Capítulo 4: Reina Elsa Santillán IIILos antiguos textos hablan de la Era del Abandono, cuando los dioses, esos seres perfectos e incomprensibles, decidieron retirarse del mundo mortal. Su partida marcó el inicio de una nueva época, pero no se fueron sin dejar su huella. Como padres que no pueden abandonar completamente a sus hijos, dejaron dos regalos que cambiarían el destino de todas las razas que habitaban el mundo.
El primer regalo fueron siete armas divinas, reliquias de poder inimaginable. Cada una, oculta en santuarios protegidos por pruebas imposibles, esperaba a ser reclamada por aquellos dignos de su poder. La primera manifestación de este poder ocurrió hace cinco siglos, cuando un guerrero Natsulix —aquellos seres de piel morena y cabello rojo— empuñó una lanza de obsidiana. La masacre que siguió se convirtió en leyenda, y los Natsulix, antes considerados una raza pacífica de comerciantes y artesanos, comenzaron a ser temidos.
El segundo regalo fue más sutil: la bendición divina que se manifestaría en algunos recién nacidos. Los beatos, como se les conocería, nacían marcados con el símbolo del sol, una marca dorada que brillaba en su piel como una estrella caída. No solo eran más fuertes y hermosos que el resto, sino que su presencia misma alteraba el destino de quienes los rodeaban. Sus palabras podían inspirar ejércitos o derribar reinos.
La aparición de estos dones dividió el mundo en tres grupos. Los Comunes, que conformaban la mayoría de la población, vivían sus vidas anhelando ser algo más. Los Portadores, aquellos que lograban despertar el poder de las armas divinas, se convirtieron en símbolos de esperanza y cambio. Y en la cima, los Beatos, elegidos directos de los dioses, que alteraban el curso de la historia con su mera existencia.
En el corazón del reino de Tamarindo, donde los árboles de oro producían frutos que regeneraban pequeñas heridas del consumidor que solo la realeza podía consumir, se encontraba el jardín privado de la heredera al trono. Elsa Santillán III contemplaba su reflejo en una taza de té de limón importado de las tierras altas donde los elfos de Tlalocan cultivaban sus misteriosos jardines. El líquido oscuro distorsionaba su marca solar, que se extendía como una corona dorada alrededor de su cuello.
—El mundo es aburrido —dijo, observando cómo las flores del jardín se inclinaban hacia ella, un fenómeno común alrededor de los beatos—. Ningún reto es digno de mí. Los dioses dejaron sus armas y sus bendiciones, pero no pensaron en lo que pasaría con aquellos que estamos en la cima.
Una risa como el susurro del viento entre plumas respondió a su comentario. La presencia de Quetzalcóatl, la serpiente emplumada que la había observado desde su nacimiento, se materializó como una sombra entre las flores.
—¿Así te sientes? —preguntó el dios con quien había mantenido conversaciones desde que aprendió a hablar, aunque nunca había llegado a confiar completamente en él.
—Así es —respondió Elsa, recordando los innumerables intentos de manipulación que había enfrentado desde niña—. Mientras más me acerco al trono, menos confío en la gente. Todos se acercan con intenciones ocultas, tratando de controlarme para su beneficio. Como aquella vez que intentaron casarme con el príncipe del norte, esperando que mi poder pudiera beneficiar sus cosechas.
—Puedes confiar en mí —la voz de Quetzalcóatl era suave, casi hipnótica.
—No me hagas reír —Elsa sonrió con sarcasmo—. ¿Cómo podría confiar en un dios? Ustedes juegan con nosotros como piezas en un tablero. Como cuando guiaste a mi prima hacia la espada divina, sabiendo que yo la rechazaría.
La risa de Quetzalcóatl hizo que las flores vibraran.
—Quizás tengas razón. Pero admito que eres una pieza fascinante, Elsa. Devolviste la espada a tu prima menor, a pesar de que era tu derecho reclamarla. ¿Esperas que ella se convierta en una Portadora? ¿O simplemente buscas algo que te saque de tu aburrimiento?
Elsa observó el jardín, donde los árboles de oro se mezclaban con las flores comunes, una metáfora perfecta de la sociedad que pronto gobernaría.
—Se nota que eres digno de ser llamado la serpiente emplumada. Sabes que nada me interesa. Ni los humanos, ni los dioses. Solo juego con lo que tengo, como cuando permití que aquella nación que estaba al colapso estableciese su comercio aquí, solo para ver cómo alteraba el equilibrio del mercado.
—¿Ni siquiera Tlalocan? —preguntó Quetzalcóatl, y algo en su tono hizo que Elsa prestara verdadera atención por primera vez.
Elsa recordó los informes sobre la misteriosa ciudad de los elfos. A diferencia de otras urbes que mezclaban lo antiguo con lo moderno, Tlalocan parecía existir en su propio tiempo, con sus calles empedradas y canales de agua cristalina. Y en su centro, según decían, se alzaba un árbol tan alto como un edificio, testigo silencioso de una promesa antigua.
—¿La ciudad que Tlaloc observa con tanto interés? —sus dedos jugaron con el borde de la taza de té de limón, ese mismo té que solo los elfos de Tlalocan sabían cultivar—. ¿Qué podría tener de especial ese lugar además de su té?
—Es la única ciudad que mantuvo su promesa con los dioses —la voz de Quetzalcóatl se tornó sería—. Cuando el Gran Bosque moría y los elfos perecían, Tlaloc les ofreció salvación. Ellos cumplieron su parte del trato, y por eso él se negó a abandonar completamente la ciudad. Quizás encuentres algo interesante allí... o alguien.
El comentario captó la atención de Elsa. Las flores del jardín se mecieron suavemente, como si también estuvieran escuchando.
—¿Alguien? —una sonrisa se dibujó en sus labios—. ¿Te refieres al rumor sobre un visitante especial? He escuchado que un humano logró entrar en la ciudad, algo bastante inusual considerando que los elfos rara vez permiten extraños en sus tierras.
—Los elfos son conocidos por su sabiduría —respondió Quetzalcóatl con un tono enigmático—. Si han permitido la entrada de un humano, debe ser por una razón importante.
Elsa se levantó, su marca solar brillando con más intensidad mientras abrochaba el botón de su blazer. El sol comenzaba a descender, pintando el cielo de tonos dorados que recordaban al color de su marca.
—Entonces iré —declaró, su voz mezclando curiosidad y desafío—. No porque tú lo sugieras, sino porque me intriga una ciudad que pudo mantener la atención de un dios por tanto tiempo. Además... —hizo una pausa, mirando hacia el horizonte— hace tiempo que no pruebo su té directamente de la fuente.
—¿Y qué harás si te encuentras con él? —la voz de Quetzalcóatl adquirió un tono de diversión—. El famoso héroe que, al igual que tú, es objeto de interés para los dioses. Aquel que, según dicen, puede cambiar el destino mismo.
El viento sopló suavemente, moviendo su cabello verdoso mientras consideraba la pregunta. En su mente, imaginó las calles antiguas de Tlalocan, el gigantesco árbol en su centro, y la posibilidad de encontrar finalmente algo... o alguien que pudiera romper su aburrimiento.
—¿El héroe? —rio suavemente, y el sonido hizo que algunas flores se marchitaran—. Si realmente existe alguien capaz de estar a mi altura, será interesante. Y si es otra decepción más... —dejó la frase en el aire, mientras observaba cómo el sol comenzaba a ocultarse, anunciando el atardecer que pronto cubriría Tlalocan— bueno, siempre puedo añadirlo a mi colección de fracasos interesantes.
Mientras tanto, Alejandro observaba desde su asiento como el tren llegaba a Tlalocan, sin saberlo su destino había llegado.