Johnny Fontane estaba sentado en el enorme estudio de grabación, calculando los costes en una libreta amarilla. Habían llegado los músicos, todos conocidos suyos desde los años en que cantaba con orquestas. El director, uno de los mejores del país, se había portado bien con él cuando las cosas empezaron a pintar mal. En ese momento estaba repartiendo las partituras y dando instrucciones verbales. Se llamaba Eddie Neils. Había aceptado dirigir la orquesta como favor personal a Johnny, pues le sobraba trabajo.
Nino Valenti, muy nervioso, estaba sentado al piano, con un vaso de whisky en la mano. A Johnny eso le tenía sin cuidado. Sabía que Nino cantaba exactamente igual aunque hubiese bebido, y en la grabación de ese día Nino apenas si tenía trabajo como músico.
Eddie Neils había hecho unos arreglos especiales de diversas viejas canciones italianas y sicilianas, entre ellas de la canción que cantaron Johnny y Nino en la boda de Connie Corleone. Johnny quería hacer la grabación, porque sabía que el Don se sentiría muy complacido. Aquel disco sería el mejor regalo de Navidad que podría hacerle. Además, tenía la impresión de que el disco tendría éxito. No se venderían un millón de ejemplares, desde luego, pero sería un éxito. Y algo le decía que lo que el Don deseaba en compensación por su ayuda, era que él ayudara a Nino. Al fin y al cabo, Nino era otro de los ahijados del Don.
Johnny dejó la libreta encima de la silla que tenía al lado, se levantó y fue a colocarse de pie junto al piano.
—Hola, faisán —dijo a Nino.
Nino Valenti le dirigió lo que quería ser una amistosa sonrisa, pero parecía enfermo. Johnny le dio unas palmaditas en la espalda, para animarle:
—Relájate, muchacho. Si haces un buen trabajo, te arreglaré una cita con la estrella más bella y famosa que hayas visto nunca, para esta misma noche.
Nino bebió un trago de whisky.
—¿Y quién es? ¿Lassie?
—No. Se trata de Deanna Dunn. La mercancía está plenamente garantizada.
Nino estaba evidentemente impresionado, pero no pudo evitar bromear un poco.
—¿Y no podría ser Lassie?
La orquesta inició los primeros compases de la canción. Johnny Fontane escuchaba atentamente. Eddie Neils dirigiría todas las canciones. Luego se efectuaría la primera grabación para el disco. Mientras escuchaba, Johnny tomaba mentalmente nota de cómo cantaría cada frase, de la entonación que daría a cada palabra. Sabía que su voz no resistiría mucho, pero sería Nino quien cargaría con la mayor parte del esfuerzo. En realidad, él cantaría poco. Excepto, naturalmente, en la canción a dúo, la que habían interpretado en la boda de Connie. Tendría que reservarse para aquella canción.
Hizo levantar a Nino y ambos se colocaron frente a sus respectivos micrófonos. Nino falló nada más abrir la boca, y seguidamente volvió a equivocarse.
—¿Es que quieres hacer horas extras? —le dijo Johnny en tono amistoso.
—Es que sin mi mandolina me siento extraño —alegó Nino.
Johnny reflexionó durante unos instantes.
—Sostén el vaso de whisky en la mano —dijo al fin.
Había encontrado la solución. De vez en cuando Nino bebía un trago, pero lo estaba haciendo bien. Johnny cantaba suavemente, sin forzar la voz, limitándose a acompañar a Nino. Esta forma de cantar no le proporcionaba satisfacción alguna, pero se sorprendió al comprobar su propio dominio de la técnica. Diez años de vocalización tenían que servir para algo.
Cuando llegaron al dúo, la última canción del disco, Johnny lo dio todo. Al terminar, le dolía la garganta. Los músicos, a pesar de su veteranía y a despecho de hallarse de vuelta de todo, musicalmente hablando, pusieron el alma en esa pieza. Como tenían las manos ocupadas sosteniendo los instrumentos, aplaudieron con los pies. Para demostrar su entusiasmo, el tambor dedicó a Johnny y a Nino unos magníficos redobles.
La grabación, contando las lógicas interrupciones, duró cuatro horas. Eddie Neils se acercó a Johnny.
—Ha cantado usted muy bien, muchacho —le dijo el director—. Creo que puede perfectamente grabar un disco. Tengo una canción que sería perfecta para usted.
Johnny hizo un gesto negativo.
—No nos engañemos, Eddie. Dentro de un par de horas, la ronquera no me dejará ni siquiera hablar. ¿Cree usted que se podrá aprovechar mucho de lo que hemos hecho hoy?
—Nino tendrá que volver al estudio mañana —replicó Eddie con expresión pensativa—. Ha cometido algunos errores, pero es mucho mejor de lo que me imaginaba. En cuanto a lo que usted ha cantado, haré que los técnicos de sonido arreglen lo que no me guste. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, Eddie. ¿Cuándo podré escuchar la grabación?
—Mañana por la noche. ¿En su casa, Johnny?
—Perfecto. Gracias, Eddie. Hasta mañana.
Tomó del brazo a Nino y ambos salieron del estudio. No fueron a casa de Ginny, sino a la de Johnny.
Atardecía. Nino estaba todavía bastante borracho. Johnny le aconsejó que se diera una ducha y que se acostara un rato. Por la noche, a las once, tenían que asistir a una fiesta.
Cuando Nino despertó, Johnny le dijo:
—La fiesta será en el Lonely Hearts Club. Las mujeres que asistirán son todas estrellas de la pantalla, damas admiradas por millones de hombres en todo el mundo. Muchos darían su brazo derecho por acostarse con cualquiera de ellas. Y su presencia en la fiesta tendrá un solo objeto: buscar a un hombre que quiera darles un buen repaso. ¿Sabes por qué? Porque lo necesitan, se están haciendo un poco mayores. Y como todas las señoras, quieren que el asunto se desarrolle en un ambiente distinguido.
—¿Qué te pasa en la voz, Johnny? —preguntó Nino.
Y es que Johnny había estado hablando casi en susurros.
—Es algo que me ocurre siempre que acabo de cantar. No podré volver a hacerlo durante un mes. Pero la ronquera se me pasará en un par de días.
—Es duro ¿eh? —dijo Nino, en un tono triste.
Johnny se encogió de hombros.
—Escucha, Nino; no quiero que bebas demasiado esta noche. Tienes que demostrar a esas furcias de Hollywood que mi «paisan» tiene clase. Recuerda que algunas de esas mujeres tienen mucha influencia en el mundo del cine y que pueden ayudarte mucho. Así, pues, sé educado con ellas incluso cuando les hayas hecho el amor.
Nino se estaba sirviendo un trago.
—Siempre soy educado —una vez hubo vaciado el vaso, preguntó, sonriendo—: Bromas aparte, Johnny ¿puedes presentarme a Deanna Dunn?
—No te pongas nervioso —dijo Johnny—. Las cosas no van a ser como tú te figuras.
El Lonely Hearts Club se reunía cada viernes por la noche en la soberbia mansión de Roy McElroy, agente de prensa y consejero de relaciones públicas de la Woltz International Film Corporation. En realidad, la idea no había sido de McElroy, sino del práctico cerebro de Jack Woltz. Algunas de sus estrellas más taquilleras estaban envejeciendo. Sin la ayuda de las luces especiales y de los genios del maquillaje casi parecían abuelas. Y tenían problemas. Además, y hasta cierto punto, habían perdido su sensibilidad mental y física. Ya no les era posible enamorarse. Les resultaba prácticamente imposible desempeñar el papel de mujeres acosadas por los hombres. El dinero, la fama y su antigua belleza les habían dado una personalidad demasiado fuerte.
Woltz había ideado esas fiestas semanales para que les fuera más fácil escoger amantes de una noche, que, si pasaban satisfactoriamente la prueba, podían convertirse en amantes fijos, con todas las ventajas que de tal situación se derivaban (entre ellas, iniciar una carrera en el mundo del cine). En algunas ocasiones aquellas fiestas habían degenerado en escandalosas orgías, intervención de la policía incluida. Para evitarlo, Woltz decidió que se celebraran en casa de su consejero de relaciones públicas, que estaría allí para sobornar a los periodistas y a la policía si llegaba el caso.
Para algunos jóvenes y viriles actores que no habían alcanzado todavía el estrellato, la asistencia a la fiesta de cada viernes no siempre era una tarea agradable. La excusa para la convocatoria de aquellas bacanales era siempre la misma: un pase de preestreno de alguna película. La gente decía: «Vamos a ver qué tal es la nueva película de fulanito». Así, la cosa tenía un aire absolutamente profesional.
Las jóvenes aspirantes a actrices tenían prohibida la entrada. Generalmente bastaba con insinuarles que su presencia no sería grata y la mayoría no insistía.
Los pases de las películas se efectuaban a medianoche. Johnny y Nino llegaron a las once. Roy McElroy era, a primera vista, un hombre de una simpatía desbordante, bien educado e impecablemente vestido.
—Pero ¿qué estás haciendo tú aquí? —preguntó asombrado a Johnny.
—He querido que mi primo del pueblo vea el ambiente de Hollywood. Te presento a Nino —explicó Johnny, estrechando la mano del empleado de Woltz.
Después de saludar también a Nino, McElroy exclamó:
—¡Se lo comerán vivo!
Luego los acompañó a la parte posterior de la mansión, al «patio».
El patio consistía en una serie de enormes estancias, cuyos ventanales acristalados —ahora abiertos— daban a un jardín, en medio del cual había una piscina. En el lugar se encontraban, por lo menos, un centenar de personas, todas con una copa en la mano. Las luces habían sido dispuestas de modo que favorecieran el rostro y el cutis de las mujeres. Nino había visto todos aquellos rostros muchas veces en la pantalla desde que era un adolescente. Sus sueños eróticos habían tenido a muchas de aquellas mujeres como protagonistas. Pero ahora, al verlas en carne y hueso, se sentía un poco decepcionado. Nada podía ocultar el cansancio de los espíritus y de los cuerpos; el tiempo había dejado su huella. Las viejas actrices se movían con el mismo encanto que en la pantalla, pero parecían estar hechas de cera, incapacitadas para estimular a ningún hombre. Nino se tomó un par de copas y se acercó a una mesa cubierta de botellas. Johnny lo acompañó y poco después, detrás de ellos, se oyó la mágica voz de Deanna Dunn.
Nino, como millones de hombres, nunca podría olvidar aquella voz maravillosa. Sin embargo, Deanna Dunn, la ganadora de dos Oscar, era una de las mujeres más groseras de Hollywood. En la pantalla, su encanto felino la había hecho irresistible para todos los hombres, pero en sus películas nunca había pronunciado las palabras que en aquellos momentos salían de su boca.
—Eres un cerdo, Johnny. Tuve que ir al psiquiatra, y todo por culpa de la noche que tú y yo pasamos juntos. ¿Por qué no quisiste acostarte más veces conmigo?
Johnny le dio un beso en la maquillada mejilla, al tiempo que respondía:
—Porque me dejaste sin fuerzas. Estuve un mes tratando de recuperarme. Oye, Deanna, quiero presentarte a mi primo Nino. Es un muchacho italiano. Y muy fuerte, además. Tal vez él consiga satisfacerte.
Deanna Dunn examinó fríamente a Nino.
—¿Le gustan los preestrenos? —preguntó a Johnny.
—No creo que haya asistido a ninguno —Johnny rió—. ¿Por qué no lo acompañas?
Cuando se encontró a solas con Deanna Dunn, Nino tuvo que tomarse una copa. Trataba de mostrarse tranquilo, pero le resultaba imposible. Deanna Dunn tenía la nariz respingada y la tez clara como la mayoría de las bellezas anglosajonas. Y él, Nino, la conocía muy bien. La había visto sola, en un dormitorio, con el corazón roto, llorando sobre el pecho de su marido muerto, un piloto que dejaba a sus hijos sin padre. La había visto hambrienta, herida y humillada, pero siempre digna, incluso cuando el malvado Clark Gable acababa de aprovecharse de ella. La había visto profundamente enamorada, abrazando al hombre que la adoraba, y la había visto morir al menos media docena de veces, siempre de un modo emocionante y bello. La había visto, la había oído y la había soñado, y aun así no estaba preparado para escuchar las primeras palabras que le dijo en cuanto estuvieron a solas.
—Johnny es uno de los pocos hombres auténticos en esta ciudad. El resto no son sino unos desgraciados, incapaces de satisfacer a una mujer.
Tomó a Nino de la mano y se lo llevó a uno de los rincones del salón, lejos de cualquier posible competencia. Luego, todavía con cierta frialdad, le hizo algunas preguntas acerca de su vida. Nino pronto comprendió cuál era su juego. Advirtió que estaba interpretando el papel de la muchacha de buena sociedad que se muestra amable con el criado o el chofer, pero que no daría esperanzas al muchacho (si este papel lo desempeñara Spencer Tracy), o que haría lo posible y lo imposible por conquistarlo (si se tratara de Clark Gable). No importaba, pensó Nino. Y, sin apenas darse cuenta, empezó a contarle a Deanna que él y Johnny habían crecido juntos en Nueva York, y que habían cantado juntos en clubes de mala muerte. Nino la encontró maravillosamente simpática. En un momento dado, Deanna le preguntó:
—¿Sabes cómo consiguió Johnny que ese cerdo de Jack Woltz le diera el papel?
Nino respondió que no. Ella no habló más del asunto.
Había llegado el momento de ver el preestreno de una nueva película de Woltz. Deanna Dunn volvió a tomar de la mano a Nino y lo condujo a una sala interior de la mansión. No tenía ventanas y estaba amueblada con unos cincuenta sofás —para dos personas—, colocados de modo que las parejas pudieran disfrutar de una pequeña isla de semiintimidad.
Nino comprobó que al lado de cada sofá había una mesita, encima de la cual no faltaban los vasos, las botellas de licor ni los cigarrillos. Dio uno de éstos a Deanna, se lo encendió y se dispuso a preparar bebidas para ambos, todo ello sin pronunciar palabra. Pocos minutos después se apagaron las luces.
Nino esperaba algo atroz, pues no en balde había oído muchas leyendas acerca de la depravación de Hollywood. Pero no estaba preparado para el rápido y voraz sondeo efectuado por Deanna Dunn en todo su cuerpo, sin ni siquiera una palabra de aviso. Nino siguió bebiendo y mirando la película, sin hallar sabor alguno en la bebida, ni encontrar atractivo en las imágenes de la pantalla. Estaba excitado como nunca lo había estado, más que nada por el hecho de que la mujer con la que estaba había poblado buena parte de sus sueños de adolescente. Sin embargo, su virilidad se sentía, en cierto modo, ofendida. Por ello, cuando la mundialmente famosa Deanna Dunn hubo terminado su largo sondeo, Nino, fríamente, le sirvió una copa y le ofreció un cigarrillo, mientras, con voz aparentemente tranquila, le decía:
—Parece una buena película ¿no?
Sintió que el cuerpo de ella se apretaba contra el suyo. ¿Estaría esperando que le diera las gracias? En la oscuridad, Nino se llenó el vaso. Al diablo con todo. Deanna le estaba tratando como a un gigoló. Sin saber exactamente por qué, comenzó a sentir odio hacia todas aquellas mujeres.
Estuvieron contemplando la película durante unos quince minutos. Nino se apartó un poco, para que sus cuerpos no estuvieran en contacto. Finalmente, en voz muy baja, Deanna dijo:
—No te hagas el ofendido. Sé que te ha gustado.
Deanna Dunn se rió y luego permaneció quieta hasta que hubo terminado la proyección. Cuando se encendieron las luces, Nino miró alrededor y cayó en la cuenta de que había habido mucho movimiento, a pesar del silencio imperante durante la proyección. Algunas de las damas demostraban, por su expresión, que habían estado muy ocupadas. Al salir de la sala, Deanna Dunn se apartó de su lado para acercarse a un hombre maduro en quien Nino reconoció a un famoso actor. Sin embargo, ahora, al verlo en persona, lo encontró vulgar. Con rostro pensativo, Nino bebió otro trago. Se le acercó Johnny Fontane, quien, dándole un golpecito en la espalda, le preguntó:
—¿Te diviertes, muchacho?
—Pues no lo sé —contestó Nino, sonriendo—. Es todo muy diferente de lo que me imaginaba. Cuando regrese a mi barrio podré decir que Deanna Dunn ha abusado de mí.
Johnny se echó a reír.
—Te aseguro que si te invita a su casa lo pasarás en grande. ¿Lo ha hecho?
Nino negó con la cabeza.
—He puesto demasiado interés en la película.
—No hagas tonterías, muchacho —dijo Johnny, de pronto muy serio—. Una mujer como esa puede ayudarte muchísimo. Parece mentira. Todavía tengo pesadillas cuando recuerdo aquellas viejas y feas putas con las que solías acostarte.
Nino, con voz de borracho y sin preocuparle el que pudieran oírle, dijo:
—Sí, eran feas y viejas, lo reconozco, pero eran mujeres de verdad.
Deanna Dunn, que estaba cerca, volvió la cabeza.
Nino le hizo una breve reverencia.
—No eres más que un paleto, Nino —dijo Johnny.
—Y no pienso cambiar —replicó Nino, con voz pastosa.
Johnny le entendía a la perfección. Sabía que Nino no estaba tan ebrio como quería aparentar, que lo simulaba porque consideraba que era la única forma de decir ciertas cosas que estando sobrio no quedarían demasiado bien, teniendo en cuenta que Johnny era ahora su nuevo padrone.
Johnny Fontane le pasó el brazo por los hombros y, amistosamente, le dijo:
—Eres un pillo, Nino. Sabes que tienes contrato por un año, y que, digas lo que digas o hagas lo que hagas, no puedo despedirte.
—¿Que no puedes despedirme? —dijo Nino, con la gracia de los borrachos.
—Claro que no.
—Pues aguántate.
Por un instante, ante la despreocupada sonrisa de Nino, Johnny notó que la irritación empezaba a dominarlo. Pero los años le habían hecho perder buena parte de su orgullo. Por otra parte, últimamente sabía comprender mejor a los demás. Y ahora comprendía a Nino, ahora sabía por qué su antiguo amigo no había triunfado, ahora sabía por qué estaba tratando de destruir todas sus posibilidades de triunfo. Nino no quería pagar el precio del éxito; se sentía ofendido por todo lo que Johnny, su amigo de la infancia, estaba haciendo por él.
Johnny le tomó del brazo y lo acompañó fuera de la casa. Apenas si podía sostenerlo. En tono persuasivo, le dijo:
—De acuerdo, muchacho, lo único que te pido es que cantes para mí. Por lo demás, haz lo que quieras. No quiero dirigir tu vida. Lo único que debes hacer es cantar para que, ahora que no puedo cantar, por lo menos consiga ganarme algún dinero.
—Cantaré, Johnny —repuso Nino, con voz apenas comprensible—. Ahora soy mejor cantante que tú. Siempre he sido mejor que tú ¿te enteras?
De modo que era eso, pensó Johnny. Sabía que Nino nunca había podido competir con él, ni cuando ambos cantaban juntos, ni mucho menos después, cuando él, Johnny Fontane, estaba en el apogeo de su fama. Vio que Nino estaba esperando su respuesta.
—Vete al diablo —le dijo en tono amistoso.
Ambos se echaron a reír, como antes, como cuando eran más jóvenes.
Cuando Johnny Fontane se enteró del atentado sufrido por Don Corleone, no sólo se preocupó por el estado de su padrino, sino que también se preguntó en qué quedaría lo de la prometida financiación. Se había ofrecido para visitar al Don en Nueva York, pero le dijeron que no le convenía hacerse mala publicidad, pues el Don no lo aprobaría. Por lo tanto, esperó. Una semana más tarde acudió a verle un mensajero enviado por Tom Hagen. La financiación continuaría, pero sólo para una película a la vez.
Johnny dejó que Nino se las arreglara a su modo en Hollywood y California, y éste se lo pasaba en grande con las jóvenes starlets. A veces, Johnny lo llamaba para salir juntos, pero sin insistir demasiado. Cuando hablaron del atentado contra el Don, Nino le confesó:
—Una vez le pedí al Don un puesto en su organización, pero me lo negó. Yo ya estaba cansado de conducir camiones; tenía ganas de ganar dinero. ¿Sabes qué me dijo? Que cada hombre tenía su destino, y que el mío era el de ser artista. Me dio a entender que no me consideraba un hombre duro.
Las palabras de Nino hicieron reflexionar a Johnny. El Padrino debía de ser el hombre más inteligente del mundo. Había adivinado de inmediato que si Nino hubiese entrado en la organización, sólo hubiese conseguido que le metieran un par de balas en el cuerpo. Y todo por ser demasiado impertinente, por hablar demasiado y a destiempo, por no saber distinguir entre las personas. Pero ¿cómo había sabido que sería artista? La respuesta era obvia. Porque se figuraba que él, Johnny, le prestaría su ayuda. ¿Y cómo había llegado a figurárselo? Porque sabía que a él, Johnny Fontane, le bastaría con una insinuación para que prestase ayuda a Nino. Naturalmente, nunca le habría pedido que lo hiciera. Se limitó a darle a entender que le complacería el que echase una mano a Nino. Ahora el Padrino estaba herido y, por lo tanto, el Oscar volaría, sobre todo teniendo en contra a Jack Woltz. Sólo el Don tenía la influencia necesaria para contrarrestar cualquier maniobra de Woltz, pero ahora la familia Corleone tenía otras cosas en que pensar. Johnny había ofrecido su ayuda; sin embargo, Hagen, muy cortésmente, la había rehusado.
Johnny estaba muy ocupado con su película. El autor del libro en que se había basado la que protagonizara para Woltz había terminado de escribir su nueva novela y, en respuesta a una invitación de Johnny, estaba en California para hablar sin agentes ni estudios por en medio. El segundo libro se ajustaba exactamente a lo que Johnny deseaba. No tendría que cantar; era una historia en la que abundaban las mujeres y el sexo, y uno de los papeles parecía hecho especialmente para Nino, pensó Johnny. El personaje hablaba y actuaba igual que Nino, e incluso se le parecía físicamente, todo lo que su amigo debería hacer era limitarse a mostrarse natural.
Johnny trabajaba a toda prisa. Sorprendido, comprobó que sabía más de lo que creía acerca de la producción de películas. No obstante, contrató a un productor ejecutivo. Era un hombre capacitado, pero como estaba en la lista negra tenía dificultades para encontrar trabajo. Johnny no quiso explotarlo, a pesar de que hubiera podido hacerlo, y le firmó un contrato muy satisfactorio.
—Espero que así me saldrá usted más barato —le dijo, francamente.
Por ello se mostró sorprendido cuando el productor ejecutivo le dijo que debería pagar cincuenta mil dólares al representante del sindicato. Los contratos y las horas extras, entre otras cosas, solían ser fuente de grandes problemas, por lo que el dinero estaría bien empleado. De momento, Johnny pensó que el productor ejecutivo intentaba extorsionarlo.
—Al tipo ese del sindicato envíemelo a mí —dijo Johnny.
El tipo se llamaba Billy Goff. Johnny le comunicó:
—Pensaba que mis amigos lo habían arreglado todo. Me dijeron que no me preocupara del asunto de las cuotas.
—¿Quién se lo dijo? —preguntó Goff.
—Usted sabe perfectamente quién me lo dijo. No diré su nombre, pero es un hombre que nunca habla por hablar.
—Las cosas han cambiado —replicó Goff—. Su amigo está en apuros, y su palabra ya no llega hasta California.
—Bien, venga a verme dentro de un par de días. ¿De acuerdo?
Con una sonrisa, Goff concluyó:
—De acuerdo, Johnny; pero llamar a Nueva York no le servirá de nada.
Resultó que sí sirvió. Johnny habló por teléfono con Hagen, quien le dijo claramente que no pagara.
—Tu padrino se enfadará mucho si sabe que has pagado un solo centavo. El respeto hacia su persona se vería afectado, y eso es algo que el Don no puede tolerar, y menos en estos momentos.
—¿Puedo hablar con el Don? —preguntó Johnny—. ¿O prefieres ser tú quien hable con él? Tengo que empezar el rodaje.
—Nadie puede hablar ahora con el Don —respondió Hagen—. Está demasiado enfermo. Hablaré con Sonny; él se encargará de arreglar el asunto. Pero recuerda que no quiero que pagues ni un centavo. Si algo cambiara, te lo haría saber.
Molesto, Johnny colgó el auricular. Los problemas con el sindicato podrían encarecer mucho la película, además de demorar el trabajo. Por un instante consideró la posibilidad de pagar los cincuenta mil a Goff, sin decir nada. Después de todo, ni el Don ni Hagen le habían ordenado nada al respecto. Hagen se había limitado a darle un consejo, por así decirlo. Pero decidió esperar unos días.
La espera hizo que se ahorrase cincuenta mil dólares. Dos noches más tarde, Goff fue encontrado muerto en su casa de Glendale. Ya no se habló más de problemas laborales. Johnny se sintió un poco afectado por el final de Goff. Era la primera vez que el largo brazo del Don daba un golpe tan cerca de él.
Pasaron varias semanas y, ocupado como estaba con los mil detalles que una película lleva aparejados, Johnny Fontane se olvidó de su voz y de que ya no podía cantar. Por ello, cuando su nombre apareció oficialmente en la lista de candidatos a los Oscar, se sintió ofendido por el hecho de que no lo invitaran a cantar en la ceremonia de la concesión de los premios, que sería televisada a toda la nación. Finalmente, sin embargo, decidió que lo mejor sería seguir trabajando de firme. No tenía esperanza alguna de conseguir la codiciada estatuilla ahora que su padrino estaba en el hospital, pero el hecho de figurar entre los candidatos ya tenía su mérito.
El disco que él y Nino habían grabado se estaba vendiendo muy bien, mejor que cualquiera de los que había puesto en el mercado en los últimos tiempos. Sabía que el mérito era de Nino, exclusivamente, y se resignó a no volver a cantar de forma profesional.
Una vez a la semana cenaba con Ginny y las niñas. Por muy ocupado que estuviera, nunca dejaba de hacerlo. Además, jamás intentó dormir con Ginny. En cuanto a su segunda esposa, había conseguido el divorcio en México. Volvía a ser un hombre soltero. Y, cosa rara, a Johnny ya no le importaban tanto las jóvenes «starlets», a pesar de que habría podido seguir consiguiendo fácilmente a la mayoría de ellas. No es que no le gustaran, pero el que ninguna de las grandes estrellas le hiciera el menor caso hacía que se sintiese humillado. Descubrió que el trabajar duro era una buena cosa. La mayor parte de las noches llegaba a casa solo, ponía algún viejo disco suyo y, mientras lo escuchaba, se tomaba una copa. Había sido un buen cantante, muy bueno, de hecho. Hasta ahora no se había dado cuenta de lo bien que había cantado. Además de su voz, excelente en aquellos tiempos, había dominado todos los secretos de la técnica. Había sido un verdadero artista, pero todo aquello ya formaba parte del pasado. Sin apenas darse cuenta, el tabaco, la bebida y las mujeres le habían destruido la voz.
Algunas veces, Nino iba a casa de Johnny a tomar una copa. Entonces, burlonamente, Johnny le decía:
—Nunca en tu vida has sido capaz de cantar así.
A lo que Nino, con su simpática sonrisa, contestaba:
—No, y nunca lo haré.
Por el tono en que solía pronunciar estas palabras parecía que sabía lo que Johnny estaba pensando.
Una semana antes de que empezara el rodaje de la nueva película, se celebró, por fin, la fiesta de la Academia. Johnny invitó a Nino, pero éste declinó la invitación.
—Muchacho, nunca te he pedido favor alguno ¿no es cierto? —dijo Johnny—. Ahora te pido que me acompañes esta noche. Si no gano, tú serás el único que lo sentirá sinceramente. Aparte de mí, naturalmente.
Por un momento, Nino pareció asustarse. Luego, decidió:
—Iré, no te preocupes, Y si no ganas, olvídalo. Emborráchate como una cuba, que yo cuidaré de ti. Es más, te aseguro que no tomaré ni una sola copa. Creo que estoy demostrando ser un verdadero amigo ¿no?
—Desde luego que sí; un verdadero amigo.
Por extraño que pueda parecer, Nino cumplió su promesa. Llegó a casa de Johnny completamente sobrio, y juntos se fueron al teatro donde se celebraba la entrega de los premios. Nino se preguntaba por qué Johnny no había invitado a ninguna de sus amigas o a alguna de sus dos ex esposas, especialmente a Ginny. ¿No decía que Ginny seguía enamorada de él…? Deseaba ardientemente tomarse una copa. La noche, sin beber, sería muy larga.
Nino encontró muy aburrido todo aquello. Ni la cena ni la entrega de premios le interesaban lo más mínimo, excepto, claro está, el que se refería al mejor actor. Cuando oyó las palabras «Johnny Fontane», se encontró dando saltos y aplaudiendo. Johnny tendió una mano hacia él, y Nino la estrechó con todas sus fuerzas. Sabía que su amigo necesitaba el calor humano de alguien de toda su confianza, y le entristecía el hecho de que no pudiera compartir con alguien mejor que él aquel momento de gloria.
Lo que siguió fue una auténtica pesadilla. La película de Jack Woltz obtuvo gran número de premios, por lo que las mesas ocupadas por Woltz y su séquito pronto estuvieron rodeadas de una nube de periodistas y de hombres y mujeres de todas las edades. Nino mantuvo su promesa de no probar el alcohol, y trató de velar por Johnny. Pero todas las mujeres que asistían a la fiesta parecían empeñadas en brindar con él. Johnny se iba embriagando sin apenas darse cuenta.
La mujer que había conseguido el Oscar a la mejor actriz se encontraba en la misma situación que Johnny, aunque sabía desenvolverse mejor. Nino fue el único hombre que no quiso unirse a la corte de la vencedora.
Fue entonces cuando Nino, la única persona que se mantenía sobria de entre todos los invitados, se hizo cargo de Johnny y, a empujones, lo sacó del local, haciéndole entrar luego en el coche. Mientras lo llevaba a su casa, Nino pensaba que si el éxito era aquello, no lo quería.