En el tranquilo pueblo de Wisteria, donde los campos ondulantes de lavanda y los prados verdes se extienden más allá de la vista, las calles empedradas estaban adornadas con flores de mil colores recién florecidas, el aroma dulce que llenaba el aire y el de murmullo de los arroyos anunciaba la llegada de la primavera. La vida ahí transcurría apacible, como un río que sigue su curso sin prisa ni pausa.
En el corazón de este escenario idílico se alzaba "El Jardín Encantado", la modesta tienda de flores de Vinca Schizanthus. Con sus paredes de madera gastada por el tiempo y su tejado de tejas cubierto de hiedra, el establecimiento era un oasis de paz para los sentidos, un refugio donde los colores vivos y las fragancias embriagadoras se entrelazaban en un eterno abrazo.
Vinca, la joven florista, personificaba la esencia misma de Wisteria en su plenitud. Su cabello oscuro, como las sombras de la noche, caía en cascada hasta sus hombros, enmarcando un rostro iluminado por la luz de una mirada avellana, que brillaba con el reflejo de un espíritu inquieto y libre.
Se movía entre las mesas rebosantes de flores con una gracia que parecía extraída de los cuentos de hadas, una elegancia casi etérea que encantaba a todos los que tenían el privilegio de presenciarla. Cada tallo, cada pétalo, era seleccionado con un amoroso cuidado, como si estuviera acariciando el alma de la naturaleza misma.
Sus manos, hábiles y expertas en el arte de la floristería, danzaban con delicadeza sobre los pétalos, transformando incluso las flores más marchitas en exuberantes obras maestras, como si cada flor fuera un lienzo en blanco esperando ser adornado por su talento innato. Pero detrás de su sonrisa amable y su apariencia delicada, Vinca ocultaba una curiosidad insaciable y un profundo anhelo de aventuras que la llamaba más allá de los límites de su mundo conocido.
La mañana se desplegaba con una calma que parecía eterna, un lienzo de serenidad sobre el cual el destino tejía sus hilos invisibles alrededor de la joven florista. Vinca, cuyo nombre resonaba con la misma suavidad que las flores silvestres que tanto amaba, se encontraba en medio de un campo dorado, rodeada por la brisa perfumada de los narcisos dorados que ondeaban como pequeñas llamas al viento.
Estas flores, con sus pétalos que capturaban la esencia misma del sol, estaban destinadas a formar parte de un ramo especial, solicitado por un cliente tan distinguido que los labios de los lugareños apenas se atrevían a murmurar con un respeto reverencial. Era un encargo que desafiaba la rutina de Vinca, pero también avivaba su pasión por la belleza efímera de las flores, convirtiendo su tarea en un acto de devoción.
Mientras sus manos danzaban entre los tallos, seleccionando cuidadosamente cada flor, un movimiento entre los árboles del bosque frente a ella llamó su atención. Era un movimiento que provocó un sonido apenas perceptible, como el susurro de la naturaleza misma al despertar de su letargo nocturno.
Vinca, movida por una curiosidad que parecía nacer de sus propios instintos, dejó caer su cesto de mimbre con un susurro suave sobre el césped y se adentró en el bosque que se erguía como un guardián al borde del campo, sus pasos apenas marcando una huella en el manto de hojas caídas.
El bosque de Wisteria cerró su abrazo sombrío alrededor de Vinca. Las hojas, testigos silenciosos de los siglos pasados, susurraban secretos ancestrales mientras crujían bajo sus pasos apresurados, "crac, crac, crac" cada sonido era una melodía en la sinfonía del bosque. Su respiración, agitada por la urgencia y la emoción, se entrecortaba, cada bocanada de aire saturada con la esencia embriagadora de tierra y madera antigua, como si el propio bosque exhalara su aliento sobre ella.
La luz del sol, juguetona y esquiva, se filtraba a través del dosel de hojas, creando un ballet de sombras y destellos que danzaban sobre el suelo cubierto de musgo, revelando y ocultando los secretos del bosque a su paso. Vinca avanzaba con paso firme pero cauteloso, su corazón latiendo al compás de los susurros del bosque, cada latido un eco de los misterios que se desvelaban ante ella.
Con cada paso, se sumergía más profundamente en el corazón mismo de la naturaleza, donde la magia no era una mera posibilidad, sino una presencia palpable; un hálito misterioso que se enredaba entre las raíces centenarias y vibraba en el aire cargado de expectación.
El sendero serpenteante la llevó finalmente a un claro, un santuario de luz en medio de la penumbra del bosque. En ese lugar sagrado, donde los rayos del sol acariciaban la tierra con ternura, reposaba la clave del misterio que había roto la calma de aquella pacífica mañana. Un joven yacía entre la hierba, tan desentonado en ese escenario de serenidad como una nota discordante en una melodía celestial.
Su aspecto, marcado por la desesperación de una huida frenética, mostraba ropas hechas jirones y heridas que manchaban su piel pálida como la luna. Vinca se congeló en su lugar, su respiración suspendida en el aire cargado de incertidumbre y ansiedad… Ante ella, ¿reposaba el trágico final de una vida o simplemente un descanso forzado en su desesperada huida?