Era un caballero de cierta edad, movimientos pausados y fisonomía reservada y severa. Se detuvo en el umbral y paseó a su alrededor una mirada de sorpresa que no trataba de disimular y que resultaba un tanto descortés. «¿Dónde me he metido?», parecía preguntarse. Observaba la habitación, estrecha y baja de techo como un camarote, con un gesto de desconfianza y una especie de afectado terror.
Su mirada conservó su expresión de asombro al fijarse en Raskolnikof, que seguía echado en el mísero diván, vestido con ropas no menos miserables, y que le miraba como los demás.
Después el visitante observó atentamente la barba inculta, los cabellos enmarañados y toda la desaliñada figura de Rasumikhine, que, a su vez y sin moverse de su sitio, le miraba con una curiosidad impertinente.
Durante más de un minuto reinó en la estancia un penoso silencio, pero al fin, como es lógico, la cosa cambió.
Comprendiendo sin duda —pues ello saltaba a la vista— que su arrogancia no imponía a nadie en aquella especie de camarote de trasatlántico, el caballero se dignó humanizarse un poco y se dirigió a Zosimof cortésmente pero con cierta rigidez.
—Busco a Rodion Romanovitch Raskolnikof, estudiante o ex estudiante —dijo, articulando las palabras sílaba a sílaba.
Zosimof inició un lento ademán, sin duda para responder, pero Rasumikhine, aunque la pregunta no iba dirigida a él, se anticipó.
—Ahí lo tiene usted, en el diván —dijo—. ¿Y usted qué desea?
La naturalidad con que estas palabras fueron pronunciadas pareció ablandar al presuntuoso caballero, que incluso se volvió hacia Rasumikhine. Pero en seguida se contuvo y, con un rápido movimiento, fijó de nuevo la mirada en Zosimof.
—Ahí tiene usted a Raskolnikof —repuso el doctor, indicando al enfermo con un movimiento de cabeza. Después lanzó un gran bostezo y, seguidamente y con gran lentitud, sacó del bolsillo de su chaleco un enorme reloj de oro, que consultó y volvió a guardarse, con la misma calma.
Raskolnikof, que en aquel momento estaba echado boca arriba, no quitaba ojo al recién llegado y seguía encerrado en su silencio. Ahora se veía su semblante, pues ya no contemplaba la florecilla del empapelado. Estaba pálido y en su expresión se leía un extraordinario sufrimiento. Era como si el enfermo acabara de salir de una operación o de experimentar terribles torturas… Sin embargo, el visitante desconocido le inspiraba un interés creciente, que primero fue sorpresa, en seguida desconfianza y finalmente temor.
Cuando Zosimof dijo: «Ahí tiene usted a Raskolnikof», éste se levantó con un movimiento tan repentino, que tuvo algo de salto, y manifestó, con voz débil y entrecortada pero agresiva:
—Sí, yo soy Raskolnikof. ¿Qué desea usted?
El visitante le observó atentamente y repuso, en un tono lleno de dignidad:
—Soy Piotr Petrovitch Lujine. Tengo motivos para creer que mi nombre no le será enteramente desconocido.
Pero Raskolnikof, que esperaba otra cosa, se limitó a mirar a su interlocutor con gesto pensativo y estúpido, sin contestarle y como si aquélla fuera la primera vez que oía semejante nombre.
—¿Es posible que todavía no le hayan hablado de mí? —exclamó Piotr Petrovitch, un tanto desconcertado.
Por toda respuesta, Raskolnikof se dejó caer poco a poco sobre la almohada. Enlazó sus manos debajo de la nuca y fijó su mirada en el techo. Lujine dio ciertas muestras de inquietud. Zosimof y Rasumikhine le observaban con una curiosidad creciente que acabó de desconcertarle.
—Yo creía…, yo suponía… —balbuceó— que una carta que se cursó hace diez días, tal vez quince…
—Pero oiga, ¿por qué se queda en la puerta? —le interrumpió Rasumikhine—. Si tiene usted algo que decir, entre y siéntese. Nastasia y usted no caben en el umbral. Nastasiuchka, apártate y deja pasar al señor. Entre; aquí tiene una silla; pase por aquí.
Echó atrás su silla de modo que entre sus rodillas y la mesa quedó un estrecho pasillo, y, en una postura bastante incómoda, esperó a que pasara el visitante. Lujine comprendió que no podía rehusar y llegó, no sin dificultad, al asiento que se le ofrecía. Cuando estuvo sentado, fijó en Rasumikhine una mirada llena de inquietud.
—No esté usted violento —dijo éste levantando la voz—. Hace cinco días que Rodia está enfermo. Durante tres ha estado delirando. Hoy ha recobrado el conocimiento y ha comido con apetito. Aquí tiene usted a su médico, que lo acaba de reconocer. Yo soy un camarada suyo, un ex estudiante como él, y ahora hago el papel de enfermero. Por lo tanto, no haga caso de nosotros: siga usted conversando con él como si no estuviéramos.
—Muy agradecido, pero ¿no le parece a usted —se dirigía a Zosimof— que mi conversación y mi presencia pueden fatigar al enfermo?
—No —repuso Zosimof—. Por el contrario, su charla le distraerá.
Y volvió a lanzar un bostezo.
—¡Oh! Hace ya bastante tiempo que ha vuelto en sí: esta mañana —dijo Rasumikhine, cuya familiaridad respiraba tanta franqueza y simpatía, que Piotr Petrovitch empezó a sentirse menos cohibido. Además, hay que tener presente que el impertinente y desharrapado joven se había presentado como estudiante.
—Su madre… —comenzó a decir Lujine.
Rasumikhine lanzó un ruidoso gruñido. Lujine le miró con gesto interrogante.
—No, no es nada. Continúe.
—Su madre empezó a escribirle antes de que yo me pusiera en camino. Ya en Petersburgo, he retrasado adrede unos cuantos días mi visita para asegurarme de que usted estaría al corriente de todo. Y ahora veo, con la natural sorpresa…
—Ya estoy enterado, ya estoy enterado —replicó de súbito Raskolnikof, cuyo semblante expresaba viva irritación—. Es usted el novio, ¿verdad? Bien, pues ya ve que lo sé.
Piotr Petrovitch se sintió profundamente herido por la aspereza de Raskolnikof, pero no lo dejó entrever. Se preguntaba a qué obedecía aquella actitud. Hubo una pausa que duró no menos de un minuto. Raskolnikof, que para contestarle se había vuelto ligeramente hacia él, empezó de súbito a examinarlo fijamente, con cierta curiosidad, como si no hubiese tenido todavía tiempo de verle o como si de pronto hubiese descubierto en él algo que le llamara la atención. Incluso se incorporó en el diván para poder observarlo mejor.
Sin duda, el aspecto de Piotr Petrovitch tenía un algo que justificaba el calificativo de novio que acababa de aplicársele tan gentilmente. Desde luego, se veía claramente, e incluso demasiado, que Piotr Petrovitch había aprovechado los días que llevaba en la capital para embellecerse, en previsión de la llegada de su novia, cosa tan inocente como natural. La satisfacción, acaso algo excesiva, que experimentaba ante su feliz transformación podía perdonársele en atención a las circunstancias. El traje del señor Lujine acababa de salir de la sastrería. Su elegancia era perfecta, y sólo en un punto permitía la crítica: el de ser demasiado nuevo. Todo en su indumentaria se ajustaba al plan establecido, desde el elegante y flamante sombrero, al que él prodigaba toda suerte de cuidados y tenía entre sus manos con mil precauciones, hasta los maravillosos guantes de color lila, que no llevaba puestos, sino que se contentaba con tenerlos en la mano. En su vestimenta predominaban los tonos suaves y claros. Llevaba una ligera y coquetona americana habanera, pantalones claros, un chaleco del mismo color, una fina camisa recién salida de la tienda y una encantadora y pequeña corbata de batista con listas de color de rosa. Lo más asombroso era que esta elegancia le sentaba perfectamente. Su fisonomía, fresca e incluso hermosa, no representaba los cuarenta y cinco años que ya habían pasado por ella. La encuadraban dos negras patillas que se extendían elegantemente a ambos lados del mentón, rasurado cuidadosamente y de una blancura deslumbrante. Su cabello se mantenía casi enteramente libre de canas, y un hábil peluquero había conseguido rizarlo sin darle, como suele ocurrir en estos casos, el ridículo aspecto de una cabeza de marido alemán. Lo que pudiera haber de desagradable y antipático en aquella fisonomía grave y hermosa no estaba en el exterior.
Después de haber examinado a Lujine con impertinencia, Raskolnikof sonrió amargamente, dejó caer la cabeza sobre la almohada y continuó contemplando el techo.
Pero el señor Lujine parecía haber decidido tener paciencia y fingía no advertir las rarezas de Raskolnikof.
—Lamento profundamente encontrarle en este estado —dijo para reanudar la conversación—. Si lo hubiese sabido, habría venido antes a verle. Pero usted no puede imaginarse las cosas que tengo que hacer. Además, he de intervenir en un debate importante del Senado. Y no hablemos de esas ocupaciones cuya índole puede usted deducir: espero a su familia, es decir, a su madre y a su hermana, de un momento a otro.
Raskolnikof hizo un movimiento y pareció que iba a decir algo. Su semblante dejó entrever cierta agitación. Piotr Petrovitch se detuvo y esperó un momento, pero, viendo que Raskolnikof no desplegaba los labios, continuó:
—Sí, las espero de un momento a otro. Ya les he encontrado un alojamiento provisional.
—¿Dónde? —preguntó Raskolnikof con voz débil.
—Cerca de aquí, en el edificio Bakaleev.
—Eso está en el bulevar Vosnesensky —interrumpió Rasumikhine—. El comerciante Iuchine alquila dos pisos amueblados. Yo he ido a verlos.
—Sí, son departamentos amueblados…
—Aquello es un verdadero infierno, sucio, pestilente y, además, un lugar nada recomendable. Allí han ocurrido las cosas más viles. Sólo el diablo sabe qué vecindario es aquél. Yo mismo fui allí atraído por un asunto escandaloso. Por lo demás, los departamentos se alquilan a buen precio.
—Como es natural, yo no pude procurarme todos esos informes, pues acababa de llegar a Petersburgo —dijo Piotr Petrovitch, un tanto molesto—; pero, sea como fuere, las dos habitaciones que he alquilado son muy limpias. Además, hay que tener en cuenta que todo esto es provisional… Yo tengo ya contratado nuestro definitivo…, mejor dicho, nuestro futuro hogar —añadió volviéndose hacia Raskolnikof—. Sólo falta arreglarlo, y ya lo estoy haciendo. Yo mismo tengo ahora una habitación amueblada bastante reducida. Está a dos pasos de aquí, en casa de la señora de Lipevechsel. Vivo con un joven que es amigo mío: Andrés Simonovitch Lebeziatnikof. Él es precisamente el que me ha indicado la casa Bakaleev.
—¿Lebeziatnikof? —preguntó Raskolnikof, pensativo, como si este nombre le hubiese recordado algo.
—Sí, Andrés Simonovitch Lebeziatnikof. Está empleado en un ministerio. ¿Le conoce usted?
—No…, no —repuso Raskolnikof.
—Perdone, pero su exclamación me ha hecho suponer que lo conocía. Fui tutor suyo hace ya tiempo. Es un joven simpatiquísimo, que está al corriente de todas las ideas. A mí me gusta tratar con gente joven. Así se entera uno de las novedades que corren por el mundo.
Piotr Petrovitch miró a sus oyentes con la esperanza de percibir en sus semblantes un signo de aprobación.
—¿A qué clase de novedades se refiere? —preguntó Rasumikhine.
—A las de tipo más serio, es decir, más fundamental —repuso Piotr Petrovitch, al que el tema parecía encantar—. Hacía ya diez años que no había venido a Petersburgo. Todas las reformas sociales, todas las nuevas ideas han llegado a provincias, pero para darse exacta cuenta de estas cosas, para verlo todo, hay que estar en Petersburgo. Yo creo que el mejor modo de informarse de estas cuestiones es observar a las generaciones jóvenes… Y créame que estoy encantado.
—¿De qué?
—Es algo muy complejo. Puedo equivocarme, pero creo haber observado una visión más clara, un espíritu más crítico, por decirlo así, una actividad más razonada.
—Es verdad —dijo Zosimof entre dientes.
—No digas tonterías —replicó Rasumikhine—. El sentido de los negocios no nos llueve del cielo, sino que sólo lo podemos adquirir mediante un difícil aprendizaje. Y nosotros hace ya doscientos años que hemos perdido el hábito de la actividad… De las ideas —continuó, dirigiéndose a Piotr Petrovitch— puede decirse que flotan aquí y allá. Tenemos cierto amor al bien, aunque este amor sea, confesémoslo, un tanto infantil. También existe la honradez, aunque desde hace algún tiempo estemos plagados de bandidos. Pero actividad, ninguna en absoluto.
—No estoy de acuerdo con usted —dijo Lujine, visiblemente encantado—. Cierto que algunos se entusiasman y cometen errores, pero debemos ser indulgentes con ellos. Esos arrebatos y esas faltas demuestran el ardor con que se lanzan al empeño, y también las dificultades, puramente materiales, verdad es, con que tropiezan. Los resultados son modestos, pero no debemos olvidar que los esfuerzos han empezado hace poco. Y no hablemos de los medios que han podido utilizar. A mi juicio, no obstante, se han obtenido ya ciertos resultados. Se han difundido ideas nuevas que son excelentes; obras desconocidas aún, pero de gran utilidad, sustituyen a las antiguas producciones de tipo romántico y sentimental. La literatura cobra un carácter de madurez. Prejuicios verdaderamente perjudiciales han caído en el ridículo, han muerto… En una palabra, hemos roto definitivamente con el pasado, y esto, a mi juicio, constituye un éxito.
—Ha dado suelta a la lengua sólo para lucirse —gruñó inesperadamente Raskolnikof.
—¿Cómo? —preguntó Lujine, que no había entendido.
Pero Raskolnikof no le contestó.
—Todo eso es exacto —se apresuró a decir Zosimof.
—¿Verdad? —exclamó Piotr Petrovitch dirigiendo al doctor una mirada amable. Después se volvió hacia Rasumikhine con un gesto de triunfo y superioridad (sólo faltaba que le llamase «joven») y le dijo—: Convenga usted que todo se ha perfeccionado, o, si se prefiere llamarlo así, que todo ha progresado, por lo menos en los terrenos de las ciencias y la economía.
—Eso es un lugar común.
—No, no es un lugar común. Le voy a poner un ejemplo. Hasta ahora se nos ha dicho: «Ama a tu prójimo». Pues bien, si pongo este precepto en práctica, ¿qué resultará? —Piotr Petrovitch hablaba precipitadamente—. Pues resultará que dividiré mi capa en dos mitades, daré una mitad a mi prójimo y los dos nos quedaremos medio desnudos. Un proverbio ruso dice que el que persigue varias liebres a la vez no caza ninguna. La ciencia me ordena amar a mi propia persona más que a nada en el mundo, ya que aquí abajo todo descansa en el interés personal. Si te amas a ti mismo, harás buenos negocios y conservarás tu capa entera. La economía política añade que cuanto más se elevan las fortunas privadas en una sociedad o, dicho en otros términos, más capas enteras se ven, más sólida es su base y mejor su organización. Por lo tanto, trabajando para mí solo, trabajo, en realidad, para todo el mundo, pues contribuyo a que mi prójimo reciba algo más que la mitad de mi capa, y no por un acto de generosidad individual y privada, sino a consecuencia del progreso general. La idea no puede ser más sencilla. No creo que haga falta mucha inteligencia para comprenderla. Sin embargo, ha necesitado mucho tiempo para abrirse camino entre los sueños y las quimeras que la ahogaban.
—Perdóneme —le interrumpió Rasumikhine—. Yo pertenezco a la categoría de los imbéciles. Dejemos ese asunto. Mi intención al dirigirle la palabra no era despertar su locuacidad. Tengo los oídos tan llenos de toda esa palabrería que no ceso de escuchar desde hace tres años, de todas esas trivialidades, de todos esos lugares comunes, que me sonroja no sólo hablar de ello, sino también que se hable delante de mí. Usted se ha apresurado a alardear ante nosotros de sus teorías, y no se lo censuro. Yo sólo deseaba saber quién es usted, pues en estos últimos tiempos se han introducido en los negocios públicos tantos intrigantes, y esos desaprensivos han ensuciado de tal modo cuanto ha pasado por sus manos, que han formado a su alrededor un verdadero lodazal. Y no hablemos más de este asunto.
—Caballero —exclamó Lujine, herido en lo más vivo y adoptando una actitud llena de dignidad—, ¿quiere usted decir con eso que también yo…?
—¡De ningún modo! ¿Cómo podría yo permitirme…? En fin, basta ya…
Y después de cortar así el diálogo, Rasumikhine se apresuró a reanudar con Zosimof la conversación que había interrumpido la entrada de Piotr Petrovitch.
Éste tuvo el buen sentido de aceptar la explicación del estudiante, y adoptó la firme resolución de marcharse al cabo de dos minutos.
—Ya hemos trabado conocimiento —dijo a Raskolnikof—. Espero que, una vez esté curado, nuestras relaciones serán más íntimas, debido a las circunstancias que ya conoce usted. Le deseo un rápido restablecimiento.
Raskolnikof ni siquiera dio muestras de haberle oído, y Piotr Petrovitch se puso en pie.
—Seguramente —dijo Zosimof a Rasumikhine—, el asesino es uno de sus deudores.
—Seguramente —repitió Rasumikhine—. Porfirio no revela a nadie sus pensamientos pero sólo interroga a los que tenían algo empeñado en casa de la vieja.
—¿Los interroga? —exclamó Raskolnikof.
—Sí, ¿por qué?
—No, por nada.
—Pero ¿cómo sabe quiénes son? —preguntó Zosimof.
—Koch ha indicado algunos. Los nombres de otros figuraban en los papeles que envolvían los objetos, y otros, en fin, se han presentado espontáneamente al enterarse de lo ocurrido.
—El culpable debe de ser un profesional de gran experiencia. ¡Qué resolución, qué audacia!
—Pues no —replicó Rasumikhine—. En eso, tú y todo el mundo estáis equivocados. Yo estoy seguro de que es un inexperto, de que éste es su primer crimen. Si nos imaginamos un plan bien urdido y un criminal experimentado, nada tiene explicación. Para que la tenga, hay que suponer que es un principiante y admitir que sólo la suerte le ha permitido escapar. ¿Qué no podrá hacer el azar? Es muy posible que no previera ningún obstáculo. ¿Y cómo lleva a cabo el robo? Busca en la caja donde la vieja guardaba sus trapos, coge unos cuantos objetos que no valen más de treinta rublos y se llena con ellos los bolsillos. Sin embargo, en el cajón superior de la cómoda se ha encontrado una caja que contenía más de mil quinientos rublos en metálico y cierta cantidad de billetes. Ni siquiera supo robar. Lo único que supo hacer fue matar. ¡Lo dicho: un principiante! Perdió la cabeza, y si no lo han descubierto no lo debe a su destreza, sino al azar.
—¿Hablan ustedes del asesinato de esa vieja prestamista? —intervino Lujine, dirigiéndose a Zosimof. Con el sombrero en las manos se disponía a despedirse, pero deseaba decir todavía algunas cosas profundas. Quería dejar buen recuerdo en aquellos jóvenes. La vanidad podía en él más que la razón.
—Sí. ¿Ha oído usted hablar de ese crimen?
—¿Cómo no? Ha ocurrido en las cercanías de la casa donde me hospedo.
—¿Conoce usted los detalles?
—Los detalles, no, pero este asunto me interesa por la cuestión general que plantea. Dejemos a un lado el aumento incesante de la criminalidad durante los últimos cinco años en las clases bajas. No hablemos tampoco de la sucesión ininterrumpida de incendios provocados y actos de pillaje. Lo que me asombra es que la criminalidad crezca de modo parecido en las clases superiores. Un día nos enteramos de que un ex estudiante ha asaltado el coche de correos en la carretera. Otro, que hombres cuya posición los sitúa en las altas esferas fabrican moneda falsa. En Moscú se descubre una banda de falsificadores de billetes de la lotería, uno de cuyos jefes era un profesor de historia universal. Además, se da muerte a un secretario de embajada por una oscura cuestión de dinero… Si la vieja usurera ha sido asesinada por un hombre de la clase media (los mujiks no tienen el hábito de empeñar joyas), ¿cómo explicar este relajamiento moral en la clase más culta de nuestra ciudad?
—Los fenómenos económicos han producido transformaciones que… —comenzó a decir Zosimof.
—¿Cómo explicarlo? —le interrumpió Rasumikhine—. Pues precisamente por esa falta de actividad razonada.
—¿Qué quiere usted decir?
—¿Qué respondió ese profesor de historia universal cuando le interrogaron? «Cada cual se enriquece a su modo. Yo también he querido enriquecerme. Lo más rápidamente posible». No recuerdo las palabras que empleó, pero sé que quiso decir «ganar dinero rápidamente y sin esfuerzo». El hombre se acostumbra a vivir sin esfuerzo, a andar por el camino llano, a que le pongan la comida en la boca. Hoy cada uno se muestra como realmente es.
—Pero la moral, las leyes…
—¿Qué le sorprende? —preguntó repentinamente Raskolnikof—. Todo esto es la aplicación de sus teorías.
—¿De mis teorías?
—Sí, la conclusión lógica de los principios que acaba usted de exponer es que se puede incluso asesinar.
—Un momento, un momento… —exclamó Lujine.
—No estoy de acuerdo —dijo Zosimof.
Raskolnikof estaba pálido y respiraba con dificultad. Su labio superior temblaba convulsivamente.
—Todo tiene su medida —dijo Lujine con arrogancia—. Una idea económica no ha sido nunca una incitación al crimen, y suponiendo…
—¿Acaso no es cierto —le interrumpió Raskolnikof con voz trémula de cólera, pero llena a la vez de un júbilo hostil— que usted dijo a su novia, en el momento en que acababa de aceptar su petición, que lo que más le complacía de ella era su pobreza, pues lo mejor es casarse con una mujer pobre para poder dominarla y recordarle el bien que se le ha hecho?
—Pero… —exclamó Lujine, trastornado por la cólera—. ¡Oh, qué modo de desnaturalizar mi pensamiento! Perdóneme, pero puedo asegurarle que las noticias que han llegado a usted sobre este punto no tienen la menor sombra de fundamento. Ya sé dónde está el origen del mal… Por lo menos, lo supongo… Se lo diré francamente. Me pareció que su madre, pese a sus excelentes prendas, poseía un espíritu un tanto exaltado y propenso a las novelerías. Sin embargo, estaba muy lejos de creer que pudiera interpretar mis palabras con tanta inexactitud y que, al citarlas, alterase de tal modo su sentido. Además…
—¡Óigame! —bramó el joven, levantando la cabeza de la almohada y fijando en Lujine una mirada ardiente—. ¡Escuche!
—Usted dirá.
Lujine pronunció estas palabras en un tono de reto. A ellas siguió un silencio que duró varios segundos.
—Pues lo que quiero que sepa es que si usted se permite decir una palabra más contra mi madre, lo echo escaleras abajo.
—¡Pero Rodia! —exclamó Rasumikhine.
—¡Sí, escaleras abajo!
Lujine había palidecido y se mordía los labios.
—Óigame, señor —comenzó a decir, haciendo un gran esfuerzo por dominarse—: la acogida que usted me ha dispensado me ha demostrado claramente y desde el primer momento su enemistad hacia mí, y si he prolongado la visita ha sido solamente para acabar de cerciorarme. Habría perdonado muchas cosas a un enfermo, a un pariente; pero, después de lo ocurrido, ¡ni pensarlo!
—¡Yo no estoy enfermo! —exclamó Raskolnikof.
—¡Peor que peor!
—¡Váyase al diablo!
Lujine no había esperado esta invitación. Se deslizaba ya entre la silla y la mesa. Esta vez, Rasumikhine se levantó para dejarlo pasar. Lujine no se dignó mirarle y salió sin ni siquiera saludar a Zosimof, que desde hacía unos momentos le estaba diciendo por señas que dejara al enfermo tranquilo. Al verle alejarse con la cabeza baja, era fácil comprender que no olvidaría la terrible ofensa recibida.
—¡Vaya un modo de conducirse! —dijo Rasumikhine al enfermo, sacudiendo la cabeza con un gesto de preocupación.
—¡Déjame! ¡Dejadme todos! —gritó Raskolnikof en un arrebato de ira—. ¿Me dejaréis de una vez, verdugos? No creáis que os temo. Ahora ya no temo a nadie, ¡a nadie! ¡Marchaos! ¡Quiero estar solo! ¿Lo oís? ¡Solo!
—Vámonos —dijo Zosimof a Rasumikhine.
—Pero ¿lo vamos a dejar así?
—Vámonos.
Rasumikhine reflexionó un momento. Después siguió a Zosimof.
Cuando estuvieron en la escalera, el doctor dijo:
—Si no le hubiésemos obedecido, habría sido peor. No hay que irritarlo.
—Pero ¿qué tiene?
—Le convendría una impresión fuerte que le sacara de sus pensamientos. Ahora habría sido capaz de todo… Algo le preocupa profundamente. Es una obsesión que te corroe y te exaspera. Eso es lo que más me inquieta.
—Tal vez este señor Piotr Petrovitch tenga algo que ver con ello. De la conversación que ha sostenido con él se desprende que se va a casar con la hermana de Rodia y que nuestro amigo se ha enterado de ello poco antes de su enfermedad.
—Sí, es el diablo el que lo ha traído, pues su visita lo ha echado todo a perder. Y ¿has observado que, aunque parece indiferente a todo, hay una cosa que le saca de su mutismo? Ese crimen… Oír hablar de él le pone fuera de sí.
—Lo he notado en seguida —respondió Rasumikhine—. Presta atención y se inquieta. Precisamente se puso enfermo el día en que oyó hablar de ese asunto en la comisaría. Incluso se desvaneció.
—Ven esta noche a mi casa. Quiero que me cuentes detalladamente todo eso. Me interesa mucho. Yo también tengo algo que contarte. Volveré a verle dentro de media hora. Por el momento no hay que temer ningún trastorno cerebral grave.
—Gracias por todo. Ahora voy a ver a Pachenka. Diré a Nastasia que lo vigile.
Cuando sus amigos se fueron, Raskolnikof dirigió una mirada llena de angustiosa impaciencia hasta Nastasia, pero ella no parecía dispuesta a marcharse.
—¿Te traigo ya el té? —preguntó.
—Después. Ahora quiero dormir. Vete.
Se volvió hacia la pared con un movimiento convulsivo, y Nastasia salió del aposento.