Mi vida ha estado llena de vergüenza. La verdad es que no tengo la más remota idea de lo que es vivir como un ser humano. Como nací en provincias, en Tohoku, la primera vez que vi un tren ya era bastante mayor. Me dediqué a subir y bajar, una y otra vez, el puente elevado de la estación, sin que se me ocurriera que lo habían construido para cruzar las vías; me parecía que su función era dotar a la estación de un lugar de diversión de tipo occidental. Eso pensé durante mucho tiempo. Me lo pasaba estupendamente subiendo y bajando el puente, que era para mí una diversión de lo más elegante y el mejor servicio que ofrecía la compañía de ferrocarriles. Cuando me enteré de que no era más que un medio para que los viajeros cruzaran al otro lado, mi interés se desvaneció.
También, cuando de pequeño había visto ilustraciones del metro, pensaba que era un juego la mar de entretenido y no me cabía en la cabeza que sólo sirviera para transportar personas.
Yo era un niño enfermizo, que con frecuencia debía guardar cama. Cuando me tocaba estar acostado, solía pensar en lo aburridos que eran los estampados de las fundas de los edredones y las almohadas. Hasta los veinte años no supe que estas fundas tenían sólo un uso práctico y me desmoralizó lo sombría que era el alma humana.
Nunca pasé hambre. No quiero decir con esto que me criara en una familia próspera; no tengo una intención tan estúpida. Me refiero a que nunca conocí la sensación de hambre. Parece una expresión un poco rara, pero aunque tuviera hambre no me daba cuenta. Cuando volvía del colegio, la gente de casa daba por supuesto que tendría mucho apetito. Ya de más mayor, en la escuela secundaria, recuerdo que me ofrecían jalea de soja, bizcocho o pan, organizando un revuelo. Dejándome llevar por mi tendencia a complacer, balbuceaba que tenía hambre y me tragaba diez dulces de jalea de soja, preguntándome sin entender cómo sería la sensación de tener hambre.
Por supuesto, como bastante; pero no recuerdo haberlo hecho nunca por hambre. Me gusta comer cosas especiales y lujosas. Cuando estoy invitado, me lo como casi todo, aunque me cueste un esfuerzo. En realidad, de pequeño los momentos más duros del día eran las comidas.
En mi casa, en provincias, toda la familia —éramos unos diez— comía junta, con nuestras mesillas individuales alineadas en dos hileras paralelas frente a frente. Como yo era el último hermano, me tocaba el asiento de menor rango.
En la semipenumbra de la sala y en silencio total, almorzaban y hacían las demás comidas unas diez personas. Esto siempre me produjo una sensación de frío. Debido a que éramos una familia tradicional de campo, los platos de acompañamiento siempre eran de lo más austero, y no cabía esperar nada especial ni lujoso.
Con el paso del tiempo, creció mi horror por las horas de las comidas. Sentado en el peor lugar de esa habitación oscura y temblando de frío, empujaba boca adentro un pequeño bocado tras otro mientras me preguntaba por qué las personas tenían que comer tres veces al día.
Todos comían con la mayor seriedad. Llegué a pensar que era una especie de ceremonia familiar, celebrada tres veces al día: a la hora determinada, nos reuníamos todos en la habitación mal iluminada ante las mesillas alineadas en orden y, con o sin ganas de comer, masticábamos los alimentos en silencio, quizá para apaciguar a los espíritus que pululaban por allí.
Suele decirse que si no se come, se muere; pero a mis oídos esto suena como una intimidación maligna. Esta superstición —hasta ahora no he dejado de pensar que de eso se trate— siempre me produce inquietud y temor. Si las personas no comen, mueren; y por lo tanto están obligadas a trabajar para comer. Para mí, no había nada que sonase más difícil de entender y más amenazador que esas palabras.
Podría decirse que todavía no he comprendido lo que mantiene vivo al ser humano. Por lo que parece, mi concepto de la felicidad está en completo desacuerdo con el del resto de las personas, y la intranquilidad que genera me hace dar vueltas y gemir por las noches en mi cama. Incluso ha llegado a afectarme la razón. Me pregunto si soy feliz. Desde pequeño me han dicho muchas veces que soy afortunado; pero mis recuerdos son de haber vivido en el infierno. Esos que me tildaron de dichoso, al contrario, parecen haber sido incomparablemente más felices que yo.
He pasado por tantos infortunios que uno solo de ellos podría terminar más que de sobra con la vida de cualquiera. Hasta eso he llegado a pensar. La verdad es que no puedo comprender ni imaginar la índole o grado del sufrimiento de los demás. Quizá los sufrimientos de tipo práctico, que puedan mitigarse con una comida, tienen solución y por eso mismo sean los menos dolorosos. O puede tratarse de un infierno eterno en llamas que supere mi larga lista de sufrimientos; pero esto los hace todavía más incomprensibles para mí.
Mas, si pueden seguir viviendo sin matar o volverse locos, interesados por los partidos políticos y sin perder la esperanza, ¿se puede llamar a esto sufrimiento? Con su egoísmo, convencidos de que así deben ser las cosas, sin haber dudado jamás de sí mismos. Si este es el caso, el sufrimiento es muy llevadero. Quizá así sea el ser humano, y esto es lo máximo que podamos esperar de él. No lo sé…
Después de dormir profundamente, supongo que se levantarán refrescados. ¿Qué sueños tendrán? ¿Qué pensarán cuando caminan por la calle? ¿En dinero? ¡No puede ser sólo esto! Creo recordar haber oído la teoría de que el ser humano vive para comer, pero nunca he escuchado a nadie decir que viviera para ganar dinero. Desde luego que no. Pero en ciertas circunstancias… No, tampoco lo entiendo. Cuanto más pienso, menos entiendo. Me persigue la inquietud y el miedo de sentirme diferente a todos. Casi no puedo conversar con los que me rodean. No sé qué decir, ni cómo decirlo.
Así es cómo se me ocurrieron las bufonadas. Era mi última posibilidad de ganarme el afecto de las personas. Pese a que temía tanto a la gente, al parecer era incapaz de renunciar a ella. Y esas bufonadas fueron la única línea que me unía a los demás. Mientras que en la superficie mostraba siempre un rostro sonriente, por dentro mantenía una lucha desesperada, que no daba fruto más que en el uno por mil, para ofrecer ese agasajo.
Desde pequeño, ni siquiera tenía la menor idea de los sufrimientos de mi propia familia o de lo que pensaba. Sólo estaba bien al corriente de mis propios miedos y malestares. En algún momento, me convertí en un niño que nunca podía decir la verdad. En las fotos familiares, todos ponían unas caras de lo más serias. Es extraño, tan sólo yo aparecía sonriente. Era una más de mis habituales bufonadas infantiles.
Nunca respondí a ninguna reprimenda de mi familia. Estaba convencido de que era la voz de los dioses que me llegaba desde tiempos ancestrales. Al escucharla, sentía que iba a perder la razón; y, por supuesto, no estaba en condiciones de contestar, ni mucho menos. Esas voces me parecían «la verdad», procedente de muchos siglos atrás.
Y como yo no tenía la menor idea de cómo actuar respecto a esa verdad, comencé a pensar que no me era posible vivir con otros seres humanos. Por eso, no podía discutir ni defenderme. Cuando alguien decía algo desagradable de mí, me parecía que estaba cometiendo un craso error. Sin embargo, siempre recibía esos ataques en silencio; aunque, por dentro, me sentía enloquecer de pánico. Desde luego, a nadie le gusta que le critiquen o se enojen con él.
Por lo general, las personas no muestran lo terribles que son. Pero son como una vaca pastando tranquila que, de repente, levanta la cola y descarga un latigazo sobre el tábano. Basta que se dé la ocasión para que muestren su horrenda naturaleza. Recuerdo que se me llegaba a erizar el cabello de terror al pensar en que este carácter innato es una condición esencial para que el ser humano sobreviva. Al pensarlo, perdía cualquier esperanza sobre la humanidad.
Siempre me había dado miedo la gente y, debido a mi falta de confianza en mi habilidad de hablar o actuar como un ser humano, mantuve mis agonías solitarias encerradas en el pecho y mi melancolía e inquietud ocultas tras un ingenuo optimismo. Y con el tiempo me fui perfeccionando en mi papel de extraño bufón.
No me importaba cómo; lo importante era conseguir que se rieran. De esta forma, quizá a los humanos no les importara que me mantuviera fuera de su vida diaria. Lo que debía evitar a toda costa era convertirme en un fastidio para ellos. Debía ser como la nada, el viento, el cielo. En mi desesperación, no sólo me dedicaba a hacer reír a mi familia sino también a los sirvientes, que temía aún más porque me resultaban incomprensibles.
Cierta vez, en pleno verano, me paseé por los pasillos supuestamente ataviado con un suéter rojo bajo mi ligero kimono y todos se murieron de risa.
—Yochan[2], te sienta fatal —dijo entre carcajadas mi hermano mayor, que casi nunca se reía, en un repelente tono cariñoso.
Incluso yo no soy tan insensible al frío y al calor como para ponerme un suéter en los días más calurosos. Me había puesto unas polainas de mi hermana menor, de modo que asomasen por las mangas del kimono y pareciera que llevara un suéter.
Mi padre solía viajar a Tokio por negocios con tal frecuencia que hasta tenía una residencia en Sakuragicho, en el barrio de Ueno. Solía pasar más de medio mes en esa casa y cuando regresaba traía un montón de regalos para la familia y los parientes. Era algo que le encantaba hacer.
Cierta noche, antes de partir a Tokio, nos reunió a todos los niños en la sala de visitas y, entre sonrisas, nos preguntó a cada uno qué queríamos que nos trajera, anotándose la respuesta en la agenda. No era habitual que fuese tan afectuoso con nosotros.
—¿Y tú Yozo? —preguntó.
Yo me quedé balbuceando y no pude responder.
Como me preguntó de repente qué quería, lo primero que se me ocurrió es que no quería nada. Me pasó por la cabeza que tanto daba; de todas maneras, nada me causaría alegría. Pero, al mismo tiempo, no era capaz de rechazar algo que me ofrecieran por más contrario que fuese a mis propios gustos. Cuando algo no me gustaba, no podía decirlo a las claras; y cuando algo me gustaba, lo aceptaba con timidez, como si fuera un ladrón, con expresión de disgusto, presa de un terror indescriptible. En suma, que no podía elegir entre dos alternativas. Esta fue una de mis características que, más adelante, se convirtió en la principal causa de mi vida vergonzosa.
Mientras estaba allí, callado y vacilante, mi padre pareció un poco disgustado.
—Podría ser un libro, ¿no? O si no una máscara de león, de las que se usan para las danzas de Año Nuevo. En las tiendas de Asakusa venden unas para niño a precios razonables. ¿No quieres una?
Me preguntó si quería algo, mas no supe qué decir. Ni me salió ninguna respuesta graciosa. El bufón había fracasado.
—Estaría bien un libro, ¿no? —intervino mi hermano con la expresión seria.
—¿Ah, sí? —dijo mi padre con la ilusión totalmente desvanecida del rostro y cerró bruscamente la agenda sin tomarse la molestia de anotar nada.
Vaya desastre. Había causado que mi padre se enojara y seguro que debía temer su venganza. Tenía que hacer algo antes de que fuese demasiado tarde. Esa noche, temblando bajo el edredón, me devané los sesos para encontrar una solución. Al final, me levanté, entré en la sala de visitas, abrí el cajón del escritorio donde mi padre guardaba la agenda, la abrí y pasé las páginas hasta encontrar donde tenía anotados los pedidos de regalos. Lamí la punta de un lápiz, anote «máscara de león» y volví a la cama.
De hecho, no deseaba en absoluto la máscara para la danza del león; incluso hubiera preferido un libro. Pero me había dado cuenta de que mi padre quería comprarme una máscara de león y, como quería que recuperase su buen humor, me había aventurado en plena noche a entrar subrepticiamente en la sala de visitas.
Esta medida de emergencia resultó recompensada por el éxito, tal como esperaba. Cuando mi padre volvió de Tokio, oí desde la habitación de los niños su vozarrón mientras se lo contaba a mi madre: «Estaba en una de las tiendas de juguetes de Asakusa y abrí la agenda; alguien había escrito "máscara de león". Y no era mi letra. Me quedé de lo más extrañado, aunque enseguida caí en la cuenta. Era una travesura de Yozo. Al volver, le pregunté y se quedó callado, riéndose nervioso. Seguro que se moría de ganas de tenerla. ¡Vaya chiquillo más raro! Simula que no le interesa nada para después ir a escribir con toda claridad lo que quiere. Si deseaba tanto la máscara, ¿por qué no me lo dijo desde el principio? ¡Me puse a reír en medio de la tienda! Anda, dile que venga».
Cierta vez reuní a los sirvientes en la habitación occidental y pedí a uno de los criados que aporreara como le viniera en gana las teclas del piano —pese a que vivíamos en provincias, nuestra casa tenía las comodidades propias de la ciudad— y, al ritmo de esa música, ejecuté una especie de danza india que hizo revolcarse de risa a todos. Uno de mis hermanos tomó una foto de mi representación. Cuando la vimos, resultó que entre los dos pañuelos de hacer fardos de algodón blanco, que me había colocado a modo de taparrabos, asomaba mi pequeño pene, lo que de nuevo fue causa de gran regocijo. Podría decirse que esto fue un éxito muy por encima de mis expectativas.
Por aquel entonces, estaba suscrito a una decena de revistas infantiles mensuales y, además, solía encargar de Tokio toda clase de libros. Me convertí en un entusiasta del doctor Mencharakuchara[3] y del doctor Nanjamonja[4] y conocí historias espeluznantes, aventuras, cuentos cómicos y cancioncillas de Edo[5], que representaba con la mayor seriedad, causando que todos en casa se murieran de risa.
Pero ¿y la escuela? Parecía que me estaba ganando el respeto de todos. Aunque el hecho de que me respetaran me causaba un cierto pánico. Mi idea de alguien respetado consistía en una persona que había logrado engañar casi a la perfección a los demás pero que, al ser visto por un ser omnisciente y omnipotente, era humillado en una vergüenza peor que la muerte. Incluso si engañase a los seres humanos para que me respetaran, alguno de ellos se daría cuenta; y cuando les contara a los demás el engaño, entonces la ira de los humanos daría lugar a alguna horrible venganza. Sólo de pensarlo se me ponían los pelos de punta.
Esta fama en la escuela secundaria obedeció más que a ser hijo de una familia acomodada a que, supuestamente, tuviera talento. De pequeño era enfermizo, de manera que con frecuencia perdía un mes o dos de clases, o incluso un curso entero por estar en cama. Sin embargo, cuando estaba convaleciente e iba a la escuela en un rikisha[6] para hacer los exámenes de fin de año, siempre sacaba las mejores notas.
Cuando me sentía bien, no estudiaba en absoluto. Me pasaba las clases dibujando historietas, que en los descansos explicaba a los compañeros para hacerles reír. En las composiciones sólo escribía tonterías, por lo que los maestros me llamaban la atención, aunque no conseguían enmendarme. La razón es que yo sabía que, en secreto, se lo pasaban de lo lindo leyendo esas historias absurdas. Cierta vez escribí que mi madre me llevó a Tokio en tren y, por equivocación, oriné en una de las escupideras del pasillo; no es que no supiera para qué servían las escupideras, lo que ocurrió es que me hice el inocente. Sabía que el maestro lo iba a encontrar divertidísimo, por lo que le seguí sigilosamente en su camino a la sala de profesores. Vi que sacaba mi composición entre las de varias clases y se la leía por el pasillo sin poder contener la risa. Al llegar a la sala de profesores y terminar la lectura, estalló en tremendas carcajadas, poniéndose colorado como un tomate, y se la pasó a los demás maestros. Me sentía satisfecho a más no poder. ¡Qué travieso!
Había conseguido que me tomaran por un niño travieso. Había evitado con éxito que me respetaran. Siempre sacaba sobresaliente en todo, excepto en conducta, donde no lograba más que un aprobado, lo que, a su vez, causaba gran regocijo a mi familia.
Sin embargo, mi verdadero carácter era completamente opuesto al de un niño travieso. Por aquel entonces, los criados ya me habían enseñado algo lamentable; me habían hecho perder la castidad. Incluso ahora pienso que hacerle eso a un niño es el más perverso y cruel de todos los delitos. Pero no se lo conté a nadie. Sonreí débilmente, pensando que esto me permitía conocer un nuevo aspecto del ser humano. Si hubiera tenido la costumbre de contar las cosas tal como eran, quizá me hubiese atrevido a acusarles ante mis padres; pero lo cierto es que no los comprendía. No podía esperar que nadie me ayudara. Si se lo hubiera contado a mi padre, a mi madre, a la policía, a las autoridades o a cualquiera que tuviese poder en el mundo, tal vez me hubieran abrumado con excusas bien vistas por la sociedad. Está claro que existe el favoritismo, y estoy seguro de que acusar a los criados hubiera sido en vano. Por eso, mantuve oculta la verdad y continué haciendo el bufón.
«¿Eh, no tienes fe en el ser humano? Por cierto, ¿cuándo te hiciste cristiano?», quizá alguien me pregunte burlándose. Pero no creo que la desconfianza en el ser humano tenga que surgir por motivos religiosos. ¿No es cierto que estas personas, incluidas las que se burlan de mí, viven tan tranquilas en la mutua desconfianza, sin que la existencia de Dios se les pase por la cabeza?
Esto ocurrió cuando era pequeño. Un político muy conocido del partido al que pertenecía mi padre vino a nuestro barrio para pronunciar un discurso. Los sirvientes me acompañaron al teatro donde iba a celebrarse la reunión. La sala estaba abarrotada, y la mayoría de los presentes, conocidos de mi padre, aplaudieron con entusiasmo. Cuando terminó el discurso, los asistentes salieron en grupos de tres o cinco a la calle nevada ya oscura echando pestes. Algunas voces eran de amigos particularmente cercanos a mi padre. Comentaban que mi padre había sido de lo más torpe al presentar al político y que no hubo modo de comprender el discurso de este. Sin embargo, una vez en la sala de visitas de nuestra casa, dijeron con genuina alegría en el rostro que el discurso había sido un auténtico éxito. Cuando mi madre preguntó a los sirvientes qué tal había sido ese discurso, repusieron con la mayor frescura que había sido muy interesante; mientras que, en realidad, en el camino de vuelta no habían parado de refunfuñar, diciendo que lo más aburrido en el mundo era un discurso político.
Pero esto no es más que un pequeño ejemplo. Las personas se engañan unas a otras del modo más natural y, sorprendentemente, sin resultar lastimadas. Parecen no darse ni cuenta de la superchería. Creo que su vida está llena de ejemplos nítidos, puros y claros de desconfianza. No obstante, a nadie parece preocuparle este intercambio de falsedades. Yo mismo engaño a los demás desde la mañana a la noche con mis bufonerías. No tengo el menor interés en eso que los libros de texto llaman moral. Me cuesta entender que el ser humano viva o quiera vivir con pureza, claridad y felicidad en medio de toda esta mentira mutua. Nunca me han explicado la razón de esta habilidad. Si lo hicieran, quizás me librarían del terror que siento por ellos o de mis representaciones desesperadas. O quizá también de mi enfrentamiento con ellos y del infierno que experimentaba todas las noches. En suma, no había evitado contar sobre el odioso delito de los criados debido a la desconfianza en el ser humano ni, por supuesto, al cristianismo. Creo que fue porque ellos cerraron con firmeza la cáscara de la confianza a ese pequeño Yozo. Hasta mis propios padres se comportaron de una forma incomprensible para mí.
Años después, muchas mujeres fueron capaces de detectar el olor de la soledad que nunca había mostrado a nadie, y me da la impresión de que esta fue la causa de que abusaran de mí. De hecho, las mujeres me consideraron un hombre capaz de guardar un secreto de amor.