Anotaciones de un viaje de quien viene desde muy lejos: (…) No cabe mención decir que llegar a un nuevo sitio alejándose del vientre materno de una ciudad de origen es el llamado al punto cero de un nuevo comienzo. Y el comienzo, una etapa. Concepto vago. Empezar, arrancar desde la óptica de quien busca una poesía escrita en un manuscrito de aquel hombre. Maestros de maestros.
Mil personajes, y solo una vida con papel, bolígrafo y tinta.
El barco que ha salido del puerto de Buenos Aires está arribando en el viejo continente europeo. Destino: Lisboa, Portugal. Un viaje estable, pero largo e intenso para llegar a rumbo lusitano y con ella la ciudad bajo dominio dictatorial. Tomo nota desde la cubierta: las aguas mansas, un sinfín de casas, edificios altos y bajos. Un número determinado de ventanas en cada uno de estos inmensos rectángulos de la arquitectura. De un lado y del otro. Arriba al cielo. Son claraboyas. Paneles de vidrio que marcan una línea entre el interno mundo de cada familia y un exterior que los unifica a todos. Retomo mi vista: un río. El Tajo que forma parte en su desembocadura con las aguas del Atlántico. Nuevamente giro la cabeza con las manos apoyadas en el barandal del barco. Pienso que cada contorno de cuadrados, cada hogar me habla de una metrópoli que no es otra cosa que la nostalgia de un pintor que colorea el paisaje desde el otro lado del océano y cada toque es una leyenda de aquel a quien intentaremos encontrar. Aquel poeta loco de desasosiego, si esa es la palabra justa, porque no tenemos todas las palabras y entonces pensamos en una retórica distinta para designar. Y confundimos hasta que logramos la codificación indicada.
Mi periplo no es en vano, en cada urbe existen misterios, y las calles de esta ciudad son una de ellas (no sé, por decir una de tantas). Ciudad donde las ánimas salen de sus casas en una oscura noche de bufandas, nieblas y soledades. Cada vez que el Carris nocturno aparece, un personaje desciende de él y el espectro sigue un camino. En esta tierra la bruma abunda con certeza abierta de aquellos mundanos hombres de tantos años que dicen que, por las oscuras llegadas de la luna en el aquelarre nocturno, el maestro de gafas y sombrero se aparece con su ropaje de sobretodo y alimenta su gracia con algún verso para cerrar el crepúsculo en la noche.
El barco traza un último cruce a fin de anclar. La trompa toca por fin suelo y recorre en sí su maquinaria un complejo de cadenas que bajan rápidamente. Cerca, otros barcos. Estamos en un puerto pesquero y de cargas. Los marinos
expertos bucaneros en su oficio cargan y descargan. Dos filas de pasamanos. El capitán del buque Filho esperanza nos anuncia: fin de viaje. Un marino ayudante indica que en fila bajaremos a la plataforma del puerto. De a poco vamos descendiendo. Algunas personas esperan a otras. Otras ofrecen servicios de hotel, y movilidad. Otras solo ven. Hora de chequeos. Aduanas, papeles y el sellado de pasaporte para dar por terminada la historia.
Tomo el primer taxi que aparece, y un viaje de media hora hasta la Rua Dos Camoes intercepción con la Rua Fraga, en las cuales tengo mi hospedaje. En adelante voy marcando estas calles en mi mapa de viajero. Un anotador sencillo que llevo conmigo siempre que realizo alguna travesía en una nueva ciudad. Hablando con aquel portugués me cuenta que la capital esconde siempre un enigma propio de los lusitanos. Me recomienda música, paisajes y otras atracciones para venderla. Mi misión es totalmente diferente.
Un año antes no hubiese pensado en viajar, pero lo enigmático de las leyendas me convenció de que aquella poesía escondida en Lisboa no podía ser más que su obra cúlmine sin publicar. Él hacía tiempo que no pertenecía a esta tierra, sino en sus letras. Sea o no de conocimiento de muchos de sus trabajos y entre ellos aquellas palabras. Ahora se dice que anda por ahí escapando y fingiendo que se ha ido. La realidad es hija de lo arcano. Y el mito lo dice de manera simple en uno de sus célebres poemas.
El poeta aquel que se dice fingidor… y lo explayo tan claro como un día de sol en un fragmento de poema:
Siento que soy nadie salvo una sombra
de un bulto que no veo y que me asombra, y en nada existo como las tinieblas frías.
¿El poeta está vivo o muerto? No lo sabemos. O solo es una figura espectral que vaga por algo en especial. Un designio. La sola cuestión de tantas historias y un rompecabezas de puros fragmentos que dicen que algo nos quería legar el hombre de las mil caras.
Y estoy dispuesto a saber qué. A saber el por qué, me digo. Soy un hombre que vino hasta aquí en búsqueda de alguien a quien llaman el maestro del desasosiego, pero estoy solo en una ciudad que fue su hogar y preciso de quien me ayude. Debo determinar por dónde comenzar, cómo continuar y cuándo terminar. Solo un hombre que ya no existe puede tal vez ayudarme a dar con la verdad y ese misterioso lugar en que la fantasía se vuelve razón de la verdad.
Llego a un hotel barato de unos pocos escudos. Incluye desayuno y nada más.
Lo justo, lo preciso. Haremos que lo sea, hasta instalarnos en un lugar simple. Nuestra misión no son vacaciones ni tampoco una guía de estudio, sino la búsqueda de ese señor de gafas, moño, y sombrero de ala color negro, que no hacía más que fumar y dar pie a la bebida en un bar del interior de Lisboa. Para ser específicos, nos hallamos tras un misterio fantasmal.
Por las calles solo camino (ahora comienzo a tomar nota de cada una de ellas, porque de aquí en adelante serán mi mapa de ruta. Siempre los hago en cada sitio en el cual me encuentro. Uno debe saber dónde está parado y para dónde quiere ir, como parte del viajero), y mi primer objetivo es A Brasileira, el mítico bar de don Fernando Pessoa. Llego a visualizar un asiento a las afueras del bar. Tan cerca que hasta parece que hoy siguiera allí sentado. Una ginjinha, licor dulce de Morello, frutas ácidas. Me recomienda quien acostumbra dar los tragos calmadamente. Preferiría un trago de un vino de la nación o de otra. Un malbec o sauvignon, unas cosechas que serían extrañas en esta tierra. Es a lo que el paisano latino se acostumbra cuando se nace en un país vinícola. A pesar de todo quiero un trago. Todos en algún momento lo precisan y el deseo les avisa tarde. No es hora, me dice una mente aplacada a la responsabilidad. Observo el ir y venir de las personas, y mi cabeza suele ser un poco más sensata que mi cuerpo. Solo pido un té inglés y alguna tostada.
El hombre del negocio de frutas y verduras sale a la calle y le da unas monedas a un niño en busca de un periódico local. Otro bohemio. Una persona de camiseta a rayas, pantalón de algodón, zapatillas y un gorro anda en bicicleta con un manubrio oxidado, y sigue en una calle cerrada el Carris (tranvía, transporte ferroviario eléctrico de redes externas correspondiente al año 1872 aproximadamente).
Me tomo el tiempo preciso. Un tiempo que no tenemos, sino para una actividad y si se presenta otra, veremos. El tiempo no se dobla a no ser que repartamos ese aquel y dividamos súbitamente en cada actividad. Y para cada cual podamos hacer lo que no podemos en un solo tiempo.
Y me tomo mi tiempo.
Aquel se termina y unos billetes con propina incluida dejan a un mozo satisfecho. Buena suerte por estos lugares.
Sigo mi rumbo y al seguir el empedrado (calle de complejo de piedras casi sueltas, en mal estado, imposible para la circulación de personas, ni hablar de los vehículos) me dice que hay piedras en ella que dan lugar a un castillo, del cual por el momento no conozco su nombre. Y mi rumbo no se detiene por ellas, y continúo a pie. Por cada piedra irregular me imagino como piezas con mensaje
para armar algo que se encuentra deteriorado en cada ser. Todos debemos tener piedras irregulares esparcidas esperando lograr algo con ellas. Un día construiré aquella fortaleza con mis rocas, mientras tanto me concentro en las piedras de un rompecabezas que deberé concretar.
Doblo en la primera esquina que visualizo. Unas cuadras de calles, y cruzo un puesto de flores. Una dama con cierta simpatía me sonríe. Me acerco y devuelvo los cumplidos. Ella pregunta y yo respondo:
–¿Qué hace un hombre así como usted por la ciudad de la pesadumbre? Un hombre con patillas y un leve bigote. Camisa y pantalón de vestir, rozagante de actitud que podría estar en las Ferias de Holanda, fiestas de Alemania, o bellezas de Italia.
–¿Yo pregunto? –le dije–. ¿Qué hace una mujer detrás de tantas flores cuando el encanto se opaca al esconderse en una pared mediana? Teatro de esplendor. La pared no deja ver los ojos y la belleza proviene de ahí mismo en comunicación con el alma.
El cumplido era típico de un sudamericano. Ella de cumplidos debería saber al estar detrás de aquel muro y ver el paso de tanta gente.
–¿Usted cree mi buen hombre?
–¡Lo creo! Y lo aseguro, ¡y si quiere lo certifico!
–¡Gracias! ¡Ja, ja!
Su risa fue tal vez la mejor comunicación que teníamos, y tendremos, porque este capítulo no acababa aquí.
–Usted parece un hombre simpático, tome una flor.
–Gracias. No tengo que ofrecerle más que un café si lo desea.
–Vea, yo…
–Si se complica, ¡no quiero molestarla!
–No es molestia, solo que no acostumbro a salir con desconocidos.
–Entiendo. Gracias de todos modos.
–¡Gracias por su simpatía, buen hombre!
–Presiento que nos volveremos a ver, me digo a mí mismo.
Y tenía elocuencia aquella locución femenina. Se volverían a ver solo que nuestro hombre de poco pelo capilar, patillas y efímero bigote tiene un designio enunciado y tras sus pasos él está.
Con quién hablar por el momento no lo sabe. Sigue su trayecto con una flor en la mano que huele de a ratos para recordar cuanto sea posible a esa dama de las flores. Lo complicado es creer que un rostro de pelo negro, ojos café y cintura
que lleva en su anatomía junto con el más bello trasero que una mujer puede adquirir llegue a olvidarse tan fácilmente. ¿Quién puede olvidar tal figura?
Hay mujeres que mueven montañas, que fueron hechas para admirarse y admirada será ante los ojos del mundo. Ante los ojos del Señor Todopoderoso que todo lo ve, y con certeza habrá escudriñado para que esa Venus de la cual no sabemos su nombre cruce entre el empedrado de vida que aquel hombre con patillas y casi calvo con unos pelos ralos recorría.
El azar tiene especial devoción por el amor. Y el amor, fórmula química de sentimientos que se unen como la mitosis. Si una célula combina con otra jamás se separan. ¡Qué fusión tan sublime!, ¡tan perfecta! Algo que la propia naturaleza tuvo previsto tanto para la formación de un cuerpo animado. Ser vivo. Como para el amor mismo.
El amor es honesto, discreto, audaz, valiente y decidido. Lamentable es que no sepamos tratarlo. El amor es el bello arte de las células.
El hombre que cuenta esta historia huele la flor y continúa. Huele la flor de ella, la mujer de la florería, de nombre desconocido a la cual bauticé como Venus al fin y por el momento.
Se detiene en una biblioteca en búsqueda de bibliografía de nuestro objetivo (un individuo escritor). Solo encuentra lo mismo de siempre. Se toma la cabeza golpeteando con sus dedos la sien. Ha leído más de la cuenta y sigue sin tratar el enigma.
El hombre pone sus manos en la nuca en ademán de mirar al techo y suspira. Vuelve a suspirar. Ahora muda la posición y se saca unos lentes semiempañados que tenía puestos para pasar su mano derecha en su ojo derecho.
El portero (hombre ayudante de bibliotecario de tez retraída, y un tanto lúgubre) de aquel recinto llamado biblioteca hace tiempo que examina a una criatura preocupada en su asiento.
–Lo puedo ayudar –le comenta con cierta curiosidad ese ser ceñudo.
–¡¡Mmm!! La verdad es que estoy buscando cierta información. El portero lee y asiente con la cabeza.
–¡Fernando Pessoa!
–¡El mismo!
–¿Y qué busca del misterioso poeta?
–Unos poemas, alguna que otra bibliografía, tal vez un poema único que habla de él mismo y descifra su obra.
El portero se toca la cabeza como rascándose la parte superior, cavilando sobre lo que el señor extranjero le manifiesta.
–¡Que se sepa que no existe tal escrito!
–¡Entiendo que sí! Y cada pieza es un enigma que da con él y ese poema.
–No se moleste, mi buen hombre, pero don Pessoa dejó una obra y nada más. Murió a una temprana edad.
–Esa es la historia oficial. La verdad de sus poemas dice otra cosa.
–¿Usted es uno de los tantos que cree que él no murió y dejó un poema inédito? Por favor, esta es su tierra, todo sobre él se sabe aquí.
–¿Como su fantasma vagando en los caminos de asfalto de Lisboa?
–¡Otra leyenda de un tranvía fantasma! Señor, se dicen muchas y muchas tonterías aquí en esta tierra de nieblas y nostalgias.
–¡No sé! Solo quiero encontrar respuestas.
–¿Por qué?
–Porque sí –le expresó con firmeza.
–¡Mmm!... Lo entiendo.
–Todos entienden, y no consigo respuestas.
–Mire, dicen que hay un hombre que conoce la historia de Pessoa tanto como el propio Pessoa. Es un hombre un poco cerrado. Tiene ideas disconformes con este duro régimen. ¿Quién no las tiene? Es un joven entusiasta. Redactor y algún día ¿quién sabe? Escritor.
–¿Quién es él?
–Su nombre es José Emiliano. Apellido, Sarachago.
–¿Él sabrá del asunto?
–Sí, pero no siempre está aquí. A veces viaja, desaparece, vuelve y se va. Es una especie de hombre errante, cuya carrera es de redactor y hace las veces de sujeto curioso, pero como le expresé viaja tal vez a otras ciudades, Coímbra u Oporto. Conocí a su padre y lo conocí a él de mucho más joven. Muy pequeño. Un crío llorón. Años después tendría sus mismos ímpetus o preguntas.
–¿Y qué pasó? ¿Puede que dé con él?
–No volvió por aquí. La última vez fue hace un par de años. Se lo ve por las calles rondando de cafés a bares y viceversa. Muchos no vuelven por aquí. La biblioteca siempre está abierta y cerrada gracias al sistema dictatorial. Ocurre como en otros lugares. Solo que aquí el conocimiento es una pólvora eficaz para crear balas de conciencia. Una Alejandría subversiva.
… El hombre me susurra al oído muy despacio sin que nadie se entere en aquel lugar. Al fin y al cabo, es una biblioteca. Un lugar silencioso y eso es lo peor del asunto. No poder conversar como Dios manda. Entre el respirar de su voz me
invita a que haga una travesía. Posiblemente se haya dado cuenta de las intenciones. Palabras confusas de un bibliotecario.
No comprendo lo que dice, pero lo tomo como una pista para arrancar. La clave de una de las piedras.
Luego me expresa en palabras con voz acallada:
–Debido a Salazar (se refiere a la policía y el sistema dictatorial de Salazar). Nos vemos obligados a desaparecer o ser desaparecidos. Nuestro amigo se recluye demasiado. Se dice que Salazar quiere dar con todos los que se consideren contrarios al partido. Poco amigable de su parte. Lo persiguen hasta que él como otros caigan en alguna trampa. Lo buscan y no precisamente para una charla amigable. No hay lugar para comunistas alborotadores. Encuéntrelo y él le dará las pistas precisas.
–Gracias. ¿Pero dónde lo puedo ubicar?
–Amigo. Ni siquiera sé dónde. Pero tengo por dicho que se lo encuentra muy de vez en cuando por una intersección de la Rua de la Regueira en el barrio de Alfama. Otras en el castillo Sao Jorge en las cercanías y otras en el misterioso Patio Do Carrasco.
–Gracias por su tiempo.
–De nada. Jamás tocamos el asunto. Es peligroso ser poeta.
–¡Lo creo! Sé de sufrir la llamada clandestinidad.
–Suerte, señor.
–¡Gracias!
Dejo los libros y me dispongo a salir de la Biblioteca Nacional de Portugal. Un oficial de azul realizando su rutina diaria observa.
Voy derecho por la Rua Campo Grande. El ir y venir de las personas me permite camuflarme como camaleón extranjero. Estamos en 1968, tiempos complicados de dictadura que tanto han sacrificado con punzante filo de navaja la
gloria de la libertad durante años. No obstante, no muere aquel pálpito, de esos vientos de cambio.
Camino al llegar a un mural, que en letras color rojo manifiestan con sangre de revolución: Liberdade para nossas almas… fora ditador longa a vida ao nosso heroi viriato. Un grafiti del Partido Comunista portugués.
Viriato, el héroe pastor que venció a los romanos en una guerra de guerrillas, en una etapa de la vida en que vivir de una manera secundaria ante el arte del oprimido no era otra cosa que la palabra "libre".