Completamente dormido. Un golpeteo con los dedos en la sien de una persona confunde mi estado. Alguien parece querer despertarme, no capto lo que ocurre. Abro lo ojos y solo veo oscuridad, no capto nada, solo el color negro. Una sombra al lado mío me observa. Esto es un sueño o una pesadilla, no lo sé. Debería estar en esa etapa fisiológica de autorregulación a la que llaman sueños. Verifico mi estado y siento que estoy transpirando, mi circulación aumenta, cuando debería estar baja. ¿Dónde estoy?
–Tranquilo, señor César.
Visualizo la sombra, pero no entiendo quién es, ¿un demonio de la noche?
¿Un ángel?
–Tranquilo, señor César. Usted está en su habitación, son exactamente las tres de madrugada. Observe que solo hay silencio y dentro de ello nosotros.
–¿Quién es?
–Soy alguien conocido por usted.
La sombra se dejó ver y apareció ante mí con una tenue luz brillante. De a poco esa luz aclaraba y dejaba ver a la persona de la sombra.
–¿Quién es?
–Soy alguien a quien usted conoce. Soy el guardador de rebaños. El poeta, maestro de maestros. Soy Alberto Caeiro.
–¿Caeiro? Usted es una mentira. Una ficción creada por Fernando Pessoa.
–¿Una mentira? ¿Una mentira hablaría con usted ahora mismo?
–Esto es un sueño.
–¿Lo es? ¿Realmente lo es?, qué es real y qué no? Tal vez nunca fui un invento de un loco poeta. Tal vez soy real. Vea, oiga, toque, huela.
Enseguida don Alberto me tocó el brazo y sentí su carne caliente en mi cuerpo. Su anatomía era tan real como cualquier ser. Se sentía la circulación de la sangre. Sus ojos de campesino, su cara joven de un hombre del siglo pasado. Todo era tan cierto que no podía responder.
–¿Qué quiere, señor Caeiro? ¿Qué busca?
–La pregunta es qué busca usted, señor César.
–Sé exactamente lo que busco.
–Al poeta, su poema, su fama, ¿busca el amor de una dama portuguesa? ¿Busca una vida? ¿Salir de la suya?
–Discúlpeme, amigo, no preciso de un psicólogo. Si lo quiero, lo contrataré.
Alberto Caeiro comenzó a reír, sus muecas se vislumbraban en medio de la penumbra.
–Mi buen amigo, vengo a darle un consejo que lo ayudará.
–¿Y por qué quiere ayudarme?
–Porque el maestro también lo busca. Lo requiere.
–¿Usted es un soldado de él?
–No, soy su amigo. Su mejor amigo.
–No logro interpretar lo que me expone.
–Mire. Se dice que don Pessoa tenía la facilidad de dar vida a personajes ficticios. Personajes que no son reales. Pero como le dije, qué tanta realidad y qué tanta ficción hay. ¿Somos solo imágenes creadas por alguien? Amigos imaginarios, ¿un engaño? Todos los personajes de nuestro amigo han cobrado vida. Gracias a él estamos aquí, solo que el mundo que usted conoce y por algún motivo conozco yo, no puede entender cómo hay vida en una fábula de hombres inventados.
Me agarré la cabeza y me di dos golpecitos con los puños a ver si despertaba. Estaba conversando con un tipo que me decía que era real, así como otros personajes que se hacían llamar heterónimos. Agaché la cabeza y respiré hondo. Volví a levantar la cabeza y a agacharla. Quería despertar si esto era una pesadilla.
–¿Se siente bien, señor César?
–Sí, solo que no capto lo que sucede. Todo parece muy abstracto. Está muerto,
¿estoy muerto?
El guardador de rebaños se quedó meditabundo unos momentos sentado en la silla. Luego se levantó, y puso sus manos atrás, en su cintura, tomándose ambas, fue a la ventana, y miró el paisaje nocturno.
–¿No es hermosa Lisboa? ¿No cree que hay una suerte de magia en esta ciudad?
–suspira Alberto. Cierra los ojos, y vuelve a suspirar y cita:
No siempre soy igual en lo que digo y escribo. Cambio, pero no cambio mucho
El color de las flores no es el mismo al sol que cuando una nube pasa
o cuando entra la noche
y las flores son color sombra.
Pero quien mira bien ve que son las mismas flores. Por eso cuando parezco no estar de acuerdo conmigo, Fíjense bien en mí:
si estaba vuelto a la derecha,
Me he vuelto ahora a la izquierda
Pero siempre soy yo, teniéndome en los mismos pies.
El mismo siempre, gracias al cielo y a la tierra y a mis ojos y oídos atentos
y a mi clara simplicidad de alma...
Don Alberto Caeiro, heterónimo de Pessoa, recitó el poema, un poema de acuerdo a la belleza, a la naturaleza. El cambio.
–Pudo discernir lo que dije, señor César.
–Un poema.
–Sí, mi amigo, su cuerpo y mente están en un proceso de mutación evolutiva, y no es malo cambiar. Transformarse. Usted no quiere su vida. Quiere algo nuevo.
–Ahora sí que estoy en un embrollo.
Alberto Caeiro da la vuelta girando su cuello y mira al hombre que se llama Armando César.
–Usted es Armando César, ¿no? Hoy Armando César puede ser un redactor de
una editorial, allá por Buenos Aires, y mañana un prestigioso historiador, y pasado un poeta. ¿Usted suele elegir lo que realmente desea? Puede sí, y debe, y el destino como bien lo ha pensado usted se encargara de reescribirse.
–¿Usted está en mi mente?
–Un heterónimo puede captar, y leer los ojos, la mente, y también el corazón de quien nos interesa. No estoy en su mente, no estamos muertos. Solo estamos. Claro que si quiere reviso su mente en sus sueños. No es recomendable. ¿Quién desea que lea las ideas y barbaridades que pasan en aquel globo infinito de ideologías, milagros y rutinas aburridas?
–Esto parece una dimensión desconocida.
–Je, je. Mi buen amigo –comentó con mueca chistosa–, le dije que no todo es realidad, es ficción, y no todo es ficción, sino una realidad diferente. Hay realidades en las que el ser humano no está preparado para recibir. Vea, somos como animas que cobraron vida gracias a alguien que nos creó, que creyó en nosotros y aquí estamos en la ciudad de Lisboa donde todo es posible.
–¿Cómo sé que usted no es un loco desquiciado que entró en mi cuarto por la ventana o abrió la puerta confabulado con alguno del hotel? Si quiere robar, lo siento, no hay nada de valor.
–¿Un loco desquiciado o ladrón puede hacer esto?
Alberto Caeiro llevó su mano a la pared y la atravesó como si la materia no
existiera. Atravesó con desdén sin problema. La pared parecía moverse como si fuera agua corriente. Sacó su mano y todo volvió a la realidad.
–Señor César, nosotros somos y no somos materiales en sí. Hay un tanto de fantasía y de objetividad en nuestras almas. ¿Qué son? Almas artificiales. Tenemos los sentimientos que se nos han dado y nada más.
–O sea, me está diciendo que usted es como una especie de Frankenstein. ¿O un robot?
–Por así mencionarlo, sí. Somos una creación de un científico. Un padre que jugó a ser Dios, y acá estamos. Parte verdad y parte mentira. Fantasmas que nos materializamos cuando nos guste y cuando debamos materializarnos. Mi nombre se lo dije, soy Alberto Caeiro, filósofo pastor, que nació en 1889 en un bello día de abril, no tuve padre ni madre. Por esas cosas de la vida quedé huérfano. Fui pobre en una quinta junto a mi tía abuela. Mi muerte debería haber sido en 1915 de tuberculosis, pero el maestro no lo quiso, y acá estoy vagando. Como un anima que va y viene. Y ahora fui enviado para darle la pista que busca, ya que usted no es de buen entendedor en estos asuntos.
–A ver si descifro este enigma. Usted un personaje de fantasía que adquirió vida por medio de alguna brujería de Fernando Pessoa. ¿Y murió aparentemente y su fantasma está deambulando?
–Podría decirse que sí, pero solo porque quien me dio vida también puso mi fecha de defunción. Y ahora estoy vagando por las calles de la ciudad, tal como otros: Álvaro Campos, Ricardo Reis o Bernardo Soares.
–¿Qué dice?
–Sí, ellos también. Al ser parte de nuestro maestro. ¿Sufrimos lo mismo que él?
¿Me entiende? Si él no descansa. Nosotros tampoco. Por eso estoy aquí para darle las pistas precisas de la persona que intenta encontrar junto a don José. No lo tome como una ventaja. Es que los veo en un embrollo y al maestro le impacienta que tarden.
–¿Don José, el escritor? Me habla de aquel portugués que redacta. ¿Me habla del maestro y la falta de puntualidad?
–Sí, solo que por el momento no lo sabe. Pero lo sabrá a su debido tiempo. Si al maestro le gusta que sean metódicos con el tiempo.
–¿Qué pista me dará sobre el tal Antonio Moura?
–El señor Moura pasa por una iglesia y se queda meditabundo. Eso lo sabe muy bien usted. Observa el cielo. Rubio, ojos claros y una mente perturbada, todo un espécimen.
–Sí, pero hay millones de personas en la ciudad, hay infinidad de iglesias y de
ancianos.
–¿Ancianos? ¿Quién dijo que nuestro amigo es un anciano? Sus cálculos están errados, señor César. ¡Examine bien!
–No puede ser, si esta persona escapó de un hospicio. Conoció al tal Pessoa.
–Sí, en efecto. Pero hay un detalle que usted olvidó. No todo es real y no todo es ficción. Un hombre estará ahí sentado en una iglesia. Recuerde las palabras del encargado de llaves. Ahí está la clave. Por la tarde con el sol poniéndose. Tendrá su respuesta.
–¿Entonces era donde Raphael me indicó?
–Le repito, no todo es lo que parece al ojo humano. Hay un tanto de cada uno de los puntos dichos. Lo surreal se hace presente, y no sabemos si nosotros mismos somos un grupo de personas dentro de la inexistencia o no. Algunos creen que formamos parte de la realidad de otros, y otros de la nuestra. Y esto forma un caos al no poder inferir las situaciones.
–No logro comprender.
–Mire, señor César. No intente comprender. Solo tenga presente que a veces estamos como los faros de un camino para hacerlo visible. Como indicadores.
–¡Esas palabras me suenan conocidas!
–Y es que todos somos amigos aquí en la ciudad, en Portugal, en el mundo. En su mundo y el mío. Sea falacia o no. Su realidad, o mi realidad.
–Bueno, ¿cómo puedo agradecer esto que usted hace por mí?
–No agradezca. El maestro lo requiere. El azar no elige. Las elecciones son parte de un plan. Usted fue elegido. Nada más puedo agregar. Yo solo soy un nexo para con él. ¿Le parece impertinente si le digo algo más?
–No, para nada. Todo dato es un amparo a mi empresa. ¿Y usted puede llevarme a él?
–No, no es mi trabajo. Esa función corresponde a otra persona. Otra creación. Yo solo fui pensando para esto: un sueño y un pronto aviso.
–Por lo cual debo hallar al tal Antonio Moura. Lo haré entonces.
–Perfecto. En un principio de la conversación le aclare quién soy, y le expuse algunas palabras sobre usted. No conspire en contra o a favor de su miedo. Creo que las personas de este mundo merecen algo más que sufrir. Vivir sin dolor, aunque sea inevitable, no deje que su corazón se contamine de maldad que es lo que abunda en el planeta. No dé lugar al sufrimiento. El padecer ella es una opción; cada vez que algo lo apasione sea una mujer, sea una cosa, una obra, lo que quiera que sea, sienta sin pensar. Si piensa no sentirá nada y perderá ese tesoro divino de la belleza que busca, esa perfección de la que usted habla; no
busque el significado a las razones externas que ingresan dentro de su mente y alrededor de ella, y las cosas que lo rodean, como le mencioné; sea usted uno con uno mismo. Sea usted, y no otro. Es de un ser notable aquel que arma su proyecto por ser una persona singular con ciertas cualidades. Valore lo que le expongo, no quiero estar hablando sin sentido, ya que me tomé el gusto de visitarlo en este cuarto tan poco decorado, parece que me invitaron a una muestra de cuadros tétricos. Perdone, tal vez el sentido del humor no es lo mío, pero bien. Piense en lo que he venido a decirle; y por último, envejezca sin angustias, y muera sin desesperación. No medite en el paso de los años, si existir no requiere rendir cuentas al reloj del tiempo, véase, y dígase si está contento con lo que hace, hizo y hará, y reciba la muerte con un abrazo y susúrrele al oído. Amigo mío, no sabe lo bien que la he pasado allá. ¿Me lleva con mis amados seres? De seguro que ella lo felicitará y se irán juntos abrazados cantando algún soneto especial. Mi amigo, colega y compañero, no tengo nada que expresarle después de todo. Este guardador de rebaños no tiene más palabras para usted. Mucha suerte. Nos veremos por ahí, pronto, quién sabe, acá todo puede suceder.
–Agradezco por sus palabras, señor Alberto Caeiro, la verdad a estas alturas todo gira alrededor de mi cabeza como un tornado que arrasa con lo que hay al paso, y el entendimiento es precario, pero si comprendo la intención. Y creo que su benevolencia no es mas que la generosidad de don Fernando. Su creador y esas palabras, esas rimas y fragmentos que me trae, son por parte de un pago de buena voluntad de aquel hombre.
–Ahora está vislumbrando bien ese sentido, mi amigo, y llegará a su destino, y el de su colega. Le deseo la mejor de las suertes. Hasta pronto.
Don Alberto me miró y sonrió, puso sus manos nuevamente atrás y se fue caminando lentamente, desde el rincón de la cama hasta dar con el lado derecho donde estaba la ventana abierta. Observó por última vez la ciudad y suspiró como esos que piensan e imaginan, siguió paso por paso hasta dar con la pared y por ella, esa pared de yeso puro, de color blanco, gastada de años de falta de mantenimiento, por esa pared de delante de la cama fue que comenzó su transmutación con ella, hasta ser uno, primeros sus manos, luego su cuerpo entero, como una mitosis, hasta traspasarla y desaparecer. Todo se volvió de color gris. Con un humo espeso. Que no era el humo normal del fuego, no era algo diferente. Otro tipo de combustión que no tenía que ver con reacciones químicas ni nada. Poco a poco el humo desapareció. Se sintió un viento fuerte desde la ventana. Todo estaba de color gris. Y mis ojos. Mis ojos se cerraban sin motivo como si volviera al sueño. La noche había acabado. Un fantasma de un
personaje imaginario me visitaba. Algo puramente increíble ocurría. Y mis ojos se cerraban. Insumía en el sueño, si es que esto era un sueño. ¿O no?
Suena el despertador, un nuevo día aparece. El sol da en la cara de un hombre que recibía a un personaje de fábula. El hombre, el señor César toma el sol de la mañana. El despertador suena. El hombre lo había puesto la noche anterior para no quedarse dormido y aprovechar para recorrer lo que fuera posible. Todo el camino que pudiera recorrerse para encontrar y dar con ese hombre.
El sol refleja en los ojos. Y poco a poco se incorpora este ser humano, extranjero de treinta y pico de años. Este ser que ahora había resuelto modificar aspectos de la vida, aspectos de la existencia, y con rotunda claridad a dar con más razón, y seguridad con ese hombre, y de ello con el poeta maestro que dentro habita en el oscuro mundo del interior de sí.
El sol sigue su curso conforme la línea de tiempo como el antiguo reloj de sol. Sigue línea por línea por la cara del hombre.
Poco a poco los ojos se abren, el dolor de cabeza es liviano, producto del sueño. De la aparición del señor Alberto Caeiro.
Me levanto con lentitud, me tapo los ojos con las palmas de las manos, unos segundos. Tiempo suficiente para respirar e inhalar hondo y expirar. Me levanto de la cama y voy al baño, prendo la luz y me miro al espejo. Tengo la cara de costumbre con ojeras, como si no hubiera dormido. Enseguida veo una imagen de mí mismo, con una cicatriz en el pómulo derecho. Fue una primera impresión, como un rasguño. Doy vuelta mi cara, por el asombro, y vuelvo a verme en aquel espejo y no tengo nada. Repito la operación, y al verme en el espejo, veo un rostro detrás de mí, un rostro, sin rostro. Me doy vuelta enseguida y ya no está.
Salgo y por el susto me doy frente al reflejo del espejo del baño. Me acomodo en la cama y espero unos instantes. El sobresalto me tiene a mal traer, primero un fantasma de algo irreal o un sueño mío, y ahora escucho un susurro y veo caras, rostros. No sé qué me pasa. Me incorporo y vuelvo a pararme. Nuevamente me armo de valor y me acerco al baño. Y esta vez encuentro escrito en el espejo:
Lo esencial es saber ver,
Saber ver sin ponerse a pensar, Saber ver cuando se ve,
Y no pensar cuando se ve,
Ni ver cuando se piensa
.....
Definitivamente algo ocurre. Al ver ese mensaje en el espejo me quedo perplejo. Entonces no era un sueño. Un humo sale del baño del lado de la ducha, abro la cortina y no hay más que el vacío, vuelvo a ver el espejo y este solo refleja mi cara. El mensaje ya no está.
Es hora de arrancar y no esperar más. Mojo mi cara, con agua tibia, me seco con alguna toalla que encuentro. Una toalla ya sucia, que deberá cambiarse por otra nueva. Me pongo una ropa casual, preparo mi bolso y salgo del cuarto, veo por última vez que todo esté en su lugar. Ventana cerrada, y ordenado. Me pregunto si el anima ahora se ha ido, realmente.
Cierro la puerta de mi cuarto. Y esta vez tomo el ascensor, ya no voy por las
escaleras. Llego a la entrada central del hotel. Y me acerco al encargado de llaves. El astrólogo, médium. Él posiblemente me dé alguna señal de lo que ocurre. Lo saludo, y él me devuelve los halagos.
–Señor César, ¿Qué tal su búsqueda?
–Bien, solo que ocurrieron algunos episodios que no llego a discernir de una manera u otra. Y todo se está volviendo nublado.
–Tranquilo, señor César. Como el amigo le dijo, no todo es real y no todo es ficción. Comprenda estas palabras. El maestro quiere que usted llegue a él. Puede que por alguna simpatía que siente o no. No lo sabemos.
–El maestro. ¿Usted sabe más de lo que parece?
–Sé lo suficiente, para decirle que el disfrute del día es un privilegio de quien siente la dicha de su existencia sin conformarse. Me cae simpático. Y no cualquiera puede caer simpático.
–Usted también, don Raphael, me va a dar respuestas ininteligibles? Sea claro por favor! Sea sincero, ¿qué está ocurriendo?
–Soy claro y sincero totalmente. No pierda las oportunidades que se le dan. Las apariciones no son casualidades. Y uno no se toma la molestia de visitarlo porque sí. Siga los preceptos que se le están insinuando.
–Sí, estoy seguro de que llegaré a dar con el tal hombre maníaco o seré un maníaco más.
–El señor Antonio es un poco difícil de comunicar. Recuerde cuando vaya por él que lo que usted y el señor José creen sobre él no es lo que parece. Ya tuvo una visita inesperada y entiende, y sabe bien que no fue una fantasía. Los sueños son otro mundo paralelo al nuestro, donde los personajes pueden introducirse como
un viaje astral y entrar en una historia totalmente diferente a lo que creemos en el mundo material. Un joven aguarda por ustedes sin saberlo y queriendo saber.
–Quiere decir que esté el mundo de los sueños y el mundo real. Como paralelismo.
–Hay mucho para explicar. Pero digamos que su vida normal la vive en el mundo real y cuando duerme vive una vida anormal en otro mundo ficticio, pero de alguna forma real, esto sin mencionar la infinidad de mundos paralelos al nuestro. El universo es así de confuso, señor César.
–Creí haberlo visto todo, don Raphael.
–No crea, hay mucho más. Y las personas que ve en las calles quizás no sean reales, quizás nosotros no seamos reales. Todo es parte de la ilusión del mundo que usted ha creado y Lisboa, la Lisboa de Pessoa es la ilusión del poeta y él decide. Y su decisión es que usted lo encuentre.
–¿Y cómo sabe? ¿Cómo puede hablar con tanta verdad? ¿Qué me esconde, don Raphael?
–A su debido momento lo sabrá, señor César. Recuerde la Rua Garret duas igrejas.
–Ahora entiendo bien. ¿Antonio Moura?
–El mismo.
–Al ponerse el sol.
–En efecto. Suerte.
Don Raphael me saluda y sonríe. Le devuelvo la cortesía dándole la mano y me voy. El hombre sigue su trabajo. Un encargado de llaves no puede dejar de lado su profesión por charlar con un desconocido. Salgo rápidamente por la ya conocida Rua Camoes. No hay nadie vigilando y eso me sorprende porque generalmente siempre estaba la policía dando vueltas y esta vez no. Sorprende que no esté el hombre de sombrero, saco y bigote. Es casi mediodía. Me tomo la molestia de llamar a don José. En una cabina de teléfonos cerca de la Rua Dos Camoes. Tomo el auricular y marco el número que tengo agendado en un papel que saco de mi chaqueta. Uno por uno marco los números.
Suena varias veces y nadie atiende. Cuelgo y vuelvo a intentar realizar nuevamente el llamado. Hasta que atiende alguien. Una voz un poco cansada.
–Buenos días.
–¡Don José!, ¡buenos días!
–Mi amigo, ¿cómo está?
–Bien, se lo escucha cansado.
–Disculpe, es que recién me despierto.
–No quería molestar.
–No es molestia. Debo decir que no logre pensar ninguna idea para nuestra búsqueda.
–Pierda cuidado, tengo las claves justas, pero no puedo comentarle aquí. Le parece reunirnos por la tarde.
–Perfecto. No tengo nada programado. ¿Le parece bien en el horario de las cuatro de la tarde?
–Prefiero que sea a las cinco y media. ¿Dónde quiere que sea la reunión?
–En la rua Heliodoro Salgado y Rua Cabo verde. Conozco un buen bar. No debemos pasar por el mismo lugar. Por las dudas luego de lo que usted me comentó de esa persona que lo estaba siguiendo.
–Está bien, por el momento la tierra gira alrededor del sol, o sea todo se encuentra en su orden, pero hay algunas cuestiones que debo comentarle sobre el asunto, solo que no aquí.
–Perfecto, camarada. Voy a prepararme para llevar a cabo el día. Tengo que efectuar unas cuantas labores de trabajo que me han encargado desde el periódico y luego realizar un chequeo con el médico de turno que se me ha designado – expone.
–No hay problema, don José, haga sus labores tranquilo. ¿Usted está bien de salud?
–Gracias. Sí, no se preocupe, es solo un chequeo de rutina, solo que justo el turno en el consultorio es hoy y mi médico de cabecera se encuentra de vacaciones, así que me haré atender por otro colega de él venido hace poco de Río de Janeiro. No se preocupe. Hasta luego, camarada.
–Hasta luego, don José.
Colgó el auricular, y acto seguido realizo la misma tarea. Miro hacia afuera de la cabina y salgo por la Rua Dos Camoes. Dispuesto a tomar un café, ya que no había desayunado nada, por el apuro de comunicarme sobre el asunto. Retomo la calle y me dirijo a realizar las tareas que preciso. Tomar notas y otros apuntes sobre lo acontecido.
El portugués ocupa su tiempo redactando algunas notas. Su máquina de escribir echa fuego del apuro por terminar sus labores. Nota por nota. En ella solo son relacionadas en la actividad de la sociedad. Y opiniones de las personas ciudadanas. No hay nada más que agregar. Siempre soñó con llegar a ser alguien que pudiera crear una obra literaria, pero de algo debía trabajar y preparar notas de carácter social en un periódico no estaba mal. Al principio le habían dado la sección de política, pero al descubrir que era un aficionado al Partido Comunista
se la quitaron argumentando que sería mejor para no generar problemas con el régimen actual. El periódico era muy imparcial en ese sentido, pero preferían no generar conflicto con dictadores. Ya bastantes problemas tienen ese país, las empresas y las personas, para que se sigan multiplicando las ideas contrarias a este proceso. La nota era la siguiente:
Mujer florista, invade la ciudad de rosas y la alegría se multiplica. Existe el poder de las flores en el pensamiento de la gente. ¿Puede generar un ánimo, una alegría y cuáles son sus implicancias?
El portugués escribe un sinfín de palabras varias, sobre la nota que vendrán a buscar. Los aromas de las flores son una suerte de feromona que activa los sentidos de las personas, entonces es normal que donde la florista permanece en su puesto tranquila, pacífica, se genere un espacio. Suerte de círculo que modifica la mentalidad de quien pasa por ahí combatiendo la negatividad de las vibras que muchos ciudadanos poseen.
Las flores, según las teorías chinas del feng shui, aumentan el chi. Quienes regalan flores son personas exitosas y emocionalmente cariñosas. Esto da la razón suficiente para que una florista del centro de la ciudad tenga tantas ventas. Ahora en su nota expone los ejemplos de cada una de las flores. Ella (la florista) vende magnolias que generan fitoquímicos que alivian el estrés y la ansiedad. La memoria se multiplica y acrecienta nuestros recuerdos.
Los narcisos que contienen galantamina mantienen el cerebro joven y mejoran el razonamiento. Aquí se detiene y busca en su diccionario qué quiere decir galantamina. Que según su libro es un alcaloide que actúa como inhibidor selectivo y competitivo. No capta bien lo que quiere decir, pero agrega el sinónimo a fin de rellenar la nota.
Rosas, las más famosas, que son las que enamoran. Con el químico de la feniletilamina que les da su olor delicioso. Y por último el jazmín que mejora la destreza y la concentración. Su fragancia que activa las ondas betas del cerebro para enfocarse mejor y mejorar el sueño.
Termina su nota y así cierra con firma. Para ser dada al encargado que en una hora estará llegando. Ahora dedica su tiempo a pensar la otra nota social. Sobre la carga de camiones y el problema del tráfico de carros que no permite la circulación. El tiempo transcurre. Suena el timbre de la puerta de su hogar. Primero observa por la ventana que da a la calle en la cual está la puerta de entrada, para percatarse de que no sean policías. Caso contrario él ya intuye por dónde huir y esconderse. Como todo comunista debe saber cómo escapar en caso
de redada o allanamiento. Aunque la policía ya sabe cómo ubicarlo. Él trata de no generar problemas, ni disturbios, para no empeorar las cosas.
Observa por la ventana, se asoma y chista al mensajero. Abre la puerta de su casa y baja rápidamente con el sobre y su historia. Le abre la puerta al mensajero y le pasa el sobre.
–¿Cómo le va, señor?
–Buenos días a usted, le envió un recado con un sobre. Tome el paquete con las notas.
–Perfecto, fírmeme aquí. Una voz un tanto afónica de hombre que con certeza era de gritar tan fuerte. Se percibía que podría ser un aficionado a los ingresos de estadios de fútbol, ya que el día anterior hubo un juego de clásicos.
Don José firma la hoja de entrega del cartero y se la devuelve.
–Hace calor, ¿no?
–Lo cierto es que sí.
–Hará más.
–Tiene mucho para recorrer.
–Bastante.
–Vaya con cuidado, mi amigo.
–Gracias, lo tendré, que tenga un buen día.
–Buen día para usted.
Cierra la puerta velozmente, y sube las escaleras del edificio, hasta dar con su departamento, abre y cierra la puerta y se mete en sus aposentos. Ahora dispuesto a ordenar sus papeles y prepararse para ir al médico con un chequeo normal de siempre.
Termino de desayunar y salgo ahora para realizar un recorrido corto por la parte céntrica del palacio. No hay, como dice el dicho, moros en la costa. Puedo deleitarme y hacer tiempo hasta llegadas las cinco y media en que el portugués me estará esperando, así que voy directamente a la Biblioteca nacional de Portugal. Aquella que vio mi entrada cuando estuve recién llegado al país, algo me dice que puedo encontrar algún que otro material que me sirva para descifrar todo este enigma del código Pessoa.
Al ingresar al recinto me voy a la sección de libros viejos. Los más antiguos a ver si puedo dar con alguno que se refiera a don Fernando Pessoa. Están muchas de sus obras, cartas, y otros, pero me interesa algo diferente que me ayude un poco a razonar lo que ocurre y de lo que ocurre dictaminar cómo seguir.
Me quedo un buen momento perplejo, mirando los libros, leyendo los títulos uno por uno. La mayoría están gastados, y fuera de contexto actual. Ediciones de
las más antiguas. El olor a años, el color amarillento de hojas que casi están a punto de resquebrajarse. Alguien se percata, y viene hacia mí lentamente con sus manos tomadas atrás en su cintura en parsimonia.
–¿Otra vez aquí, buen hombre?
Me doy vuelta, y es el portero de la biblioteca.
–Buenas tardes. Sí, estoy buscando un poco de material, ¿recuerda?
–Cómo no recordar. A ver, ¿algo de Pessoa? ¿Qué precisa?
–Quisiera leer alguno de sus escritos relacionados con su vida no como escritor, sino como ocultista.
–Mmm. Siento decirle mi amigo que esta no es una biblioteca de brujería, ni magia negra ni nada. No creo que encuentre una obra.
–¿Algo que se acerque a lo que quiero leer?
–Por qué insiste tanto. Ha encontrado con certeza la persona que precisa para su búsqueda. Ustedes no comprenden, ¿no? Ya le han explicado qué es lo que debe hacer.
–¿Perdón? No entendí.
–Me suponía. Déjeme presentarme. Me conoce como un portero de biblioteca. Aquí guardo los secretos de muchos escritores, aunque no soy otro ser más que uno de ellos, que divaga sobre todo el asunto, solo que yo no he escrito sobre nada que mi maestro no me haya indicado. Soy la persona que más se parece al maestro, que no es el maestro. Que expresará las siguientes palabras:
… Una de mis preocupaciones constantes es el comprender cómo es que otra gente existe, cómo es que hay almas que no sean la mía, conciencias extrañas a mi conciencia, que, por ser conciencia, me parece ser la única. Comprendo bien que el hombre que está delante de mí, y me habla con palabras iguales a las mías, y me ha hecho gestos que son como los que yo hago o podría hacer, sea de algún modo mi semejante. Lo mismo, sin embargo, me sucede con los grabados que sueño de las ilustraciones, con los personajes que veo de las novelas, con los personajes dramáticos que en el escenario pasan a través de los actores que los representan…
–El libro del desasosiego diría yo.
–¡Excelente deducción! Un gusto. Mi nombre es Bernardo Soares, para servirle. Como verá, estoy aquí. Y estoy allá, tal como su amigo Alberto Caeiro, que ya le ha explicado con motivos suficientes lo que ocurre, solo que usted no se convence tan fácilmente por esa maldita inseguridad que siente. Déjeme decirle, mi amigo. La realidad y la ficción se unieron para darnos vida. No intente estupideces y siga su sentimiento sin pensar, le va a dar mucho dolor de cabeza al final de cuentas.
–¿Usted también es un ser imaginario? ¿Un fantasma? ¿Estoy muerto? ¿Está muerto?
–Soy y no soy. La gente me ve, y vé al portero de la biblioteca. Hoy usted no vio al portero, vio al mismísimo protagonista de un desasosiego hace muchos años, en tiempos de paradigmas ideológicos. Doctrinas inertes de cómo domar al
hombre. Solo que como las personas no entienden, no puedo explicar a ciencia y verdad quién soy. Entonces solo me llaman Bernardo, el portero. Para entender mejor esta situación le daré un libro especial. Y por Dios, ¡no está muerto! ¡Ni estoy muerto! ¡Sépalo!
Bernardo camina a otro mostrador. Este tiene libros más antiguos que los otros expositores. Saca una llave del bolsillo derecho de su tapado. Abre la compuerta de madera y retira un libro polvoriento que tiene una carta escrita por el maestro. La quita del libro y cierra este.
–Venga aquí.
Camino hacia don Bernardo, el portero de la biblioteca.
–Tome, señor César. Señor Armando César. Lea las líneas de esta carta y si con esto no se convence no siga su periplo. Ya le han dicho que la certeza es un dogma sagrado que hace que uno logre su objetivo. Si no es así, tengo capacidad suficiente para que lo sepa.
–Déjeme ver esto.
Me pongo detenidamente a abrir la carta, las hojas están gastadas y añejas, la caligrafía apenas puede leerse.
... de mi puño y letra he logrado la máxima vigilia del mundo, me he acercado a la categoría de ser un semidiós, o mejor dicho un dios. He roto los sacramentos bíblicos y de mi cabeza muchos de los personajes que mi imaginación ha creado han dado vida. Cada uno quiere su independencia, cada uno es una parte mía. Me he multiplicado. En apellidos, nombres, profesiones. El culto mágico y negro de un pacto esotérico que me ha traído más que desgracia los ha liberado. Todos salen como los imaginé, como los soñé, como los viví. El precio es el eterno y desdichado dolor que me castiga por amor y ellos son la línea de mí. Conectados a mí. Y ante mi caída estaré vagando en el limbo, y ellos estarán vagando también, pagando por culpa mía por ese pacto de querer jugar a un juego prohibido. Fdo. Fernando Pessoa… el desgraciado que sufre de dolor eterno.
Al terminar de leer la carta, no me quedaban dudas de lo sucedido. Bernardo me miró serio.
–¿Comprende lo que ocurre, señor Armando César?
–Sí, ahora entiendo lo incierto, lo irreal, lo fantasioso.
–Bien. ¡Es el primer paso entender! Sabe qué diferente hubiera sido la humanidad si los seres que la habitan entendieran. Los cambios radicales para mejorar y evolucionar son un derecho obligatorio de cada habitante. ¡Ah! El razonamiento es el error garrafal del Todopoderoso al darle vida a los seres humanos y que se reproduzcan.
Le devolví su carta. Este la metió nuevamente en el ejemplar polvoriento. Lo cerró con cuidado. Y cerró el armario de libros también. Guardó su llave y me acompañó casi a la salida. Poniendo su mano en mi hombro. Sentí un frío atroz como de una persona que ya ha dejado de vivir hace tiempo. De un cuerpo pálido. Bernardo era de tez blanca, muy parecida al Pessoa de los últimos tiempos. Poco pelo, anteojos. Y muy desaliñado en su aspecto. Producto del alcohol.
–Tranquilo, no soy tan distinto de otros seres. Sepa disculpar mi enojo, pero era la única manera de que usted capte lo que ocurre. Basta de incertidumbres innecesarias. Nosotros ahora estamos deambulando conectados con el maestro y usted puede romper ese pacto y liberar al maestro y por así decirlo liberarnos a nosotros. No se pregunte tanto por qué, ¿y por qué usted? El maestro lo eligió. Será que usted tiene algo de él. ¿O tal vez usted también es parte de la cabeza de él? Y bajo tierra, carcomido por los gusanos y otras especies sigue en su castigo en el limbo creando personajes. Dando vida.
Asentí cada una de las palabras de don Bernardo Soares, el personaje más parecido a Pessoa. Miré atrás y el mueble de donde salió la carta había desaparecido. Se desvaneció. Enseguida lo miré a Bernardo.
–Descuide, ya sabe que lo real es irreal en su medida justa. Cuando se hace de una bebida, una copa se sirve en su medida. Un tanto de un buen whisky no es más de lo debido. Sírvase de ella en su longitud precisa de irrealidad o realidad que se considera para beber. Embriáguese al entendimiento con tolerancia. Si no, es imposible penetrar en el mundo del padre.
–¡Tomaré sus dichos! Pero… ¿por qué no me lo mencionó la primera vez?
–Porque usted no estaba preparado para tanta información inusual.
–Bien, ¡comprendo!
Fui hasta la puerta, y lo saludé con el ademán normal de la despedida lejana.
–Hasta pronto me dice Bernardo y recuerde… Nadie, supongo, admite verdaderamente la existencia real de otra persona. Puede conceder que esa persona está viva, que siente y piense como él; pero habrá siempre un elemento anónimo de diferencia, una desventaja materializada. Hay figuras de tiempos idos, imágenes, espíritus en libros, que son para nosotros realidades mayores que
esas indiferencias encarnadas que hablan con nosotros por encima de los mostradores, o nos miran por casualidad en los tranvías, o nos rozan, transeúntes, en el acaso muerto de las calles. Los demás no son para nosotros más que paisaje y, casi siempre, paisaje invisible de calle conocida.
Las palabras de Bernardo se hacían presentes en mí como oraciones que tenía que aprender. Eran las palabras del mismísimo Pessoa en su libro del desasosiego.
–Adiós, Bernardo, hasta pronto, y muy agradecido.
Me moví hasta la salida de la biblioteca hasta dar con la rua Campo grande. Comencé a dirigirme cerca las calles dictadas por el portugués. Ahora todo era más claro. La aparición de Raphael, Alberto, Anne y Thomas, Bernardo. Todos están implicados en tal asunto. Son como emisarios. Y ese terrible pacto los tiene apresados sin salida alguna.
Cerca de la Rua Alameda da Universidade don José ingresa en un consultorio. Nunca había ido a este. Ya que poseía su médico de cabecera, el cual le preparaba las recetas precisas y le manifestaba si tenía que realizarse algún que otro chequeo. Este por suerte solo era de rutina. Raro porque el último había sido hace meses. Y hasta este tiempo no había por qué realizar otro. No hay motivo. Si todo estaba perfecto, pero don José recibió un llamado en el cual su doctor de cabecera le indicaba que fuera aquí. Que por razones de vacaciones no estaría en Lisboa, sino en España, en Sevilla. Que lo disculpara.
El portugués está casi en la entrada del consultorio. Toca el timbre, se siente un ruido y un hombre abre la puerta. Un ambo blanco de médico totalmente blanco.
–Un gusto, pase por favor. –El doctor lo lleva hasta el interior del consultorio.
–¿Su nombre?
–José Emiliano Sarachago.
–Perfecto, usted tenía cita para hoy.
El médico toma la ficha de la historia clínica, la lee y verifica con su estetoscopio que la respiración esté bien.
–Señor Sarachago, le pido que inhale y exhale. ¡Varias veces! –le dice el médico verificando el estado pulmonar al pasar el aparato por su pecho inflado de oxígeno.
–¡Bien!
Varias veces con la respiración el médico analiza cómo se encuentra don José. Luego le toma la presión. Que está en orden. Y por último revisa sus reflejos por medio de un pequeño martillo.
–¿Todo está en orden, doctor?
–Sí, mi amigo. Por suerte sí. Debe alimentarse bien. Procure no comer porquerías, y no tomar tanto alcohol.
–Son vicios a los que uno está acostumbrado.
–Pues hay que dejar de lado aquellos menesteres que pueden dañar su cuerpo y pensar un poco más en el alma que habita. ¿Lo hacen feliz? Puede ser, pero llegada determinada edad, deben dejarse de lado.
–Tiene razón.
El paciente asiente.
–Doctor, ¿no era muy pronto este chequeo? Digo, mi última revisación fue hace unos meses nada más.
–Sí, la verdad que es muy pronto. Pero no está de más realizar esta rutina.
El doctor se dio media vuelta, y se quitó el estetoscopio para apoyarlo en la mesa.
–Don José, noto que sus labores son complicadas, es hora de que deje un poco las aventuras partidarias de simple redactor, y se dedique a algo un poco más estimulante para su vida. La salud de las personas se determina conforme el estrés, las ansiedades y anhelos. ¿Tiene anhelos? Yo los tuve, tenía la imperiosa necesidad de estar en Río de Janeiro y un día mi mente terminó de cerrar el círculo de indecisión dándome el ok. Como traspasar un muro. Parece que no lo hará nunca porque nunca se atreve a saltarlo. Lo observa, lo mide. Calcula la longitud y después de tomar ciertos logaritmos de hipótesis, expone una resolución que no es la más acertada.
–¿Cómo dice, doctor?
–Lo que escuchó. Digamos que usted precisa de otro tipo de elementos, componentes, o ingredientes por así decirlo que hagan a su fuerte como persona. A su confianza. Usted sin duda es un excelente redactor, pero al mismo tiempo es un excelente escritor, solo que aún no lo sabe y las probabilidades, sumadas a cierto miedo proveniente de un sistema nervioso que constantemente informa al cerebro los determinados procesos de paralización, función que se combina con las defensas de la frustración, retraen ese anhelo del que hablé y volviendo al ejemplo del muro, usted jamás decide saltarlo. Se siente para si vencido por esa falta de seguridad de una obra inconclusa de escribir que nunca ha visto la luz, ni la verá.
–Sepa, doctor, que esas confesiones suyas son íntimas de mi parte. ¿Alguien le ha mencionado sobre mí? Porque ni mi médico de cabecera lo sabe con exactitud.
–No menosprecie el poder de un médico, señor Sarachago. La intimidad corre
en un flujo de sangre dentro de las venas. El cuerpo humano puede expresarnos tanto como nosotros queramos. ¿Ha escuchado ese dicho que dice que la realidad y la ficción no son lo que parece?
–Algo parecido me han mencionado.
–Usted es inteligente, señor. Tan inteligente como los poemas.
–¿Los poemas?
–Los poemas dicen en simples palabras cosas complejas. Descifran mundos y universos. Los poemas citan…
Lo esencial es saber ver,
Saber ver sin ponerse a pensar, Saber ver cuando se ve,
Y no pensar cuando se ve, Ni ver cuando se piensa
–Este poema es de Fernando Pessoa. Del Maestro.
–En efecto, o es de mi autoría.
–¿Suyo? ¿Cómo sabe todo esto?
–¡Ya le dije que soy médico! Venido de muy lejos. Estoy en la búsqueda, como otros tantos. Y a veces me dedico a escribir los poemas. ¿Qué pensaría si le dijera que somos personas que nos encomendamos a usted y al señor Armando para darles la mano suficiente en este lúdico juego? Usted dirá que es un loco. ¡Yo le diré que no sea ingenuo! Aquí no existe la razón. Luego de tantos años de investigación suya, y tiempos perdidos. Algo que lamento por usted en tiempo pasado. No era la época indicada, pero ahora podría decirse que sí. Mi nombre es conocido como aquel que vino de Río de Janeiro, Brasil, por ser monárquico, luego de mucho tiempo estoy aquí porque era hora de llegar a Lisboa. Soy quien ha vuelto. Soy el discípulo de Alberto Caeiro, o de Fernando Pessoa. Soy Ricardo Reis para servirle, o si le gusta: su médico de cabecera, mientras mi colega atiende unos asuntos personales, que espero no tarde mucho en ellos. No sabía que este hombre estaba cargado de tareas.
–¿Usted Ricardo Reis? (No logro captar, piensa). Serán mis años de viejo (se dice a sí mismo).
–No se preocupe, al señor Armando le costó mucho poder discernir el eufemismo de lo que acontecía. Pero voy a ser sincero. Soy parte de esta realidad, y de la ficción, y los circunloquios son rodeos tan ambiguos que uno no sabe en qué dirección se puede estar parado. El maestro ha dado vida, y la ha quitado como a todos sus personajes. Solo que una desgracia, error de él, nos tiene
encerrados entre lo real e irreal. Estamos entre dos puntos. En mitades, cuando uno debería ser entero. La ficción en el mundo del cual no podemos salir. Somos verdad, y somos fábula. ¿Me logra comprender?
–¿Quiere decir que usted es un fantasma? (Armando algo me anticipó de lo que ocurría, recordó el portugués).
–¡Soy su médico! Y mi misión es que su estado físico esté en condiciones óptimas. Solo debo encargarme de decirle que sea el camino que sea, no se olvide de que la búsqueda siempre conlleva un objetivo. La pasión por ejemplo por la escritura, si prefiere. La escritura es el poder que llevan las manos de quien tenga el don. Creo que hay algo de ese don en los dedos. Los suyos (toma su mano y observa las yemas de cada dedo). Con los dedos podría tocar el piano, manipular un volante de auto, o escribir. Piénselo bien. Con la escritura se logran todos estos objetivos de los cuales muchos no han podido conquistar. Los placeres son la contrapartida de las preocupaciones que al futuro suelen ir. Para una mejoría recomiendo las primeras, no sea como este interlocutor que enfrente tiene. Que no cumplió al pie de la letra las palabras. No recuse el tiempo, el anhelo y el amor por un matrimonio mal dado. Un día llegará este, y su vida comenzará nuevamente. Sobreponer la razón a la emoción en estos días es una equivocación. Entienda algo crucial, señor Sarachago, el orden universal de las cosas incluye la muerte, ella antes es vida. Todo este curso de oraciones son la mejor medicina para su salud. No estudié tantos años en la universidad por nada –se burla don Ricardo.
El doctor reflexivo rememoró aquel poema al perderse en los consejos de aquel
hombre:
Sigue tu destino,
Riega tus plantas, ama tus rosas. Resto es la sombra de árboles ajenos.
La realidad es siempre más o menos de lo que queremos. Solo nosotros somos siempre iguales a nosotros mismos.
–¿Qué le parece cumplir con los destinos que se encomiendan?, y terminen junto al señor Armando César lo que en esta partida organizaron. Le aclaro que el mejor suceso suele suceder de lo imprevisto. Y lo imprevisto ha sido tenerme aquí, ¿o no?
–Don Ricardo, ¿pero y usted? ¿Por qué? Sé de la imprevisión impensada de un médico que diagnostica sucesos que pueden ocurrir.
–¿Yo? Solo soy un fantasma de la fe que seguirá recetando remedios para la
moral, y el bienestar de la mente hasta terminar mis días. Si usted cree en los espectros fuera de la razón, entonces lo que ve aquí no es nada más que la nada misma. El misterio nos duele cuando aparece de forma brusca, y nos aterra de tal motivo que el alma tiembla con el peor de los pánicos, cuestión que la inteligencia abstracta nunca podrá entender. Soy la imagen que ve; la persona del creador. Soy lo que usted busca. Alguien, un espectro, un reflejo, un médico. Alguien. Por cierto, de aquí a unos ocho meses vuelva con mi colega de cabecera.
–Gracias por el análisis.
Sintió entonces que su estómago aclaraba las ideas de gastronomía, y el hambre del cerebro cesó cuando la mano de don Ricardo tocó su frente ancha palmando punto por punto las ramificaciones del órgano líder del sistema de órdenes mundiales que es el cuerpo humano. Llegando a la parte del hueso occipital, el viejo de años tenía el alivio del joven que psicológicamente se recupera y pone derecha su cintura. La última señal fue en la bomba de sangre cuyas pulsaciones indicaron que la reacción de ímpetu a los hechos se había terminado.
–A usted y suerte…
Salió del consultorio hasta llegar a la calle. Ahora él pensaba en ese futuro de escritor, encontrar al maestro, ese poema, y todo lo que vendría. Ya eran las cinco de la tarde, hora de reunirse con Armando César, y juntos confesarse todo lo vivido hasta el momento. Todas las aventuras extrañas y confusas. Y sacar una única conclusión. Luego de dar con el tal Antonio Moura, o Antonio Mora, como sea que su nombre y apellido se escriba, y se pronuncie.