de Henri Lefèbvre
EL UNIVERSO aspira a la conciencia, a la posesión de sí, es decir, a lo divino. Un Dios se forma en el mundo. Sin embargo, el nietzscheísmo (aquí su novedad en relación a las metafísicas clásicas) no es una teología; o más bien, es una teología al revés, una teología del pecado, «más allá del bien y del mal». Dios —el Dios infinito de los cristianos— se forma realmente en el mundo, al mismo tiempo que el hombre y en el hombre. El hombre puede realmente servir a Dios y ¡aquí el bien y el mal! Porque es necesario que el hombre se ofrezca en holocausto y que muera para que Dios nazca. Los teólogos han esperado esta fatalidad situando lo divino en lo sobrenatural que exige el sacrificio de la naturaleza y de la tierra.
Inversamente ¡lo humano exige la muerte de Dios! Estos dos rivales, estos dos grandes antagonistas no pueden realizarse juntos. La realización supone una aniquilación: el Hombre tiene que matar a Dios.
Nietzsche experimenta religiosamente el fin de las religiones y el crepúsculo de los dioses. Se representa una tragedia cósmica: si Dios está muerto, ¡es que nosotros lo hemos matado! Nacía de nosotros el «otro». Dios era la alienación del hombre, su adversario, incompatible con él. Todo pasa en lo existencial; si los hombres han pensado en Dios, si los genios místicos aspiraban a lo divino, es que realmente lo divino se formaba en ellos. Exigía de ellos el ascetismo, el renunciamiento, es decir, el odio a la «tierra», el resentimiento contra la «vida». Entonces, los hombres han tenido que llevar a cabo y repetir un acto espantoso, misterioso, que los libere, pero despojándolos de lo que había de mejor en ellos: el asesinato de Dios. La nada es a la vez nuestro enemigo y nuestra arma para sobrepasar en el dolor esta etapa de nuestra creación por nosotros mismos, lo divino.
El hombre que ha matado a Dios ha llevado a cabo un acto necesario; y sin embargo, es el insensato de quien habla la Gaya ciencia y «el más feo de los hombres» de quien se trata en la última parte de Zaratustra.
El asesino de Dios —singular paradoja— no es el ateo. El ateo nietzscheano tiene el sentido de lo divino. El verdadero asesino de Dios ¡es el cristiano! El cristianismo no fue más que en apariencia una fe en Dios, una vida humana en el sentido de lo divino. En realidad, fue el «más bajo nivel de la evolución descendente del tipo divino». Es de todo punto falso decir que el cristianismo ha perdido históricamente su impulso primitivo. Desde el principio fue una degeneración. El cristianismo, o más exactamente, el judeo-cristianismo, no ha sido, según Nietzsche, mas que una invención del resentimiento judío para arrastrar el mundo a la decadencia. Fue una especie de mala jugada genial, una invención grotesca y feroz de los judíos para vengarse de las innumerables vejaciones y persecuciones que ya habían sufrido. Los judíos han turbado y corrompido los espíritus, han impedido a miles de millones de hombres gozar de la tierra.
Humanamente e incluso desde el punto de vista de la religión, el judeo-cristianismo fue un fenómeno de decadencia. En su punto de partida hubo una mala inteligencia. El creador del judeo-cristianismo en tanto que doctrina y en tanto que Iglesia fue San Pablo, que se sirvió de la biografía de Cristo para extender la noción judaica del pecado y del Dios malo. El único cristiano auténtico fue Cristo y murió en la cruz —murió verdaderamente. Su presencia, su espíritu se ha perdido. Doble holocausto de Cristo: este hombre murió para divinizarse —en él los hombres que lo mataron y que cada día lo matan de nuevo han matado a Dios. La Iglesia cristiana ha ritualizado judaicamente la muerte de Dios en lugar de comprenderla y de hacer eternamente presente este drama. Cristo es «una realidad eterna, un símbolo psicológico más allá del tiempo». Fue sin pecado porque estaba verdaderamente purificado de todo resentimiento; de una infinita inocencia, intentó abolir la distancia entré él y la existencia profunda. Resucita en todos los que asumen el drama del hombre y buscan la relación del individuo con la existencia.
Nietzsche no se cansa —en la Voluntad de potencia, en el Anticristo, etc.—, de descubrir los múltiples aspectos de la decadencia cristiana. Los cristianos han matado a Dios sin comprenderlo, y viven de esta muerte y del deseo de aniquilación. En su alma se pudre lentamente el cadáver de Dios. Han abrumado de reprobaciones todo lo que era fuerte y sano, violento y profundo: la pasión y el placer, el pensamiento, la libertad, el amor de la tierra, la ambición; lo han llamado mal, pecado, diablo. Si es lícito definir el ser corrompido como aquél que hace lo que es desventajoso, el cristianismo representa la corrupción esencial. Ha erigido en tipo ideal al hombre débil, la «bestezuela de rebaño», al animal humano domesticado y enfermo, que practica sistemáticamente el autocastigo. El hombre sin pecado del cristianismo es el oprimido eterno con las virtudes que le convienen, ellas le dan esas pequeñas satisfacciones débiles que prolongan su esclavitud, pero que compensan su ausencia completa de vitalidad: la dulzura, la benignidad, la caridad. Para justificar esta moral de esclavos, los teólogos han construido un inmenso sistema de «piadosas mentiras», de interpretaciones pérfidas. Se ha emponzoñado el corazón de los hombres con el resentimiento y la idea del pecado; y después se les ha explicado por el pecado original o actual su decadencia. Abominable círculo vicioso. Apenas si se elevan por encima de este odioso rebaño algunos tipos, odiosos ellos mismos, pero seleccionados y después de todo superiores: el prelado maquiavélico, el contemplativo, el santo.
La muerte de Dios es para el hombre un urgente requerimiento. Nietzsche no se presenta únicamente como un destructor. Comprueba la destrucción de todos los valores, el «nihilismo europeo». Agotado, habiendo usado de la nada y precipitado en la nada a la vez lo mejor y lo peor de sí mismo —lo divino— el hombre moderno se encuentra ante esta nada. Religión, felicidad, fe, sabiduría, virtud, lógica y ciencia ya no tienen significación. El hombre moderno tiene un poder inmenso, una lucidez costosamente ganada. El agotamiento de la vida, la extinción de las posibilidades naturales han condicionado esta conciencia. El hombre actual ignora las inmensas posibilidades de su conciencia y se encuentra impotente y vacío. ¡Es necesario resucitar la grandeza perdida, pero transformándola, creándola de nuevo en lo sobrehumano y en lo divino!
El nihilismo europeo, la inquietud y la desesperación modernas son la gran purificación. Ha sido preciso utilizar la nada contra Dios y es preciso ahora atravesar esta nada y sobrepasarla. Nuestro universo es desértico, pues carece de dioses. El hombre está solo. Es necesario que se fije una nueva meta, una nueva jerarquía de lo que «vale». El hombre tiene hoy que crear el sentido del mundo, que imponerlo por medio de un acto infinitamente creador, un acto divino.
La vida no tiene sentido exterior a ella. Ella es para sí misma su recompensa. Hasta aquí los hombres han montado un vasto escenario delirante: cubrían la vida con una máscara; bajo esta máscara representaban muy seriamente la comedia; creían hacer otra cosa que vivir; por ejemplo: obedecer a una providencia, ejecutar muy importantes prescripciones religiosas o morales. Estos valores han sido quizá muy útiles: se han hundido. Buscar un sentido a la vida, es ya despreciarla. El sentido de la existencia está en ella. ¡La realidad de la potencia está en su acto! El pensamiento buscaba en otro tiempo más allá de él lo que estaba en él. Tenemos que adquirir una conciencia nueva de nuestra conciencia y de nuestra existencia.
Momento decisivo. Momento de la salvación terrenal. El hombre ha arrojado todo lo que le protegía y sostenía, pero le engañaba y atraía fuera de sí. Tiene que determinar su propia existencia. Se vuelve Dios, no según la Biblia, conociendo el bien y el mal, sino más allá del bien y del mal. Es ya divino puesto que tiene que crearse a sí mismo en un acto libre. Tiene que crearse exnihilo. La más alta verdad es que el mundo carece de verdad preexistente. La más alta verdad, la que liberta, es infinitamente creadora.
Los débiles, los que desesperan, estarán más y más desesperados: aceptarán la nada y desaparecerán. El hombre que ama poderosamente la existencia —en quien la potencia creadora se afirma— está al contrario aguijoneado por esta visión de la nada. Mira al abismo sin vértigo y por este lado afirma la alta potencia de la vida; y la afirma de nuevo, sin protección, sin apoyo, heroicamente. Aceptando totalmente la prueba, triunfa de ella. Lanza un decreto soberano y total y renueva el ser y proclama en fin la verdad de un mundo sin verdad. Sobrepasa el nihilismo. La vida, desde este momento, rebasa las contradicciones: ilusión y verdad, conocer y ser, bien y mal, placer y dolor, seriedad y ausencia de lo serio, vida y muerte. El acto inaugural es a la vez espiritual y cósmico. Es eminentemente personal y, sin embargo, está más allá del Yo y del No-Yo. El espíritu carnal y terrestre, el superhombre, se afirma así. Con este acto, que según Nietzsche es absolutamente revolucionario, comienza —en una atmósfera de potencia, de lucidez, con un ritmo de danza ligera y ebria— ¡el superhombre! Pronto vendrán los nuevos Hiperbóreos que tendrán «oídos nuevos para una música nueva: conciencia nueva para verdades nuevas». Ellos desarrollarán las consecuencias de la nueva revelación y crearán totalmente la grandeza que se ha perdido en medio de las falsas afirmaciones metafísicas y religiosas.
Un tránsito misterioso se opera en toda gran obra de arte. Las tinieblas se metamorfosean en luz, el sueño y el ensueño en ideas, la existencia encadenada al tiempo, a la lucha, a la muerte, a la nada, a la verdad y a la ilusión, en forma pura. Esta gran liberación tiene que cumplirse para la existencia total y para la vida en su profundidad. El fundamento de nuestro ser, la potencia, es llamado a la luz en este paroxismo de tensión. Dioniso, habiendo asumido el peso de la existencia, descubre su identidad con Cristo. Se ha sobrepasado volviéndose Apolo y Sócrates, mientras que el conocimiento, salido de Sócrates, se une a la música que nace de las profundidades del alma.
¿Ascetismo? ¿Renunciamiento? No. Gozo. Gozo de gustar sin amargura, libremente, «de todas las cosas buenas». Gozo profundo: más allá del placer y del dolor.
La existencia se trasciende sin salir de ella misma. Tenemos que entrar, según Nietzsche, en la gran resurrección que seguirá al nihilismo: en la superabundancia de formas espirituales y de gozo terrestre no fingidos En la despreocupación radiante. El espíritu se vuelve otra vez niño.
Ha sido encontrada.
¿Quién? La eternidad.
Es la mar mezclada
Con el sol,
había escrito Rimbaud, evocando, como Nietzsche, la unión de las profundidades y de la luz. Las barreras entre los seres, los límites, serán rotos por Dioniso vencedor, dios de la metamorfosis que recorrerá libremente las formas.
Las posibilidades del mundo estaban agotadas. De ahí precisamente la posible novedad: participar en todo lo que fue, concentrarlo en un ser único: el superhombre.
Con el asesinato de Dios, el hombre pone fin a un «posible» que quizá habría roto el ciclo del devenir, orientándolo hacia lo infinito, es decir, hacia la persecución sin fin de lo divino. Del mismo golpe ha establecido el devenir, pero establecido la eternidad en el devenir. Está entonces presto a aceptar la vida tal cual es, precisamente porque transforma la conciencia de ella. Es preciso hacer notar aquí que para Nietzsche el problema no es transformar la vida sino justificarla tal como es.
Creador de sí mismo, el hombre comprende entonces cómo la existencia ha llegado hasta él, y se sitúa en el momento crucial del devenir: en el momento en que la vida reconoce la identidad del conocer y del ser, la identidad profunda de la potencia.