—No… —Drusila estaba al borde de las lágrimas, sus ojos llenos de un torbellino de emociones.
Un profundo rubor de vergüenza teñía sus mejillas, y sus labios temblaban como si lucharan por encontrar palabras para explicarse. Su mirada era pesada y sus hombros estaban caídos, temblando con cada largo suspiro que tomaba. Sin embargo, aunque los segundos pasaban, no podía encontrar una sola palabra para ayudar a refutar su propio caso.
Todo estaba sellado en piedra y ya no había nada que ella pudiera hacer al respecto.
—Quizás es tiempo de que Drusila se case —dijo la Reina Anette desde un lado, mirando a su esposo—. Buscaba en su rostro una señal — cualquier señal — de cuán de acuerdo estaba él con su sugerencia.
Pero él se mantuvo estoico como siempre.
—Los rumores no pueden mantenerse ocultos por mucho tiempo —dijo cautelosamente la Reina Anette—. Finalmente, los asistentes de esta noche que lo presenciaron divulgarían la información. Deberíamos casarla lo antes posible.