Chapter 5 - 5

Transcurrieron seguramente cinco o seis años antes de que me encontrara otra vez con el señor Sommer, la última. Desde luego, lo había visto con frecuencia; habría sido casi imposible no verle estando como estaba siempre dando vueltas de un lado para otro, por la carretera, por los caminos del lago, por el campo o por el bosque. Pero no me había fijado en él, creo que, de tanto verlo, ya nadie reparaba en él. Era como si se hubiera convertido en un elemento del paisaje que uno da por descontado, porque no vas a estar diciendo todos los días con sorpresa: «¡Mira, la torre de la iglesia! ¡Mira, la montaña del colegio! ¡Mira, el autobús…!». Todo lo más, si el domingo por la tarde, camino de las carreras, mi padre y yo pasábamos por su lado en el coche, decíamos bromeando: «¡Mira, el señor Sommer, el que se juega la vida!», pero, en realidad, no nos referíamos a él, sino al día de la granizada de hacía muchos, muchos años, en que mi padre había utilizado esta frase hecha.

Se decía que su mujer, la que hacía muñecas, había muerto, pero no se sabía exactamente cuándo ni dónde, y nadie había ido al entierro. El señor Sommer ya no vivía en el sótano del pintor Stanglmeier —allí vivían ahora Rita y su marido—, sino un par de casas más allá, en la buhardilla del pescador Riedl. Pero, según dijo más tarde la señora Riedl, allí paraba poco y, si iba, era sólo un momento, a comer algo o a tomar una taza de té, y se marchaba otra vez. A menudo no aparecía en varios días, ni a dormir; nadie sabía dónde había estado, dónde había pasado la noche, ni si por la noche había dormido o había caminado, como durante el día. Tampoco interesaba. Ahora la gente tenía otras preocupaciones. Pensaban en el coche, en la lavadora, en los aspersores del césped y no en dónde pasaba la noche un viejo raro. Hablaban de lo que habían oído por la radio o visto por la televisión, o del nuevo supermercado de la señora Hirt, y no del señor Sommer, desde luego. A pesar de que aún se le veía, ya nadie reparaba en él. Era como si el tiempo ya no contara para él, como suele decirse.

¡Pero para mí sí contaba! Yo iba con el tiempo y, muchas veces, por delante de él, o así me lo parecía. Medía casi un metro setenta, pesaba cuarenta y nueve kilos y calzaba el cuarenta y uno. Ya iba a la quinta clase del Instituto. Había leído todos los cuentos de los hermanos Grimm y la mitad de los de Maupassant. Había fumado medio cigarrillo y visto en el cine dos películas sobre una emperatriz de Austria. Ya no me faltaba mucho para conseguir el ansiado carnet de estudiante con la estampilla roja de «mayor de 16 años» que me permitiría ver películas no aptas para niños y permanecer en locales públicos hasta las diez de la noche, sin estar acompañado por «padres o tutores». Sabía resolver ecuaciones con varias incógnitas, montar un receptor de galena para onda media y recitar de memoria el principio de De bello Galileo y los primeros versos de la Odisea, esto último a pesar de no saber ni una palabra de griego. Al piano ya no tocaba cosas de Diabelli ni del aborrecido Hässler, sino, además de blues y boogie-woogie, piezas de compositores tan importantes como Haydn, Schumann, Beethoven y Chopin, y soportaba estoicamente y hasta con cierto regocijo interior los ocasionales accesos de ira de la señorita Funkel.

Ya casi no trepaba a los árboles. Pero tenía mi propia bicicleta, precisamente la que fuera de mi hermano, con manillar de carreras y tres marchas. Con ella había pulverizado, nada menos que en treinta y cinco segundos, el récord de la distancia entre Unternsee y Villa Funkel, rebajándolo de trece minutos y medio a doce minutos cincuenta y cinco segundos —cronometrados con mi propio reloj. Dicho sea con modestia, me había convertido en un ciclista consumado, no sólo por velocidad y resistencia sino también por habilidad. Conducir o tomar una curva sin manos, virar sin poner el pie en el suelo o derrapando, no tenía secretos para mí. Incluso podía ponerme de pie en el portapaquetes durante la marcha; una proeza inútil pero artística e impresionante, prueba elocuente de mi ahora ilimitada confianza en el mantenimiento del impulso inicial. Mi antiguo escepticismo hacia la bicicleta había desaparecido por completo, tanto en el aspecto teórico como en el práctico. Yo era un ciclista entusiasta. Ir en bicicleta era casi como volar.

Desde luego, también en aquella época había cosas que me amargaban la existencia, especialmente la circunstancia de no disponer de una radio de onda corta, lo que me impedía escuchar la novela policiaca de los jueves, de diez a once, y tenía que conformarme con que mi amigo Cornelius Michel me la contara, mal que bien, al día siguiente en el autobús de la escuela; y la circunstancia de no tener televisor en casa. «En mi casa no entra un televisor —decretó mi padre, que había nacido el mismo año en que murió Giuseppe Verdi—. La televisión mina la afición a hacer música en el hogar, estropea la vista, perturba la convivencia familiar y fomenta la estupidez general[5]». Desgraciadamente, en esta cuestión mi madre no le llevaba la contraria. Por consiguiente, yo tenía que ir a casa de mi amigo Cornelius Michel para degustar alguna que otra vez bocados culturales tales como Mamá nos complica la vida, Lassie o Las aventuras de Hiram Holliday.

Por desgracia, casi todas estas emisiones correspondían a la programación de tarde, que terminaba a las ocho en punto, antes de que empezara el telediario. Pero a las ocho en punto yo tenía que estar en mi casa, con las manos limpias y sentado a la mesa. Y, puesto que es imposible estar en dos sitios a la vez, sobre todo cuando entre uno y otro hay una distancia de siete minutos y medio en bicicleta —además de lo que se tarda en lavarse las manos—, mis escapadas televisivas provocaban el clásico conflicto entre obligación y devoción. Porque o me marchaba siete minutos y medio antes de que terminara la película y me perdía el desenlace, o me quedaba hasta el final y llegaba siete minutos y medio tarde a la cena, exponiéndome a los reproches de mi madre y a la triunfal diatriba de mi padre contra la televisión destructora de la armonía familiar. Creo que aquella fase de mi vida quedó marcada por conflictos de esta o parecida índole. Continuamente tenías que hacer esto o lo otro, o no podías hacer esto, o era preferible que…, siempre se esperaba algo de ti, se te recomendaba algo, se te exigía algo: ¡haz esto!, ¡haz lo otro!, ¡pero no te olvides de lo de más allá!, ¿ya has terminado eso?, ¿has ido allí?, ¿dónde has estado hasta estas horas?… siempre presión, siempre obligación, siempre falta de tiempo, siempre el reloj delante de las narices. Pocas veces te dejaban en paz… Pero no quiero perderme en lamentaciones ni desahogarme hablando de mis conflictos juveniles. Será preferible que me rasque rápidamente el occipital, dando, quizá, un par de golpecitos con el dedo medio en el lugar que ya saben y procure concentrarme en lo que, al parecer, era mi intención explicar; es decir, mi último encuentro con el señor Sommer y el final de su historia y de este relato.

Era otoño, después de una de mis veladas televisivas en casa de Cornelius Michel. La película era muy pesada, se veía venir el final y yo me marché de casa de los Michel a las ocho menos cinco, para llegar a cenar con cierta puntualidad.

Ya había oscurecido y sólo en el oeste, sobre el lago, quedaba en el cielo una claridad gris. Yo iba sin luz, en primer lugar porque el faro casi nunca funcionaba, ya fuera por culpa de la bombilla, del portalámparas o del cable, y en segundo lugar porque si conectaba la dinamo, ésta frenaba sensiblemente la rueda, prolongando el viaje hasta Unternsee en más de un minuto. Además, no necesitaba luz. Hubiera podido recorrer aquel trayecto dormido, y hasta en la noche más negra, el asfalto de la estrecha carretera siempre era un poco más oscuro que las cercas de los jardines que había a un lado y los arbustos del otro lado, por lo que no tenías más que ir por lo negro.

Yo corría en la noche que empezaba, inclinado sobre el manillar, en tercera. El viento de la marcha me silbaba en los oídos, hacía fresco, humedad y, de vez en cuando, olía a humo.

Aproximadamente a la mitad del trayecto —en este punto la carretera se alejaba un poco del lago para rodear una gravera detrás de la que empezaba el bosque— saltó la cadena. Por desgracia era un contratiempo frecuente, debido a un defecto del cambio de marchas que, por lo demás, funcionaba a la perfección: un muelle flojo que no tensaba la cadena. Yo había pasado tardes enteras tratando de resolver el problema, sin resultado. De modo que paré, bajé y me incliné sobre la rueda trasera, para soltar la cadena que había quedado aprisionada entre la corona dentada y el cuadro, y hacerla engranar otra vez moviendo los pedales. Estaba tan familiarizado con la operación que podía realizarla sin dificultad incluso a oscuras. Lo malo era que te ensuciabas los dedos de grasa. Por lo tanto, después de poner en su sitio la cadena, crucé al lado del lago para limpiarme las manos en las grandes hojas secas de un arce. Al doblar las ramas hacia abajo, pude ver todo el lago. Parecía un espejo grande y claro. Y, al borde del espejo, estaba el señor Sommer.

En un primer momento, me pareció que no llevaba zapatos. Después vi que el agua le cubría las botas y que estaba a un par de metros de la orilla, de espaldas a mí, mirando hacia el oeste, hacia la otra orilla donde, detrás de las montañas, aún quedaba una franja de luz de un blanco amarillento. Estaba plantado como un poste, una silueta oscura que se recortaba en el claro espejo del lago, con su largo bastón ondulado en la mano derecha y el sombrero de paja en la cabeza.

Y entonces, de pronto, echó a andar. Paso a paso, moviendo el bastón adelante y atrás para darse impulso, el señor Sommer entraba en el lago como si caminara sobre terreno seco, con su andar presuroso y decidido, en línea recta hacia el oeste. En este lugar, el lago tiene muy poca pendiente. Ya había recorrido veinte metros y el agua todavía le llegaba a la cadera, cuando le llegó al pecho, él ya estaba a más de un tiro de piedra de la orilla, y seguía andando, con un paso que ahora el agua hacía más lento, pero sin detenerse, sin vacilar ni un momento, decidido, como si estuviera ansioso por llegar al agua profunda, y hasta tiró el bastón y remó con los brazos.

Yo le miraba desde la orilla con los ojos redondos y la boca abierta, supongo que con la cara que se te pone cuando te cuentan algo apasionante. No estaba asustado, sino más bien pasmado ante lo que veía, fascinado, sin comprender la enormidad del acto, desde luego. Al principio, pensé que el señor Sommer estaría buscando algo que se le había caído al agua, pero ¿quién se metería en el agua a buscar algo con las botas puestas? Luego, cuando echó a andar, pensé que iba a darse un baño, pero ¿quién tomaría un baño completamente vestido, de noche y en octubre? Y, finalmente, cuando se adentraba en el agua, tuve el absurdo pensamiento de que pretendía cruzar el lago a pie —no nadando; ni un segundo pensé en que fuera a nadar: el señor Sommer y la natación no concordaban. Cruzar el lago a pie, caminando por el fondo, a cien metros de profundidad, cinco kilómetros hasta la otra orilla.

Ahora el agua le llegaba a los hombros, ahora, al cuello… y él seguía avanzando, lago adentro… y entonces volvía a asomar el cuerpo fuera del agua, como si creciera, al encontrar una elevación del fondo. El agua le llegaba otra vez a los hombros y él seguía adelante, sin detenerse, y volvía a hundirse, hasta el cuello, hasta la nuez, hasta la barbilla… y hasta entonces no empecé a sospechar lo que ocurría, pero no me moví, no grité: «¡Señor Sommer! ¡Deténgase! ¡Vuelva!», ni eché a correr en busca de ayuda; no miré si había por allí un bote, una balsa, un colchón neumático; ni un momento aparté la mirada de aquel puntito que se hundía a lo lejos.

Y entonces, de pronto, desapareció. En el agua sólo quedaba el sombrero de paja. Y después de un tiempo espantosamente largo, quizá medio minuto, quizá un minuto entero, subieron a la superficie unas burbujas grandes; luego, nada más. Sólo aquel sombrero ridículo que ahora, lentamente, flotaba hacia el suroeste. Yo me quedé mirándolo mucho rato, hasta que desapareció a lo lejos entre la bruma.