Apenas se hubo marchado la sirvienta, Raskolnikof se levantó, echó el cerrojo, deshizo el paquete de las prendas de vestir comprado por Rasumikhine y empezó a ponérselas. Aunque parezca extraño, se había serenado de súbito. La frenética excitación que hacía unos momentos le dominaba y el pánico de los últimos días habían desaparecido. Era éste su primer momento de calma, de una calma extraña y repentina. Sus movimientos, seguros y precisos, revelaban una firme resolución. «Hoy, de hoy no pasa», murmuró.
Se daba cuenta de su estado de debilidad, pero la extrema tensión de ánimo a la que debía su serenidad le comunicaba una gran serenidad en sí mismo y parecía darle fuerzas. Por lo demás, no temía caerse en la calle. Cuando estuvo enteramente vestido con sus ropas nuevas, permaneció un momento contemplando el dinero que Rasumikhine había dejado en la mesa. Tras unos segundos de reflexión, se lo echó al bolsillo. La cantidad ascendía a veinticinco rublos. Cogió también lo que a su amigo le había sobrado de los diez rublos destinados a la compra de las prendas de vestir y, acto seguido, descorrió el cerrojo. Salió de la habitación y empezó a bajar la escalera. Al pasar por el piso de la patrona dirigió una mirada a la cocina, cuya puerta estaba abierta. Nastasia daba la espalda a la escalera, ocupada en avivar el fuego del samovar. No oyó nada. En lo que menos pensaba era en aquella fuga.
Momentos después ya estaba en la calle. Eran alrededor de las ocho y el sol se había puesto. La atmósfera era asfixiante, pero él aspiró ávidamente el polvoriento aire, envenenado por las emanaciones pestilentes de la ciudad. Sintió un ligero vértigo, pero sus ardientes ojos y todo su rostro, descarnado y lívido, expresaron de súbito una energía salvaje. No llevaba rumbo fijo, y ni siquiera pensaba en ello. Sólo pensaba en una cosa: que era preciso poner fin a todo aquello inmediatamente y de un modo definitivo, y que si no lo conseguía no volvería a su casa, pues no quería seguir viviendo así. Pero ¿cómo lograrlo? Del modo de «terminar», como él decía, no tenía la menor idea. Sin embargo, procuraba no pensar en ello; es más, rechazaba este pensamiento, porque le torturaba. Sólo tenía un sentimiento y una idea: que era necesario que todo cambiara, fuera como fuere y costara lo que costase. «Sí, cueste lo que cueste», repetía con una energía desesperada, con una firmeza indómita.
Dejándose llevar de una arraigada costumbre, tomó maquinalmente el camino de sus paseos habituales y se dirigió a la plaza del Mercado Central. A medio camino, ante la puerta de una tienda, en la calzada, vio a un joven que ejecutaba en un pequeño órgano una melodía sentimental. Acompañaba a una jovencita de unos quince años, que estaba de pie junto a él, en la acera, y que vestía como una damisela. Llevaba miriñaque, guantes, mantilla y un sombrero de paja con una pluma de un rojo de fuego, todo ello viejo y ajado. Estaba cantando una romanza con una voz cascada, pero fuerte y agradable, con la esperanza de que le arrojaran desde la tienda una moneda de dos kopeks. Raskolnikof se detuvo junto a los dos o tres papanatas que formaban el público, escuchó un momento, sacó del bolsillo una moneda de cinco kopeks y la puso en la mano de la muchacha. Ésta interrumpió su nota más aguda y patética como si le hubiesen cortado la voz.
—¡Basta! —gritó a su compañero. Y los dos se trasladaron a la tienda siguiente.
—¿Le gustan las canciones callejeras? —preguntó de súbito Raskolnikof a un transeúnte de cierta edad que había escuchado a los músicos ambulantes y tenía aspecto de paseante desocupado.
El desconocido le miró con un gesto de asombro.
—A mí —continuó Raskolnikof, que parecía hablar de cualquier cosa menos de canciones— me gusta oír cantar al son del órgano en un atardecer otoñal, frío, sombrío y húmedo, húmedo sobre todo; uno de esos atardeceres en que todos los transeúntes tienen el rostro verdoso y triste, y especialmente cuando cae una nieve aguda y vertical que el viento no desvía. ¿Comprende? A través de la nieve se percibe la luz de los faroles de gas…
—No sé…, no sé… Perdone —balbuceó el paseante, tan alarmado por las extrañas palabras de Raskolnikof como por su aspecto. Y se apresuró a pasar a la otra acera.
El joven continuó su camino y desembocó en la plaza del Mercado, precisamente por el punto donde días atrás el matrimonio de comerciantes hablaba con Lisbeth. Pero la pareja no estaba. Raskolnikof se detuvo al reconocer el lugar, miró en todas direcciones y se acercó a un joven que llevaba una camisa roja y bostezaba a la puerta de un almacén de harina.
—En esa esquina montan su puesto un comerciante y su mujer, que tiene aspecto de campesina, ¿verdad?
—Aquí vienen muchos comerciantes —respondió el joven, midiendo a Raskolnikof con una mirada de desdén.
—¿Cómo se llama?
—Como le pusieron al bautizarlo.
—¿Eres tal vez de Zaraisk? ¿De qué provincia?
El mozo volvió a mirar a Raskolnikof.
—Alteza, mi familia no es de ninguna provincia, sino de un distrito. Mi hermano, que es el que viaja, entiende de esas cosas. Pero yo, como tengo que quedarme aquí, no sé nada. Espero de la misericordia de su alteza que me perdone.
—¿Es un figón lo que hay allí arriba?
—Una taberna. Hay un billar e incluso algunas princesas. Es un lugar muy chic.
Raskolnikof atravesó la plaza. En uno de sus ángulos se apiñaba una multitud de mujiks. Se introdujo en lo más denso del grupo y empezó a mirar atentamente las caras de unos y otros. Pero los campesinos no le prestaban la menor atención. Todos hablaban a gritos, divididos en pequeños grupos.
Después de reflexionar un momento, prosiguió su camino en dirección al bulevar V***. Pronto dejó la plaza y se internó en una calleja que, formando un recodo, conduce a la calle de Sadovaya. Había recorrido muchas veces aquella callejuela. Desde hacía algún tiempo, una fuerza misteriosa le impulsaba a deambular por estos lugares cuando la tristeza le dominaba, con lo que se ponía más triste aún. Esta vez entró en la callejuela inconscientemente. Llegó ante un gran edificio donde todo eran figones y establecimientos de bebidas. De ellos salían continuamente mujeres destocadas y vestidas con negligencia (como quien no ha de alejarse de su casa), y formaban grupos aquí y allá, en la acera, y especialmente al borde de las escaleras que conducían a los tugurios de mala fama del subsuelo.
En uno de estos antros reinaba un estruendo ensordecedor. Se tocaba la guitarra, se cantaba y todo el mundo parecía divertirse. Ante la entrada había un nutrido grupo de mujeres. Unas estaban sentadas en los escalones, otras en la acera y otras, en fin, permanecían de pie ante la puerta, charlando. Un soldado, bebido, con el cigarrillo en la boca, erraba en torno de ellas, lanzando juramentos. Al parecer no se acordaba del sitio adonde quería dirigirse. Dos individuos desarrapados cambiaban insultos. Y, en fin, se veía un borracho tendido cuan largo era en medio de la calle.
Raskolnikof se detuvo junto al grupo principal de mujeres. Éstas platicaban con voces desgarradas. Vestían ropas de Indiana, llevaban la cabeza descubierta y calzado de cabritilla. Unas pasaban de los cuarenta; otras apenas habían cumplido los diecisiete. Todas tenían los ojos hinchados.
El canto y todos los ruidos que salían del tugurio subterráneo cautivaron a Raskolnikof. Entre las carcajadas y el alegre bullicio se oía una fina voz de falsete que entonaba una bella melodía, mientras alguien danzaba furiosamente al son de una guitarra, marcando el compás con los talones. Raskolnikof, inclinado hacia el sótano, escuchaba, con semblante triste y soñador.
«Mi hombre, amor mío, no me pegues sin razón», cantaba la voz aguda. El oyente mostraba un deseo tan ávido de captar hasta la última sílaba de esta canción, que se diría que aquello era para él cuestión de vida o muerte.
«¿Y si entrase? —pensó—. Se ríen. Es la embriaguez. ¿Y si yo me embriagase también?».
—¿No entra usted, caballero? —le preguntó una de las mujeres.
Su voz era clara y todavía fresca. Parecía joven y era la única del grupo que no inspiraba repugnancia.
Raskolnikof levantó la cabeza y exclamó mientras la miraba:
—¡Qué bonita eres!
Ella sonrió. El cumplido la había emocionado.
—Usted también es un guapo mozo —dijo.
—Demasiado delgado —dijo otra de aquellas mujeres, con voz cavernosa—. Seguro que acaba de salir del hospital.
—Parecen damas de la alta sociedad, pero esto no les impide tener la nariz chata —dijo de súbito un alegre mujik que pasaba por allí con la blusa desabrochada y el rostro ensanchado por una sonrisa—. ¡Esto alegra el corazón!
—En vez de hablar tanto, entra.
—Te obedezco, amor mío.
Dicho esto, entró…, y se fue rodando escaleras abajo.
Raskolnikof continuó su camino.
—¡Oiga, señor! —le gritó la muchacha apenas vio que echaba a andar.
—¿Qué?
Ella se turbó.
—Me encantaría pasar unas horas con usted, caballero; pero me siento cohibida en su presencia. Deme seis kopeks para beberme un vaso, amable señor.
Raskolnikof buscó en su bolsillo y sacó todo lo que había en él: tres monedas de cinco kopeks.
—¡Oh! ¡Qué príncipe tan generoso!
—¿Cómo te llamas?
—Llámame Duklida.
—¡Es vergonzoso! —exclamó una de las mujeres del grupo, sacudiendo la cabeza con un gesto de desesperación—. No comprendo cómo se puede mendigar de este modo. Sólo de pensarlo, me muero de vergüenza.
Raskolnikof miró con curiosidad a la mujer que había hablado así. Representaba unos treinta años. Estaba picada de viruelas y salpicada de equimosis. Tenía el labio superior un poco hinchado. Había expresado su desaprobación en un tono de grave serenidad.
«¿Dónde he leído yo —pensaba Raskolnikof al alejarse— que un condenado a muerte decía, una hora antes de la ejecución de la sentencia, que antes que morir preferiría pasar la vida en una cumbre, en una roca escarpada donde tuviera el espacio justo para colocar los pies, una roca rodeada de precipicios o perdida en medio del océano sin fin, en una perpetua soledad, aunque esta vida durara mil años o fuera eterna? Vivir, vivir sea como fuere. El caso es vivir… —y añadió al cabo de un momento—: El hombre es cobarde, y cobarde el que le reprocha esta cobardía».
Desembocó en otra calle.
«¡Mira, el Palacio de Cristal! Rasumikhine me hablaba de él no hace mucho. Pero ¿qué es lo que yo quería hacer? ¡Ah, sí! Leer… Zosimof ha dicho que leyó en la prensa…».
—¿Me dará los periódicos? —preguntó entrando en un salón de té espacioso, bastante limpio y que estaba casi vacío.
Sólo había dos o tres clientes tomando el té y, en un departamento algo lejano, un grupo de cuatro personas que bebían champán. Raskolnikof creyó reconocer a Zamiotof entre ellas, pero la distancia le impedía asegurar que fuese él.
«¡Bah, qué importa!», pensó.
—¿Quiere usted vodka? —preguntó el camarero.
—Tráeme té y los periódicos, los atrasados, los de estos últimos cinco días. Te daré propina.
—Gracias, señor. Aquí tiene los de hoy, de momento. ¿Quiere vodka también?
El camarero le trajo el té y los demás periódicos. Raskolnikof se sentó y empezó a leer los títulos… Izler… Izler… Los Aztecas… Izler… Bartola… Massimo… Los Aztecas… Izler. Ojeó los sucesos: un hombre que se había caído por una escalera, un comerciante ebrio que había muerto abrasado, un incendio en el barrio de las Arenas, otro incendio en el nuevo barrio de Petersburgo, otro en este mismo barrio… Izler… Izler… Massimo…
«¡Aquí está!».
Había encontrado al fin lo que buscaba, y empezó a leer. Las líneas danzaban ante sus ojos. Sin embargo, leyó el suceso hasta el fin de la información y buscó nuevas noticias sobre el hecho en los números siguientes. Sus manos temblaban de impaciencia al pasar las páginas…
De pronto, alguien se sentó a su lado y él le dirigió una mirada. Era Zamiotof, Zamiotof en persona, con la misma indumentaria que llevaba en la comisaría. Lucía sus anillos, sus cadenas, sus cabellos negros, rizados, abrillantados y partidos por una raya perfecta. Llevaba su maravilloso chaleco, su americana un tanto gastada y su camisa no del todo nueva. Parecía de excelente humor, pues sonreía afectuosamente. El champán había coloreado su cetrino rostro.
—Pero ¿usted aquí? —dijo con un gesto de asombro y con el tono que habría adoptado para dirigirse a un viejo camarada—. Pero si Rasumikhine me dijo ayer que estaba usted todavía delirando. ¡Qué cosa tan rara! ¿Sabe que estuve en su casa?
Raskolnikof había presentido que el secretario de la comisaría se acercaría a él. Dejó los periódicos y se encaró con Zamiotof. En sus labios se percibía una sonrisa irónica que dejaba traslucir cierta irritación.
—Ya sé que vino usted —respondió—; ya me lo han dicho… Usted me buscó la bota… ¿Sabe que tiene subyugado a Rasumikhine? Dice que estuvieron ustedes dos en casa de Luisa Ivanovna, aquella a la que usted intentaba defender el otro día. Ya sabe lo que quiero decir. Usted hacía señas al «teniente Pólvora» y él no lo entendía. ¿Se acuerda usted? Sin embargo, no hacía falta ser un lince para comprenderlo. La cosa no podía estar más clara.
—¡Qué charlatán!
—¿Se refiere al «teniente Pólvora»?
—No, a su amigo Rasumikhine.
—¡Vaya, vaya, señor Zamiotof! ¡Para usted es la vida! Usted tiene entrada libre y gratuita en lugares encantadores. ¿Quién le ha invitado a champán ahora mismo?
—¿Invitado…? Hemos bebido champán. Pero ¿a santo de qué tenían que invitarme?
—Para corresponder a algún favor. Ustedes sacan provecho de todo.
Raskolnikof se echó a reír.
—No se enfade, no se enfade —añadió, dándole una palmada en la espalda—. Se lo digo sin malicia alguna, amistosamente, por pura diversión, como decía de los puñetazos que dio a Mitri el pintor que detuvieron ustedes por el asunto de la vieja.
—¿Cómo sabe usted que dijo eso?
—Yo sé muchas cosas, tal vez más que usted, sobre ese asunto…
—¡Qué raro está usted…! No me cabe duda de que está todavía enfermo. No debió salir de casa.
—¿De modo que le parece que estoy raro?
—Sí. ¿Qué estaba leyendo?
—Los periódicos.
—Sólo hablan de incendios.
—Yo no leía los incendios.
Miró a Zamiotof con una expresión extraña. Una sonrisa irónica volvió a torcer sus labios.
—No —repitió—, yo no leía las noticias de los incendios —y añadió, guiñándole un ojo—: Confiese, querido amigo, que arde usted en deseos de saber lo que estaba leyendo.
—Se equivoca usted. Le he hecho esa pregunta por decir algo. ¿Es que no puede uno preguntar…? Pero ¿qué le sucede?
—Óigame: usted es un hombre culto, ¿verdad? Usted debe de haber leído mucho.
—He seguido seis cursos en el Instituto —repuso Zamiotof, un tanto orgulloso.
—¡Seis cursos! ¡Ah, querido amigo! Lleva una raya perfecta, sortijas…, en fin, que es usted un hombre rico… ¡Y qué linda presencia!
Raskolnikof soltó una carcajada en la misma cara de su interlocutor, el cual retrocedió, no porque se sintiera ofendido, sino a causa de la sorpresa.
—¡Qué extraño está usted! —dijo, muy serio, Zamiotof—. Yo creo que aún desvaría.
—¿Desvariar yo? Te equivocas, hijito… Así, ¿cree usted que estoy extraño? Y se pregunta usted por qué, ¿no?
—Sí.
—Y desea usted saber lo que he leído, lo que he buscado en estos periódicos… Mire, mire cuántos números he pedido… Esto es sospechoso, ¿verdad?
—Pero ¿qué dice usted?
—Usted cree que ha atrapado al pájaro en el nido.
—¿Qué pájaro?
—Después se lo diré. Ahora le voy a participar…, mejor dicho, a confesar…, no, tampoco…, ahora voy a prestar declaración y usted tomará nota. ¡Ésta es la expresión! Pues bien, declaro que he estado buscando y rebuscando… —hizo un guiño, seguido de una pausa— que he venido aquí a leer los detalles relacionados con la muerte de la vieja usurera.
Las últimas palabras las dijo en un susurro y acercando tanto su cara a la de Zamiotof, que casi llegó a tocarla.
El secretario se quedó mirándole fijamente, sin moverse y sin retirar la cabeza. Más tarde, al recordar este momento, Zamiotof se preguntaba, extrañado, cómo podían haber estado mirándose así, sin decirse nada, durante un minuto.
—¿Qué me importa a mí lo que usted estuviera leyendo? —exclamó de pronto, desconcertado y molesto por aquella extraña actitud—. ¿Por qué cree usted que me ha de importar? ¿Qué tiene de particular que usted estuviera leyendo ese suceso?
Pero Raskolnikof, en voz baja como antes y sin hacer caso de las exclamaciones de Zamiotof, siguió diciendo:
—Me refiero a esa vieja de la que hablaban ustedes en la comisaría, ¿se acuerda?, cuando me desmayé… ¿Comprende usted ya?
—Pero ¿qué he de comprender? ¿Qué quiere usted decir? —preguntó Zamiotof, inquieto.
El semblante grave e inmóvil de Raskolnikof cambió de expresión repentinamente, y el ex estudiante se echó a reír con la misma risa nerviosa e incontenible que le había acometido momentos antes. De súbito le pareció que volvía a vivir intensamente las escenas turbadoras del crimen… Estaba detrás de la puerta con el hacha en la mano; el cerrojo se movía ruidosamente; al otro lado de la puerta, dos hombres la sacudían, tratando de forzarla y lanzando juramentos; y él se sentía dominado por el deseo de insultarlos, de hacerles hablar, de mofarse de ellos, de echarse a reír, con risa estrepitosa a grandes carcajadas…
—O está usted loco, o… —dijo Zamiotof.
Se detuvo ante la idea que de súbito le había asaltado.
—¿O qué…? Acabe, dígalo.
—No —replicó Zamiotof—. ¡Es tan absurdo…!
Los dos guardaron silencio. Raskolnikof, tras su repentino arrebato de hilaridad, quedó triste y pensativo. Se acodó en la mesa y apoyó la cabeza en las manos. Parecía haberse olvidado de la presencia de Zamiotof. Hubo un largo silencio.
—¿Por qué no se toma el té? —dijo Zamiotof—. Se va a enfriar.
—¿Qué…? ¿El té…? ¡Ah, sí!
Raskolnikof tomó un sorbo, se echó a la boca un trozo de pan, fijó la mirada en Zamiotof y pareció ahuyentar sus preocupaciones. Su semblante recobró la expresión burlona que tenía hacía un momento. Después, Raskolnikof siguió tomándose el té.
—Actualmente, los crímenes se multiplican —dijo Zamiotof—. Hace poco leí en las Noticias de Moscú que habían detenido en esta ciudad a una banda de monederos falsos. Era una detestable organización que se dedicaba a fabricar billetes de Banco.
—Ese asunto ya es viejo —repuso con toda calma Raskolnikof—. Hace ya más de un mes que lo leí en la prensa. Así, ¿usted cree que esos falsificadores son unos bandidos?
—A la fuerza han de serlo.
—¡Bah! Son criaturas, chiquillos inconscientes, no verdaderos bandidos. Se reúnen cincuenta para un negocio. Esto es un disparate. Aunque no fueran más que tres, cada uno de ellos habría de tener más confianza en los otros que en sí mismo, pues bastaría que cualquiera de ellos diera suelta a la lengua en un momento de embriaguez, para que todo se fuera abajo. ¡Chiquillos inconscientes, no lo dude! Envían a cualquiera a cambiar los billetes en los bancos. ¡Confiar una operación de esta importancia al primero que llega! Además, admitamos que esos muchachos hayan tenido suerte y que hayan logrado ganar un millón cada uno. ¿Y después? ¡Toda la vida dependiendo unos de otros! ¡Es preferible ahorcarse! Esa banda ni siquiera supo poner en circulación los billetes. Uno va a cambiar billetes grandes en un banco. Le entregan cinco mil rublos y él los recibe con manos temblorosas. Cuenta cuatro mil, y el quinto millar se lo echa al bolsillo tal como se lo han dado, a toda prisa, pensando solamente en huir cuanto antes. Así da lugar a que sospechen de él. Y todo el negocio se va abajo por culpa de ese imbécil. ¡Es increíble!
—¿Increíble que sus manos temblaran? Pues yo lo comprendo perfectamente; me parece muy natural. Uno no es siempre dueño de sí mismo. Hay cosas que están por encima de las fuerzas humanas.
—Pero ¡temblar sólo por eso!
—¿De modo que usted se cree capaz de hacer frente con serenidad a una situación así? Pues yo no lo sería. ¡Por ganarse cien rublos ir a cambiar billetes falsos! ¿Y adónde? A un banco, cuyo personal es gente experta en el descubrimiento de toda clase de ardides. No, yo habría perdido la cabeza. ¿Usted no?
Raskolnikof volvió a sentir el deseo de tirar de la lengua al secretario de la comisaría. Una especie de escalofrío le recorría la espalda.
—Yo habría procedido de modo distinto —manifestó—. Le voy a explicar cómo me habría comportado al cambiar el dinero. Yo habría contado los mil primeros rublos lo menos cuatro veces, examinando los billetes por todas partes. Después, el segundo fajo. De éste habría contado la mitad y entonces me habría detenido. Del montón habría sacado un billete de cincuenta rublos y lo habría mirado al trasluz, y después, antes de volver a colocarlo en el fajo, lo habría vuelto a examinar de cerca, como si temiese que fuera falso. Entonces habría empezado a contar una historia. «Tengo miedo, ¿sabe? Un pariente mío ha perdido de este modo el otro día veinticinco rublos». Ya con el tercer millar en la mano, diría: «Perdone: me parece que no he contado bien el segundo fajo, que me he equivocado al llegar a la séptima centena». Después de haber vuelto a contar el segundo millar, contaría el tercero con la misma calma, y luego los otros dos. Cuando ya los hubiera contado todos, habría sacado un billete del segundo millar y otro del quinto, por ejemplo, y habría rogado que me los cambiasen. Habría fastidiado al empleado de tal modo, que él sólo habría pensado en librarse de mí. Finalmente, me habría dirigido a la salida. Pero, al abrir la puerta… «¡Ah, perdone!» y habría vuelto sobre mis pasos para hacer una pregunta.
Así habría procedido yo.
—¡Es usted terrible! —exclamó Zamiotof entre risas—. Afortunadamente, eso no son más que palabras. Si usted se hubiera visto en el trance, habría obrado de modo muy distinto a como dice. Créame: no sólo usted o yo, sino ni el más ducho y valeroso aventurero habría sido dueño de sí en tales circunstancias. Pero no hay que ir tan lejos. Tenemos un ejemplo en el caso de la vieja asesinada en nuestro barrio. El autor del hecho ha de ser un bribón lleno de coraje, ya que ha cometido el crimen durante el día, y puede decirse que ha sido un milagro que no lo hayan detenido. Pues bien, sus manos temblaron. No pudo consumar el robo. Perdió la calma: los hechos lo demuestran.
Raskolnikof se sintió herido.
—¿De modo que los hechos lo demuestran? Pues bien, pruebe a atraparlo —dijo con mordaz ironía.
—No le quepa duda de que daremos con él.
—¿Ustedes? ¿Que ustedes darán con él? ¡Ustedes qué han de dar! Ustedes sólo se preocupan de averiguar si alguien derrocha el dinero. Un hombre que no tenía un cuarto empieza de pronto a tirar el dinero por la ventana. ¿Cómo no ha de ser el culpable? Teniendo esto en cuenta, un niño podría engañarlos por poco que se lo propusiera.
—El caso es que todos hacen lo mismo —repuso Zamiotof—. Después de haber demostrado tanta destreza como astucia al cometer el crimen, se dejan coger en la taberna. Y es que no todos son tan listos como usted. Usted, naturalmente, no iría a una taberna.
Raskolnikof frunció las cejas y miró a su interlocutor fijamente.
—¡Oh, usted es insaciable! —dijo, malhumorado—. Usted quiere saber cómo obraría yo si me viese en un caso así.
—Exacto —repuso Zamiotof en un tono lleno de gravedad y firmeza. Desde hacía unos momentos, su semblante revelaba una profunda seriedad.
—¿Es muy grande ese deseo?
—Mucho.
—Pues bien, he aquí cómo habría procedido yo.
Al decir esto, Raskolnikof acercó nuevamente su cara a la de Zamiotof y le miró tan fijamente, que esta vez el secretario no pudo evitar un estremecimiento.
—He aquí cómo habría procedido yo. Habría cogido las joyas y el dinero y, apenas hubiera dejado la casa, me habría dirigido a un lugar apartado, cercado de muros y desierto; un solar o algo parecido. Ante todo, habría buscado una piedra de gran tamaño, de unas cuarenta libras por lo menos, una de esas piedras que, terminada la construcción de un edificio, suelen quedar en algún rincón, junto a una pared. Habría levantado la piedra y entonces habría quedado al descubierto un hoyo. En este hoyo habría depositado las joyas y el dinero; luego habría vuelto a poner la piedra en su sitio y acercado un poco de tierra con el pie en torno alrededor. Luego me habría marchado y habría estado un año, o dos, o tres, sin volver por allí… ¡Y ya podrían ustedes buscar al culpable!
—¡Está usted loco! —exclamó Zamiotof.
Lo había dicho también en voz baja y se había apartado de Raskolnikof. Éste palideció horriblemente y sus ojos fulguraban. Su labio superior temblaba convulsivamente. Se acercó a Zamiotof tanto como le fue posible y empezó a mover los labios sin pronunciar palabra. Así estuvo treinta segundos. Se daba perfecta cuenta de lo que hacía, pero no podía dominarse. La terrible confesión temblaba en sus labios, como días atrás el cerrojo en la puerta, y estaba a punto de escapársele.
—¿Y si yo fuera el asesino de la vieja y de Lisbeth? —preguntó, e inmediatamente volvió a la realidad.
Zamiotof le miró con ojos extraviados y se puso blanco como un lienzo. Esbozó una sonrisa.
—¿Es posible? —preguntó en un imperceptible susurro.
Raskolnikof fijó en él una mirada venenosa.
—Confiese que se lo ha creído —dijo en un tono frío y burlón—. ¿Verdad que sí? ¡Confiéselo!
—Nada de eso —replicó vivamente Zamiotof—. No lo creo en absoluto. Y ahora menos que nunca.
—¡Ha caído usted, muchacho! ¡Ya le tengo! Usted no ha dejado de creerlo, por poco que sea, puesto que dice que ahora lo cree menos que nunca.
—No, no —exclamó Zamiotof, visiblemente confundido—. Yo no lo he creído nunca. Ha sido usted, confiéselo, el que me ha atemorizado para inculcarme esta idea.
—Entonces, ¿no lo cree usted? ¿Es que no se acuerda de lo que hablaron ustedes cuando salí de la comisaría? Además, ¿por qué el «teniente Pólvora» me interrogó cuando recobré el conocimiento?
Se levantó, cogió su gorra y gritó al camarero:
—¡Eh! ¿Cuánto le debo?
—Treinta kopeks —dijo el muchacho, que acudió a toda prisa.
—Toma. Y veinte de propina. ¡Mire, mire cuánto dinero! —continuó, mostrando a Zamiotof su temblorosa mano, llena de billetes—. Billetes rojos y azules, veinticinco rublos en billetes. ¿De dónde los he sacado? Y estas ropas nuevas, ¿cómo han llegado a mi poder? Usted sabe muy bien que yo no tenía un kopek. Lo sabe porque ha interrogado a la patrona. De esto no me cabe duda. ¿Verdad que la ha interrogado…? En fin, basta de charla… ¡Hasta más ver…! ¡Encantado!
Y salió del establecimiento, presa de una sensación nerviosa y extraña, en la que había cierto placer desesperado. Por otra parte, estaba profundamente abatido y su semblante tenía una expresión sombría. Parecía hallarse bajo los efectos de una crisis reciente. Una fatiga creciente le iba agotando. A veces recobraba de súbito las fuerzas por obra de una violenta excitación, pero las perdía inmediatamente, tan pronto como pasaba la acción de este estimulante ficticio.
Al quedarse solo, Zamiotof no se movió de su asiento. Allí estuvo largo rato, pensativo. Raskolnikof había trastornado inesperadamente todas sus ideas sobre cierto punto y fijado definitivamente su opinión.
«Ilia Petrovitch es un imbécil», se dijo.
Apenas puso los pies en la calle, Raskolnikof se dio de manos a boca con Rasumikhine, que se disponía a entrar en el salón de té. Estaban a un paso de distancia el uno del otro, y aún no se habían visto. Cuando al fin se vieron, se miraron de pies a cabeza. Rasumikhine estaba estupefacto. Pero, de súbito, la ira, una ira ciega, brilló en sus ojos.
—¿Conque estabas aquí? —vociferó—. ¡El hombre ha saltado de la cama y se ha escapado! ¡Y yo buscándote! ¡Hasta debajo del diván, hasta en el granero! He estado a punto de pegarle a Nastasia por culpa tuya… ¡Y miren ustedes de dónde sale…! Rodia, ¿qué quiere decir esto? Di la verdad.
—Pues esto quiere decir que estoy harto de todos vosotros, que quiero estar solo —repuso con toda calma Raskolnikof.
—¡Pero si apenas puedes tenerte en pie, tienes los labios blancos como la cal y ni fuerzas te quedan para respirar! ¡Estúpido! ¿Qué haces en el Palacio de Cristal? ¡Dímelo!
—Déjame en paz —dijo Raskolnikof, tratando de pasar por el lado de su amigo.
Esta tentativa enfureció a Rasumikhine, que apresó por un hombro a Raskolnikof.
—¿Que te deje después de lo que has hecho? No sé cómo te atreves a decir una cosa así. ¿Sabes lo que voy a hacer? A cogerte debajo del brazo como un paquete, llevarte a casa y encerrarte.
—Óyeme, Rasumikhine —empezó a decir Raskolnikof en voz baja y con perfecta calma—: ¿es que no te das cuenta de que tu protección me fastidia? ¿Qué interés tienes en sacrificarte por una persona a la que molestan tus sacrificios e incluso se burla de ellos? Dime: ¿por qué viniste a buscarme cuando me puse enfermo? ¡Pero si entonces la muerte habría sido una felicidad para mí! ¿No lo he demostrado ya claramente que tu ayuda es para mí un martirio, que ya estoy harto? No sé qué placer se puede sentir torturando a la gente. Y te aseguro que todo esto perjudica a mi curación, pues estoy continuamente irritado. Hace poco, Zosimof se ha marchado para no mortificarme. ¡Déjame tú también, por el amor de Dios! ¿Con qué derecho pretendes retenerme a la fuerza? ¿No ves que ya he recobrado la razón por completo? Te agradeceré que me digas cómo he de suplicarte, para que me entiendas, que me dejes tranquilo, que no te sacrifiques por mí. ¡Dime que soy un ingrato, un ser vil, pero déjame en paz, déjame, por el amor de Dios!
Había pronunciado las primeras palabras en voz baja, feliz ante la idea del veneno que iba a derramar sobre su amigo, pero acabó por expresarse con una especie de delirante frenesí. Se ahogaba como en su reciente escena con Lujine.
Rasumikhine estuvo un momento pensativo. Después soltó el brazo de su amigo.
—¡Vete al diablo! —dijo con un gesto de preocupación.
Se había colmado su paciencia. Pero, apenas dio un paso Raskolnikof, le llamó, en un arranque repentino.
—¡Espera! ¡Escucha! Quiero decirte que tú y todos los de tu calaña, desde el primero hasta el último, sois unos vanidosos y unos charlatanes. Cuando sufrís una desgracia u os acecha un peligro, lo incubáis como incuba la gallina sus huevos, y ni siquiera en este caso os encontráis a vosotros mismos. No hay un átomo de vida personal, original, en vosotros. Es agua clara, no sangre, lo que corre por vuestras venas. Ninguno de vosotros me inspiráis confianza. Lo primero que os preocupa en todas las circunstancias es no pareceros a ningún otro ser humano.
Raskolnikof se dispuso a girar sobre sus talones. Rasumikhine le gritó, más indignado todavía:
—¡Escúchame hasta el final! Ya sabes que hoy estreno una nueva habitación. Mis invitados deben de estar ya en casa, pero he dejado allí a mi tío para que los atienda. Pues bien, si tú no fueras un imbécil, un verdadero imbécil, un idiota de marca mayor, un simple imitador de gentes extranjeras… Oye, Rodia; yo reconozco que eres una persona inteligente, pero idiota a pesar de todo… Pues, si no fueses un imbécil, vendrías a pasar la velada en nuestra compañía en vez de gastar las suelas de tus botas yendo por las calles de un lado a otro. Ya que has salido sin deber, sigue fuera de casa… Tendrás un buen sillón; se lo pediré a la patrona… Un té modesto… Compañía agradable… Si lo prefieres, podrás estar echado en el diván: no por eso dejarás de estar con nosotros. Zosimof está invitado. ¿Vendrás?
—No.
—¡No lo creo! —gritó Rasumikhine, impaciente—. Tú no puedes saber que no irás. No puedes responder de tus actos y, además, no entiendes nada… Yo he renegado de la sociedad mil veces y luego he vuelto a ella a toda prisa… Te sentirás avergonzado de tu conducta y volverás al lado de tus semejantes… Edificio Potchinkof, tercer piso. ¡No lo olvides!
—Si continúas así, un día te dejarás azotar por pura caridad.
—¿Yo? Le cortaré las orejas al que muestre tales intenciones. Edificio Potchinkof, número cuarenta y siete, departamento del funcionario Babuchkhine…
—No iré, Rasumikhine.
Y Raskolnikof dio media vuelta y empezó a alejarse.
—Pues yo creo que sí que vendrás, porque lo conozco… ¡Oye! ¿Está aquí Zamiotof?
—Sí.
—¿Habéis hablado?
—Sí.
—¿De qué…? ¡Bueno, no me lo digas si no quieres! ¡Vete al diablo! Potchinkof, cuarenta y siete, Babuchkhine. ¡No lo olvides!
Raskolnikof llegó a la Sadovaya, dobló la esquina y desapareció. Rasumikhine le había seguido con la vista. Estaba pensativo. Al fin se encogió de hombros y entró en el establecimiento. Ya en la escalera, se detuvo.
—¡Que se vaya al diablo! —murmuró—. Habla como un hombre cuerdo y, sin embargo… Pero ¡qué imbécil soy! ¿Acaso los locos no suelen hablar como personas sensatas? Esto es lo que me parece que teme Zosimof —y se llevó el dedo a la sien—. ¿Y qué ocurrirá si…? No se le puede dejar solo. Es capaz de tirarse al río… He hecho una tontería: no debí dejarlo.
Echó a correr en busca de Raskolnikof. Pero éste había desaparecido sin dejar rastro. Rasumikhine regresó al Palacio de Cristal para interrogar cuanto antes a Zamiotof.
Raskolnikof se había dirigido al puente de ***. Se internó en él, se acodó en el pretil y su mirada se perdió en la lejanía. Estaba tan débil, que le había costado gran trabajo llegar hasta allí. Sentía vivos deseos de sentarse o de tenderse en medio de la calle. Inclinado sobre el pretil, miraba distraído los reflejos sonrosados del sol poniente, las hileras de casas oscurecidas por las sombras crepusculares y a la orilla izquierda del río, el tragaluz de una lejana buhardilla, incendiado por un último rayo de sol. Luego fijó la vista en las aguas negras del canal y quedó absorto, en atenta contemplación. De pronto, una serie de círculos rojos empezaron a danzar ante sus ojos; las casas, los transeúntes, los malecones, empezaron también a danzar y girar. De súbito se estremeció. Una figura insólita, horrible, que acababa de aparecer ante él, le impresionó de tal modo, que no llegó a desvanecerse. Había notado que alguien acababa de detenerse cerca de él, a su derecha. Se volvió y vio una mujer con un pañuelo en la cabeza. Su rostro, amarillento y alargado, aparecía hinchado por la embriaguez. Sus hundidos ojos le miraron fijamente, pero, sin duda, no le vieron, porque no veían nada ni a nadie. De improviso, puso en el pretil el brazo derecho, levantó la pierna del mismo lado, saltó la baranda y se arrojó al canal.
El agua sucia se agitó y cubrió el cuerpo de la suicida, pero sólo momentáneamente, pues en seguida reapareció y empezó a deslizarse al suave impulso de la corriente. Su cabeza y sus piernas estaban sumergidas: únicamente su espalda permanecía a flote, con la blusa hinchada sobre ella como una almohada.
—¡Se ha ahogado! ¡Se ha ahogado! —gritaban de todas partes.
Acudía la gente; las dos orillas se llenaron de espectadores; la multitud de curiosos aumentaba en torno a Raskolnikof y le prensaba contra el pretil.
—¡Señor, pero si es Afrosiniuchka! —dijo una voz quejumbrosa—. ¡Señor, sálvala! ¡Hermanos, almas generosas, salvadla!
—¡Una barca! ¡Una barca! —gritó otra voz entre la muchedumbre.
Pero no fue necesario. Un agente de la policía bajó corriendo las escaleras que conducían al canal, se quitó el uniforme y las botas y se arrojó al agua. Su tarea no fue difícil. El cuerpo de la mujer, arrastrado por la corriente, había llegado tan cerca de la escalera, que el policía pudo asir sus ropas con la mano derecha y con la izquierda aferrarse a un palo que le tendía un compañero.
Sacaron del canal a la víctima y la depositaron en las gradas de piedra. La mujer volvió muy pronto en sí. Se levantó, lanzó varios estornudos y empezó a escurrir sus ropas, con gesto estúpido y sin pronunciar palabra.
—¡Virgen Santa! —gimoteó la misma voz de antes, esta vez al lado de Afrosiniuchka—. Se ha puesto a beber, a beber… Hace poco intentó ahorcarse, pero la descolgaron a tiempo. Hoy me he ido a hacer mis cosas, encargando a mi hija de vigilarla, y ya ven ustedes lo que ha ocurrido. Es vecina nuestra, ¿saben?, vecina nuestra. Vive aquí mismo, dos casas después de la esquina…
La multitud se fue dispersando. Los agentes siguieron atendiendo a la víctima. Uno de ellos mencionó la comisaría.
Raskolnikof asistía a esta escena con una extraña sensación de indiferencia, de embrutecimiento. Hizo una mueca de desaprobación y empezó a gruñir:
—Esto es repugnante… Arrojarse al agua no vale la pena… No pasará nada… Es tonto ir a la comisaría… Zamiotof no está allí. ¿Por qué…? Las comisarías están abiertas hasta las diez.
Se volvió de espaldas al pretil, se apoyó en él y lanzó una mirada en todas direcciones.
«¡Bueno, vayamos!», se dijo. Y, dejando el puente, se dirigió a la comisaría. Tenía la sensación de que su corazón estaba vacío, y no quería reflexionar. Ya ni siquiera sentía angustia: un estado de apatía había reemplazado a la exaltación con que había salido de casa resuelto a terminar de una vez.
«Desde luego, esto es una solución —se decía, mientras avanzaba lentamente por la calzada que bordeaba el canal—. Sí, terminaré porque quiero terminar… Pero ¿es esto, realmente, una solución…? El espacio justo para poner los pies… ¡Vaya un final! Además, ¿se puede decir que esto sea un verdadero final…? ¿Debo contarlo todo o no…? ¡Demonio, qué rendido estoy! ¡Si pudiese sentarme o echarme aquí mismo…! Pero ¡qué vergüenza hacer una cosa así! ¡Se le ocurre a uno cada estupidez…!».
Para dirigirse a la comisaría tenía que avanzar derechamente y doblar a la izquierda por la segunda travesía. Inmediatamente encontraría lo que buscaba. Pero, al llegar a la primera esquina, se detuvo, reflexionó un momento y se internó en la callejuela. Luego recorrió dos calles más, sin rumbo fijo, con el deseo inconsciente de ganar unos minutos. Iba con la mirada fija en el suelo. De súbito experimentó la misma sensación que si alguien le hubiera murmurado unas palabras al oído. Levantó la cabeza y advirtió que estaba a la puerta de «aquella» casa, la casa a la que no había vuelto desde «aquella» tarde.
Un deseo enigmático e irresistible se apoderó de él. Raskolnikof cruzó la entrada y se creyó obligado a subir al cuarto piso del primer cuerpo de edificio, situado a la derecha. La escalera era estrecha, empinada y oscura. Raskolnikof se detenía en todos los rellanos y miraba con curiosidad a su alrededor. Al llegar al primero, vio que en la ventana faltaba un cristal. «Entonces estaba», se dijo. Y poco después: «Éste es el departamento del segundo donde trabajaban Nikolachka y Mitri. Ahora está cerrado y la puerta pintada. Sin duda ya está habitado». Luego el tercer piso, y en seguida el cuarto… «¡Éste es!». Raskolnikof tuvo un gesto de estupor: la puerta del piso estaba abierta y en el interior había gente, pues se oían voces. Esto era lo que menos esperaba. El joven vaciló un momento; después subió los últimos escalones y entró en el piso.
Lo estaban remozando, como habían hecho con el segundo. En él había dos empapeladores trabajando, cosa que le sorprendió sobremanera. No podría explicar el motivo, pero se había imaginado que encontraría el piso como lo dejó aquella tarde. Incluso esperaba, aunque de un modo impreciso, encontrar los cadáveres en el entarimado. Pero, en vez de esto, veía paredes desnudas, habitaciones vacías y sin muebles… Cruzó la habitación y se sentó en la ventana.
Los dos obreros eran jóvenes, pero uno mayor que el otro. Estaban pegando en las paredes papeles nuevos, blancos y con florecillas de color malva, para sustituir al empapelado anterior, sucio, amarillento y lleno de desgarrones. Esto desagradó profundamente a Raskolnikof. Miraba los nuevos papeles con gesto hostil: era evidente que aquellos cambios le contrariaban. Al parecer, los empapeladores se habían retrasado. De aquí que se apresurasen a enrollar los restos del papel para volver a sus casas. Sin prestar apenas atención a la entrada de Raskolnikof, siguieron conversando. Él se cruzó de brazos y se dispuso a escucharlos.
El de más edad estaba diciendo:
—Vino a mi casa al amanecer, cuando estaba clareando, ¿comprendes?, y llevaba el vestido de los domingos. «¿A qué vienen esas miradas tiernas?», le pregunté. Y ella me contestó: «Quiero estar sometida a tu voluntad desde este momento, Tite Ivanovitch…». Ya ves. Y, como te digo, iba la mar de emperifollada: parecía un grabado de revista de modas.
—¿Y qué es una revista de modas? —preguntó el más joven, con el deseo de que su compañero le instruyera.
—Pues una revista de modas, hijito, es una serie de figuras pintadas. Todas las semanas las reciben del extranjero nuestros sastres. Vienen por correo y sirven para saber cómo hay que vestir a las personas, tanto a las del sexo masculino como a las del sexo femenino. El caso es que son dibujos, ¿entiendes?
—¡Dios mío, qué cosas se ven en este Piter! —exclamó el joven, entusiasmado—. Excepto a Dios, aquí se encuentra todo.
—Todo, excepto eso, amigo —terminó el mayor con acento sentencioso.
Raskolnikof se levantó y pasó a la habitación contigua, aquella en donde había estado el arca, la cama y la cómoda. Sin muebles le pareció ridículamente pequeña. El papel de las paredes era el mismo. En un rincón se veía el lugar ocupado anteriormente por las imágenes santas. Después de echar una ojeada por toda la pieza, volvió a la ventana. El obrero de más edad se quedó mirándole.
—¿Qué desea usted? —le preguntó de pronto.
En vez de contestarle, Raskolnikof se levantó, pasó al vestíbulo y empezó a tirar del cordón de la campanilla. Era la misma; la reconoció por su sonido de hojalata. Tiró del cordón otra vez, y otra, aguzó el oído mientras trataba de recordar. La atroz impresión recibida el día del crimen volvió a él con intensidad creciente. Se estremecía cada vez que tiraba del cordón, y hallaba en ello un placer cuya violencia iba en aumento.
—Pero ¿qué quiere usted? ¿Y quién es? —le preguntó el empapelador de más edad, yendo hacia él.
Raskolnikof volvió a la habitación.
—Quiero alquilar este departamento —repuso—, y es natural que desee verlo.
—De noche no se miran los pisos. Además, ha de subir acompañado del portero.
—Veo que han lavado el suelo. ¿Van a pintarlo? ¿Queda alguna mancha de sangre?
—¿De qué sangre?
—Aquí mataron a la vieja y a su hermana. Allí había un charco de sangre.
—Pero ¿quién es usted? —exclamó, ya inquieto, el empapelador.
—¿Yo?
—Sí.
—¿Quieres saberlo? Ven conmigo a la comisaría. Allí lo diré.
Los dos trabajadores se miraron con expresión interrogante.
—Ya es hora de que nos vayamos —dijo el mayor—. Incluso nos hemos retrasado. Vámonos, Aliochka. Tenemos que cerrar.
—Entonces, vamos —dijo Raskolnikof con un gesto de indiferencia.
Fue el primero en salir. Después empezó a bajar lentamente la escalera.
—¡Hola, portero! —exclamó cuando llegó a la entrada.
En la puerta había varias personas mirando a la gente que pasaba: los dos porteros, una mujer, un burgués en bata y otros individuos. Raskolnikof se fue derecho a ellos.
—¿Qué desea? —le preguntó uno de los porteros.