumpió, envolviéndome con sus brazos. Su cuerpo era sólido, mas no emanaba calor—. Tú también lo necesitas. Creo que he hallado una manera de hacerte regresar, pero no sé si funcione.

—Tengo que volver —lloriqueé—. No puedo verlo así, no puedo.

—He hablado con el hijo de las tinieblas, el mago —soltó—. Me ha dicho que debes ir a verlo nuevamente.

Lo miré directamente a los ojos, profundos y celestes como el vasto mar y el cielo infinito.

—Haré cualquier cosa —musité con desesperación.

Darius tomó mi mano y la apretó, tirando de mí mientras caminábamos bajo la lluvia. Poco a poco nos alejamos de Joe, dejándolo atrás, solitario y herido. Necesitaba tocarlo, abrazarlo, entrelazar mis dedos en su pelo, consolarlo y besarlo. ¡Dios! Podía percibir en su llanto la oscuridad de su alma. Mientras gritaba que me quedara a su lado, sentía algo romperse en mi pecho en mil pedazos.

Cuando me volví hacia atrás para tratar de verlo por última vez, la escena se había desvanecido. Ya no estaba allí, sólo quedaba el hormigón húmedo y las vías lóbregas.

Tan pronto como crucé junto a Darius por debajo del encumbrado puente, vislumbré a un condenado arrastrándose en el suelo de piedras. Oí la música, contemplé la niebla, el humo, las mujeres enjauladas… Había un ligero aroma a cerezas flotando en el aire.

Podía escuchar cada sonido bajo la música: cada pisada, el aullido del viento en todas direcciones, el castañeteo de mis dientes, las voces como murmullos y… los repentinos alaridos de horror que la gente había empezado a lanzar. El aire se volvió tan denso y caliente que era insoportable. En el cielo danzaban diabólicas figuras naranjas. Eran llamas que rodeaban todo, convirtiéndolo en un infierno.

Gotas de sudor resbalaban por mi rostro, haciendo que mi cabello se adhiriera a mi piel. Era extraño sentirme tan humana, a pesar de no serlo. En esos momentos, ni siquiera sabía qué era.

El calor del fuego me asfixiaba, mi pálida piel había enrojecido. Temí morir atrapada en las llamas mientras sujetaba la mano de Darius y era prácticamente arrastrada por él.

—Nunca se sabe lo que puede suceder aquí —farfulló.

Nos adentramos en las penumbras de aquella carpa de circo.

Sangre, pensé aturdida, quiero beber sangre.

Esta vez, el lugar estaba desolado, las butacas vacías y el escenario desértico, salvo por ese mago de pie entre la nebulosidad, que me examinaba con esos ojos pérfidos, oscurecidos bajo la sombra de su sombrero.

—Sabía que regresarían.

¡Oh, no! Su voz, tentadora, emanaba un calor que me envolvía.

Darius carraspeó, aclarando su garganta.

—Ella desea marcharse —le informó al mago—. Quiero decir, quiere volver.

—Y tú deseas complacerla —afirmó el otro hombre. Darius asintió—. ¿Por qué?

—Porque… —vaciló—. Ella no está lista para ser condenada.

—No intentes engañarme —espetó el hijo de las tinieblas con firmeza—. No te pregunté por qué debe irse. He dicho: ¿por qué quieres satisfacerla? Sé sincero.

Darius hizo una pausa mientras meditaba la respuesta.

—No lo sé, señor —admitió respetuosamente, como un niño ante sus maestros—. Necesito esto, no quiero que ella se sienta perdida.

Hubo un silencio estremecedor, tan profundo y prolongado que resultaba inquietante. El hombre del sombrero miraba a Darius con determinación y suspicacia.

—Puedo ver en tus ojos que tú… —comentó—, estás ligeramente enamorado de ella. Por supuesto, ¿quién no lo estaría? Es hermosa y sensual. Quieres que esté segura, feliz y a salvo. Con vida y con su amante. Hubieras mencionado eso y quizás habría considerado tu propuesta. ¡Pero! —objetó, elevando la voz—. No soy precisamente un mago, porque nadie me paga por el trabajo que hago. Creo que ya no quiero enviarla de vuelta a su mundo.

—Por favor —rogó mi amigo.

El individuo levantó la barbilla con arrogancia y cruzó los brazos sobre su pecho.

—No soy Dios, ni el Diablo. No puedo devolver a la vida a alguien —atestiguó—. Lo único que hago es cumplir deseos; todo depende de ella.

Se acercó sigilosamente antes de sujetarme los hombros. Relamió ligeramente sus labios y alzó mi rostro para examinarme. Entretanto, intenté salir de ese trance temporal al que me sometía. Susurró unas palabras en otro idioma, las cuales hicieron aparecer de la nada un espejo con un marco dorado. Figuras de serpientes forjadas en oro rodeaban el cristal.

—Es curioso —mencionó—, has muerto el mismo día que Lilith, con la diferencia de que ella ha sido enviada al infierno. Tú en cambio serás juzgada por el amo y señor del mal y te encuentras en La Tumba de los Condenados. Sigo sin saber qué es peor. —Aún reteniéndome por los hombros, me hizo girar para enfrentarme al espejo—. Mírate, Eva, eres una diosa —señaló mi reflejo.

Delante de mí, contemplé mi cuerpo, mi rostro, mi cabello desordenado, mis labios rojos y mis ojos azules, tan distantes como el cielo. Tenía la mirada perdida, fría y oculta tras un invisible manto demoníaco.

—¿Qué es lo que más anhelas? —susurró en mi oído. Mi mente se llenó de la imagen de Joe—. El espejo te conducirá hacia él, sólo deséalo.

Visualicé a Joe en el interior de mi cabeza, sublime y deseable. Al mirar distraídamente el espejo, noté que mi reflejo había cambiado. Ya no veía el auditorio, sino a mí misma en una habitación casi vacía, tumbada en una cama doble. Mi cuerpo mostraba heridas y rastros de sangre. Tenía los ojos cerrados, la piel pálida y los labios de un tono azul grisáceo.

Joe se encontraba sentado en el suelo, junto a la cama. Su espalda apoyada contra la mesita de noche mientras sostenía una botella de cerveza. Tenía el rostro enrojecido y la mirada perdida en un abismo desconocido. Huellas de lágrimas marcaban su hermosa cara. El aire se escapó de mis pulmones al contemplarlo derrotado sin motivo aparente.

—Atraviesa el espejo —me ordenó el mago con los labios cerca de mi oreja.

Salí del trance hipnótico de su voz antes de intentar hallar la mirada de Darius. El fantasma, con su palidez natural, asintió con la cabeza, otorgándome su aprobación.

Presioné ambas manos en el cristal sólido y compacto durante interminables segundos de agonía. Ansiaba gritar y sollozar por la única razón de que cada parte de mí anhelaba desesperadamente a ese vampiro.

Repentinamente, el espejo se desvaneció, transformándose en un simple marco de oro sin vidrio. Una ventana abierta a otro mundo que debía atravesar. Sin vacilar, crucé hacia el otro lado, sintiendo como si hubiera despertado violentamente de una pesadilla.

De un momento a otro, me encontraba recostada en una cómoda superficie al tiempo que observaba el techo con la bombilla apagada. Únicamente una tenue luz se filtraba por las ventanas.

Jadeando, me incorporé en la cama. Estaba en la habitación de Joe.

He vuelto, pensé.

Me levanté de forma precipitada antes de salir de la habitación. Recorrí el pasillo en busca de Joseph o cualquier persona que pudiera llevarme hasta él. Rápidamente identifiqué a Alan avanzando lentamente por el corredor.

—¡Alan! —lo llamé con la voz cargada de zozobra.

El Zephyr no se volvió para mirarme. En su lugar, continuó su trayecto. ¿Acaso no me había oído?

Grité su nombre con más fuerza después de acercarme. Pero ni siquiera me miró, a pesar de que me había situado justo delante de él.

—¿Alan? —repetí mientras lo seguía—. Alan, ¿me escuchas? ¡Alan!

Era como si fuera invisible, como si no pudiera verme ni escucharme.

—Alan, mírame, estoy aquí —le supliqué.

Fue inútil.

Yo no existía, permanecía en otra dimensión, aún muerta e intocable.

Algo en el interior de mi abdomen se apretó. Además, sentía como si raíces con espinas crecieran dentro de mi garganta.

Entré en la cocina después de Alan. Mi corazón dio un vuelco al ver a Joe de frente al refrigerador, alcanzando una cerveza.

—Joe —dijo Alan con insistencia—. Deja de beber, no te hará ningún bien.

Éste giró hacia su amigo mientras destapaba la botella. Ni siquiera podía verme, también era invisible para él.

—¿Y qué me hará bien? —protestó.

Sus labios formaban una delgada línea y su mandíbula estaba tensa, como si apretara los dientes. Tenía un aspecto devastador.

—Debes seguir adelante. Ella no querría verte así, tienes que dejarla ir.

Joe negó y apartó de su camino a Alan.

—Déjame en paz.

—Joe, ¿acaso quieres destruirte?

Había un fuego fulminante en los ojos de Joseph cuando observó al Zephyr.

—Cállate, tú no lo entiendes. ¡Déjame en paz!

Alan largó un resoplido.

—¡Por supuesto que comprendo! —alzó la voz—. La amabas. ¿Crees que no entiendo lo que eso significa, Joe? Sé que crees que es tu culpa, pero no es así. Me preocupas, no deberías hacerte esto.

La ira de Joe se incrementó.

—¡Maldita sea! —exclamó con furia—. No la amaba, la amo. —Enfurecido, arrojó la botella contra la pared, la cual estalló en fragmentos mientras gritaba—. ¡Soy un despreciable monstruo! ¡No puedes entender lo que siento! No hago más que destruir todo lo que toco y amo. Primero mi familia, luego mi propio hermano, ¡y ahora ella! Siempre he sido un asesino.

Golpeó la barra de mármol de la cocina con fuerza antes de barrer de un manotazo todos los objetos que había encima.

Sentí miedo.

—¡Al infierno! Debería golpearte tan fuerte como para que entres en razón —lo desafió Alan—. No puedes cargar con toda la culpa. La muerte de tu familia no fue tu responsabilidad, y lo de Angelique fue un desafortunado accidente. ¿Puedes entender eso?

Escuché el frustrado grito de Joe.

—Sí —dijo en un gruñido—. Golpéame, porque nunca inventaré mentiras para eximirme de mis culpas. Fui el causante de que Jonathan y Deborah le hicieran daño, ¡por supuesto que no resistiría mucho más! Golpéame, Alan, ¡hazlo antes de que te golpee a ti!

En un ataque de furia, empujó fuertemente a su amigo. En respuesta, el Zephyr lo embistió y arrojó un puñetazo hacia su rostro.

Supe que Alan se había contenido. Poseía una fuerza que podría haberlo hecho volar al otro extremo de la habitación si así lo hubiera querido.

Joe se tambaleó antes de impulsarse hacia adelante para devolverle un golpe en el abdomen. Alan no se movió, únicamente apretó los dientes y sostuvo una mirada desafiante.

—Estamos a mano —departió.

Joe asintió en silencio.

—Yo estaba conduciendo —trató de argumentar con la respiración agitada—. No debí dejarla morir, jamás debí exponerla al peligro con Deborah. Es todo mi culpa.

El Zephyr posó sus manos sobre los hombros de Joe, esperando en vano que recuperara la sensatez. En un gesto instantáneo, Alan lo abrazó como si se tratara de su propio hermano y le dio las reconfortantes palmadas en la espalda que necesitaba.

Temblé. Ni siquiera había parpadeado o respirado al ver aquella escena.

Cuando la respiración de Joe se calmó, se alejó. Lo seguí a través del pasillo hasta que ingresó a su habitación y cerró de un portazo.

Quise entrar, pero no era capaz de abrir. Golpeé y grité, sin embargo, no había nadie que pudiera escucharme, verme o sentirme.

Al final del pasillo, la puerta de otra habitación se abrió. Nina y Adolph salieron de ahí, ambos agitados, jadeantes e inquietos. Ella mostraba signos de haber llorado.

—He hecho todo mal —murmuró nuestro líder mientras aproximaba su cuerpo al de Nina—. Ustedes son mi responsabilidad, y no he estado a la altura. Donovan se convirtió en un cerdo desgraciado, perdimos a Angelique, Joe se está volviendo loco de dolor y es probable que ahora Alan me odie.

Ella puso las manos en el rostro del hombre.

—Ha sido terrible, siento mucha pena por la muerte de Angelique. Y tengo que hablar con Alan porque… lo quiero, lo quiero mucho. He sido su novia desde hace mucho tiempo. No quiero lastimarlo. De cualquier manera, no puedo evitar esto que siempre he sentido por ti. Te amo, Adolph, desde el día en el que te conocí.

—También te amo.

Adolph presionó a Nina contra la pared y la besó con mucha urgencia. Se fundieron en un beso apasionado, diferente a cualquier beso que ella hubiera compartido con Alan. Él acariciaba su cabello con las manos temblorosas mientras ella derramaba un par de lágrimas. Se separaron una vez que ambos se quedaron sin aliento.

—¿Por qué después de tantos años, mi amor? —preguntó ella—. He pasado todo este tiempo amándote en silencio. Llegué a creer que ya no sentías lo mismo por mí y eso me hacía sufrir. Porque cada vez que te miraba, te deseaba. Han transcurrido muchos años, Adolph. ¿Por qué has tardado tanto en abandonar tu orgullo?

—Nunca dejé de amarte. También sufría al verte con él, con mi amigo —Adolph la besó con suavidad—. Me di cuenta de que no podía continuar así. Observaba a Joe discutir con Angelique, de la misma manera en que solíamos hacerlo nosotros, y comprendí el daño irreparable que nos hicimos. Al verte en medio de ese caos, tratando de acercarte a Jonathan, pensé que te perdería. Por eso necesitaba que supieras que te amo, que si tengo una razón para vivir, eres tú.

Volvieron a besarse de forma hambrienta en medio de silenciosos sollozos de la joven.

—Deséame suerte —le pidió ella.

—Te deseo… suerte.

Cuando ella se marchó, Adolph suspiró.

Decidí seguirla hasta el salón principal, donde Alan leía un libro, recostado en uno de los sillones.

Al darse cuenta de que el muchacho la ignoraba, exhaló con cansancio antes de hablar.

—¿Cómo estás?

Él dejó el libro y levantó la vista.

—Podría estar mejor —respondió de mala gana.

Ella se sentó a su lado y extendió la mano para apartar los rizos castaños que caían sobre la frente del chico.

—Lo sé —contestó con una mueca—. Quiero hablarte, Alan.

—Lo sé. Y sé lo que quieres decirme.

Nina se mostró ligeramente contrariada.

—Yo… —balbuceó.

—Estás elaborando un párrafo perfecto para decirme que no quieres lastimarme, que me aprecias, pero que amas a Adolph. De verdad, lo comprendo. No necesito oírlo de tus labios. Y, sí, podemos ser amigos.

—¿Sabías que estaba enamorada de él?

—Sí, sólo que nunca creí que llegaría este momento. Nunca pensé que ustedes… bajarían la guardia.

—¿Guardas rencor hacia alguno de los dos? —preguntó ella con franqueza.

—No. Al principio, te convertiste en mi novia para darle celos. Cuando eso no funcionó, seguiste conmigo para olvidarlo, y yo lo sabía. La culpa es mía; nunca debí enamorarme.

—Perdóname —le rogó—. No era mi intención aprovecharme de ti, ni utilizarte. Lo lamento mucho.

Alan asintió con la cabeza.

—No siento que me hayas utilizado. Cuando empezamos a salir, tampoco te amaba. —Acarició las sonrojadas mejillas de Nina—. Pero eras, y sigues siendo, la más hermosa y bondadosa de nosotros. A pesar de mis intentos por no amarte, no lo logré. Y ésta es la consecuencia.

—Entiendo que esto te cause dolor y, de alguna manera, a mí también me lastima hacerte daño.

—Nina, te amo y quiero que encuentres la felicidad, incluso si es con alguien más. Además, Adolph es como un hermano para mí. Estoy seguro de que puede hacerte realmente feliz.

Ella lo abrazó fuertemente, agradecida.

—¿Por qué eres tan perfecto? —le preguntó, sonriendo—. Espero que consigas a alguien especial que pueda valorarte y amarte. Quiero que también seas feliz.

—Si tú eres feliz, yo lo soy —explicó, devolviéndole una débil sonrisa que no alcanzaba sus ojos.

¿Cómo podía decir que estaba feliz? No lo estaba. Podía ver desconsuelo en su mirada; quería desmoronarse. Estaba sacrificando su propia felicidad para darle a ella lo que deseaba. Y no quería que supiera cuánto le dolía.

El silencio llenó la habitación durante algunos minutos.

—¿Es tan evidente que estoy enamorada de él? —dijo Nina finalmente, sin poder contenerse. Era como si las palabras hubieran estado picando en su lengua.

Él negó.

—Sabes disimular muy bien, de hecho. Pero cuando compartes la vida con alguien, aprendes a conocerlo a fondo.

Comprendí que eso no era cierto, sino todo lo contrario. Alan no estaba siendo completamente honesto con ella. No iba a revelar su secreto jamás. Después de tantos años juntos, seguía ocultándole que podía leer mentes.

De pronto, mis colmillos ardieron. Sentí la garganta seca y agrietada mientras algo salvaje e indómito comenzaba a apoderarse de mí. La sed me aguijoneaba dolorosamente.

Estaba muerta, pero seguía siendo un vampiro. Un vampiro muerto.

Regresé con prisa a la habitación de Joe, me erguí frente a su puerta y la empujé con insistencia hasta que, de alguna milagrosa forma, se abrió.

Lo hallé tumbado junto a la cama, utilizando la mesita de luz como respaldo. Sus dedos acariciaban el cabello y rostro de esa figura que solía ser yo. Contemplaba mi cadáver con ternura al tiempo que su semblante reflejaba un sufrimiento que no merecía.

Se había quitado el abrigo de cuero mojado y lo había arrojado al suelo. Ahora vestía una camiseta gris sin mangas que dejaba a la vista sus musculosos brazos. Su cabello aún seguía húmedo y caía sobre su rostro de manera preciosa. A pesar de que el dormitorio estaba prácticamente vacío, era un caos, como si Joseph hubiera lanzado todo por doquier en un ataque de ira, lo cual era una posibilidad.

Mirarlo estremecía mi corazón. Incluso estando muerta, era consciente de mi respiración, mis latidos, las lágrimas rodando por mis mejillas…

—Angelique —susurró al cuerpo sobre la cama—, te necesito. Haré lo que sea para que regreses. Te amo, no permitiré que esto quede así. No dejaré que te vayas para siempre, no puedo.

Sus manos rozaron mis labios con delicadeza mientras hablaba con la voz quebrada.

—Sabía que no debía enamorarme de ti. Conocía el riesgo que acompaña al amor. ¿Cómo pude permitir que esto sucediera? No debía amarte, no podía. Todo lo que he amado se ha esfumado, he causado dolor a cada persona a la que he querido, he destruido todo lo que he deseado. Pero no me importó. ¿Cómo pude creer que serías la excepción? ¿Cómo pude pensar que seríamos felices? Te he hecho daño sólo por mi egoísmo, por querer tenerte a mi lado.

Me arrodillé sobre la alfombra después de haberme acercado a él.

Temblé ante el deseo de tocarlo, de acariciar su rostro y acomodarme entre sus brazos. Necesitaba decirle que también lo amaba, que no era su culpa, que anhelaba regresar, que no debía sufrir por mí y que estaba bien, a pesar de que no lo estaba.

Mi pecho ascendía y descendía pesadamente mientras las lágrimas volvían a aflorar de mis ojos. Me daba igual llorar, nadie podía verme. Era sólo un espectro. Aunque gritara o sollozara, nadie lo sabría.

Pese a que estaba junto al hombre que amaba, compartiendo su dolor, nunca se enteraría.

Podía estar entre ellos, pero nadie podía estar conmigo. Podía rodearme de gente y aún así estar sola. Ni siquiera el buen Darius estaba allí para acompañarme y ayudarme a entender lo que sucedía.

El mago, siempre detrás de la magia, escondía un truco. Me había llevado junto a Joe, pero no me había devuelto a la vida.

Me sentí incontrolablemente tentada a tocarlo, sin embargo, el miedo se apoderó de mí. Temía enfrentar la realidad y descubrir que podía atravesar su cuerpo. Me aterraba la idea de darme cuenta de que jamás podría acariciar de nuevo su piel bronceada con ese espléndido matiz dorado.

Sin poder contenerme, levanté mi trémula mano para posarla delicadamente sobre su rígido omóplato. Cuando noté que un escalofrío le recorría la piel, palidecí. Era como si hubiera percibido mi tacto.

Joseph Adam Blade, el sexy vampiro rompecorazones, me amaba. A mí. Y se estremecía cuando lo tocaba. Me moría de ganas por estar realmente en su plano físico para poder consolarlo.

—Joe —murmuré su nombre.

Tan pronto como hablé, giró bruscamente hacia mi cuerpo pálido y dormido sobre las sábanas. Las palpitaciones en mi pecho se aceleraron tres veces más de lo normal.

No era posible, ¿me había escuchado?

—Estoy aquí, Joe. Mírame, por favor, te necesito —imploré—. Te amo.

Él miró a su alrededor como si escuchara voces en el aire. ¿Lo estaba haciendo? ¿Me estaba oyendo?

No debía ilusionarme; nadie podía escucharme.

Se llevó las manos al cabello y maldijo, gruñendo en voz baja. Seguidamente, balbuceó algo parecido a: "me odio".

—Jamás debí haber pensado en traerte a mi mundo, soy malditamente egoísta —alzó la voz—. Nunca debí convertirte en lo que soy, alejándote de tu vida. En este momento tendrías que estar coqueteando con algún joven o preparándote para entrar en la universidad, ¡no muerta! Tenía que haberme quedado en las sombras, vigilándote en silencio. Así es como debería haber sido. ¡Maldita sea!

Observé cómo apretaba sus puños hasta hacerse daño. Sus dientes se cerraban con fuerza al tiempo que el movimiento de su pecho se alteraba. A medida que la ira crecía en su interior, sus ojos se volvían más vidriosos, reteniendo las lágrimas que no dejaba salir.

Un repiqueteo en la madera de la puerta me hizo girar la mirada.

—¡Joe! —le llamó Adolph desde afuera—. ¿Puedo entrar?

Joseph permaneció en silencio al escuchar el llamado. Sin pronunciar palabra, mantuvo esa mirada perdida, fija en la nada.

Después de un par de minutos, Adolph ingresó a la habitación y le dirigió una compasiva mirada. Al advertir mi cadáver, se estremeció.

—Debemos… enterrarla.

Joe amplió los ojos.

—No lo harás —contestó, levantándose velozmente—. No la tocarás.

Adolph tragó saliva.

—Ha muerto hace horas, Joseph —explicó con cautela—. ¿Qué pretendes? ¿Tenerla en tu cama hasta que su cuerpo se descomponga? Se ha ido, nada cambiará eso.

—Es un vampiro, su cuerpo nunca va a descomponerse. ¡No te atrevas a tocarla! —lo amenazó—. Te mataré si le pones un dedo encima.

—¡Joder! Tienes que entrar en razón.

—¡No te la llevarás a ningún maldito cementerio! —gritó—. Yo… he sentido que ella aún estaba aquí de algún modo, creí escucharla, ¿me entiendes? Me pareció oír que decía mi nombre.

—No es así. Estás muy mal, déjala ir.

Alterado, Joe lo empujó fuera de la habitación.

—No dejaré que se la lleven —vociferó—. Estoy seguro de que puedo hacer algo al respecto.

Salió del dormitorio detrás de Adolph, dejándome ahí. Oí el sonido que hacía la cerradura cuando pasó la llave.

—¿Qué es lo que estás planeando? —lo reñía nuestro líder detrás de la puerta.

No escuché respuesta alguna de Joseph.

—Por favor, Joe. ¡No hagas locuras! —gritaba Adolph en el pasillo.

Aunque los pasos se alejaron, todavía podía escuchar sus voces, sin comprender las palabras.

Había alaridos y portazos.

Cuando traté de girar el pomo de la puerta para seguirlos, no logré moverlo. Quizás era invisible, pero no podía atravesar objetos. Era tan sólida como cualquier vampiro.

Ahí estaba, encerrada en una habitación con mi propio cadáver, el cual reposaba en la cama de mi amado mientras mi alma vagaba en las penumbras.