La puerta del restaurante estaba ahí, esperando que uno de los tres hiciera los honores para entrar. Don José, caballero del estilo medieval, fue el primero en abrirla. De todas maneras, él es quien nos conduce hasta este sitio. Con mis manos hago el gesto a don Antonio para ingresar primero, él me ve y pasa sin decir nada. Como dije es un tipo extraño. Luego don José me dice que ingrese y a medida que estoy pasando tras de mí viene él.
Tomamos una mesa alejada de las ventanas. Eso no nos hace vulnerables a la policía que siempre está patrullando las zonas en busca de oposición subversiva.
Tomamos la mesa cercana a los baños. No estaba ni en el fondo a la derecha como suele el dicho decir que un baño se encuentra. Ni al fondo a la izquierda. Casos que a veces ocurre que un baño se encuentre aquí.
En la mitad del restaurante del lado de una pared que tenía un cuadro de la cantante Edith Piaf consta un lema que decía La vie en rose. La vida en rosa.
Antonio se queda viendo el cuadro y con sus labios lee la frase, una, dos, tres veces. Don José le pregunta cuidadosamente si conoce la canción. Antonio se incorpora y sigue nuevamente observando el cuadro contestándole sin dirigir mirada alguna a nuestro interlocutor.
–Conozco el sufrimiento que es distinto de la persona, conozco el dolor mismo por el dolor de otros. Capto la desdicha de la vida en una canción. La vida es rosa.
–No, para nada, la vida es empeño –objeta–, sepa, mi amigo. Si lo puedo llamar así, que como usted en un modo un tanto cerrado nos dice que conoce el sufrimiento. Debe conocer a la cantante creadora de esta canción que acuña la frase del cuadro. Ella era puro sufrimiento, era barbarie, era pobreza.
–Era una botella de vino encontrada en las calles parisinas, mientras entonaba el himno tan conocido de la libertad: La marsellesa.
–Era sufrimiento –nos vuelve a comentar Antonio Moura. Ahora don Antonio.
El mozo se acerca, un hombre joven de veinticinco años. Se coloca cerca del portugués.
–Caballeros, les dejo los menús. ¿Desean algo en especial?
En ese segundo nos vimos los tres. Con el típico ¡eh!, bueno, ¡eh! Dijo don José:
–¡Este!... Tráigame una botella de oporto, mi amigo, ya veremos qué decidimos con relación a la comida.
–Como guste, señor, de inmediato les traigo una botella de oporto.
–¡Gracias!
El mozo dio media vuelta y volvió al sector de la barra para anotar una botella de oporto.
–Sabe, don Antonio –le comenta mi colega suspirando–. Esta muchacha ha sufrido lo que Francia. Ahora nótese que su fama dio vuelta al mundo. Tal vez la fama se adquiere con el sufrimiento, como el escritor cuando plasma en papel sus lamentos.
–El sufrimiento es un estado divino del dolor. Un estado psicológico que optamos quienes no tenemos fuerzas para admitir que lo que nos duele nunca pudo ser superado y entonces lloramos desconsoladamente por los rincones de la casa, de las calles, de alguna iglesia en sus escalinatas.
–¿Usted sufre?
–A veces, pero lo necesario. Inmediatamente expuse mi parecer al tema.
–No quiero ser imprudente, pero sufrir es una opción evitable. Nosotros seres humanos, podemos gastar el dolor hasta reducirlo a la nada.
A Antonio le pareció que algunas de mis palabras eran factibles, pero otras erradas.
–Disculpe, pero discrepo. El sufrimiento está dentro del dolor. El dolor nos consume. Nos manipula a su modo y cuando quiere aparece y desaparece. El dolor es como una enfermedad que conlleva a otras. Es una enfermedad del alma. Lo que nos produce dolor psíquico y luego físico nos hace sufrir. Son como gotas de agua.
–¿Pero puedo optar si quiero sufrir o no? –le comenta don José–. Si quiero puedo no sufrir, por ejemplo, digamos un amor de una señorita que nos dejó.
–Sí, puede. Una mente fuerte puede; no obstante, el dolor sigue ahí y un día con cierta debilidad mental nuestra. Él reaparece y ahí es donde volvemos nuevamente a sufrir.
–Creo que el dolor puede eliminarse con el tiempo –le comento.
–Como poder se puede, solo que es un proceso intermental de uno consigo mismo. Meditación, experiencias y observar al sol y luego en la noche a la luna y adquirir el poder de estos astros y sus energías. Adquirir el poder de los dioses y rezar por ellos.
Tantos crucigramas de fragmentos que la sorpresa, el asombro y la ironía se presentaban ante este hombre. Don Antonio estaba lúcido, pero su juego lúdico de frases era desconcertante.
–Está perfecto su pensamiento, don Antonio.
El mozo se acercó con la botella de oporto. Colocó de su bandeja tres copas. En cada punto donde nos encontrábamos cada uno de nosotros. Por cada copa un posavasos para no dañar la base de madera de la mesa. Luego abrió con cuidado la botella y la descorchó. Y sirvió en cada copa un poco del delicioso oporto.
Tomamos los menús rápidamente para ver qué podíamos elegir de cena. Don José se nos adelantó y pidió coxido a la portuguesa. Carne de pollo, embutido de cerdo, ternera, zanahorias. Un manjar por decir algo notable en este plato. Don Antonio también fue rápido en su decisión y colocó el dedo sobre el nombre caldo verde. Para un religioso este plato es ideal. Sopa hecha con patatas, berzas y trozos de embutidos de cerdo. Algunas cebollas. Faltaba yo, que no sabía qué pedir. Siendo de otro país se me hacía muy difícil a la hora de pedir un alimento sin saber bien los ingredientes. Me sugirieron un plato especial ante mi ignorancia.
–Mi amigo, puedo decirle que para cenar debe probar arroz de pato. Carne de pato calentada al horno como risotto.
–Perfecto, entonces tráigame un arroz de pato.
–Listo. –El mozo anota cada uno de los pedidos que le hacemos saber. Y vuelve a la barra con los encargos dados por nuestras mentes gastronómicas que aguardan su fetiche digestivo.
Es el placer de la comida y del vino.
Don José tomó su copa e hizo un pequeño brindis por una cuestión de respeto debido a que a don Antonio lo conocimos el mismo día y todavía no era un hombre que nos proveyera de su confianza como para levantar una copa al aire y brindar por nosotros. De hecho, ante su locura tal vez era normal que no dijera nada, pero mi camarada, o Raimundo Silva, y muchos en la ciudad lo dicen: aquí somos todos amigos.
La cuestión es que solo brindamos por la noche. Las copas hicieron su ruido de choque fraternal. El portugués tomó un sorbo y dejó su copa en el posavasos.
–Don Antonio, ¿hace cuánto tiempo está en esta ciudad viviendo?
–No más del tiempo preciso y necesario para poder vivir tranquilo, señor.
–¿De dónde es realmente?–Don José interrogaba minuciosamente antes de tocar el tema Pessoa.
Él ya me había anticipado. Deje que yo haga las preguntas a este hombre pagano, y fuera de sus cabales racionales. Es muy complicado charlar con él. Listo dije, solo preguntaré alguna que otra cuestión, solo por formalidad. Quedamos con él de manera sencilla.
Antonio se quedó pensando ante la pregunta. No era difícil, solo que ocurría que la memoria de don Antonio parecía un recipiente que se había vaciado o la locura lo había tapado.
–Vengo de Cascais, en ella vivo. En ella se encierra el ser que ven. Que no ha venido a Lisboa, una parte de mí. Como sombra separada del hombre.
–Entiendo, ¿y está aquí, y está allá?
–Tal cual usted mismo lo expresó, y a veces no estoy en ningún lado. Somos energía esparcida.
–Bien –piensa entonces don José qué decir.
–¿No tiene amigos?
–¿Qué son los amigos? ¿Usted me habla de las personas que interactúan con uno?
–Sí, es más que eso. Un amigo es como la persona confidente a la cual le damos el placer de compartir nuestra vida, y ellos con nosotros mismos (reciben y dan). Un pacto de buena fe, conmoción, y sentimentalismo como un hermano, o hermana, pero sin tener la misma sangre.
–No sé qué es eso. Tampoco tengo hermanos.
–¿No los tiene? Está bien.
–Me dice amigos, creo que tuve uno o tengo. No sé cómo decir. Un hombre de gafas que me iba a visitar a Cascais. Era una persona extraña de sombrero, era como se dice una buena persona. Creador de creadores.
Nuevamente nos mirábamos con el portugués con pasmo de falta capacidad ante el meollo de su lengua de loco. Intenté contar las veces, pero perdí la cuenta.
–Hábleme de esa persona. ¿Lo volvió a ver?
–Sí, a veces, por las noches de la oscuridad, cuando la luna decide desaparecer y no dejar rastro alguno. En la noche todo puede ocurrir y su llegada es un lamento de maldición. Él se hace presente en su máquina infernal de cables, y ruedas. Su chofer lo acerca, él baja, camina unos pasos, observa, me ve, me saluda tocando mi hombro derecho y luego se da media vuelta y vuelve a ese monstruo que hace ruidos chirriando cables aéreos. Saluda antes de ingresar y se desvanece en la oscura niebla de la noche. Él es como un amigo si es lo que dice usted.
–¿Ha compartido algo con él?
–No podría decirle, solo siento que al posar su mano en mi hombro conectamos toda la información que los tiempos puedan darnos.
–Una cadena de energía transmitida de cuerpo a cuerpo –le digo.
–O sentimientos y razones –dice don José.
–¿Y entonces él aparece en la plenitud de la noche sin luna?
–De la oscuridad sin luna, me gusta más decirle siempre al comienzo de un nuevo día.
–Las cero horas del nuevo día –manifiesta un tanto meditabundo el comunista–
¿Y por qué lo hace?
–Porque sí, porque tiene la necesidad de hacerlo y lo hará por siempre.
–Tiene un amigo muy particular.
–Es diferente si se puede llamar amigo o no. Eso solo los dioses lo saben, a ellos les debemos este universo.
–¿Y dónde se junta con ese amigo?
–Como le dije en la oscuridad sin luna, siento la necesidad de ir a tal lugar y tal lugar puede que no sea el mismo lugar. Hay muchos lugares en el mundo. Muchos continentes, él eligió estar en esta ciudad, en cualquier parte y esa persuasión viene a mi mente y me dirijo al sitio en el cual se me espera.
–Usted es como si usara la telepatía para descifrar dónde encontrarlo.
–La mente, mejor dicho, el corazón y el alma. Toda una comunicación desde un sistema nervioso.
–¡Bien!
–No es hombre de hacerse ver, ni de que lo vean. A veces –nos dice don Antonio– es bueno mantenerse en una reclusión propia para no dar pie a andanzas que puedan ser peligrosas de lo extraordinarias que son.
–No lo comprendo, don Antonio –titubea don José rascando su sien con sus dedos dubitativos.
–En las calles el cuidado debe ser la columna vertebral de nosotros mismos. Cada paso puede llevar a un infortunio. Nos puede llevar a la calamidad, también las conexiones.
–¿Cree que va a pasar algo?
–Puede ser, su energía me dice que sí, pero falta una última conexión para llegar al punto.
–¡No entiendo! –Ahora era mi cabeza la que vacilaba un número determinado de preguntas que no se podrían responder con facilidad.
–¡Ya lo entenderán!
–¿Me podrá llevar con su amigo en algún momento? –se adelanta el portugués.
–Sí, pero falta un punto, y luego reunir a cada una de las almas para su viaje final.
La falta de lucidez de nuestro amigo se nos adelantaba. Trataba con la mirada de preguntar a mi colega. Estos laberintos borgeanos no tienen salida.
El mozo viene con los platos de comida preparados, para nuestra cena. Se
acerca a la mesa y coloca con cuidado cada plato con la comida solicitada. Coxido a la portuguesa para don José; caldo verde para don Antonio y arroz con pollo para mi persona: don Armando.
Antes de arrancar con su apetito don Antonio comenzó a rezar, por lo que respetamos su decisión. A pesar de todo seguía manteniendo las costumbres cristinas básicas.
Al terminar comenzamos a batallar con nuestros platos. Don Antonio parecía pasado de hambre, en ese instante dije buen provecho a mis colegas. Ambos ratificaron mis palabras con un gracias, gestuales, con movimientos de músculos faciales de reconocimiento en favores de gratitud.
Don José cortaba muy finamente la carne de cerdo de su plato y llevaba despacio con su tenedor cada pedazo pequeño. Él es de los que suelen comer lentamente y mascar lentamente. Se dice que ese estilo trabaja una mejor digestión. Ya que no deben llegar sólidos al estómago, sino líquidos. Por lo tanto, una cena con don José era plasmar un eterno paseo desde el ingreso de la boca, a mecánica dental y del paladar el viaje por la vía tráquea hasta ingresar al lavarropas humano en el cual llegan los alimentos y de ahí en adelante el hígado que los distribuye minuciosamente para enviar los nutrientes a cada órgano. Un sistema perfecto donde todos los órganos se ayudan. El sistema comunista perfecto.
Don Antonio parecía más extraño, al tener su plato jugaba con la sopa moviendo con su cuchara sorbos de líquido que llevaba a su boca luego de tres pasos simples: levantar el líquido y tirarlo, levantar el líquido y tirarlo, levantar el líquido y tirarlo, ni siquiera un niño malcriado jugaba con ese método, pero es don Antonio y ya explicamos su manera de hacer y ver la realidad.
Yo soy de comer un tanto rápido y el plato sumado al hambre, ambos hacían su trabajo. El arroz de pato estaba bastante delicioso. Junto con la botella de Oporto era de un matiz cuasiespecial.
Al mencionarla me daba cuenta de que ya no quedaba más. Don José levantó una mano para llamar al mozo que nos vio desesperados. Se acerca y nos pregunta:
–Caballeros, ¿desean algo?
–Otra botella de vino fortificado, de las orillas del Tajo.
–¡Perfecto!, ya les traigo un Alenquer.
Rápidamente el mozo se va a su sector y al rato vuelve con la botella nueva de vino tinto, realizando el mismo proceso de descorchar y servir las copas mientras se lleva la otra botella vacía de la cual ni una gota quedaba. Nuevamente un
brindis. Esta vez por la comida y la reunión. Ya don Antonio parecía más a gusto y podíamos tener una charla amena con él sin descuidos ni nada que entorpeciera nuestra búsqueda.
–¿Qué tal su comida, don Antonio? –pregunta como intrigado el portugués.
–Perfecta, ni los dioses se achicarían con algo tan exquisito.
–Me alegra su comentario, mi amigo.
Don Antonio tomó un sorbo de su copa de oporto, ya iba por la cuarta. La cuarta es la indicada para las preguntas y respuestas, digamos que es el momento donde el efecto del alcohol hace su trabajo creando la inhibición de esa neurona que nos prohíbe decir ciertas cosas: entre ellas lo que sentimos, preguntar indebidamente, ser valientes, llorar y otras tantas, hasta volvernos hermanos.
–Saben amigos –nos dijo don Antonio ya con una copa en la mano–. La quinta copa, ¿saben? Ustedes vienen por el maestro y lo sé perfectamente, quieren encontrar al maestro y el maestro posiblemente quiera encontrarlos a ustedes.
–¡El maestro!
–Ese amigo que creo tener, al que todos llaman el poeta misterioso. Don Fernando Pessoa. El creador de nuestra vida. Él aparecerá y ustedes deben estar justo preparados para encontrarlo, y yo posiblemente sea el guía. El faro que les permita ver esa luz. No todavía, pero ya.
–¿Cuándo lo cree oportuno, don Antonio? –le pregunto.
–Cuando lo sea, yo me encargaré de decirles cuándo será. La copa que sostenía su mano era bebida de un sorbo.
–Él estará presente, mis amigos –nos cuenta don Antonio.
Vuelve a tomar la botella y se sirve otra copa. Desde ahora, somos amigos y eso era lo importante, que habíamos ganado la difícil y complicada confianza de don Antonio. Entre copa y copa, bocado y bocado, se lo veía regocijado en su placer gastronómico.
–Mi buen amigo –ahora es don José quien vuelve con preguntas–. Cuénteme
¿qué hacía de pequeño?.
–No mucho, ni poco. Viví. Una infancia en un patio grande de campos donde
poder ver las hierbas crecer como crecemos nosotros. Las plantas, no parece señores, pero tienen una vida y comparten con nosotros y por eso nosotros estamos acá conversando. El oxígeno es vida y no hay ser en el mundo tan perfecto como las plantas. Nos dan alimentos, otro factor de la vida humana y yo de pequeño veía esos pastos cómo crecían y el viento movía de un lado para otro sucesivamente. Y de esos pastos venían los árboles y miraba cada uno como un padre especial. Tenía una infancia de lo mejor.
–¿No tenía amigos en ese entonces?.
–¿Amigos?, claro que sí. Ya que me lo dice, mis plantas, los árboles, eran mis amigos. Nos comunicábamos perfectamente. No me dañaban como lo hace la especie humana que por falta de razón te lastima con palabras, con sus manos, piernas, con palos, armas de fuego. Les dije que ellas crean vida y nosotros la quitamos. Que irónico, ¿no? Y ellas están ahí sin decirnos nada, sin quejarse y nosotros somos un mar de repulsiones, de odios y vamos por el sendero de la nada sin saber porqué.Tuve una infancia feliz y punto, mi amigo.
–Lo estimo en sus dichos, mi amigo don Antonio.
Los ojos de don Antonio se habían puesto vidriosos, producto del alcohol, y el recuerdo de la soledad. Fue creado para eso mismo por el maestro para ser un hombre solitario desde los comienzos de su nacimiento.
–Es un gran hombre, señor Antonio –le expliqué–, cuando vi que tomaba una copa más, y una pequeña lágrima salía del interior de la retina izquierda de aquel globo ocular que le permitía ver más allá.
–Si quieren saber, al tener solo vegetales que no me respondían ya, comencé a interiorizarme en muchas lecturas y entre ellas la filosofía, la religión y a preguntarme y preguntarle a él –mira el cielo don Antonio.
–¿Qué ocurre? –me di el lujo santo de escribir y me apasioné por el hecho de pensar en una nueva religión, algo diferente, acorde a mi ser. Algo que me comprenda a la perfección. Lugar terrenal que lleve las escrituras, en la cual la violencia no exista y el amor sea la clave. Y no tengamos que preguntarnos qué es. Que su respuesta ya sea dicha de antemano.
–¿Y qué piensa que es el amor? –le dije esperando su retórica convincente sobre un tema tan engorroso.
–El amor son muchas cosas. El amor puede ser usted, yo, don José, el mozo, la señorita de enfrente, no lo sé. Una planta que nos de aire. Una botella de Alenquer (la mira con aprecio) –toma otro sorbo don Antonio, y unas lágrimas que caen.
Los tres nos quedamos en silencio un buen rato. Los platos estaban vacíos. Nuestros estómagos llenos. La botella casi vacía también. El sigilo presente. Él también significa comunicación.
Tres hombres. Dos reales quizás y uno como una creación del maestro, ahí en plena calma, reserva.
–Sepa, mi camarada Antonio, que desde ahora tiene a dos hombres más a los que puede llamar amigos –con franqueza le expone don José.
–Y con espontaneidad les digo a ustedes, ya totalmente repuesto, don Antonio,
que el maestro se alegrará de verlos.
–Ya que menciona a tal prolífico de seres, ¿sabe entonces que estamos por su búsqueda, no?
–Sí. Como podría saber otros misterios. Mas solo sé lo que él quiere que sepa, lo que ese amigo que ustedes me dijeron podría llamar tal desea que sepa.
–¿Aparecerá?
Antonio respira con un sonido desde el aire. Toma la copa ya vacía y con su dedo índice recorre en una línea círculo el contorno. Repite en varias ocasiones ya de un lado, y luego el otro. No visualiza a través del vidrio de la copa.
–Han notado con veracidad plena, y digo veracidad porque sería una teoría
fuera de toda lógica, que si coloco la copa entre ustedes, los veo dentro de un recipiente. Como si fuesen de un orbe diferente y podría agregar otro color y animales y tendría dos personas, animales y plantas en un mundo que veo pequeño.
–Bastante ilógico su pensamiento –capitula con claridad don José–. Un mundo desde su copa.
–Sí, desde ella o desde otro objeto que refleje sus almas.
–Cómo decirlo, suena descabellado.
–Sí, sin embargo, lo que deseo exponer a ustedes es lo siguiente. ¿Qué tal si su mundo fuera la creación de alguien, llamémoslo Dios?
–Está en las Sagradas Escrituras. Claro que así es.
–¿Y qué tal si ese dios no fuera sino de carne y hueso?
–Quiere decir que somos obra de una persona.
–Así lo creo. Experimento la esencia de otra persona en mi caso.
–¿Conoce la historia del maestro?
–Conozco, sí. Conozco a la perfección como un poema en línea recta que tiene sortilegios en su interior. Lo conozco como un conocido: Todos mis conocidos fueron campeones en todo. No había en este mundo alguien como él. Una persona vil a veces, quizás por no ser campeón.
–¡Línea recta! (dice don José). ¿Sabe bien de algo llamado pacto?
–Lo sé, es ahí donde radican mis palabras.
–Mi amigo, esa experimentación no podría ser otra cosa que el maestro en sí, en su mente. Usted es una creación no divina de Dios, sino del maestro y lo sabe, pero está confuso.
–¿Usted piensa que es así? Posiblemente. Me conmueve que sepan de mí y me siento desolado al no saber nada de ustedes como solo el hecho de que quieren encontrar al maestro y yo soy el puente.
–Ahora ¿por qué si lo sabe en aquel momento en la iglesia huyó desesperadamente? –le digo con mucha fe. ¿Qué es lo que lo impulsó? ¿Miedo, desconfianza?
–El impulso fue que sabía de su llegada. Del ingreso de dos personas, no sabía quiénes, pero lo sabía.
–Lo comprendo, ¿teme a la policía?
–No, ellos ya no son un problema. Mi estado mental no les preocupa, soy un individuo que vaga por las calles, duerme en un departamento y padece trastornos incomprensibles. Ellos tienen otros problemas más graves que preocuparse por un loco como yo y el maestro Pessoa. Ni siquiera lo toman en serio. Es solo un cuento de un poeta que murió en la década del 30. Ellos están ocupados
capturando insurgentes, opositores y cualquier alimaña que dañe el poder de Salazar. Que bastante débil se encuentra en su interior.
–En serio, ¿lo ve débil?
–Sí, tan débil hasta el punto de manifestar que está transitando su ruina y los pronósticos no son alentadores. Va a llegar el momento en que las dictaduras ya no servirán. No tendrán por qué existir y existirán las democracias, y con ello lo males que atrae su inexperiencia. Corrupción, poder, maldad. Hay sinónimos de miseria que no pueden dejar de existir. Caen las dictaduras, y vienen las repúblicas. Pero estas palabras seguirán existiendo. El ser humano es muy propenso a ellas. Las quiere, no puede dejarlas de lado. No puede subsistir sin ellas. Qué pena por la raza humana, me cae simpática. De todas formas, no está todo perdido. Hay posibilidad de salvación. Son pocos los que ayudan a mejorar.
¿O no, don José? Aunque su partido no esté en las mejores condiciones. Igual piense claro. Su misión ya se la dijo don Ricardo.
–Veo que usted de a poco está descifrando historias nuestras –replica don José–, si no sabía nada de nosotros.
–De a poco, a medida que muevo mi copa entre ustedes dos, descifro enigmas de dos personas. Una venida de la Argentina, Buenos Aires. Muy lejos, señor Armando César. Historiador, redactor. Allá no hay nada que lo quiera o precise. Su vida está aquí con los milagros que suceden.
–¡Increíble! Quiero decirle, don Antonio, que parece un médium.
Antonio mantenía la copa arriba con nosotros dentro en su reflejo del vidrio.
–Gracias, otros que he tenido el gusto de conocer también mantienen ese dominio, aunque endeble, lo tienen. Anne, Thomas y Alberto y el bibliotecario Bernardo. Es una locura que diga esto y nombre personas como si nos vinculáramos todos con una sola. Es la triste realidad de ser creación de otro. Y
tengo a dos personas enfrente, elegidas para dar con el que me dio vida y terminar el asunto.
–¿Y por qué nosotros?
–Sí, ¿por qué nosotros? –acompaño a la pregunta de mi colega.
–¡No lo sé!
–¿Pero usted no es parte de la creación de don Pessoa?
–Sí, pero él me dio lo que quiso darme, y nada más, o eso creo. Ya no sé si soy de su autoría, ¡o la del señor! La cuestión es que hay preguntas que no puedo contestar. Pienso, y afirmo que él se los dirá a su debido tiempo. Aún no es hora. Más no puedo decir. Recibí una información escueta por razones inexplicables. Les dije que él era vil en su persona.
–¿Qué falta? ¿Estamos casi en su encuentro?
–Falta el tiempo que él considere. Incluso puedo decirles que desde la persona que tiene enfrente, esta quiere lo mejor para con ustedes, y si soy parte del maestro él también lo querrá. Falta tiempo. No mucho, pero falta. La ansiedad es una droga difícil de manipular. Deberían trabajar en ella.
–Posiblemente. ¿Y qué me dice del poema?
–Poema. Tiene tantos el maestro que no sabría a qué se refiere. No solo él, sino todos los personajes que nombré alrededor de mi conversación con ustedes. Hay muchos y de gustos, de colores, de vida, de alegría, tristeza, de cielos e infiernos. Pueden elegir. Cuidado, lo que elijan puede que no sea lo que después hayan deseado. Es difícil elegir un poema, recitarlo y arrepentirse cuando algo sucede.
–Habla como si los poemas del maestro fueran un hechizo mágico.
–Todos los poemas son un hechizo, nosotros los convertimos en culto, en magia y les damos vida a sus rimas, y versos. Decimos el río fluye como el río, es porque queremos fluir como un río. Decimos al cielo llegaremos y es que queremos llegar al cielo. Ellos encierran nuestros anhelos y sentires del momento.
–Y qué tal del poema que encierra los misterios del mundo, el que habla de Dios, del universo, de las lenguas.
–No lo conozco. Puede que como les aclaré todos los poemas del mundo lo encierren. ¿O no? ¿Han pensado que nosotros seamos todos esos enigmas que nombran en un papel? Y que todo sea parte de una sola palabra.
–¿Una sola palabra? –le digo.
–Sí, usted lo ha dicho en su momento.
–Una sola palabra.
–No se enrosquen en problemas matemáticos. En su debido tiempo lo sabrán.
–¿Y si no lo sabemos?, ¿y no llegamos a ese punto?
–Llegarán, es cuestión de seguridad. Es la determinación lo que impulsa. Una rectitud y creencia innata.
Nuevamente el silencio de los tres se hizo presente. Don Antonio dejó la copa en el posavasos. Y nos dispusimos a llamar al mozo. Era tarde. Don José chasqueó los dedos y levantó la mano, para solicitar la cuenta.
–No se preocupen, camaradas, invito la velada. ¿Qué les pareció la cena?
–De maravilla –le dije.
Don Antonio hizo su gesto de una sonrisa agradecido por la comida. El mozo apareció y dejó un papel con la cuenta. El camarada, comunista ya cansado de tantas charlas, sacó su billetera y pagó, más propina por el buen trato.
–Espero, Antonio, que no hayamos importunado con nuestras preguntas y molestias. Sepa que estamos queriendo hallar al maestro y él seguro a nosotros y usted es la única pista. Ni ningún otro podría ayudarnos.
–Lo comprendo bien. Y ayudaré a ese encuentro. Mi interior me dice que ya es hora de que se cumpla.
–Usted, don Antonio, es increíble, sabe más de lo que parece o determina.
–Determino mientras observo, escucho y toco, huelo. Y percibo sobre todas las cosas.
El mozo volvió nuevamente con el cambio.
–Señores, ¿la pasaron bien?
–Perfecto –dice don José.
–Algo más que quieran, ¿un café, algún postre?
Don José nos pregunta con la mirada casi negativa. Ambos damos un no rotundo. No, gracias, de mi parte y de don Antonio. Ya que él no contestaba.
–No, le agradezco.
–Bueno, estoy a su disposición.
–Muchas gracias.
Nos paramos los tres y fuimos en fila saludando al mozo y al hombre de atrás de la barra. Abrió el portugués la puerta chirriante. Le comenté que hacía falta un poco de aceite a esa puerta. Posiblemente me contestó. Y los tres dimos con la calle. Era ya caída la noche, las once horas.
–¿Le parece, don Antonio, que quedemos para planificar ese encuentro?
–Ya saben dónde encontrarme. Tiene que ser al atardecer. Ahí estaré.
–Ahí estaremos entonces, mi amigo.
–Gracias por lo de amigo.
Don Antonio se direccionó a la derecha caminando en medio de la penumbra y
niebla. Al rato se veía su cuerpo, al rato no se veía más que una silueta y luego nada de nada. Se había esfumado.
–¿Lo acompaño? –le digo.
–No se preocupe, mi amigo, tomaré un taxi en la siguiente avenida. Usted está cerca si no me equivoco. No recuerdo bien, debe ser por el vino, era muy bueno.
–Sí, no hay problema, colega. Nos comunicamos mañana entonces para seguir el plan.
–Listo. Será hasta mañana. Mis saludos.
–Saludos.