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Chapter 6 - Capítulo 6

Raskolnikof se enteró algún tiempo después, por pura casualidad, de por qué el matrimonio de comerciantes había invitado a Lisbeth a ir a su casa. El asunto no podía ser más sencillo e inocente. Una familia extranjera venida a menos quería vender varios vestidos. Como esto no podía hacerse con provecho en el mercado, buscaban una vendedora a domicilio. Lisbeth se dedicaba a este trabajo y tenía una clientela numerosa, pues procedía con la mayor honradez: ponía siempre el precio más limitado, de modo que con ella no había lugar a regateos. Hablaba poco y, como ya hemos dicho, era humilde y tímida.

Pero, desde hacía algún tiempo, Raskolnikof era un hombre dominado por las supersticiones. Incluso era fácil descubrir en él los signos indelebles de esta debilidad. En el asunto que tanto le preocupaba se sentía especialmente inclinado a ver coincidencias sorprendentes, fuerzas extrañas y misteriosas. El invierno anterior, un estudiante amigo suyo llamado Pokorev le había dado, poco antes de regresar a Karkov, la dirección de la vieja Alena Ivanovna, por si tenía que empeñar algo. Pasó mucho tiempo sin que tuviera necesidad de ir a visitarla, pues con sus lecciones podía ir viviendo mal que bien. Pero, hacía seis semanas, había acudido a su memoria la dirección de la vieja. Tenía dos cosas para empeñar: un viejo reloj de plata de su padre y un anillo con tres piedrecillas rojas que su hermana le había entregado en el momento de separarse, para que tuviera un recuerdo de ella. Decidió empeñar el anillo. Cuando vio a Alena Ivanovna, aunque no sabía nada de ella, sintió una repugnancia invencible.

Después de recibir dos pequeños billetes, Raskolnikof entró en una taberna que encontró en el camino. Se sentó, pidió té y empezó a reflexionar. Acababa de acudir a su mente, aunque en estado embrionario, como el polluelo en el huevo, una idea que le interesó extraordinariamente.

Una mesa casi vecina a la suya estaba ocupada por un estudiante al que no recordaba haber visto nunca y por un joven oficial. Habían estado jugando al billar y se disponían a tomar el té. De improviso, Raskolnikof oyó que el estudiante daba al oficial la dirección de Alena Ivanovna y empezaba a hablarle de ella. Esto le llamó la atención: hacía sólo un momento que la había dejado, y ya estaba oyendo hablar de la vieja. Sin duda, esto no era sino una simple coincidencia, pero su ánimo estaba dispuesto a entregarse a una impresión obsesionante y no le faltó ayuda para ello. El estudiante empezó a dar a su amigo detalles acerca de Alena Ivanovna.

—Es una mujer única. En su casa siempre puede uno procurarse dinero. Es rica como un judío y podría prestar cinco mil rublos de una vez. Sin embargo, no desprecia las operaciones de un rublo. Casi todos los estudiantes tenemos tratos con ella. Pero ¡qué miserable es!

Y empezó a darle detalles de su maldad. Bastaba que uno dejara pasar un día después del vencimiento, para que se quedara con el objeto empeñado.

—Da por la prenda la cuarta parte de su valor y cobra el cinco y hasta el seis por ciento de interés mensual.

El estudiante, que estaba hablador, dijo también que la usurera tenía una hermana, Lisbeth, y que la menuda y horrible vieja la vapuleaba sin ningún miramiento, a pesar de que Lisbeth medía aproximadamente un metro ochenta de altura.

—¡Una mujer fenomenal! —exclamó el estudiante, echándose a reír.

Desde este momento, el tema de la charla fue Lisbeth. El estudiante hablaba de ella con un placer especial y sin dejar de reír. El oficial, que le escuchaba atentamente, le rogó que le enviara a Lisbeth para comprarle alguna ropa interior que necesitaba.

Raskolnikof no perdió una sola palabra de la conversación y se enteró de ciertas cosas: Lisbeth era medio hermana de Alena (tuvieron madres diferentes) y mucho más joven que ella, pues tenía treinta y cinco años. La vieja la hacía trabajar noche y día. Además de que guisaba y lavaba la ropa para su hermana y ella, cosía y fregaba suelos fuera de casa, y todo lo que ganaba se lo entregaba a Alena. No se atrevía a aceptar ningún encargo, ningún trabajo, sin la autorización de la vieja. Sin embargo, Alena —Lisbeth lo sabía— había hecho ya testamento y, según él, su hermana sólo heredaba los muebles. Dinero, ni un céntimo: lo legaba todo a un monasterio del distrito de N*** para pagar una serie perpetua de oraciones por el descanso de su alma.

Lisbeth procedía de la pequeña burguesía del tchin. Era una mujer desgalichada, de talla desmedida, de piernas largas y torcidas y pies enormes, como toda su persona, siempre calzados con zapatos ligeros. Lo que más asombraba y divertía al estudiante era que Lisbeth estaba continuamente encinta.

—Pero ¿no has dicho que no vale nada? —inquirió el oficial.

—Tiene la piel negruzca y parece un soldado disfrazado de mujer, pero no puede decirse que sea fea. Su cara no está mal, y menos sus ojos. La prueba es que gusta mucho. Es tan dulce, tan humilde, tan resignada… La pobre no sabe decir a nada que no: hace todo lo que le piden… ¿Y su sonrisa? ¡Ah, su sonrisa es encantadora!

—Ya veo que a ti también te gusta —dijo el oficial, echándose a reír.

—Por su extravagancia. En cambio, a esa maldita vieja, la mataría y le robaría sin ningún remordimiento, ¡palabra! —exclamó con vehemencia el estudiante.

El oficial lanzó una nueva carcajada, y Raskolnikof se estremeció. ¡Qué extraño era todo aquello!

—Oye —dijo el estudiante, cada vez más acalorado—, quiero exponerte una cuestión seria. Naturalmente, he hablado en broma, pero escucha. Por un lado tenemos una mujer imbécil, vieja, enferma, mezquina, perversa, que no es útil a nadie, sino que, por el contrario, es toda maldad y ni ella misma sabe por qué vive. Mañana morirá de muerte natural… ¿Me sigues? ¿Comprendes?

—Sí —afirmó el oficial, observando atentamente a su entusiasmado amigo.

—Continúo. Por otro lado tenemos fuerzas frescas, jóvenes, que se pierden, faltas de sostén, por todas partes, a miles. Cien, mil obras útiles se podrían mantener y mejorar con el dinero que esa vieja destina a un monasterio. Centenares, tal vez millares de vidas, se podrían encauzar por el buen camino; multitud de familias se podrían salvar de la miseria, del vicio, de la corrupción, de la muerte, de los hospitales para enfermedades venéreas…, todo con el dinero de esa mujer. Si uno la matase y se apoderara de su dinero para destinarlo al bien de la humanidad, ¿no crees que el crimen, el pequeño crimen, quedaría ampliamente compensado por los millares de buenas acciones del criminal? A cambio de una sola vida, miles de seres salvados de la corrupción. Por una sola muerte, cien vidas. Es una cuestión puramente aritmética. Además, ¿qué puede pesar en la balanza social la vida de una anciana esmirriada, estúpida y cruel? No más que la vida de un piojo o de una cucaracha. Y yo diría que menos, pues esa vieja es un ser nocivo, lleno de maldad, que mina la vida de otros seres. Hace poco le mordió un dedo a Lisbeth y casi se lo arranca.

—Sin duda —admitió el oficial—, no merece vivir. Pero la Naturaleza tiene sus derechos.

—¡Alto! A la Naturaleza se la corrige, se la dirige. De lo contrario, los prejuicios nos aplastarían. No tendríamos ni siquiera un solo gran hombre. Se habla del deber, de la conciencia, y no tengo nada que decir en contra, pero me pregunto qué concepto tenemos de ellos. Ahora voy a hacerte otra pregunta.

—No, perdona; ahora me toca a mí; yo también tengo algo que preguntarte.

—Te escucho.

—Pues bien, la pregunta es ésta. Has hablado con elocuencia, pero dime: ¿serías capaz de matar a esa vieja con tus propias manos?

—¡Claro que no! Estoy hablando en nombre de la justicia. No se trata de mí.

—Pues yo creo que si tú no te atreves a hacerlo, no puedes hablar de justicia… Ahora vamos a jugar otra partida.

Raskolnikof se sentía profundamente agitado. Ciertamente, aquello no eran más que palabras, una conversación de las más corrientes sostenida por gente joven. Más de una vez había oído charlas análogas, con algunas variantes y sobre temas distintos. Pero ¿por qué había oído expresar tales pensamientos en el momento mismo en que ideas idénticas habían germinado en su cerebro? ¿Y por qué, cuando acababa de salir de casa de Alena Ivanovna con aquella idea embrionaria en su mente, había ido a sentarse al lado de unas personas que estaban hablando de la vieja?

Esta coincidencia le parecía siempre extraña. La insignificante conversación de café ejerció una influencia extraordinaria sobre él durante todo el desarrollo del plan. Ciertamente, pareció haber intervenido en todo ello la fuerza del destino.

Al regresar de la plaza se dejó caer en el diván y estuvo inmóvil una hora entera. Entre tanto, la oscuridad había invadido la habitación. No tenía velas. Por otra parte, ni siquiera pensó en encender una luz. Más adelante, nunca pudo recordar si había pensado algo en aquellos momentos. Finalmente, sintió de nuevo escalofríos de fiebre y pensó con satisfacción que podía acostarse en el diván sin tener que quitarse la ropa. Pronto se sumió en un sueño pesado como el plomo.

Durmió largamente y casi sin soñar. A las diez de la mañana siguiente, Nastasia entró en la habitación. No conseguía despertarlo. Le llevaba pan y un poco de té en su propia tetera, como el día anterior.

—¡Eh! ¿Todavía acostado? —gritó, indignada—. ¡No haces más que dormir!

Raskolnikof se levantó con un gran esfuerzo. Le dolía la cabeza. Dio una vuelta por el cuarto y volvió a echarse en el diván.

—¿Otra vez a dormir? —exclamó Nastasia—. ¿Es que estás enfermo?

Raskolnikof no contestó.

—¿Quieres té?

—Más tarde —repuso el joven penosamente. Luego cerró los ojos y se volvió de cara a la pared.

Nastasia estuvo un momento contemplándolo.

—A lo mejor está enfermo de verdad —murmuró mientras se marchaba.

A las dos volvió a aparecer con la sopa. Él estaba todavía acostado y no había probado el té. Nastasia se sintió incluso ofendida y empezó a zarandearlo.

—¿A qué viene tanta modorra? —gruñó, mirándole con desprecio.

Él se sentó en el diván, pero no pronunció ni una palabra. Permaneció con la mirada fija en el suelo.

—¡Bueno! Pero ¿estás enfermo o qué? —preguntó Nastasia.

Esta segunda pregunta quedó tan sin respuesta como la primera.

—Debes salir —dijo Nastasia tras un silencio—. Te conviene tomar un poco el aire. Comerás, ¿verdad?

—Más tarde —balbuceó débilmente Raskolnikof—. Ahora vete.

Y reforzó estas palabras con un ademán.

Ella permaneció todavía un momento en el cuarto, mirándolo con un gesto de compasión. Luego se fue.

Minutos después, Raskolnikof abrió los ojos, contempló largamente la sopa y el té, cogió la cuchara y empezó a comer.

Dio tres o cuatro cucharadas, sin apetito, maquinalmente. Se le había calmado el dolor de cabeza. Cuando terminó de comer se echó de nuevo en el diván. Pero no pudo dormir y se quedó inmóvil, de bruces, con la cabeza hundida en la almohada. Soñaba, y su sueño era extraño. Se imaginaba estar en África, en Egipto… La caravana con la que iba se había detenido en un oasis. Los camellos estaban echados, descansando. Las palmeras que los rodeaban balanceaban sus tupidos penachos. Los viajeros se disponían a comer, pero Raskolnikof prefería beber agua de un riachuelo que corría cerca de él con un rumoreo cantarín. El aire era deliciosamente fresco. El agua, fría y de un azul maravilloso, corría sobre un lecho de piedras multicolores y arena blanca con reflejos dorados…

De súbito, las campanadas de un reloj resonaron claramente en su oído. Se estremeció, volvió a la realidad, levantó la cabeza y miró hacia la ventana. Entonces recobró por completo la lucidez y se levantó precipitadamente, como si lo arrancaran del diván. Se acercó a la puerta de puntillas, la entreabrió cautelosamente y aguzó el oído, tratando de percibir cualquier ruido que pudiera llegar de la escalera.

Su corazón latía con violencia. En la escalera reinaba la calma más absoluta; la casa entera parecía dormir… La idea de que había estado sumido desde el día anterior en un profundo sueño, sin haber hecho nada, sin haber preparado nada, le sorprendió: su proceder era absurdo, incomprensible. Sin duda, eran las campanadas de las seis las que acababa de oír… Súbitamente, a su embotamiento y a su inercia sucedió una actividad extraordinaria, desatinada y febril. Sin embargo, los preparativos eran fáciles y no exigían mucho tiempo. Raskolnikof procuraba pensar en todo, no olvidarse de nada. Su corazón seguía latiendo con tal violencia, que dificultaba su respiración. Ante todo, había que preparar un nudo corredizo y coserlo en el forro del gabán. Trabajo de un minuto. Introdujo la mano debajo de la almohada, sacó la ropa interior que había puesto allí y eligió una camisa sucia y hecha jirones. Con varias tiras formó un cordón de unos cinco centímetros de ancho y treinta y cinco de largo. Lo dobló en dos, se quitó el gabán de verano, de un tejido de algodón tupido y sólido (el único sobretodo que tenía) y empezó a coser el extremo del cordón debajo del sobaco izquierdo. Sus manos temblaban. Sin embargo, su trabajo resultó tan perfecto, que cuando volvió a ponerse el gabán no se veía por la parte exterior el menor indicio de costura. El hilo y la aguja se los había procurado hacía tiempo y los guardaba, envueltos en un papel, en el cajón de su mesa. Aquel nudo corredizo, destinado a sostener el hacha, constituía un ingenioso detalle de su plan. No era cosa de ir por la calle con un hacha en la mano. Por otra parte, si se hubiese limitado a esconder el hacha debajo del gabán, sosteniéndola por fuera, se habría visto obligado a mantener continuamente la mano en el mismo sitio, lo cual habría llamado la atención. El nudo corredizo le permitía llevar colgada el hacha y recorrer así todo el camino, sin riesgo alguno de que se le cayera. Además, llevando la mano en el bolsillo del gabán, podría sujetar por un extremo el mango del hacha e impedir su balanceo. Dada la amplitud de la prenda, que era un verdadero saco, no había peligro de que desde el exterior se viera lo que estaba haciendo aquella mano.

Terminada esta operación, Raskolnikof introdujo los dedos en una pequeña hendidura que había entre el diván turco y el entarimado y extrajo un menudo objeto que desde hacía tiempo tenía allí escondido. No se trataba de ningún objeto de valor, sino simplemente de un trocito de madera pulida del tamaño de una pitillera. Lo había encontrado casualmente un día, durante uno de sus paseos, en un patio contiguo a un taller. Después le añadió una planchita de hierro, delgada y pulida de tamaño un poco menor, que también, y aquel mismo día, se había encontrado en la calle. Juntó ambas cosas, las ató firmemente con un hilo y las envolvió en un papel blanco, dando al paquetito el aspecto más elegante posible y procurando que las ligaduras no se pudieran deshacer sin dificultad. Así apartaría la atención de la vieja de su persona por unos instantes, y él podría aprovechar la ocasión. La planchita de hierro no tenía más misión que aumentar el peso del envoltorio, de modo que la usurera no pudiera sospechar, aunque sólo fuera por unos momentos, que la supuesta prenda de empeño era un simple trozo de madera. Raskolnikof lo había guardado todo debajo del diván, diciéndose que ya lo retiraría cuando lo necesitara.

Poco después oyó voces en el patio.

—¡Ya son más de las seis!

—¡Dios mío, cómo pasa el tiempo!

Corrió a la puerta, escuchó, cogió su sombrero y empezó a bajar la escalera cautelosamente, con paso silencioso, felino… Le faltaba la operación más importante: robar el hacha de la cocina. Hacía ya tiempo que había elegido el hacha como instrumento. Él tenía una especie de podadera, pero esta herramienta no le inspiraba confianza, y todavía desconfiaba más de sus fuerzas. Por eso había escogido definitivamente el hacha.

Respecto a estas resoluciones, hemos de observar un hecho sorprendente: a medida que se afirmaban, le parecían más absurdas y monstruosas. A pesar de la lucha espantosa que se estaba librando en su alma, Raskolnikof no podía admitir en modo alguno que sus proyectos llegaran a realizarse.

Es más, si todo hubiese quedado de pronto resuelto, si todas las dudas se hubiesen desvanecido y todas las dificultades se hubiesen allanado, él, seguramente, habría renunciado en el acto a su proyecto, por considerarlo disparatado, monstruoso. Pero quedaban aún infinidad de puntos por dilucidar, numerosos problemas por resolver. Procurarse el hacha era un detalle insignificante que no le inquietaba lo más mínimo. ¡Si todo fuera tan fácil! Al atardecer, Nastasia no estaba nunca en casa: o pasaba a la de algún vecino o bajaba a las tiendas. Y siempre se dejaba la puerta abierta. Estas ausencias eran la causa de las continuas amonestaciones que recibía de su dueña. Así, bastaría entrar silenciosamente en la cocina y coger el hacha; y después, una hora más tarde, cuando todo hubiera terminado, volver a dejarla en su sitio. Pero esto último tal vez no fuera tan fácil. Podía ocurrir que cuando él volviera y fuese a dejar el hacha en su sitio, Nastasia estuviera ya en la casa. Naturalmente, en este caso, él tendría que subir a su aposento y esperar una nueva ocasión. Pero ¿y si ella, entre tanto, advertía la desaparición del hacha y la buscaba primero y después empezaba a dar gritos? He aquí cómo nacen las sospechas o, cuando menos, cómo pueden nacer.

Sin embargo, esto no eran sino pequeños detalles en los que no quería pensar. Por otra parte, no tenía tiempo. Sólo pensaba en la esencia del asunto: los puntos secundarios los dejaba para el momento en que se dispusiera a obrar. Pero esto último le parecía completamente imposible. No concebía que pudiera dar por terminadas sus reflexiones, levantarse y dirigirse a aquella casa. Incluso en su reciente «ensayo» (es decir, la visita que había hecho a la vieja para efectuar un reconocimiento definitivo en el lugar de la acción) distó mucho de creer que obraba en serio. Se había dicho: «Vamos a ver. Hagamos un ensayo, en vez de limitarnos a dejar correr la imaginación». Pero no había podido desempeñar su papel hasta el último momento: habíase indignado contra sí mismo. No obstante, parecía que desde el punto de vista moral se podía dar por resuelto el asunto. Su casuística, cortante como una navaja de afeitar, había segado todas las objeciones. Pero cuando ya no pudo encontrarlas dentro de él, en su espíritu, empezó a buscarlas fuera, con la obstinación propia de su esclavitud mental, deseoso de hallar un garfio que lo retuviera.

Los imprevistos y decisivos acontecimientos del día anterior lo gobernaban de un modo poco menos que automático. Era como si alguien le llevara de la mano y le arrastrara con una fuerza irresistible, ciega, sobrehumana; como si un pico de sus ropas hubiera quedado prendido en un engranaje y él sintiera que su propio cuerpo iba a ser atrapado por las ruedas dentadas.

Al principio —de esto hacía ya bastante tiempo—, lo que más le preocupaba era el motivo de que todos los crímenes se descubrieran fácilmente, de que la pista del culpable se hallara sin ninguna dificultad. Raskolnikof llegó a diversas y curiosas conclusiones. Según él, la razón de todo ello estaba en la personalidad del criminal más que en la imposibilidad material de ocultar el crimen.

En el momento de cometer el crimen, el culpable estaba afectado de una pérdida de voluntad y raciocinio, a los que sustituía una especie de inconsciencia infantil, verdaderamente monstruosa, precisamente en el momento en que la prudencia y la cordura le eran más necesarias. Atribuía este eclipse del juicio y esta pérdida de la voluntad a una enfermedad que se desarrollaba lentamente, alcanzaba su máxima intensidad poco antes de la perpetración del crimen, se mantenía en un estado estacionario durante su ejecución y hasta algún tiempo después (el plazo dependía del individuo), y terminaba al fin, como terminan todas las enfermedades.

Raskolnikof se preguntaba si era esta enfermedad la que motivaba el crimen, o si el crimen, por su misma naturaleza, llevaba consigo fenómenos que se confundían con los síntomas patológicos. Pero era incapaz de resolver este problema.

Después de razonar de este modo, se dijo que él estaba a salvo de semejantes trastornos morbosos y que conservaría toda su inteligencia y toda su voluntad durante la ejecución del plan, por la sencilla razón de que este plan no era un crimen. No expondremos la serie de reflexiones que le llevaron a esta conclusión. Sólo diremos que las dificultades puramente materiales, el lado práctico del asunto, le preocupaba muy poco.

«Bastaría —se decía— que conserve toda mi fuerza de voluntad y toda mi lucidez en el momento de llevar la empresa a la práctica. Entonces es cuando habrá que analizar incluso los detalles más ínfimos».

Pero este momento no llegaba nunca, por la sencilla razón de que Raskolnikof no se sentía capaz de tomar una resolución definitiva. Así, cuando sonó la hora de obrar, todo le pareció extraordinario, imprevisto como un producto del azar.

Antes de que terminara de bajar la escalera, ya le había desconcertado un detalle insignificante. Al llegar al rellano donde se hallaba la cocina de su patrona, cuya puerta estaba abierta como de costumbre, dirigió una mirada furtiva al interior y se preguntó si, aunque Nastasia estuviera ausente, no estaría en la cocina la patrona. Y aunque no estuviera en la cocina, sino en su habitación, ¿tendría la puerta bien cerrada? Si no era así, podría verle en el momento en que él cogía el hacha.

Tras estas conjeturas, se quedó petrificado al ver que Nastasia estaba en la cocina y, además, ocupada. Iba sacando ropa de un cesto y tendiéndola en una cuerda. Al aparecer Raskolnikof, la sirvienta se volvió y le siguió con la vista hasta que hubo desaparecido. Él pasó fingiendo no haberse dado cuenta de nada. No cabía duda: se había quedado sin hacha. Este contratiempo le abatió profundamente.

«¿De dónde me había sacado yo —se preguntaba mientras bajaba los últimos escalones— que era seguro que Nastasia se habría marchado a esta hora?». Estaba anonadado; incluso experimentaba un sentimiento de humillación. Su furor le llevaba a mofarse de sí mismo. Una cólera sorda, salvaje, hervía en él.

Al llegar a la entrada se detuvo indeciso. La idea de irse a pasear sin rumbo no le seducía; la de volver a su habitación, todavía menos. «¡Haber perdido una ocasión tan magnífica!», murmuró, todavía inmóvil y vacilante, ante la oscura garita del portero, cuya puerta estaba abierta. De pronto se estremeció. En el interior de la garita, a dos pasos de él, debajo de un banco que había a la izquierda, brillaba un objeto… Raskolnikof miró en torno de él. Nadie. Se acercó a la puerta andando de puntillas, bajó los dos escalones que había en el umbral y llamó al portero con voz apagada.

«No está. Pero no debe de andar muy lejos, puesto que ha dejado la puerta abierta».

Se arrojó sobre el hacha (pues era un hacha el brillante objeto), la sacó de debajo del banco, donde estaba entre dos leños, la colgó inmediatamente en el nudo corredizo, introdujo las manos en los bolsillos del gabán y salió de la garita. Nadie le había visto.

«No es mi inteligencia la que me ayuda, sino el diablo», se dijo con una sonrisa extraña.

Esta feliz casualidad le enardeció extraordinariamente. Ya en la calle, echó a andar tranquilamente, sin apresurarse, con objeto de no despertar sospechas. Apenas miraba a los transeúntes y, desde luego, no fijaba su vista en ninguno; su deseo era pasar lo más inadvertido posible.

De súbito se acordó de que su sombrero atraía las miradas de la gente.

«¡Qué estúpido he sido! Anteayer tenía dinero: habría podido comprarme una gorra».

Y añadió una imprecación que le salió de lo más hondo.

Su mirada se dirigió casualmente al interior de una tienda y vio un reloj que señalaba las siete y diez minutos. No había tiempo que perder. Sin embargo, tenía que dar un rodeo, pues quería entrar en la casa por la parte posterior.

Cuando últimamente pensaba en la situación en que se hallaba en aquel momento, se figuraba que se sentiría aterrado. Pero ahora veía que no era así: no experimentaba miedo alguno. Por su mente desfilaban pensamientos, breves, fugitivos, que no tenían nada que ver con su empresa. Cuando pasó ante los jardines Iusupof, se dijo que en sus plazas se debían construir fuentes monumentales para refrescar la atmósfera, y seguidamente empezó a conjeturar que si el Jardín de Verano se extendiera hasta el Campo de Marte e incluso se uniera al parque Miguel, la ciudad ganaría mucho con ello. Luego se hizo una pregunta sumamente interesante: ¿por qué los habitantes de las grandes poblaciones tienen la tendencia, incluso cuando no los obliga la necesidad, a vivir en los barrios desprovistos de jardines y fuentes, sucios, llenos de inmundicias y, en consecuencia, de malos olores? Entonces recordó sus propios paseos por la plaza del Mercado y volvió momentáneamente a la realidad.

«¡Qué cosas tan absurdas se le ocurren a uno! Lo mejor es no pensar en nada».

Sin embargo, seguidamente, como en un relámpago de lucidez, se dijo:

«Así les ocurre, sin duda, a los condenados a muerte: cuando los llevan al lugar de la ejecución, se aferran mentalmente a todo lo que ven en su camino».

Pero rechazó inmediatamente esta idea.

Ya estaba cerca. Ya veía la casa. Allí estaba su gran puerta cochera…

En esto, un reloj dio una campanada.

«¿Las siete y media ya? Imposible. Ese reloj va adelantado».

Pero también esta vez tuvo suerte. Como si la cosa fuera intencionada, en el momento en que él llegó ante la casa penetraba por la gran puerta un carro cargado de heno. Raskolnikof se acercó a su lado derecho y pudo entrar sin que nadie lo viese. Al otro lado del carro había gente que disputaba: oyó sus voces. Pero ni nadie le vio a él ni él vio a nadie. Algunas de las ventanas que daban al gran patio estaban abiertas, pero él no levantó la vista: no se atrevió… La escalera que conducía a casa de Alena Ivanovna estaba a la derecha de la puerta. Raskolnikof se dirigió a ella y se detuvo, con la mano en el corazón, como si quisiera frenar sus latidos. Aseguró el hacha en el nudo corredizo, aguzó el oído y empezó a subir, paso a paso sigilosamente. No había nadie. Las puertas estaban cerradas. Pero al llegar al segundo piso, vio una abierta de par en par. Pertenecía a un departamento deshabitado, en el que trabajaban unos pintores. Estos hombres ni siquiera vieron a Raskolnikof. Pero él se detuvo un momento y se dijo: «Aunque hay dos pisos sobre éste, habría sido preferible que no estuvieran aquí esos hombres».

Continuó en seguida la ascensión y llegó al cuarto piso. Allí estaba la puerta de las habitaciones de la prestamista. El departamento de enfrente seguía desalquilado, a juzgar por las apariencias, y el que estaba debajo mismo del de la vieja, en el tercero, también debía de estar vacío, ya que de su puerta había desaparecido la tarjeta que Raskolnikof había visto en su visita anterior. Sin duda, los inquilinos se habían mudado.

Raskolnikof jadeaba. Estuvo un momento vacilando. «¿No será mejor que me vaya?». Pero ni siquiera se dio respuesta a esta pregunta. Aplicó el oído a la puerta y no oyó nada: en el departamento de Alena Ivanovna reinaba un silencio de muerte. Su atención se desvió entonces hacia la escalera: permaneció un momento inmóvil, atento al menor ruido que pudiera llegar desde abajo…

Luego miró en todas direcciones y comprobó que el hacha estaba en su sitio. Seguidamente se preguntó: «¿No estaré demasiado pálido…, demasiado trastornado? ¡Es tan desconfiada esa vieja! Tal vez me convendría esperar hasta tranquilizarme un poco». Pero los latidos de su corazón, lejos de normalizarse, eran cada vez más violentos… Ya no pudo contenerse: tendió lentamente la mano hacia el cordón de la campanilla y tiró. Un momento después insistió con violencia.

No obtuvo respuesta, pero no volvió a llamar: además de no conducir a nada, habría sido una torpeza. No cabía duda de que la vieja estaba en casa; pero era suspicaz y debía de estar sola. Empezaba a conocer sus costumbres…

Aplicó de nuevo el oído a la puerta y… ¿Sería que sus sentidos se habían agudizado en aquellos momentos (cosa muy poco probable), o el ruido que oyó fue perfectamente perceptible? De lo que no le cupo duda es de que percibió que una mano se apoyaba en el pestillo, mientras el borde de un vestido rozaba la puerta. Era evidente que alguien hacía al otro lado de la puerta lo mismo que él estaba haciendo por la parte exterior. Para no dar la impresión de que quería esconderse, Raskolnikof movió los pies y refunfuñó unas palabras. Luego tiró del cordón de la campanilla por tercera vez, sin violencia alguna, discretamente, con objeto de no dejar traslucir la menor impaciencia. Este momento dejaría en él un recuerdo imborrable. Y cuando, más tarde, acudía a su imaginación con perfecta nitidez, no comprendía cómo había podido desplegar tanta astucia en aquel momento en que su inteligencia parecía extinguirse y su cuerpo paralizarse… Un instante después oyó que descorrían el cerrojo.