Chapter 6 - 6

Pasaron dos semanas antes de que alguien notara la desaparición del señor Sommer. La primera en darse cuenta fue la mujer del pescador Riedl, preocupada por el cobro del alquiler de su buhardilla. Como, al cabo de dos semanas, el señor Sommer siguiera sin aparecer, ella se lo dijo a la señora Stanglmeier y la señora Stanglmeier lo comentó con la señora Hirt, quien, a su vez, preguntó por él a sus clientes. Pero nadie había visto al señor Sommer ni sabía su paradero, y al cabo de otras dos semanas, el pescador Riedl decidió denunciar su desaparición a la policía. Varias semanas después, en la sección local del periódico, apareció un pequeño anuncio con una vieja foto de pasaporte en la que nadie hubiera reconocido al señor Sommer con aquella cabellera negra, la cara joven, la mirada franca y una sonrisa de seguridad, casi de audacia, en los labios. Y, al pie de la foto, se pudo leer por primera vez el nombre completo del señor Sommer: Maximilian Ernst Ägidius Sommer.

Durante algún tiempo, el señor Sommer y su misteriosa desaparición fueron tema de conversación cotidiana en el pueblo.

—Será que ha acabado de volverse loco —decían muchos—, se ha perdido y no sabe volver. Seguramente, ha olvidado hasta cómo se llama y dónde vive.

—Quizá haya emigrado —decían otros—. Al Canadá o a Australia, porque, con su claustrofobia, Europa se le había quedado pequeña.

—Se ha extraviado en las montañas y habrá caído por un precipicio —decían los de más allá.

A nadie se le ocurrió pensar en el lago. Y, antes de que el periódico amarilleara, el señor Sommer estaba olvidado. Nadie volvió a echarlo de menos. La señora Riedl amontonó sus cuatro bártulos en un rincón del sótano, y desde entonces alquilaba la habitación a veraneantes. Pero ella no los llamaba «veraneantes[6]» porque le parecía raro. Decía: «gente de la ciudad» o «forasteros».

Yo callaba. No dije nada. Aquella noche, en que llegué a casa con considerable retraso y tuve que oír el sermón sobre el pernicioso efecto de la televisión, no dije ni palabra. Después, tampoco. Ni a mi hermana, ni a mi hermano, ni a la policía, ni siquiera a Cornelius Michel le he dicho ni media palabra.

No sé qué puede haberme hecho callar con semejante obstinación durante tanto tiempo… pero no creo que fuera miedo, ni pesar, ni remordimiento. Más bien el recuerdo de aquel quejido que oí en el bosque, aquel temblor de sus labios bajo la lluvia, aquella súplica. «¡Bueno, pues déjenme en paz!», el mismo recuerdo que me hizo callar cuando vi al señor Sommer hundirse en el agua.