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Chapter 7 - Capítulo 6: Ladrón

Enmudecí. Mi boca se abrió de asombro.

¡Por todos los cielos! ¿Estaba proponiéndome matrimonio?

¿Qué posibilidades había de que aquello estuviera sucediendo?

Bueno, definitivamente no era un sueño. No cuando podía sentir a Joe entre mis brazos y el sabor de sus labios aún permanecía en los míos.

Por un momento creí que estaba a punto de desfallecer. Me perdí en mis pensamientos mientras contemplaba el pequeño y delicado anillo. Mis ojos captaban los reflejos de la luz sobre el metal y las piedrecillas brillantes. La banda era delgada, de oro blanco. Ese anillo era perfecto para mí, perfecto para mis delgados dedos, perfecto para lucir en mi mano…

Me sorprendió exageradamente lo mucho que me conocía Joe. Sabía mis gustos a la perfección.

La joya lucía alarmantemente costosa y dramáticamente delicada. Tanto que parecía improbable que un hombre como él la hubiera elegido.

Me encantaban los diamantes. ¿Y a quién no?

Dirigí mi mirada desde el anillo hasta su rostro. Su expresión era imposible de descifrar. Parecía completamente hermético, decidido a no permitir que nadie penetrara más allá de las emociones ahogadas en sus fastuosos ojos. Jamás revelaría lo que pasaba por su mente, su alma o su corazón. Le dediqué la mirada más enamorada que podía ofrecer y acaricié su rostro con la punta de mis dedos.

—Es hermoso, Joe —murmuré con los labios trepidando. Tuve que tragar saliva antes de continuar—. ¿Sabes? No necesitamos un anillo, una ceremonia ni un contrato para estar juntos el resto de los días. Ahora soy tuya, te pertenezco, eso lo sé.

Joe enarcó una ceja.

—¿Estás diciéndome que no?

Le sonreí.

—He escuchado que los matrimonios acaban con las parejas.

—Entonces es un no, ¿verdad? —conjeturó, aún sosteniendo entre sus dedos el diminuto aro con diamantes.

Mi sueño nunca había sido casarme. Siempre había tenido la idea de que ese tipo de compromisos eran alguna especie de catástrofe para las parejas, como una atadura o una supresión de libertad. Por supuesto, había considerado casarme algún día, pero nunca a los dieciocho años. Y lo que era certero es que jamás imaginé que a Joe pudieran gustarle los compromisos serios y a largo plazo, mucho menos en forma de matrimonio.

—Quizás necesito más tiempo —susurré con un atisbo de vergüenza—. Esto fue inesperado.

Una propuesta de matrimonio con cena romántica en un lujoso restaurante era típica y hermosa. Pero una propuesta de matrimonio mojada, en el interior de una piscina, con besos ardientes y el novio semidesnudo, era de otro mundo. Mil veces mejor, más acorde a mi estilo. En parte, no me arrepentía de haber arruinado la noche.

—Si quieres pensarlo, podría…

—Joe —lo interrumpí—. No hablo de más tiempo para pensar, hablo de más tiempo de esto, más de esto que tenemos. Más tiempo de besos en el agua, de coqueteos, seducción, amistad, juegos, libertad y de hacerte arder. La vida de casados es diferente, monótona. Los hombres creen que tienen a la mujer asegurada y no se esfuerzan en lo más mínimo por reconquistarlas. Lo mismo sucede con las mujeres. Saben que el hombre es suyo, por lo que descuidan su apariencia, se olvidan de seducir y no hacen más que limpiar su aburrido hogar o alimentar a sus criaturas. Y, mira, la verdad es que soy demasiado inútil para ser una buena esposa, ni siquiera sé preparar café.

La carcajada de Joe resonó por lo alto. Se reía de mí, lo cual me hizo sonrojar.

—¿Eso te preocupa? —largó un resoplido—. ¿Y si te prometo que nada va a cambiar? ¿De verdad crees que un matrimonio de vampiros sería igual al de cualquier mortal? No necesito que me prepares café en la mañana ni nada por el estilo. Y, para que sepas, jamás dejaré de arder por ti —besó mis labios tiernamente—. ¿No te gustan los niños?

—Me agradan los niños —admití—. Y te daría todos los bebés que desearas. Nada me gustaría más que hacer unas réplicas de ti en miniatura, pero tenemos mucho, realmente mucho tiempo para eso.

—Si pudiéramos tener bebés, claro —sonó desilusionado—. Los hijos de vampiros son poco frecuentes, sólo los Zephyrs han logrado reproducirse. Quizá es porque son muy poderosos —comenzó a desviarse del tema—. No es que sepa mucho sobre la vida sexual de Alan y Nina, pero ella aún no ha estado embarazada. Bueno, ella no es un Zephyr, pero Alan sí. No sé lo que sucede en esos casos, y si ellos se cuidaban…

—¡Hey! —lo hice callar.

—Lo siento. —Sonrió luego de suspirar—. Está bien, no quieres casarte conmigo, ¿no es así?

—Mira, yo te amo. Tal vez tengo miedo, pero nunca dudes que te amo.

Tan pronto como apretó su pecho desnudo al mío, casi gemí por el placentero contacto. Su respiración cálida sobre mi cuello me hacía delirar. Me estremecí, deseando frenéticamente saborear su piel húmeda.

—Eres bastante impredecible. Me esperaba cualquier respuesta de tu parte —Cuando relamió sus suculentos labios, mi cuerpo se tensó al divisar su lengua deslizándose por encima de ellos—. Y si no me amaras, te secuestraría y te obligaría a permanecer a mi lado —bromeó amenazadoramente.

La sonrisa malvada en mi rostro se reflejó en sus incandescentes ojos grises.

—¿Y si quisiera que me secuestres? —musité traviesamente.

—Hmm… —su expresión pasó a ser más pícara.

—Dime, ¿qué planeabas? ¿Una boda en Las Vegas? ¿Un jardín con rosas y una alfombra? —curioseé.

—Dado que no podemos entrar a iglesias o templos, pensaba en una boda con los Zephyrs. Una boda para vampiros. Tú sabes, un elegante vestido rojo y compartir sangre en copas. Por último, ellos te marcarían de alguna manera para que todos supieran que eres mía —respondió. No estaba bromeando.

Lo observé con un gesto de asombro.

—Y, ¿cuándo has comprado el anillo? —inquirí, intrigada.

—Ah, ¿esta baratija? —comentó, mostrándome el diminuto aro antes de devolverlo a su estuche de satén—. Intenté dárselo a tres de mis exnovias. Como ninguna aceptó, decidí probar suerte contigo.

Supe por su mirada artera que no hablaba en serio.

—Eso no puede ser verdad —le reproché.

—Por supuesto que no, tonta —dijo después de depositar un dulce beso en mi garganta—. Nunca hubiera propuesto matrimonio a otra que no fueras tú, ni en esta vida ni en ninguna otra. Durante los días que estuviste dormida, decidí comprarlo —entrelazó sus dedos en mi cabello, sujetando mi cabeza de manera cariñosa—. ¿Aceptarás el anillo, al menos? Considéralo un regalo.

Un escalofrío surcó mi piel.

—Sin ofender, pero no creo estar lista para llevar eso en mi dedo —cerré mi mano en un puño involuntariamente—. No me malinterpretes, es hermoso. Te haré saber cuando me sienta preparada para ello.

Temblé de frío.

—Deberías salir de aquí —propuso—. Tus labios están azules. No es que no me gusten de cualquier forma, pero creo que ése no es tu color.

Me alzó de la cintura y me acomodó en el borde de piedra de la piscina. Congelada, empecé a quitarme el vestido mojado. Me sentí cohibida al notar su mirada cuando me encontré en ropa interior. Él seguía en el agua con su cabello goteando sobre su rostro.

Abracé mi cuerpo en un absurdo intento por mantenerme caliente.

—¿Por qué no me traes una toalla?

Desde el interior de la piscina, se acercó más al borde, donde yo estaba sentada con las piernas colgando sobre el agua y las puntas de los pies sumergidas.

Separó mis piernas lentamente, situándose entre ellas mientras alzaba su mirada para ver mi expresión.

Tan pronto como sus manos se cerraron en mis muslos, algo se apretó en el interior de mi vientre. Su maligna sonrisa se hizo más amplia al tiempo que sus palmas ascendían, posándose a cada lado de mis caderas. Me atrajo hacia sí, encajando mis rodillas encima de sus hombros.

A continuación, besó mi abdomen apasionadamente. En respuesta, mi espalda se arqueó. Sus labios avanzaron con rudeza más abajo, abriéndose paso hacia el interior de mis muslos. Enterré mis dedos en su cabello oscuro cuando sentí su barba incipiente raspando mi ropa interior mojada.

—Joseph, contrólate —jadeé—. Eres insaciable.

—Es sólo porque eres irresistible —se excusó antes de morder juguetonamente la tierna piel de esa zona.

Salió del agua y se marchó, sólo para volver minutos después con una toalla para cada uno. Una vez que entramos a casa, atravesamos el pasillo en medio de besos hambrientos hasta llegar a mi habitación. Cerró la puerta y me empujó a la cama igual que un depredador. En un veloz movimiento, se deshizo de la toalla que me envolvía para poner su cuerpo sobre el mío.

La sensación de su abdomen duro y desnudo encima del mío me hacía palpitar de placer. Podía sentir el bulto de su pantalón creciendo contra mi pelvis.

Él parecía tenso cuando hundió su rostro en mi cuello. Me olfateó, lamió el borde de mi mandíbula e hincó sus colmillos en mi piel.

De inmediato, lancé un grito ahogado. Varios gemidos se escaparon de mi garganta mientras mis dedos se cerraban sobre sus musculosos bíceps. Su mordida me causó un formidable éxtasis, provocando que me retorciera de deseo en sus brazos. Me costaba respirar.

Era jodidamente satisfactorio sentir sus dientes clavados en mi cuello y mi sangre circulando desde mi organismo hasta su boca. Él succionó desde las hendiduras en mi cuello, empujando con su lengua el líquido hacia el interior de su boca.

Apreté sus bíceps con más fuerza cuando profundizó su mordida, enterrando sus caninos más dentro de mi piel.

Aquello me hizo gritar de dolor. Estaba bebiendo mi sangre como si se alimentara de mí. Cerró su puño en una de las barras de madera de la cabecera de la cama mientras saciaba su sed, degustando mi sabor con deleite.

Durante extensos minutos continuó mordiéndome. Y me di cuenta de que había bebido en exceso, tanto que comencé a debilitarme debido a la pérdida de sangre. No obstante, si eso lo complacía, estaba dispuesta a quedarme seca. Su mandíbula se cerró con más intensidad, hiriéndome dolorosamente. En respuesta ante aquel potente dolor, mis uñas se enterraron en su piel.

Comencé a sentir frío mientras mi respiración se volvía intermitente. Me sentía mareada, aturdida y sin aliento.

—Joe, duele… Me duele —balbuceé con voz ronca.

En ese mismo instante, sus colmillos salieron de mí. Y seguí sangrando.

Él jadeó, con los labios manchados de rojo, agitado y visiblemente perturbado, como si hubiera despertado violentamente de una pesadilla. En sus ojos se reflejaba una exorbitante preocupación.

—¡Mierda! Hermosa, ¿te he hecho daño? —expresó en tono de arrepentimiento—. ¡Maldita sea, nena, no quería lastimarte! Lo juro.

A horcajadas sobre mis caderas, me sostuvo en sus brazos, presionándome contra su pecho. Sentí su corazón latiendo apresurado debajo de mi mejilla. Las marcas de mis dedos estaban impresas en su piel como líneas rosadas.

—Estoy bien.

Respiré de manera alterada, tratando de recobrar el aliento.

Con la toalla que se hallaba sobre la cama, comenzó a limpiar la sangre que corría desde mi garganta hasta mis hombros.

—Perdóname, por favor —susurró en mi oído, aterrado—. Pude haberte matado. Me excedí.

Sentí que no tenía fuerzas para moverme. La habitación parecía estar dando vueltas.

—Estoy bien, de verdad, cálmate —quise tranquilizarlo.

Hizo una mueca de desagrado al examinar las laceraciones en mi cuello. Luego me besó en la frente y acarició mi cabello.

—¿Estás segura de que estás bien? —preguntó. Asentí lentamente mientras me recuperaba—. Tengo que irme. Lo siento mucho, linda. Espero que puedas perdonarme por esto.

Cuando me incliné para reclamar sus labios con otro censurable beso de despedida, se puso de pie y salió a toda velocidad por la puerta.

Recostada en la cama, no pude hacer otra cosa que pensar en Joe. Recordarlo, anhelarlo, percibir su aroma, reflexionar dolorosamente sobre la propuesta de compromiso que había declinado esa noche. Quizás estaba herido por eso, pero no estaba lista para dar ese paso. El miedo me paralizaba. Temía acostumbrarme a la idea de que fuera realmente mío, cuando ninguno de los dos sabía con certeza lo que nos esperaba en el futuro. La amenaza de perderlo me acechaba, recordándome constantemente que no podía atarlo, que no debería continuar aferrándome a él como si fuera el aire que respiraba.

Después de una breve noche de sueño y un relajante baño de espuma, exploré la casa en busca de actividad. Hallé a Nina en la sala de estar, contemplándose en el reflejo del televisor apagado mientras ataba su cabello rubio para ponerse una peluca de color rosa.

—Una noche agitada, ¿eh? —me dijo al notar mi presencia.

Bostecé y la miré de soslayo, extrañada.

—¿Por qué lo dices?

Nina ajustó el cabello falso en su cabeza y arregló cada hebra desordenada. El pelo rosa y liso caía sobre su frente y le llegaba hasta el cuello.

Debía admitir que la chica era un tanto peculiar.

—No lo sé —profirió—. Había copas rotas en el patio, una toalla en el pasillo, ropa de Joe esparcida por toda la sala… Además, el suelo y la alfombra estaban mojados, al igual que mi vestido rojo. ¡Oh! Y había un sexy chico humano desnudo tomando una ducha en nuestro baño. Nada fuera de lo común, ¿no crees? No puedo imaginar lo que hicieron anoche. Lo digo en serio.

Contuve una sonrisa que amenazaba con aparecer en mis labios.

—¡Eh, espera! ¡El mortal! No lo habrás dejado sin sangre, ¿o sí? —la interrogué.

—Créeme, lo intenté, pero se escapó. Es bastante hábil el pequeño zorro.

Sonriendo ampliamente, tomó su bolso de mano y salió taconeando por la puerta principal.

—¡Hola! —me saludó Alan. Su voz resonó a mis espaldas, sobresaltándome. No me lo esperaba.

Me giré hacia él, pálida.

Soltó una carcajada.

¡Uff! ¡Cómo me enfurecía que se rieran de mí!

—¿Te asusté? ¡Tu cara es encantadora! —se burló.

Froté mis ojos hasta verlo todo rojo.

—¿Dónde está Joe?

—Salió anoche y no ha regresado desde entonces —contestó el Zephyr.

De pronto, comenzó a olfatear el aire, desconcertado. Se aproximó más a mí y apartó el cabello que caía sobre mis hombros como una cascada. Con un dedo giró mi rostro, descubriendo mi cuello. Hizo una expresión de dolor al notar las marcas de la mordida.

—¡Ouch! —clamó—. Joe debería tener más cuidado. Eso no luce nada bien.

—No lo hizo a propósito —lo defendí.

—Lo sé —asintió, observando la herida—. Él nunca te lastimaría intencionalmente.

Contrariado, se dirigió a la cocina para buscar una lata de cerveza antes de regresar a mi lado.

—Deberíamos comprar una consola de Xbox o PlayStation, algunos días son realmente aburridos aquí —propuso, alargando la mano para ofrecerme un trago de su cerveza—. ¿Quieres?

Cuando negué con la cabeza, suspiró.

—¿Qué sucede? —pregunté, debido a la evidente nota de ostracismo en su suspiro.

—Joe tiene mucha suerte —dijo, aproximándose para rodear mis hombros con su brazo.

—¿La tiene? ¿Por qué? —cuestioné, sin comprender a qué se refería.

—La tiene. Por tener a una chica como tú a su lado —aclaró—. Si ustedes no estuvieran enamorados, podrías gustarme realmente mucho.

Arqueé una ceja, perpleja.

Era como si estuviera coqueteándome. La sonrisa en su rostro era astuta.

—Estás diciéndome que…

—Estoy diciendo que cualquiera podría enamorarse de ti. Eres atractiva, audaz y hermosa. Ciertamente muy hermosa —continuó antes de sostener mi barbilla entre sus dedos.

No pienses, Angelique, no pienses. Me repetí mentalmente, tratando de evitar que escuchara lo que decía en mi cabeza.

Él estaba conteniendo una risa.

—¿Cualquiera podría enamorarse de mí, eh? —reiteré a modo de pregunta. ¿Qué significaba eso?

Despacio, empujó mi mentón hacia adelante, acercando mi rostro al suyo. Mi nerviosismo aumentó. Sin demora, me besó en la mejilla de manera tierna y afectuosa.

Solté aire, aliviada.

Realmente había creído que me besaría. Es decir, en los labios. Pero Alan no era ese tipo de hombre. Era mi amigo. Y sería incapaz de traicionar a Joseph.

—Jamás lo haría —respondió a mis pensamientos. Aún me rodeaba los hombros con su brazo, permitiendo una cercana distancia entre ambos—. Tú me conoces, Angelique.

De un momento a otro, la sala se impregnó del aroma de Joe, esa imponente y masculina fragancia que podía sacudir mi corazón.

Lo vi llegar, ostentando una sonrisa fingida, maliciosa y retorcida. Se desplazó lentamente hacia mí, con la mandíbula apretada, al tiempo que examinaba al Zephyr con los ojos entrecerrados. Inesperadamente, cerró los puños en la camisa de Alan, lo alzó del suelo y empujó contra la pared. Se escuchó un fuerte estruendo cuando la espalda del muchacho impactó contra el muro. Éste gimió de dolor.

—¿Qué estás haciendo con ella, Alan? —gruñó Joe con la voz envuelta en furia. Aún sostenía al Zephyr en alto, y sus rostros estaban tan cerca que podrían haberse besado.

Alan jadeó, su rostro reflejaba incomodidad.

—Joe, hermano —gruñó con dificultad—. No he hecho nada. Nunca te traicionaría, lo sabes.

Joe se paralizó. Parecía estar viéndose a sí mismo en los ojos de su amigo. Con aparentemente arrepentimiento, lo liberó. El Zephyr cayó sobre sus pies en el suelo de mármol.

—Lo siento —Joseph se disculpó de inmediato. Nuevamente advertí en sus ojos ese torbellino de angustia y remordimiento—. De verdad, perdóname, Alan. No sé lo que me pasó. Confío en ti, sé que no la tocarías.

Atónita, los observé con los ojos bien abiertos.

—¿Qué fue todo eso? —balbuceé, boquiabierta—. Y, Joe, ¿dónde estuviste toda la noche?

Él ignoró la primera pregunta y respondió a la segunda.

—Estuve buscando un empleo. A partir de ahora trabajo para un tipo que me pagará muy bien.

La mirada de Alan estaba cargada de duda.

Permanecí de pie con mis ojos fijos en Joe. ¿Qué estaba mal con él?

Me sentí tentada a abrazarlo.

Él me miró por última vez antes de darme la espalda para marcharse. Cuando sus pasos dejaron de sonar, Alan murmuró algo que no alcancé a escuchar.

—Él está cambiando —lo oí concluir la frase justo cuando llamaron a la puerta.

Sin pronunciar una palabra más, dejó su cerveza en la mesa de café y se dirigió a abrir. Tan pronto como me dio la espalda, bebí un sorbo de la lata, lo cual me hizo arrugar la nariz debido al sabor horrible del trago.

—Alan —escuché una voz grave desde el exterior. Una voz soberbia, masculina, severa y paralizante, la cual había llamado a mi amigo por su nombre.

Preocupada, alcé la vista para ver lo que sucedía en la entrada. El rostro de Alan había perdido color, ahora lucía ligeramente verde. Nunca, jamás, lo había visto tan pálido. Su expresión era de genuino horror.

—¿Padre? —balbuceó.

Estuve a punto de escupir el trago de cerveza, pero en lugar de eso lo tragué con dificultad.

¿Su padre?

Un hombre joven dio un paso adelante, ingresando al recibidor. Guardaba un asombroso parecido con Alan, con rizos en su cabello, aparentemente en la última etapa de sus veinte años. Sus ojos eran cafés, sus labios idénticos a los de su hijo; ambos eran igual de apuestos. Tenía la espalda ancha, músculos bien definidos y la mirada más pérfida que hubiera presenciado.

—¿Qué pasa, niño? ¿Ya no me reconoces? —dijo con una tonalidad siniestra—. He estado buscándote todos estos años, hijo mío. Por suerte, he recibido un llamado del más joven de los Ravenwood. Edmond me ha revelado tu ubicación y he venido por ti.

—¡Edmond es una sabandija! Mataré a ese pequeño gusano la próxima vez que se cruce en mi camino —gruñó Alan en voz baja, hablándose a sí mismo—. No iré a ninguna parte contigo, padre. Sé que no has estado buscándome, no soy idiota. Me habrías encontrado el mismo día que escapé si realmente te hubiera interesado. Seamos realistas, no me quieres. No sé por qué estás aquí, pero ni siquiera pienses en la posibilidad de que vuelva con ustedes.

El rostro de ese hombre era rígido, y tras las palabras de su hijo, había fruncido el ceño con verdadero odio.

—Alan Christopher Black, no me hables en ese tono. ¿Crees que es posible que un padre no quiera a su hijo? —el hombre se aproximó mientras Alan retrocedía al mismo tiempo—. Eres sangre de mi sangre, por supuesto que estuve buscándote, y por supuesto que te quiero. Te amo. No trates de ridiculizarme frente a tus amigos —estaba tan anonadada viendo semejante escena familiar que ni siquiera había notado que Nina, Adolph y Joe se encontraban en la misma habitación—. Un padre debe estar con sus hijos, ¿no crees? —pausó un segundo—. Con todos sus hijos.

—No —negó Alan, desafiando a su progenitor—. No sé qué es lo que está mal en mí, pero me has repudiado y despreciado desde que tengo uso de razón —había una amarga nota de sufrimiento en la forma en la que pronunció aquellas palabras.

Adolph, abrumado y tenso, se dirigió a Alan.

—¿Por qué no me dijiste que tu familia eran los Black de Transilvania? —indagó, también pálido.

—Padre, márchate de mi hogar —ordenó Alan, ignorando la pregunta de su amigo.

El padre nos examinó a todos rigurosamente, y mientras lo hacía, yo también lo hice. Observé el rostro de Joe, que parecía increíblemente sereno y se mostraba arrogante delante del hombre. Nina, con una ceja levantada, se cruzó de brazos. Adolph tragó saliva.

—No seas imbécil, Christopher —ultrajó el Zephyr a su hijo—. Si alguna vez te di un trato diferente al de tus hermanos, es porque no eres más que un maldito ladrón que ha robado el oro de su propio trono. Pero ahora estoy dispuesto a perdonarte y hacer que vuelvas a casa con lo que has robado.

Alan resopló sardónicamente.

—No necesito tu perdón, porque no he robado ni tu oro, ni tu daga. Lo hizo mi hermano Lawrence —confesó—. Ya te lo he dicho miles de veces, pero nunca me has creído. Y entiéndelo bien, padre, ¡no quiero volver con ustedes!

El hombre comenzó a hablarle en otro idioma que parecía antiguo. Él le respondía en el mismo lenguaje, a gritos. No logré entender una sola palabra.

Encolerizado, el padre le dio una fuerte bofetada al hijo, enviándolo lejos. Este último aterrizó sobre el sofá, destruyendo todo a su paso. Los demás corrimos a ayudarlo.

Después de levantarse, avanzó torpemente hacia su padre, para continuar dando alaridos en ese desconocido idioma.

—Bien —cedió finalmente el hombre mayor, hablando en nuestro lenguaje—. Si tanto insistes en tu maldita inocencia, entonces tendrás un juicio con La Corte Black. Y si resultas culpable, no voy a tener piedad de ti, Christopher.

—¿La Corte Black? —Alan largó un bufido de indignación—. Esa maldita familia está toda en mi contra, sabes lo que significa un juicio con La Corte Black. Ustedes hacen lo que les plazca.

—Irás conmigo te guste o no.

—Si Alan va a ser juzgado, yo tendría que acompañarlo —alegó Adolph con severidad—. Soy su líder y cabecilla, su hijo está bajo mi responsabilidad, mi mando y mi cuidado. Tengo que estar ahí.

El padre de Alan asintió cruda y lentamente.

—Muy astuto y generoso de tu parte, Crowley —le respondió en forma de provocación—. No sé por qué querrías ir, no podrías intervenir de todas formas. Además, desconoces por completo nuestros problemas familiares y lo que ha hecho tu amigo, porque él no confió lo suficiente en ustedes como para contarles los crímenes que ha cometido. De todas formas, pareces entender las reglas bastante bien, y si tú estás ahí, todo tu clan debería acompañarte.

Adolph guardó silencio.

—Iremos —estuvo de acuerdo Nina.

—Déjalos fuera de esto, padre —se opuso Alan, consternado.

El Zephyr comenzó a merodear a su hijo con frialdad y parsimonia.

—Como veo que todos están de acuerdo, haré sus deseos realidad. Prepárense para dar un paseo a Transilvania.

Este individuo nos dedicó una sonrisa deslumbrante, impregnada de una gracia mortífera. Había algo intrínsecamente perverso en él. Su sola mirada me dejaba petrificada y aterrada como un cachorro. Se movía con largos trancos, cual depredador en acción. Observé sus colmillos afilados y relucientes asomándose en su boca. Sin duda, era letal y malévolo. Te hacía querer huir ante su temible presencia y su profunda voz ronca.

De repente, chasqueó los dedos. Y en un sólo instante pasamos de hallarnos en el recibidor de nuestro hogar a estar inmersos en la oscuridad, expuestos a la tenue luz de algunas velas. Sentí que el suelo se movía bajo mis pies. Un mareo me asaltó de tal manera que mi estómago se estremeció con punzadas de náuseas.

Comencé a tambalearme torpemente cuando los brazos firmes y cálidos de Joe me atraparon, salvándome de una inminente caída.

Mis ojos necesitaron tiempo para adaptarse a la negrura imperante. Y, tan pronto como lo hicieron, exploré cada sombrío rincón en aquel vasto aposento. El ambiente era lúgubre: candelabros adornaban las paredes de manera misteriosa; las llamas de las velas danzaban, proyectando sombras deformes en el papel tapiz rojo que revestía los imponentes e indestructibles muros.

Una mesa alargada y rectangular se situaba en el centro de la estancia, cubierta con una tela negra, flanqueada por tres sillas colosales que parecían tronos. Sin embargo, lo que más me hizo estremecer, como si mis rodillas bailaran por sí solas, fueron las armas que abarrotaban las paredes circundantes.

De todo tipo: espadas, dagas, lanzas, flechas, arcos, cañones, pistolas, látigos, grilletes, mazos, garfios, ganchos metálicos aún más siniestros, garrotes, arpones, floretes, puñales, navajas, ballestas, estacas, una innumerable cantidad de instrumentos de tortura cuyos nombres desconocía, y algunos otros artefactos mortales que acababa de descubrir en ese momento.

Luché por tragar, aferrándome al cuerpo de Joseph.

—¡De rodillas, Alan! —rugió su padre, elevando la voz.

El muchacho se postró frente a la mesa al recibir la orden. Las velas parpadearon furiosamente.

Cuando Adolph tocó mi brazo, volví la cabeza y lo miré apoyar su dedo índice contra sus labios, indicándome que no hablara.

De súbito, un resplandor de luz estalló en el lugar, dando paso a una horda de vampiros que emergieron de la nada. Se trataba de Zephyrs vestidos de negro en su totalidad, los cuales caminaban con sus miradas pérfidas en alto, desprendiendo un aura tan despiadada que me dejaba helada como el hielo. Eran una corte de aproximadamente veinte vampiros siniestros. La familia Black.

—Quítate la camisa, hijo —demandó una hermosa mujer de cabello largo y castaño. Indudablemente su madre.

Tomó asiento en una de las tres sillas doradas; el padre ocupó otra, mientras que en la última se sentó un joven vampiro. Éste debía tener la misma edad que Alan, con ojos ámbar y cabello rubio oscuro, liso y corto. A simple vista, era hermoso, pero su mirada era astuta, satírica y mordaz, al igual que esa sonrisa con dientes puntiagudos que sobresalían y presionaban sus labios.

Aunque alto y delgado, no compartía ningún parecido con Alan. La mujer que había llamado hijo a nuestro amigo, en cambio, tenía los mismos hoyuelos que él cuando sonreía, y también era esbelta, con una figura estilizada. Pese a que su apariencia era tremebunda, había algo genuinamente tierno en la forma en que miraba a su hijo. Siguiendo sus órdenes, Alan se quitó la camiseta, pasándola por encima de su cabeza antes de dejarla en el suelo, junto a sus rodillas.

Dos vampiros se dirigieron hacia las paredes repletas de armas. Uno tomó un látigo deshilachado y el otro agarró un garrote que, como por arte de magia, se encendió en fuego en la punta. Otros dos se situaron a nuestro lado, sosteniendo cada uno una lanza y entrelazándolas en forma de equis para impedirnos acercarnos a Alan. El resto se ocultó en las penumbras, tras las sillas doradas.

Las llamas en los candelabros se sobresaltaron, como si una brisa repentina las hubiera agitado. Alan agachó la cabeza, mirando el suelo mientras le ataban las manos. A sus espaldas, los vampiros armados empezaron a murmurar una oración en otro idioma.

—Siento mucho esto, mi niño —se lamentó sinceramente la madre.

Alan asintió despacio. Desde mi posición, sólo podía ver su dorso desnudo, iluminado por los matices amarillos del fuego.

El joven de ojos ambarinos junto a la pareja se aclaró la garganta.

—Veo que has crecido, hermano —dijo con voz divertida—. Parece que me has alcanzado finalmente.

—¡Es suficiente! Que comience el juicio —gruñó el padre con violencia, como si hubiera masticado las palabras antes de escupirlas—. Alan Christopher Black, lamento profundamente que mi sangre corra por tus venas. Serás juzgado por tu propia casta por el robo de La Daga de Cristal y el oro de tu reino. ¡Que los dioses te acompañen!

—Qué los ángeles te ayuden, hijo mío —interrumpió la madre.

—¡Como si pudieran! —resopló con ironía el hermano

—¡Cállate, Lawrence! —lo regañó el padre irritado.

Mi cuerpo tembló de pánico. Joe me sostenía firmemente contra su pecho, protegiéndome de que nadie me tocara. Sentía sus músculos tensos en mi espalda y sus brazos rodeándome. Tenía muchas preguntas, pero Adolph insistía en que no interviniéramos.

—¿Hace más de seis años… —comenzó el Sr. Black—, robaste las pertenencias de tu familia, Christopher?

—No lo hice —susurró Alan.

De los ojos de su padre se desprendió un brillo malévolo, a la vez que su sonrisa se ensanchaba.

—No te he escuchado, Alan, ¡repítelo! ¡Más alto!

—¡No lo hice!

Un alarido de agonía se escapó de su garganta cuando recibió un latigazo en la espalda descubierta. De inmediato, una profunda hendidura ensangrentada apareció en su piel.

Cerré los ojos por el sobresalto que me causó la escena. Sentía que algo obstruía mi garganta y que mi pecho se cerraba dolorosamente. Quería gritar, pero Joseph cubrió mi boca con su palma antes de que pudiera hacerlo.

—Además de ladrón, mentiroso. Eres el hijo más incompetente que tengo —se quejó el Sr. Black—. Permíteme preguntar de nuevo. ¿Le has robado a tu padre?

—No, señor —consiguió mascullar mientras se retorcía.

Un segundo más tarde, el verdugo que tenía detrás lo golpeó con el garrote en llamas, lo cual le hizo gritar aún más alto. Una espantosa quemadura se formó entre sus omóplatos.

Aunque Joe intentó ocultar mi rostro en su pecho para que no pudiera continuar viendo la denigrante escena, me obligué a seguir mirando, preocupada por lo que pudiera pasarle a mi amigo.

—¿No? ¿Estás seguro? —objetó el hombre. Incapaz de seguir hablando, Alan permaneció en silencio, cabeceando con aturdimiento—. ¡Contéstame, perro!

—Estoy seguro —se forzó a responder. Su voz sonó tan débil que las últimas letras se perdieron en sus labios.

Cuando otro latigazo se precipitó sobre su columna, Alan gimoteó entre gritos, sacudiéndose por el ardor en su piel marcada.

—¡Sé hombre, Christopher! —gritó su padre, levantándose furibundo de su asiento—. ¡Deja de lloriquear como niña! Dime, ¿tienes la daga que has robado? ¿Conocías su significado, verdad? ¿Sabes dónde están las otras dos dagas? ¿Para quién trabajas? —Alan sólo largaba quejidos de sufrimiento mientras el hombre lo ultrajaba—. ¡Respóndeme de una maldita vez, inútil!

—No —siseó Alan.

—¿No, qué? —el Sr. Black caminó hacia su hijo, se inclinó y susurró en su oído—. No estás diciéndome nada, hijito —entonces gritó cerca de su oreja—. ¡Castíguenlo!

Alan tembló por el repentino alarido justo antes de ser azotado con el garrote en llamas.

Sentí mi corazón palpitando en mi garganta. Al volverme para buscar consuelo en mis compañeros, noté el tormento en la mirada de Nina. Ella lloraba inconsolablemente, en silencio. Adolph la sostenía entre sus brazos con fuerza.

Los ojos de Joe, en cambio, lucían ensombrecidos por el odio, pero no me decían mucho más. Incluso parecía que no estaba sintiendo nada en absoluto.

Al reparar en las heridas de Alan, me di cuenta de que eran terriblemente profundas. No obstante, estaban sanando rápidamente. Comenzaban a desaparecer en minutos. De cualquier forma, su capacidad de sanación era poco efectiva ante los continuos azotes de los vampiros.

¡Malditos! ¡Malditos todos!

¿Cómo podían hacerle algo así?

¡Su propia familia, era su propia familia!

Aunque Alan fuera capaz de robar u ocultar cosas, no era un mentiroso. E incluso si fuera culpable, no era justo que sufriera de ese modo. Le estaban dando un trato inhumano, primitivo. No se lo merecía.

—¿No me has robado nunca, hijo? —preguntó vilmente el Sr. Black.

—No —insistió Alan. Parecía a punto de desfallecer.

El vampiro del látigo volvió a vapulearlo sin el menor asomo de piedad. Alan se ahogó en llanto.

Tomé una bocanada de aire para evitar las lágrimas.

—Entonces, ¿por qué has huido? ¿Por qué te escapaste si eras tan inocente, Alan?

—Porque tú me odias, papá —musitó con la voz quebrada. Cuando echó su cabeza hacia atrás para respirar, vi las lágrimas que bañaban su rostro.

Su padre se rió con una carcajada sonora y sanguinaria.

—Sí, debe ser por eso —alegó de manera irónica—. Hijo mío, lo sé todo. ¿Por qué no simplemente confiesas la verdad? Nunca me saciaré de torturarte si no admites lo que has hecho. ¿Me has robado? ¿Sí o no?

—No.

Esta vez, cuando el tipo que sostenía la barra de fuego alzó su arma, me obligué a apartar la mirada. Hundí mi cara en la camisa de Joe, tiritando. Sin embargo, todavía podía escuchar sus gritos de desesperación.

—¿No me has robado? —siguió el execrable Zephyr.

—No —reiteró su hijo.

Otro grito de Alan me hizo soltar lágrimas.

—Cállate, ¡deja de chillar! ¿Me has robado, hijo?

—¡No, maldita sea!

Oí el látigo descender sobre su espalda, pero esta vez no gritó, sino que lloró quedamente.

—Me robaste la daga y el oro. ¡Admítelo!

—No —la voz de Alan se convirtió en un murmullo roto apenas audible.

—¿No lo hiciste?

En las paredes resonó el eco de otro latigazo.

—Sí, sí lo hice —confesó Alan entre sollozos.