«Cualquiera que quisiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz y sígame. Porque…». («Observación de un psicólogo»: la moral cristiana es refutada por sus porqués; sus argumentos refutan, y esto es cristiano). (Marcos, 8, 34).
«No juzgaréis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados; y con la medida con que medís, os volverán a medir». (Mateo, 7, l.) ¡Qué concepto de la justicia, de un juez justo!…
«Porque si amareis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos? Y si abrazaseis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen así también los Gentiles?». (Mateo, 5, 46). Principio del amor cristiano: en fin de cuentas, quiere ser bien pagado…
«Mas si no perdonareis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas». (Mateo, 6, 15). Muy comprometedor para el susodicho Padre…
«Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas». (Mateo, 6, 33). Todas estas cosas, es decir: comida, vestidos, todo lo que hace falta en la vida. Es un error para hablar modestamente… Poco antes, Dios aparece en calidad de sastre; por lo menos, en ciertos casos…
«Gozaos en aquel día, y alegraos; porque he aquí vuestro galardón es grande en los cielos, porque así hacían sus padres a los profetas». (Lucas, 6, 23). ¡Oh cínica canalla! Ya se compara con los profetas…
«¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno violare el templo de Dios, Dios destruirá al tal; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es». (Pablo, a los corintios, I, 3, 16). Cosas como ésta no serán nunca bastante despreciadas…
«¿O no sabéis que los santos han de juzgar al mundo? Y si el mundo ha de ser juzgado por vosotros, ¿sois indignos de juzgar cosas muy pequeñas?». (Pablo, a los corintios, I, 6, 2.) Desgraciadamente, esto no es sólo el discurso de un loco… Este terrible mentidor continúa, textualmente, así: «¿O no sabéis que hemos de juzgar a los ángeles? ¿Cuánto más las cosas de este siglo?».
«¿No ha enloquecido Dios la sabiduría del mundo? Porque por no haber el mundo conocido la sabiduría de Dios, a Dios por sabiduría, agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación. No sois muchos sabios, según la carne; no muchos poderosos, no muchos nobles. Antes, lo necio del mundo escogió Dios para avergonzarnos a los sabios; y lo flaco del mundo escogió Dios para avergonzar lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es: para que ninguna carne se jacte de su presencia». (Pablo, a los corintios, 1, 20 y sig). Para comprender este pasaje, testimonio capital de la psicología de toda moral de chandala, léase la primera parte de mi Genealogía de la moral; en ella se pone de manifiesto por primera vez la contradicción entre una moral noble y una moral de chandala, nacida del rencor y de la venganza impotente, Pablo fue el mayor de los apóstoles de la venganza…
46
¿Qué se deduce de aquí? De aquí se deduce que es conveniente ponerse los guantes cuando se lee el Nuevo Testamento. Casi nos obliga a ello la presencia de tanta impureza. Nos guardaremos de escoger para el trato cristianos primitivos, como nos guardaríamos de los judíos polacos: no hay que oponerles reparo alguno, pero tienen mal olor.
En vano he buscado en el Nuevo Testamento un rasgo simpático: nada hay en él que sea libre, benévolo, franco ni honesto. Aquí no ha comenzado todavía el humanismo, falta el instinto de limpieza; en el Nuevo Testamento no hay más que malos instintos. Todo es vileza; todo allí es un cerrar los ojos y un engañarse a sí mismo. Cuando se ha leído el Nuevo Testamento, cualquier otro libro parece limpio: para poner un ejemplo, yo, después de haber leído a san Pablo, leí con verdadero arrebato a Petronio, aquel gracioso y petulante humorista, del cual se podría decir lo que Domenico Boccaccio escribía de César Borja al duque de Parma: «Es inmortalmente sano, inmortalmente sereno y bien constituido: é tutto festo…».
Estos hipocritillas desbarran precisamente en lo esencial. Atacan, pero todo lo que es atacado por ellos se hace por esto mismo distinguido. Cuando un cristiano primitivo ataca, el atacado no resulta con mancha; por el contrario es un honor tener contra sí cristianos primitivos.
No se puede leer el Nuevo Testamento sin sentir predilección por lo que en él resulta maltratado, para no hablar de la sabiduría de este mundo, que un descarado fanfarrón intenta en vano desacreditar con predicaciones estúpidas… Hasta los escribas y los fariseos han sacado provecho de semejantes adversarios: debieron tener algún valor para ser odiados de manera tan indecente. ¡La hipocresía, he aquí un reproche que los cristianos primitivos tendrían derecho a hacer! Por último, escribas y fariseos eran privilegiados: esto basta, el odio de los chandalas no tiene necesidad de otros motivos. El primer cristiano, y temo que también el último cristiano, que acaso yo viva lo suficiente para ver, es rebelde por un profundo instinto contra todo lo que es privilegiado; vive y combate siempre por la igualdad de derechos… Si se observa mejor, no tiene elección. Si se quiere ser, personalmente, un elegido de Dios, o un templo de Dios, o un juez de los ángeles, entonces todo otro principio de elección, por ejemplo, la elección fundada en la probidad, en el espíritu y en el orgullo, en la belleza y en la libertad del corazón, se hace simplemente mundo, el mal en sí… Moraleja: toda palabra en labios de un cristiano primitivo es una mentira, cada una de sus acciones es una falsedad instintiva; todos sus valores, todos sus fines son nocivos, pero lo que odia, esto tiene valor… El cristiano, el cristiano sacerdote particularmente, es un criterio de los valores.
Debo aún añadir que en todo el Nuevo Testamento se encuentra una sola figura que se deba honrar: Pilatos, el gobernador romano. Tomar en serio un asunto entre judíos, es cosa a la que no se resuelve. Un judío de más o menos, ¿qué importancia tiene?… La noble ironía de un romano, ante el cual se ha hecho un cínico abuso de la palabra verdad, ha enriquecido el Nuevo Testamento con la única palabra que tiene valor, que es por sí la crítica y aún el aniquilamiento del Nuevo Testamento: ¿qué es la verdad?…
47
Lo que nos distingue no es el hecho de que no encontramos a Dios ni en la historia, ni en la naturaleza, ni detrás de la naturaleza, sino el hecho de que consideramos lo que se oculta bajo el nombre de Dios, no como divino, sino como miserable, absurdo, nocivo; no sólo como error, sino como delito contra la vida… Nosotros negamos a Dios en cuanto Dios… Si se nos demostrase este Dios de los cristianos, creeríamos aún menos en él. Para expresarnos con una fórmula: Deus, qualem Paulus creavit, dei negatio.
Una religión como el cristianismo, que en ningún punto se encuentra en contacto con la realidad, que se quiebra en cuanto la verdad adquiere sus derechos aún en un solo punto, debe naturalmente ser enemiga mortal de la sabiduría del mundo, o sea de la ciencia; debe aprobar todos los medios con que la disciplina del espíritu, la pureza y la serenidad en los casos de conciencia del espíritu, la noble frialdad y libertad del espíritu pueden ser envenenadas, calumniadas, difamadas. La fe como imperativo es el veto contra la ciencia; en la práctica es la mentira a toda costa… Pablo comprendió que la mentira —que la fe— es necesaria; a su vez la Iglesia, más tarde, comprendió a Pablo.
Aquel Dios que Pablo se inventó, un Dios que desacredita la sabiduría del mundo (o en sentido estricto, los dos grandes adversarios de toda superstición: la filología y la medicina), no es en realidad más que la resuelta decisión de Pablo de llamar Dios a su propia voluntad, la Thora; esto es judaico. Pablo quiere desacreditar la sabiduría del mundo: sus enemigos son los buenos filólogos y los médicos de la escuela alejandrina; a éstos les hace la guerra. En realidad, no se es filólogo y médico sin ser al mismo tiempo anticristiano. Porque en calidad de filólogos se mira detrás de los libros santos, y en calidad de médicos se ve detrás del cristiano típico la degeneración psicológica. El médico dice: Incurable; el filólogo dice: Charlatanería.
48
¿Se ha entendido bien la famosa historia que se encuentra al principio de la Biblia, la del terrible miedo de Dios ante la ciencia? No se ha comprendido. Este libro de sacerdotes por antonomasia comienza, como es justo, con la gran dificultad íntima del sacerdote: el sacerdote tiene solo peligro; por consiguiente, Dios tiene sólo un gran peligro.
El viejo Dios, todo espíritu, todo gran sacerdote, todo perfección, pasea por distracción en sus jardines; pero se aburre. En vano luchan contra el tedio los dioses mismos. ¿Qué hace Dios? Inventa al hombre; el hombre es divertido… Pero he aquí que también el hombre se aburre. La compasión de Dios por la única miseria que todos los Paraísos tienen en sí, no conoce límites: pronto creó otros animales. Primer error de Dios: el hombre no encontró divertidos a los animales —fue su amo, no quiso ser un animal. Después de esto Dios creó a la mujer. Y, en realidad, entonces acabó de aburrirse; pero acabaron también otras cosas. La mujer fue el segundo error de Dios. «La mujer es, por su naturaleza, serpiente: Eva»; esto lo sabe todo sacerdote; «de las mujeres procede todo el mal sobre la tierra»; esto también lo sabe todo sacerdote. «Por consiguiente, también de ella viene la ciencia…». Precisamente, de la mujer aprende el hombre a gustar el árbol del conocimiento…
¿Qué había sucedido? El viejo Dios se vio acometido de un tremendo error. El hombre mismo se había hecho su mayor error; Dios se había creado un rival; la ciencia nos hace iguales a Dios; ¡cuando el hombre se hace sabio han terminado los sacerdotes y los dioses! Moraleja: la ciencia es la cosa vedada en sí, es lo único vedado. La ciencia es el primer pecado, el germen de todos los pecados, el pecado original. Sólo esto es la moral. Tú no debes conocer: todo lo demás se sigue de aquí. El tremendo miedo experimentado por Dios no le impidió ser hábil. ¿Cómo nos defenderemos de la ciencia? Éste fue durante mucho tiempo su problema capital. Respuesta: ¡Arrojemos al hombre del Paraíso! La felicidad, el ocio, conducen a pensar; todos los pensamientos son malos pensamientos… El hombre no debe pensar.
Y el sacerdote en sí inventa la miseria, la muerte, los peligros mortales del parto, toda clase de sufrimientos, de dolores, de fatigas, y sobre todo la enfermedad; ¡simples medios en la lucha contra la ciencia! La miseria le impide al hombre pensar… Y, sin embargo, ¡cosa terrible!, la obra de la ciencia se eleva, llega hasta el cielo, haciendo palidecer a los dioses. ¿Qué hacer? El viejo Dios inventa la guerra, separa a los pueblos, hace que los hombres se destruyan unos a otros (los sacerdotes tuvieron siempre necesidad de la guerra). ¡De la guerra, que, entre otras cosas, es una gran perturbadora de la paz de la ciencia! ¡Oh cosa increíble! No obstante la guerra, la ciencia, la emancipación del poder del sacerdote, aumentan. Y una última decisión se presenta al viejo Dios: El hombre se ha hecho científico; no sirve, hay que ahogarlo.
49
¿Se me ha entendido? El comienzo de la Biblia contiene toda la psicología del sacerdote. El sacerdote sólo conoce un peligro: la ciencia, el sano concepto de causa y efecto. Pero la ciencia prospera conjuntamente sólo en situaciones favorables; hay que tener tiempo, hay que tener espíritu de sobra para investigar… Por consiguiente, se debe hacer al hombre infeliz: ésta fue en todo tiempo la lógica del sacerdote.
Ya se adivina qué ha entrado en el mundo con arreglo a esta lógica: el pecado. El concepto de culpa y de castigo, todo el orden moral del mundo fue inventado contra la ciencia, contra la liberación del hombre del poder del sacerdote… El hombre no debe mirar fuera de sí, sino dentro de sí; no debe mirar en las cosas con habilidad y prudencia para aprender; en general, ni debe mirar; debe sufrir… Y debe sufrir de modo que tenga constantemente necesidad del sacerdote. ¡Fuera los médicos! ¡Hay necesidad de un salvador! ¡El concepto de culpa y de castigo, comprendida la doctrina de la gracia, de la redención, del perdón —todas completas mentiras privadas de toda realidad psicológica— fue inventado para destruir en el hombre el sentido de las causas; fue un atentado contra la noción de causa y efecto! ¡Y no un atentado realizado con el puño, con el cuchillo, con la sinceridad en el odio y en el amor, sino partiendo de los instintos más viles, más astutos, más bajos! ¡Un atentado de sacerdotes! ¡Un atentado de parásitos! ¡Un vampirismo de pálidas sanguijuelas subterráneas!… Si las consecuencias naturales de una acción no son ya naturales, sino que se fantasea que sean influidas por conceptos fantasmas de la superstición, por Dios, por espíritus, por almas, como consecuencias puramente morales, como premio, castigo, indicación, medio de educación, es destruida la premisa de la ciencia y se ha cometido el mayor delito contra la humanidad. El pecado, repitámoslo, esa forma por excelencia de descaro por parte de la humanidad, fue inventado para hacer imposible la ciencia, la civilización y el ennoblecimiento del hombre; el sacerdote domina gracias a la invención del pecado.
50
Al llegar a este punto no puedo prescindir de una psicología de la fe, del creyente, a favor, como es justo, de los creyentes. Si tampoco faltan hoy personas que ignoran cuán indecoroso es el ser creyente —o cómo esto es un signo de decadencia, de falta de voluntad de vivir—, ya se sabrá mañana. Mi voz llega incluso a los duros de oído. Parece, si no he comprendido mal, que hay entre los cristianos un criterio de la verdad que se llama la prueba de la fuerza. La fe nos hace felices: luego es verdadera. Ante todo, se podría objetar aquí que la felicidad tampoco está demostrada, sino que no es más que una promesa: la felicidad va unida a las condiciones de la fe; hay que ser feliz porque se cree… Pero ¿cómo se puede demostrar que efectivamente sucede lo que el sacerdote promete al creyente en un más allá inaccesible a todo control? La presunta prueba de la fuerza es, por consiguiente, a su vez la creencia en que no faltará aquel efecto que se nos promete por la fe. Aderezado en una fórmula: «yo creo que la fe nos hace felices; por consiguiente, la fe es verdadera». Pero con esto estamos ya al cabo de la calle. Aquel «por consiguiente» es el absurdo mismo tomado como criterio de verdad.
Pero supongamos, con alguna indulgencia, que esté demostrado que la fe asegura la felicidad (que la felicidad no es sólo deseada, no es sólo prometida de labios un tanto sospechosos, de los sacerdotes): ¿fue nunca la felicidad —o para hablar técnicamente, el placer— una prueba de la verdad? Dista tanto de serlo que casi es lo contrario; en todo caso es la más vehemente sospecha contra la «verdad», cuando sentimientos de placer toman la palabra a la pregunta: ¿qué es la verdad? La prueba del placer es una prueba para el placer, nada más. ¿De dónde se podrá sacar que precisamente los juicios verdaderos causan mayor placer que los falsos, y que, de conformidad con una armonía preestablecida, llevan necesariamente consigo sentimientos placenteros? La experiencia de todos los espíritus severos y profundos enseña lo contrario. Para conquistar la verdad hay que sacrificar casi todo lo que es grato a nuestro corazón, a nuestro amor, a nuestra confianza en la vida. Para ello es necesario grandeza de alma: el servicio de la verdad es el más duro de todos los servicios. ¿Qué significa ser probo en las cosas del espíritu? Significa ser severos con nuestro propio corazón, despreciar los bellos sentimientos y formarse una conciencia de cada sí y de cada no. La fe nos hace felices, por lo tanto miente.
51
Una breve visita a un manicomio nos enseña con suficiente claridad que la fe en ciertas circunstancias hace hombres felices, que la felicidad no hace de una idea fija una idea verdadera, que la fe no transporta las montañas, sino que coloca montañas donde no las hay. Esto no convence a un sacerdote, porque éste niega por instinto que la enfermedad sea una enfermedad y el manicomio un manicomio. El cristianismo tiene necesidad de la enfermedad, casi como la Grecia tenía necesidad de un exceso de salud; hacer enfermos es la verdadera intención recóndita de todo el sistema de salvación propio de la Iglesia. Y la Iglesia misma, ¿no es el manicomio católico como último ideal? ¿La tierra, en general, como manicomio? El hombre religioso, cual le quiere la Iglesia, es un decadente típico; el momento en que una crisis religiosa se posesiona de un pueblo es siempre caracterizado por epidemias nerviosas; el mundo interno del hombre religioso se parece al mundo interior de los sobreexcitados y de los agotados, hasta el punto de confundirse con él; los más elevados estados de ánimo que el cristianismo ha colocado sobre la humanidad como valores supremos, son formas epileptoides; la Iglesia ha santificado solamente a locos o a grandes impostores in majorem dei honorem… Yo osé una vez definir todo el training cristiano de la expiación y de la redención (hoy estudiado especialmente en Inglaterra) como una locura circular producida metódicamente, como es natural, sobre un terreno ya preparado, o sea fundamentalmente morboso. Nadie es libre de llegar a ser cristiano: no se convierte la gente al cristianismo, hay que estar bastante enfermo para el cristianismo…
Nosotros, que tenemos el valor de la salud y también del desprecio, ¡cuánto derecho tenemos a despreciar una religión que enseñó a comprender mal el cuerpo, que no quiso desembarazarse de la superstición del alma!; ¡que hace un mérito de la falta de alimentación!; ¡que combate en la salud una especie de enemigo, de diablo, de tentación!; ¡que se persuadió de que es posible llevar un alma perfecta en un cuerpo cadavérico, y a este fin debió formarse una nueva concepción de la perfección, una criatura pálida, enfermiza, idiotamente fanática, la dicha santidad, la santidad que es simplemente una serie de síntomas de un cuerpo empobrecido, enervado, irremediablemente lesionado!…
El movimiento cristiano como movimiento europeo es, a priori, un movimiento colectivo de los elementos de desecho y de descarte de todo género (los cuales quieren llegar con el cristianismo al poder). No expresa el ocaso de una raza, es un agregado de formas de decadencia provenientes de todo lugar, las cuales se reúnen y se buscan. No es, como se cree, la corrupción de la antigüedad misma, de la noble antigüedad que hizo posible el cristianismo; nunca se combatirá con suficiente saña, el idiotismo erudito que aún sostiene una cosa semejante. En la época en que las capas sociales enfermizas y dañadas del chandala se cristianizaron en todo el imperio romano, el tipo opuesto, la nobleza, existía precisamente en su forma más hermosa y más dura. El gran número alcanzó el poder; el democratismo de los instintos cristianos venció… El cristianismo no fue nacional, no se concretó a una raza; se dirigió a todos los desheredados de la vida, encontró en todas partes sus aliados. El cristianismo tiene en su base el rencor de los enfermos, dirige sus instintos contra los sanos, contra la salud. Todo lo que está bien constituido, todo lo que es altivo, orgulloso, sobre todo la belleza, lastima sus ojos y sus oídos. Recordaré, una vez más, la inestimable frase de Pablo: «Lo que es débil a los ojos del mundo, lo que es loco para el mundo, lo que es innoble y despreciable para el mundo, fue elegido por Dios»; ésta fue la fórmula, in hoc signo llegó la decadencia.
Dios en la cruz, ¿todavía no se puede comprender el terrible pensamiento oculto en este símbolo? Todo lo que es sufrimiento, todo lo que está suspendido de una cruz es divino… Todos nosotros estamos suspendidos de una cruz, por consiguiente, todos nosotros somos divinos… Nosotros solos somos divinos… El cristianismo fue una victoria, por él pereció una mentalidad más noble; el cristianismo ha sido hasta hoy la más grande desgracia de la humanidad.
52
El cristianismo está también en contradicción con toda buena constitución intelectual; sólo puede valerse de la razón enferma como razón cristiana, toma el partido de todo lo que es idiota, lanza la maldición sobre el espíritu, sobre la soberbia del espíritu sano. Como la enfermedad pertenece a la esencia del cristianismo, también el estado típico de ánimo cristiano, la fe, debe ser una forma de enfermedad, y todos los caminos rectos, honrados, científicos, que conducen al conocimiento deben ser refutados por la Iglesia como caminos prohibidos. Ya la duda es un pecado… La falta completa de limpieza psicológica en el sacerdote —que se revela en su mirada— es un fenómeno y una consecuencia de la decadencia; obsérvese de un lado las mujeres histéricas, y de otro los niños de constitución raquítica, y se verá que ordinariamente, la falsedad instintiva, el placer de mentir por mentir, son manifestaciones de decadencia. La fe significa no querer saber qué es la verdad. El pietista, el sacerdote de ambos sexos, es falso porque es un enfermo, su instinto exige que la verdad no tenga razón en ningún punto.
«Lo que nos hace enfermos es bueno; lo que proviene de la abundancia, del exceso, del poder, es malo»; así piensa el creyente. Yo adivino a todo teólogo predestinado por la esclavitud a la mentira. Otro indicio del teólogo es su incapacidad para la filología. Por filología debe entenderse aquí, en sentido muy general, el arte de leer bien; de saber interpretar los hechos, sin falsearlos con interpretaciones; sin perder, por el deseo de comprender, la prudencia, la paciencia, la finura. La filología como ephexis en la interpretación; ya se trate de libros o de noticias, de periódicos, de destinos o de hechos meteorológicos, para no hablar de la salvación del alma… El modo en que un teólogo, ya se encuentre en Berlín o en Roma, interpreta una palabra de la Escritura o un acontecimiento, una victoria del ejército nacional, por ejemplo, bajo la alta luz de los salmos de David, es siempre de tal manera audaz que a un filólogo le hace perder la paciencia. ¿Y qué decir cuando los pietistas y otras vacas de Suavia justifican su miserable existencia cotidiana con el dedo de Dios, y de él hacen un milagro de la gracia, de la providencia; un milagro de santa experiencia? El más modesto empleo del espíritu, para no decir de la decencia, debería llevar a estos intérpretes a persuadirse de la completa puerilidad e indignidad de semejante abuso del dedo de Dios. Si se tuviese en el cuerpo una medida de piedad, por pequeña que fuera, un Dios que nos cura oportunamente de un constipado o nos hace salir en coche en el momento en que estalla un gran aguacero, debería ser un Dios tan absurdo que, si existiese, debería ser abolido. Un Dios cual mensajero, como cartero, como mercader, es en el fondo una palabra para indicar la más estúpida especie de todos los casos… La Divina providencia, como es aquélla en que todavía cree en la Alemania «culta» una tercera parte de los hombres, sería una objeción contra Dios como no habría otra más formidable. Y en todo caso es una objeción contra los alemanes.
53
Es tan falso que los mártires sufran algo por la verdad de una cosa, que yo me atrevería a negar que jamás un mártir haya tenido nunca nada que ver con la verdad. En el tono en que un mártir lanza a la faz del mundo su convicción, se manifiesta ya un grado tan bajo de probidad intelectual, tal obtusidad para el problema de la verdad, que nunca hace falta refutar a un mártir. La verdad no es cosa que uno posea y otro no: sólo ciudadanos o apóstoles de ciudadanos a la manera de Lutero pueden pensar así en la verdad. Se puede tener seguridad de que, según el grado de conciencia en las cosas del espíritu, la capacidad de decidir, la decisión en este punto será siempre mayor. Ser competente en cinco cosas y rehusar delicadamente ser competente en lo demás… La verdad, como entiende esta palabra todo profeta, todo librepensador, todo socialista, todo hombre de Iglesia, es una perfecta prueba del hecho de que ni siquiera ha comenzado aquella disciplina del espíritu y aquella superación de sí mismo que es necesaria para encontrar cualquier verdad, por mínima que sea.
Los mártires, dicho sea de pasada, fueron una gran desgracia en la historia, sedujeron… La conclusión de todos los idiotas, comprendidas las mujeres y el pueblo, de que tenga valor una causa por la cual alguien afronta la muerte (o una causa que, como el cristianismo primitivo, engendra epidemias de gentes que corren a la muerte), esta conclusión dificultó indeciblemente la investigación, el espíritu de la investigación y de la circunspección. Los mártires hicieron daño a la verdad… Hoy mismo basta una cierta crueldad de persecución para crear un nombre honorable a cualquier sectarismo carente en sí de valor. ¿Cómo? ¿Cambia el valor de una causa el hecho de que alguien exponga por ella la vida? Un error que llega a ser honorable es un error que posee un hechizo más para seducir: ¿creéis vosotros, señores teólogos, que vamos a daros ocasión de haceros mártires por vuestra mentira? Se refuta una cosa poniéndola cuidadosamente en hielo; así se refuta también a los teólogos…
Ésta fue, precisamente, en la historia del mundo la estupidez de todos los perseguidores: que dieron apariencia de honorabilidad a la causa de los adversarios, que les hicieron el don del hechizo, del martirio… Aún hoy la mujer se pone de rodillas ante un error, porque se le ha dicho que alguien murió por este error en la cruz. ¿Es pues, la cruz un argumento? Pero sobre todas estas cosas hay uno que ha dicho la palabra de que había necesidad desde hace miles de años: Zaratustra.
«Éstos escribieron signos de sangre sobre la senda que recorrieron, y su locura enseñó que con la sangre se demuestra la verdad.
»Pero la sangre es el peor testimonio de la verdad; la sangre envenena la más pura doctrina y la cambia en locura y odio de los corazones.
»Y si alguien corre al fuego por su doctrina, ¿qué prueba esto? Más verdad es que la propia doctrina surge del propio incendio».
54
No nos dejemos engañar; los grandes espíritus son escépticos. Zaratustra es un escéptico. La fortaleza, la libertad proveniente de la fuerza y del exceso de fuerza del espíritu se demuestra mediante el escepticismo. Los hombres de convicciones no merecen ser tomados en consideración para todos los principios fundamentales de valor y no valor. Las convicciones son prisiones. Los convencidos no ven bastante lejos, no ven por debajo de sí; pero para poder hablar de valor y no valor se deben mirar quinientas convicciones por bajo de sí, detrás de sí… Un espíritu que apetezca cosas grandes y que quiera también los medios para conseguirlas, es necesariamente escéptico. La libertad de toda clase de convicciones forma parte de la fuerza, la facultad de mirar libremente… La gran pasión, la base y la potencia del propio ser, aun más iluminada y más despótica que él mismo, toma todo su intelecto a su servicio; nos limpia de escrúpulos; nos da el valor hasta de usar medios impíos; en ciertas circunstancias nos concede convicciones. La convicción puede ser medio: muchas cosas se consiguen sólo por medio de una convicción. La gran pasión tiene necesidad de convicciones, hace uso de ellas, pero no se somete a ellas, se sabe soberana.
Viceversa, la necesidad de creer, la necesidad de un absoluto en el sí y en el no, el carlylismo, si se me permite la expresión, es una necesidad de los débiles. El hombre de la fe, el creyente de todo género, es necesariamente un hombre dependiente, un hombre que no puede ponerse como fin, que no puede en general poner fines sacándolos de sí. El creyente no se pertenece a sí mismo, sólo puede ser un medio, debe ser empleado, tiene necesidad de alguien que se valga de él. Su instinto atribuye el supremo honor a la moral de la despersonalización; a ésta le persuade todo: su habilidad, su experiencia, su vanidad. Toda especie de fe es una expresión de despersonalización, de renuncia de sí mismo… Si pensamos cuán necesario es a la mayor parte de los hombres un regulador que les ligue y les fije desde el exterior, y cuánto la constricción, o en sentido más elevado, la esclavitud, es la única y última condición en que prospera el hombre débil de voluntad, y especialmente la mujer, se comprende también la convicción o fe. El hombre de convicciones tiene en la fe su espina dorsal. No ver muchas cosas, no sentirse cautivo de nada, ser siempre hombre de partido, tener una óptica severa y necesaria en todos los valores, todo esto es condición de la existencia de semejante especie de hombres. Pero con esto se es lo contrario, el antagonista del veraz, de la verdad… El creyente no es libre de tener en general una conciencia para el problema de verdadero y no verdadero: el ser leales en este punto sería pronto su ruina. La dependencia patológica de su óptica hace del hombre convencido un fanático —Savonarola, Lutero, Rousseau, Robespierre, Saint-Simon—, el tipo opuesto del espíritu fuerte y libre. Pero las grandes actitudes de estos espíritus enfermos, de estos epilépticos de la idea, impresionan a la masa; los fanáticos son pintorescos, la humanidad prefiere ver actitudes a oír argumentos…
55
Demos un paso más en la psicología de la convicción, de la fe. Ya durante largo tiempo he invitado yo a considerar si las convicciones no son enemigas más peligrosas de la verdad que las mentiras —Humano, demasiado humano, I, aforismo 483. Ahora quisiera plantear la pregunta decisiva: ¿Existe en general una contradicción entre la convicción y la mentira? Todos creen que sí; pero ¡qué no cree la gente! Toda convicción tiene su historia, sus formas previas, sus errores; se convierte en convicción después de mucho tiempo de no serlo, después de haber sido durante largo tiempo apenas tal convicción. ¿Cómo? ¿No podría también existir la mentira en estas formas embrionarias de la convicción? Algunas veces sólo hubo necesidad de un cambio de persona: en el hijo llega a ser convicción lo que en el padre era todavía mentira. Por mentira entiendo yo no querer ver una cosa que se ve, no querer verla en el modo que se la ve; no tiene importancia el hecho de que la mentira se realice ante testigos o sin testigos. La mentira más común es aquélla con la que nos engañamos a nosotros mismos; mentir a los demás es relativamente el caso excepcional.
Ahora bien: este negarse a ver lo que se ve, éste no querer ver en el modo que se ve una cosa, es casi la primera condición de todos los que forman un partido, en cualquier sentido; el hombre de partido se hace necesariamente un hombre que miente.
Por ejemplo, los historiadores alemanes están convencidos de que Roma fue el despotismo, que los alemanes han traído al mundo el espíritu de libertad. ¿Qué diferencia hay entre esta convicción y una mentira? ¿Nos podríamos asombrar si por instinto todos los partidos, aún el partido de los historiadores alemanes, tuvieran en la boca las grandes frases de la moral, si la moral sobrevive casi sólo porque el hombre de partido de cualquier género tiene necesidad de ellas a cada instante? «Ésta es nuestra convicción: nosotros la profesamos a la faz de todo el mundo, vivimos y morimos por ella —¡respetad a todo el que tiene convicciones!»; cosas de esta índole he oído yo, hasta en boca de los antisemitas. ¡Al contrario, señores míos! Un antisemita no es más respetable por el hecho de que mienta sistemáticamente… Los sacerdotes, que en tales cosas son más sutiles y comprenden perfectamente la objeción implícita en el concepto de convicción, o sea de la mentira sistemática, porque va dirigida a un fin, han heredado de los hebreos la habilidad de introducir en este lugar la idea de Dios, voluntad de Dios, revelación divina. El mismo Kant, con su imperativo categórico, se encontró en el mismo caso: aquí su razón se hizo práctica.
Hay problemas en los que la decisión sobre la verdad o falsedad que contienen no está concedida al hombre: todos los más elevados problemas, todos los sublimes problemas de valor se encuentran más allá de la razón humana… Comprender los límites de la razón, esto es precisamente la filosofía… ¿A qué fin concedió Dios al hombre la revelación? ¿Habría hecho cosa superflua? El hombre no puede saber por sí mismo qué es el bien y el mal; por eso Dios le enseñó su voluntad… Moraleja: el sacerdote no miente, no existe el problema de verdadero o no verdadero en las cosas de que hablan los sacerdotes; estas cosas no permiten mentir. Porque para mentir se debería poder decidir qué es lo verdadero; pero el hombre no puede hacer esto; por consiguiente, el sacerdote no es más que el intérprete de Dios.
Semejante silogismo de los sacerdotes no es simplemente judaico y cristiano: el derecho de mentir y la habilidad de la revelación son propios del tipo sacerdote, tanto de los sacerdotes de la decadencia como de los del paganismo (paganos son aquéllos que dicen sí a la vida, para los cuales Dios es la palabra para decir sí a todas las cosas). La ley, la voluntad de Dios, el libro sagrado, la inspiración, son sólo palabras para indicar las condiciones en las cuales el sacerdote adquiere el poder, por las cuales conserva su poder; estos conceptos se encuentran en la base de todas las organizaciones sacerdotales, de todas las formaciones sacerdotales y filosófico-sacerdotales. La santa mentira es común a Confucio, al Código de Manú, a Mahoma, a la Iglesia cristiana: no falta en Platón. La verdad está aquí; estas palabras, dondequiera que son pronunciadas, significan: el sacerdote miente…
56
Finalmente, es importante el fin por el cual se miente. Mi objeción contra los medios empleados por el cristianismo es ésta: que en él faltan los fines santos. Sólo fines malos: envenenamiento, calumnias, negación de la vida, desprecio del cuerpo, envilecimiento y corrupción del hombre mediante el concepto de pecado; por consiguiente, también sus medios son malos.
Yo leo con sentimiento opuesto el Código de Manú, obra incomparablemente más intelectual y superior; sería un pecado contra el Espíritu el nombrarle juntamente con la Biblia. Pronto se comprende por qué: porque tiene detrás de sí una verdadera filosofía; la tiene en sí, y no solamente un judaísmo maloliente, mezcla de rabinismo y de superstición; da a morder algo, hasta al psicólogo más estragado. No olvidemos lo principal, la diferencia fundamental de toda especie de Biblia; con el Código de Manú, las clases nobles, los filósofos y los guerreros conservan su poder sobre las masas: por todas partes valores nobles, un sentido de perfección, una afirmación de la vida, un sentimiento triunfal de satisfacción de sí mismo y de la vida, sobre todo el libro brilla el sol. Todas las cosas sobre las cuales el cristiano desahoga su inagotable vulgaridad, por ejemplo, la generación, la mujer, el matrimonio, son tratadas aquí seriamente, con respeto, con amor y confianza. ¿Cómo poner en las manos de las mujeres y de los niños un libro que contiene aquellas abyectas palabras: «Para evitar la prostitución que tenga cada uno una mujer propia y cada mujer un hombre…; es mejor casarse que abrasarse?». Y ¿se puede ser cristiano siendo así que con el concepto de la inmaculada concepción el nacimiento del hombre es cristianizado, esto es, maculado?…
Yo no conozco libro alguno en que se diga a la mujer tantas cosas buenas y tiernas como en el Código de Manú; aquellos viejos santones tratan a la mujer con una gracia y delicadeza que acaso no ha sido superada nunca. «La boca de una mujer —se lee allí—, el seno de una joven, la oración de un niño, el humo del sacrificio, son siempre puros». Y en otro lugar: «No hay nada más puro que la luz del sol, la sombra de una vaca, el aire, el agua, el fuego y la respiración de una joven». Un último pasaje, que es quizá también una santa mentira: «Todas las aberturas del cuerpo por encima del Ombligo son puras, las de debajo son impuras. Sólo en la virgen es puro todo el cuerpo».
57
Se toma en flagrante la insania de los medios de que se vale el cristiano cuando se compara el fin del cristianismo con el del Código de Manú; cuando se pone de manifiesto este contraste de fines. El crítico del cristianismo no puede menos de hacerle despreciable. Un Código como el de Manú, nace como nace todo buen Código: resume la experiencia, la sabiduría y la moral experimental de largos milenios; concluye, no crea. La premisa de una codificación de este género es el juicio que los medios con que crear autoridad a una verdad conquistada lentamente y a caro precio sean profundamente diversos de aquéllos por los que se podría demostrar aquella verdad. Un Código no relata nunca la utilidad, las razones, la casuística de los precedentes de una ley: porque con ello perdería el tono imperativo, el tú debes, la condición para ser obedecido. El problema estriba precisamente en esto.
En un cierto punto de la evolución de un pueblo, la clase más juiciosa, o sea la que sabe mirar atrás y a lo lejos, declara establecida la práctica según la cual se debe o se puede vivir.
El fin de esta clase es hacer una recolección lo más posible rica y constante de los tiempos de experimentación y de las malas experiencias. Ante todo, de lo que nos debemos guardar es de la continuación del experimento, de la preexistencia de un estado fluido de valores, del indagar, del elegir, del criticar los valores hasta el infinito. Contra esto se alza un doble muro; ante todo la revelación, o sea la afirmación de que la razón de aquellas leyes no es de origen humano, no ha sido buscada y encontrada lentamente entre errores, sino que ésta, como de origen divino, es completa, perfecta, sin historia, un don, un milagro, simplemente comunicada… En segundo lugar, la tradición, o sea la afirmación de que la ley existía ya desde tiempo antiquísimo, y que el ponerla en duda sería contrario a la piedad, sería un delito contra los antepasados. La autoridad de la ley se funda en estas dos tesis: Dios la dio, los antepasados la observaron.
La razón superior de semejante procedimiento se encuentra en la intención de constreñir a la conciencia a que se retire, paso a paso, de la vida reconocida por justa (o sea demostrada por una experiencia enorme y sutilmente tamizada), de modo que se consiga el perfecto automatismo del instinto; esta premisa de todo género de maestría y de perfección en el arte de la vida. Fijar un Código a la manera de Manú significa brindar a un pueblo la facultad de hacerse maestro, de llegar a ser perfecto, de aspirar al supremo arte de vida. «A tal fin hay que hacerle inconsciente»; tal es el fin de toda santa mentira.
La ordenación de las castas, la ley suprema y dominante, es sólo la sanción de una ordenación natural, de una ley natural de primer orden, sobre la cual no tiene poder ningún arbitrio, ninguna idea moderna. En toda sociedad sana se distinguen entre sí, condicionándose recíprocamente, tres tipos, que fisiológicamente tienen una gravitación distinta, cada uno de los cuales tiene su propia higiene, un campo de trabajo propio, una cualidad propia de sentimientos de la perfección y de la maestría. La naturaleza y no Manú es la que separa a los hombres que dominan por su entendimiento, por la fuerza de los músculos o del carácter, de aquéllos que no se distinguen por ninguna de estas cosas de los mediocres; estos últimos constituyen el mayor número, los otros son la flor de la sociedad. La clase más alta —yo la llamo los poquísimos— por ser perfecta tiene también los privilegios correspondientes a los poquísimos: entre los cuales está el representar la felicidad, la belleza, la bondad en la tierra. Únicamente a los hombres más intelectuales les es permitida la belleza: sólo en ellos no es debilidad la bondad. Pulchrum est paucorum hominum; la belleza es un privilegio. Nada es menos permitido a aquéllos que las maneras feas o una mirada pesimista, una mirada que afea, o una indignación ante el aspecto de conjunto de las cosas. La indignación es el privilegio del chandala; e igualmente el pesimismo. El mundo es perfecto; así habla el instinto de los más intelectuales, el instinto que afirma: la imperfección, las cosas de todo género que están por bajo de nosotros, la distancia, el pathos de la distancia, el chandala mismo forma parte también de esta perfección.
Los hombres más intelectuales, como son fuertes, encuentran su felicidad allí donde otros encontrarían su ruina: en el laberinto, en la dureza consigo mismos y con los demás, en el experimento; su goce consiste en vencerse a sí mismos; el ascetismo es en ellos necesidad, instinto; y para ellos es un recreo jugar con vicios que destruirían a otros… El conocimiento es una forma del ascetismo.
Éstos son la especie más honorable de hombres: esto no excluye que sean la especie más serena y más amable. Dominan, no porque quieran, sino porque existen; no les es lícito ser los segundos. Los segundos: tales son los guardianes del derecho, los administradores del orden y de la seguridad, los nobles guerreros y sobre todo el rey considerado como la más alta fórmula del guerrero, del juez y del conservador de la ley. Los segundos son los ejecutores de los intelectuales; la cosa más próxima a ellos, los que les quitan todo lo que es grosero en el trabajo de dominación, su séquito, su mano derecha, sus mejores discípulos. En todo esto, lo repetimos, no hay nada de arbitrario, nada de fatal, lo que es diverso es artificial, entonces se hace daño a la naturaleza…
La ordenación de las castas, la jerarquía, formula solamente la ley suprema de la vida misma; la separación de los tres tipos es necesaria para la conservación de la sociedad para hacer posibles tipos más altos y altísimos; la desigualdad de los derechos es precisamente la condición para que haya derechos en general. Un derecho es un privilegio. Según su modo de ser cada cual tiene su privilegio. No despreciamos los derechos de los mediocres. La vida es siempre más dura conforme se va elevando —aumenta el frío—, aumenta la responsabilidad. Una gran civilización es una pirámide: sólo puede vivir en un terreno amplio, tiene como primera condición una mediocridad fuerte y sanamente consolidada. El oficio, el comercio, la agricultura, la ciencia, gran parte del arte; en una palabra, todo el complejo de la actividad profesional se armoniza únicamente con la moderación en el poder y en el desear; estaría fuera de lugar entre las excepciones, el instinto que le es propio contradiría tanto el aristocratismo como el anarquismo. Para ser una utilidad pública, una rueda, una función, es necesario un destino natural: lo que hace de los hombres máquinas inteligentes no es la sociedad, no es el género de felicidad de que son simplemente capaces la mayor parte de los hombres. Para los mediocres, ser mediocres es una felicidad; la maestría en una sola cosa; la especialidad es para los mediocres un instinto natural. Sería totalmente indigno de un espíritu profundo ver ya una objeción en la mediocridad en sí. Es, por el contrario, la primera cosa necesaria para que pueda haber excepciones; una alta civilización tiene por condición la mediocridad. Si el hombre de excepción maneja precisamente a los mediocres con manos más delicadas que las que emplea para manejarse él y a sus iguales, ésta no es sólo una cortesía del corazón; es simplemente su deber… ¿A quiénes odio yo más entre la plebe moderna? A la plebe socialista, a los apóstoles de los Tschandala, que minan en el obrero el instinto, el goce, el sentimiento de contentarse con su propia existencia pequeña, que le hacen envidioso, que le enseñan la venganza… La injusticia no se encuentra nunca en la desigualdad de derechos; se encuentra en la exigencia de derechos iguales… ¿Qué es lo malo? Pues ya lo he dicho: todo, lo que nace de la debilidad, de envidia, de venganza. El anarquista y el cristiano tienen un mismo origen.
58
En realidad, el fin porque se miente constituye una diferencia: según que con este fin se quiera conservar o destruir. Se puede instituir una igualdad perfecta entre el cristiano y el anarquista: su objeto, su instinto, tiende solamente a la destrucción. Basta leer la historia para sacar de ella la prueba de esta afirmación: la historia la presenta con terrible claridad. Ya hemos aprendido a conocer un Código religioso que tiene por objeto perpetuar la más alta condición de prosperidad de la vida, esto es, una gran organización de la sociedad; el cristianismo encontró su misión de poner término precisamente a tal organización, porque en ella la vida prosperaba. Con esto, los resultados de la razón durante largas épocas de experiencia y de incertidumbre debían ser empleados para una remota utilidad, y la cosecha debía ser tan grande, tan rica, tan completa como fuera posible: aquí, por el contrario, la cosecha fue envenenada por la noche… Lo que existía aere perennius, el imperium romanum, la más grandiosa forma de organización en circunstancias difíciles hasta ahora realizada, en comparación con la cual todo lo anterior, todo lo posterior es artificio, chapucería, diletantismo; aquellos santos anarquistas se impusieron el religioso deber de destruirlo, de destruir el mundo, esto es, el imperium romanum, hasta que no quedase piedra sobre piedra, hasta que los germanos y otros rudos campesinos se hicieron dueños de él. El cristiano y el anarquista: ambos decadentes, ambos incapaces de obrar de otro modo que disolviendo, envenenando, entristeciendo, chupando sangre; ambos poseídos del instinto del odio mortal contra todo lo que existe, lo que es grande, lo que dura, lo que promete un porvenir a la vida… El cristianismo fue el vampiro del imperium romanum; una noche hizo inconsciente la obra enorme de los romanos, la de conquistar el terreno para una gran civilización que tuviera para sí el tiempo.
¿No se comprende todavía? El imperium romanum que nosotros conocemos, que la historia de las provincias romanas nos muestra cada vez mejor, esta admirable obra de arte de gran estilo, fue un comienzo, su construcción estaba calculada para demostrar su bondad en miles de años; hasta hoy no se construyó nunca, ni siquiera se soñó nunca construir en igual medida subspecie aeterni.
Esta organización era bastante sólida para soportar malos emperadores: la calidad de las personas no tiene nada que ver en estas cosas, primer principio de toda gran arquitectura. Pero este principio no fue bastante sólido contra la más corrompida especie de corrupción, contra los cristianos… Este oculto gusano, que en la noche, en la niebla y en el equívoco se insinuaba entre todos los individuos y quitaba a todo individuo la seriedad para las cosas verdaderas, el instinto en general para la realidad, esta banda vil, afeminada y dulzona, fue poco a poco haciendo extrañas a las almas a aquella prodigiosa construcción, esto es, aquellas naturalezas preciosas, virilmente nobles, que en la causa de Roma vieron su propia causa, su propia seriedad, su propio orgullo. La socarronería de los hipócritas, el secreto de los conventículos, conceptos sombríos como infierno, sacrificio del inocente, unio mystica al beber la sangre, sobre todo el fuego de la venganza lentamente avivado, de la venganza del chandala, esto venció a Roma, la misma especie de religión a la cual, en la forma en que preexistió, ya Epicuro le había declarado la guerra. Léase a Lucrecio para comprender qué fue lo que Epicuro combatió; no fue el paganismo, sino el cristianismo, o sea la corrupción de las almas por obra del concepto de culpa, de castigo y de inmortalidad. Combatió los cultos subterráneos, todo el cristianismo latente; negar la inmortalidad fue ya una verdadera liberación. Y Epicuro hubiera vencido, todo espíritu culto era epicúreo en el Imperio romano: entonces apareció Pablo… Pablo, el odio contra el mundo, el hebreo, el hebreo errante por excelencia… Comprendió que con el pequeño movimiento sectario cristiano, se podría, fuera del cristianismo, provocar un incendio mortal, como con el símbolo de Dios en la Cruz se podría reunir, para hacer con ello un poder enorme, todo lo que estaba abajo y tenía secretas intenciones de revuelta, todo el conjunto de movimientos anárquicos en el imperio. La salvación viene de los judíos. El cristianismo fue una fórmula para superar y sumar los cultos subterráneos de todas clases, el de Osiris, el de la Gran Madre, el de Mitra, por ejemplo; en esta visión consistió el genio de Pablo. En este punto su instinto fue tan seguro que puso en labios, y no sólo en labios, del Salvador, las ideas con que seducían las religiones de los chandalas, haciendo descarada violencia a la verdad; y en hacer del Salvador una cosa que pudiera comprenderla también un sacerdote de Mitra… Éste fue su momento de Damasco: comprendió que tenía necesidad de la creencia en la inmortalidad para desacreditar el mundo, y que el concepto de infierno vencería también de Roma, que con el más allá se destruye la vida… Nihilista y cristiano son cosas que van de acuerdo…
59