Poco a poco fueron entrando los maestros de gremios, cada uno con la dignidad de su oficio marcada en su porte y vestimenta. Entre los que entraron, destacaban algunos por su relevancia en la vida de la ciudad.
El primero que entró fue el maestro del gremio de los herreros, un hombre de hombros anchos con un delantal de cuero curtido que le cubría hasta las rodillas. Se vestía con ropas gruesas para protegerse del calor de la forja, y su rostro estaba iluminado por la luz de un trabajo honesto y duro. Con paso decidido, se dirigió a una de las sillas robustas y se sentó, dejando que el sonido de su llegada resonara en la sala.
Tras él, llegó el maestro del gremio de los carpinteros, cuyas manos mostraban las cicatrices de su arte. Vestía una túnica de lino con un mandil que portaba las marcas de la madera y el aserrín. Con un gesto de cabeza hacia el herrero, tomó asiento, su presencia tan sólida como las estructuras que erigía.
La maestra del gremio de tejedores, una figura de autoridad en su campo, entró envuelta en una capa de tejido intrincado, demostración de su habilidad. Se sentó con gracia, extendiendo su capa sobre el respaldo de la silla y cruzando las manos en su regazo.
El maestro del gremio de los alfareros, cuyas obras de arcilla eran esenciales para la vida cotidiana, entró con una túnica manchada de barro seco, signo de su labor. Se acomodó en una silla, dejando un espacio respetuoso junto a la tejedora.
El maestro del gremio de los orfebres, cuyas joyas adornaban a la alta sociedad, se presentó con ropas finas y un pequeño broche de oro en su pecho. Se sentó con cuidado, colocando un estuche de herramientas junto a él, símbolo de su meticuloso trabajo.
Finalmente, el Capitán de la Guardia hizo su entrada, la autoridad encargada de mantener el orden y la seguridad. Vestía una armadura pulida que reflejaba su compromiso con la protección de la ciudad, y su capa llevaba el emblema de su cargo. Con un saludo formal, ocupó la última silla, cerrando el círculo de líderes.
Entre los demás que entraron, se encontraban el maestro del gremio de panaderos, cuyo aroma a pan fresco precedía su llegada; el maestro de los zapateros, con sus botas de cuero impecablemente confeccionadas; y la maestra de los sastres, cuyas prendas vestían a todos en la sala.
El alcalde, con su atuendo oficial que denotaba su cargo, hizo su entrada en la sala con paso sosegado y seguro. Se acercó a Urraca, que aguardaba con una postura que irradiaba autoridad y paciencia. "Ya han venido todos," anunció con voz clara y resonante, asegurándose de que su mensaje llegara a cada rincón del recinto.
Urraca asintió con la cabeza, su mirada recorriendo la sala y deteniéndose brevemente en cada uno de los presentes. "Bien," dijo con un tono que reflejaba su satisfacción y la seriedad del momento. Luego, elevó la voz para dirigirse al conjunto de maestros de gremios y al Capitán de la Guardia. "¿Falta alguien más por llegar?" preguntó, esperando confirmación para proceder.
Uno tras otro, los maestros y el Capitán de la Guardia negaron con la cabeza o murmuraron un "No, señora" en un coro de voces bajas pero firmes. Estaba claro que todos los convocados estaban presentes, y no había ausencias que lamentar.
Al escuchar la confirmación unánime, Urraca se volvió de nuevo hacia el alcalde. "Tome asiento, por favor," le indicó con un gesto de la mano hacia la silla que le correspondía. El alcalde, con un movimiento de cabeza en señal de respeto, se dirigió a la silla vacante y se sentó. Con todos en su lugar, la reunión estaba lista para comenzar.
Urraca se puso en pie, atrayendo la atención de todos en la sala con un gesto de su mano. "¿Habéis notado al venir los truenos que retumban en el cielo?" preguntó, su voz resonando con seriedad. "Es casi seguro que se avecina una lluvia lo suficientemente fuerte como para, quizás, inundar nuestra ciudad. Si miráis por la ventana, ya ha empezado a llover."
Los presentes dirigieron sus miradas hacia las ventanas, donde las gotas de lluvia comenzaban a trazar surcos en los cristales, presagiando la tormenta que se cernía sobre ellos.
"Recordad que hace dos años que no se da mantenimiento a las zanjas," continuó Urraca, su tono subrayando la urgencia del asunto. "Seguro que están obstruidas con piedras, ramas, tierra y demás escombros. Además, es posible que varias secciones se hayan roto. Debemos darle mantenimiento a todo el sistema contra inundaciones y reparar donde haga falta. ¿Cuánto costará?" Su mirada se posó en el alcalde, esperando una respuesta concreta.
El alcalde, consciente de la gravedad de la situación, se levantó con solemnidad. "Si hemos de hacer un cálculo aproximado," dijo, "teniendo en cuenta la mano de obra, materiales y la prontitud con la que debemos actuar, podríamos estar hablando de alrededor de 500 dinares de oro."
Urraca se sentó en el trono que presidía la sala, su figura imponiendo silencio y atención. "Bien," comenzó, su voz clara y firme, "podemos comenzar a hacer un plan para prevenir la inundación de la ciudad. Primero que nada, debemos asegurarnos de que todos los que estén fuera de las murallas, o al menos la mayoría, sean llevados a la catedral. Así, si se inunda y sus casas se ven afectadas, no tendremos que lidiar con problemas adicionales y mejor solucionarlo ahora. Más tarde, iré personalmente a hablar con el arzobispo para coordinar este esfuerzo."
Urraca hizo una pausa, asegurándose de que su mensaje calara en cada uno de los presentes. "Después de asegurar a todos en la catedral, necesitaremos que todos los hombres mayores de diez años ayuden a limpiar las zanjas. Deben recoger las piedras, los palos y, si es posible, quitar la vegetación que obstruye el flujo del agua. Creo recordar que este año no hemos exigido mucho en cuanto al corvee. Para incentivar que el trabajo se haga lo más rápido posible, comuniquen que por cada día de trabajo se les descontarán dos días de corvee."
Mientras Urraca dirigía su mirada hacia el maestro del gremio de canteros, su voz resonó con autoridad. "Para reparar las zanjas y las secciones dañadas, necesitaremos piedra. Mirad si hay trozos de piedra disponibles que podamos utilizar," instruyó, y luego giró su atención hacia el maestro del gremio de carpinteros. "Si no hay suficiente piedra, usad madera para reforzar las áreas críticas."
Con un gesto de su mano, Urraca indicó que había terminado de impartir sus órdenes inmediatas. "Creo que por ahora ya he dicho todo lo necesario. Si me falta algo, ya os avisaré después. De igual manera, si encontráis algún problema o tenéis alguna sugerencia, avisadme de inmediato."
Los maestros asintieron, comprendiendo la gravedad de la situación y la necesidad de actuar con rapidez y eficacia. Con las instrucciones de Urraca frescas en sus mentes, se prepararon para movilizar a sus gremios y comenzar las labores de prevención y reparación que la ciudad requería ante la amenaza de la tormenta. La reunión había establecido un plan de acción claro, y ahora dependía de la colaboración y el esfuerzo conjunto de todos para salvaguardar su hogar común.