Apenas despuntaba el alba cuando el Doctor Elric se acercó al Capitán Oren, que se hallaba en lo alto de la muralla revisando los preparativos. La noche de intensos combates había dejado profundas huellas de cansancio en el rostro del médico.
—Dieciséis bajas y treinta y dos heridos en la jornada de ayer, señor —informó Elric con tono grave—. Temo que si esto continúa, pronto no queden suficientes soldados en pie para defender el Ciudad.
Oren contempló el semblante demacrado del doctor, sintiendo el peso de cada vida perdida. Sabía que Elric había estado luchando sin descanso para salvar a los heridos, tanto en el fragor de la batalla como en la improvisada enfermería.
—Lo sé, Doctor. La situación es crítica, pero no podemos flaquear ahora —respondió Oren posando una mano en el hombro de Elric en señal de gratitud—. Gracias por tu incansable labor para mantener con vida a nuestros valientes soldados. Sin ti, las bajas serían aún mayores.
Tras intercambiar miradas de mutua comprensión, ambos hombres se dispusieron a recorrer la extensión del muro para inspeccionar su estado antes del inevitable asalto diurno.
Mientras caminaban, Oren reparó en las caras demacradas de los centinelas que montaban guardia. Sus ojos enrojecidos por el cansancio y las noches de vigilia incesante reflejaban la tensión que estaban soportando. Pero, pese al agotamiento, se mantenían firmes en sus puestos, con la mirada alerta ante cualquier amenaza.
En la sección oeste, donde la peligrosa fractura había sido reforzada de emergencia, Oren encontró a los hermanos Martín y Luis terminando de asegurar la barricada. Los dos jóvenes se cuadraron al verlo llegar, pero no pudieron disimular su extenuación.
—Buen trabajo consolidando este punto, soldados —los elogió Oren—. Gracias a ustedes, hemos ganado tiempo valioso. Ahora descansen un poco, se lo han ganado.
—Gracias, señor —dijo Martín, haciendo un esfuerzo por mantenerse erguido.
—No lo defraudaremos, capitán —agregó Luis con voz ronca pero enérgica.
Oren les dedicó una mirada de orgullo paternal antes de proseguir con la inspección. Sabía que cada hombre y mujer bajo su mando estaba dando lo máximo de sí en esta crucial contienda.
Al llegar a las puertas principales, el estruendo provocado por los engendros al avanzar hacia la ciudad estremeció los cimientos. Oren y Elric intercambiaron una mirada silenciosa. Ambos sabían que esa jornada sería una dura prueba para la entereza de los defensores.
Con los primeros asaltos, el fragor de la batalla se desató nuevamente en todo su macabro esplendor. Las criaturas embestían con violencia infernal contra los maltrechos muros de piedra que resistían heroicamente. Los feroces rugidos se mezclaban con el entrechocar del acero y los gritos de guerra.
En medio del caos, Oren se movía ágilmente blandiendo su espada contra cualquier engendro que osara cruzar su camino. El sudor le empapaba la frente, pero sus ojos centelleaban con la fiera determinación de un líder nato.
—¡Resistan, valientes guerreros! ¡Resistan! —arengaba una y otra vez para avivar la moral de sus tropas.
Mientras tanto, Elric atendía sin descanso a los caídos, aplicando torniquetes y vendajes a la carrera entre estocadas enemigas. Sus manos, en otro tiempo acostumbradas a las delicadas cirugías, ahora debían trabajar frenéticamente para salvar tantas vidas como fuera posible.
Los interminables asaltos continuaron hasta que el sol alcanzó su cenit en lo alto del firmamento. Para entonces, la extenuación amenazaba con quebrar la entereza de los defensores, pero se mantuvieron de pie apoyándose los unos en los otros.
En los breves momentos de tregua, los soldados compartían sus exiguas raciones de agua y pan duro, reconfortándose con palabras de aliento. Elric aprovechaba para atender a los malheridos, a veces sosteniendo sus manos en sus últimos momentos de vida.
Al caer la noche, cuando la luna se elevó pálida sobre el campamento, llegó por fin la ansiada noticia: los refuerzos llegarían al amanecer. Como una chispa de esperanza, el mensaje avivó los espíritus abatidos de los defensores.
—Falta poco, amigos míos, nuestra pesadilla llega a su fin —arengó Oren con voz enérgica para levantar la moral antes del último asalto nocturno.
Con el alba llegaría la promesa de victoria. Pero antes, quedaba por delante una última y terrible prueba de resistencia y valor a la que ninguno podía sustraerse. Era su deber para asegurar un futuro para el Ciudad.
Y así, los maltrechos pero indoblegables defensores se prepararon para afrontar las horas finales de oscuridad antes del ansiado amanecer redentor. Sus corazones latían con la promesa silenciosa de luchar hasta el último aliento. Por ellos mismos, por sus seres amados y por la libertad de su amado hogar.