El amanecer del quinto día llegó, envolviendo el campo de batalla en una escena trágica que parecía un eco sombrío de la noche anterior. Los defensores del Ciudad, maltrechos y desgarrados por la lucha implacable, se enfrentaban a una batalla final que decidiría el destino de su hogar. A pesar del agotamiento y el dolor, no dieron un paso atrás, sus corazones aún ardiendo con la valentía que los había llevado hasta este punto.
El Capitán Oren, con el peso de la responsabilidad y el dolor de las pérdidas, se dirigió a sus hombres en una última formación defensiva. Las barricadas se levantaron, las ballestas se tensaron y las espadas brillaron en la luz del amanecer.
"Mis queridos compañeros de armas, este es nuestro momento más sombrío, y temo que también sea el último que compartiremos", comenzó Oren, su voz resonando entre el estrépito de la guerra. "En esta lucha, han demostrado un valor que va más allá de cualquier elogio que yo pueda ofrecer. Han entregado sus corazones y sacrificado todo por nuestro Ciudad y nuestras familias. Ahora, mientras enfrentamos una adversidad que parece insuperable, quiero que sientan la profundidad de mi gratitud. Es un agradecimiento que emana desde lo más profundo de mi ser, un reconocimiento que jamás se desvanecerá. No puedo pedirles más, y les juro, por la vida de nuestros seres queridos, que no los defraudaremos. Si alguno de nosotros cae en esta noche oscura, que lo haga con la certeza de que su sacrificio será eternamente recordado en nuestros corazones. Luchamos no solo por nuestra supervivencia, sino por la esperanza de un amanecer mejor para quienes amamos y dejamos atrás. Sigamos adelante, queridos amigos, con valentía y honor. Que la memoria de esta batalla perdure como un faro de nuestra resistencia, y que la luz de nuestro coraje ilumine el camino hacia un mañana más luminoso, incluso si nosotros no estaremos allí para presenciarlo".
El sonido de los rugidos de los monstruos se acercaba, y el corazón de cada soldado latía con fuerza. Habían llegado al límite de su resistencia física y emocional, pero no darían un paso atrás. Esta era su tierra, y estaban decididos a defenderla hasta el último aliento.
La última defensa continuó y el combate fue feroz y sangriento. Los soldados lucharon con un coraje inquebrantable, sabiendo que esta batalla decidiría el destino de su Ciudad. Las heridas y las bajas se acumulaban, pero ningún defensor se retiraba. Cada espada que caía, cada flecha disparada, era un acto de sacrificio por su hogar y sus seres queridos.
—¡Por los dioses, esta es nuestra última resistencia! —gritó el Capitán Oren, su voz resonando sobre el estruendo de la batalla—. ¡No retrocederemos! ¡Lucharemos hasta el final por el Ciudad que amamos y por los que han caído defendiéndolo!
La batalla llegaba a su clímax mientras los monstruos se abalanzaban sobre los defensores y estos luchaban con todo lo que tenían. Las lágrimas se mezclaban con el sudor en los rostros de los soldados, pero no flaquearon. La batalla se llenó de gritos, acero chocando contra las escamas.
Tras la feroz batalla, el día comenzaba a avanzar y el campo de batalla quedaba sumido en un silencio lúgubre, como un lienzo oscuro salpicado de horrores inimaginables. Los defensores del Ciudad, en su valiente resistencia, habían caído uno tras otro, sus cuerpos mutilados yacían como testimonio de su sacrificio en una grotesca sinfonía de sufrimiento.
El Capitán Oren, quien había liderado con valentía, estaba irreconocible, sus órganos esparcidos y partes de su cuerpo mutiladas. Los cuerpos sin vida de los soldados se retorcían en posturas espantosas. Algunos habían perdido extremidades, sus miembros arrancados en un frenesí de violencia, dejando restos ensangrentados y huesos expuestos. Otros tenían heridas grotescas que habían abierto sus torsos o cráneos, exponiendo vísceras y cerebros en una imagen macabra de destrucción.
El campo de batalla, una vez lleno de vida, ahora estaba inquietantemente tranquilo y repleto de las bestias que disfrutaban su victoria en un banquete macabro en medio de la desolación. La escena era un cuadro dantesco de la muerte y la destrucción, como si el abismo mismo hubiera engullido la tierra.
Los edificios estaban en ruinas, sus estructuras destrozadas por la furia de la batalla, como testigos mudos de la brutalidad y el salvajismo de la lucha. Cada esquina del Ciudad estaba marcada por el dolor y la agonía de la lucha desesperada, como si la tierra misma gimiera ante la tragedia.
En medio de este cuadro surrealista de caos y devastación, los sobrevivientes, abrumados por el dolor y la desesperación, solo podían rendirse a la tristeza permanente que impregnaba el aire mientras observaban impotentes cómo las bestias se deleitaban en la carne de sus compañeros caídos, un acto macabro que resaltaba la brutalidad del enemigo y la indignidad de su derrota.
El atardecer marcó el fin de esta cruel batalla, pero no el fin de su amargo legado.