Primera parte
De las predicciones de Takeichi, una se cumplió y la otra no. La poco gloriosa de que las mujeres se enamorarían de mí resultó cierta, pero no la venturosa de que me convertiría en un pintor de renombre. No logré llegar a ser más que un mal dibujante para publicaciones de pésima calidad.
A causa de lo acontecido en Kamakura, me expulsaron de la escuela y acabé viviendo en una minúscula habitación de tres tatami en la primera planta de la casa de «El lenguado». Al parecer, llegaban cada mes de mi lugar natal pequeñas sumas de dinero para mi manutención, aunque iban directamente a manos de «El lenguado». Además, procedían de mis hermanos que las enviaban a escondidas de mi padre. Mis relaciones con la familia se cortaron y, para colmo, «El lenguado» siempre estaba de mal humor; aunque le sonriera, nunca me correspondía. Me pareció asombroso —mejor dicho, cómico— cómo el ser humano podía cambiar radicalmente con la misma facilidad que se le daba vuelta a la mano.
No hacía más que repetirme: «Nada de salir, ¿eh? Nada de salir». No me quitaba los ojos de encima, como si temiera que, de nuevo, intentara suicidarme tirándome al mar para seguir los pasos de la mujer muerta. En suma, tenía terminantemente prohibido poner los pies en la calle. No podía tomar sake ni fumar, y me pasaba desde la mañana hasta la noche encerrado en la habitación de tres tatami de la planta alta, leyendo viejas revistas como un perfecto idiota; incluso había perdido los ánimos de matarme.
La casa de «El lenguado» se encontraba cerca de la escuela de medicina de Okubo. El cartel de su tienda, que ponía ANTIGÜEDADES EL JARDÍN DEL DRAGÓN VERDE, tenía bastantes pretensiones. Pero, en realidad, tenía la tienda y la vivienda juntas; una de las dos puertas era la estrecha entrada de la tienda, llena de polvo y de todo tipo de trastos viejos. Aunque no se ganaba la vida con ese negocio sino con transferencias de propiedades entre uno y otro cliente para evadir impuestos.
Lo cierto es que apenas pasaba tiempo en la tienda. Ya de mañana, salía disparado con el ceño fruncido, dejando a un aprendiz de diecisiete o dieciocho años a cargo de la tienda. Pero este, como no tenía mucho que hacer, se desocupaba y se ponía a jugar a pelota con los chicos del barrio. Además, seguro que consideraba al habitante de la planta alta como un demente, porque me llegaba con sermones en tono de adulto; aunque yo, con mi carácter de evitar enfrentamientos con cualquiera, escuchaba dócilmente con expresión de cansancio o de interés.
Al parecer, el aprendiz era un hijo ilegítimo de Shibuta, aunque no se trataban como padre e hijo. Como «El lenguado» era soltero, tiene que haber tenido algún motivo para eso, según el rumor que escuché entre mis familiares. Pero a mí no me interesan en absoluto los asuntos ajenos, de modo que no me preocupé de enterarme de mucho más. Aunque, fijándose bien, los ojos del aprendiz tenían un peculiar aire de pescado, por lo que quizá las habladurías no andaban tan desencaminadas. Si fuera así, qué vida más poco animada llevaban. A veces, a altas horas de la noche y sin invitarme a mí, pedían que les llevasen soba o algún otro plato de un restaurante del vecindario, que comían en completo silencio.
En casa de «El lenguado», el aprendiz siempre preparaba la comida y, en una bandeja aparte, se la llevaba al parásito de la primera planta tres veces al día. Ellos comían en una habitación húmeda de cuatro tatami, donde sólo se escuchaba el movimiento afanoso de los palillos contra la vajilla.
Una noche de finales de marzo, sería porque había tenido ganancias inesperadas o por alguna estratagema que le pasó por la mente —pudieron haber existido muchas otras razones, que no alcanzaba ni a concebir mi imaginación—, me invitó excepcionalmente a su mesa, en la que había delicadezas tan poco habituales como sashimi[14] de atún; sorprendieron aun al propio anfitrión, quien se sintió inclinado a ofrecer hasta sake a este ocioso alojado.
—¿Qué piensas hacer de ahora en adelante? —preguntó en cierto momento.
No respondí enseguida, sino que tomé un bocado del plato de tatamiiwashi[15] y, contemplando los ojos plateados de los pececillos, me dejé llevar por los ligeros efectos del sake. Echaba de menos los días pasados de juerga y hasta a Horiki, y deseé más que nada recuperar esa libertad; de repente, me sentí tan triste que estuve a punto de echarme a llorar.
Desde que llegué a esta casa, no había tenido ningún motivo para hacer bufonadas; tan sólo había vivido tirado sin hacer nada, ante las miradas de desprecio de «El lenguado» y el aprendiz. El hombre no parecía muy amigo de largas conversaciones, y, por mi parte, no tenía el menor deseo de irle con quejas; de forma que me limitaba a vivir de gorra con cara de estúpido.
—Parece que han suspendido la sentencia y no te causará antecedentes penales. En fin, que si quieres podrás rehacer tu vida. En caso de que te plantees algo en serio y me lo cuentes, voy a hacer lo que pueda por ayudarte.
La forma de hablar de «El lenguado», mejor dicho, de todos los humanos, era tan complicada y confusa que no había forma de saber hacia dónde iban esos extraños vericuetos. Siempre me han desconcertado esas precauciones inútiles aunque estrictas, así como las incontables pequeñas maniobras implícitas. Harto de ellas, he optado por recurrir a mis bufonadas o inclinado la cabeza en silencio con la actitud del vencido.
Años más tarde pensé que si «El lenguado» me hubiera dicho las cosas claras y simples, me hubiese ido mucho mejor. Pero su innecesaria cautela, mejor dicho, las apariencias incomprensibles de la sociedad, me obligaron a pasar por toda una serie de experiencias amargas.
Hubiese sido mucho mejor si «El lenguado» me dijera: «A partir de abril, debes comenzar el curso en una escuela, sea pública o privada. Cuando empieces a estudiar, de tu casa te enviarán una cantidad apropiada para tu sustento».
Sólo mucho después supe que, en realidad, eso era lo que esperaban de mí, y sin duda hubiera obedecido. Pero la forma cautelosa y complicada de expresarse de «El lenguado» acabó por cambiar completamente el rumbo de mi vida.
—Si no estás dispuesto a confiarme lo que piensas en serio, no iremos nada bien —dijo.
—Confiar, ¿el qué?
No tenía ni la menor idea de a qué se refería.
—Pues, lo que te preocupa, ¿no?
—¿Por ejemplo?
—¿Cómo que «por ejemplo»? Desde luego, lo que tienes intención de hacer.
—Será mejor que busque un trabajo, ¿no?
—No te digo eso. Lo que quiero saber es qué quieres hacer.
—Si aunque quiera volver a la escuela…
—Cuesta dinero, por supuesto. Pero el problema no es el dinero sino lo que tú quieras hacer.
¿Por qué no me dijo que mi familia enviaría el dinero necesario? Con sólo hacerlo yo hubiera podido tomar enseguida la decisión de estudiar; pero se limitó a dejarme a oscuras.
—¿Qué me dices? ¿Tienes algún tipo de aspiración para el futuro? La persona a quien uno ayuda no se puede ni imaginar lo difícil que es la tarea.
—Lo siento…
—Para que lo sepas, me preocupas. Como he aceptado ocuparme de ti, no quiero verte con una actitud superficial sino con la intención firme de conseguir una existencia respetable. Si vinieras en serio para discutir tus planes para el futuro, te ayudaría en lo posible, pese a que a este pobre «Lenguado» no le sobra de nada, de modo que ni sueñes con vivir con lujos pasados. Pero si me cuentas tus intenciones, intentaré echarte una mano, aunque sea poco a poco. ¿Entendiste? Esto es lo que me parece a mí. Por lo que más quieras, ¿qué piensas hacer?
—Si no me deja estar en la habitación de la planta alta, voy a trabajar…
—¿Lo dices en serio? ¿No sabes que en estos tiempos hasta los graduados de la Universidad Imperial…?
—No me refiero a un trabajo de oficina.
—¿Entonces?
—Quiero ser pintor —dije con la mayor convicción.
—¿Cómo?
Nunca olvidaré la expresión de «El lenguado», riéndose con el cuello inclinado a un lado y una sombra de astucia en el rostro. Parecía desprecio; pero no, era diferente. En el mundo, igual que en el mar, existían lugares de profundidad inmensa, y esa sombra extraña quizá se pudiera descubrir en su fondo. Y esa risa me mostró hasta el fondo lo más bajo de la existencia de los adultos.
Me dijo que no servía de nada hablar sobre el asunto, que mi actitud no era firme en absoluto y que me pasara la noche reflexionando. De modo que, como si me persiguieran, me refugié en mi habitación y me acosté, aunque no se me ocurrió en qué reflexionar. Al amanecer me marché de casa de «El lenguado».
«Volveré sin falta por la noche. Voy a casa de un amigo, cuya dirección incluyo, para discutir mis planes para el futuro. Le ruego que no se preocupe en absoluto», dejé escrito en un papel con grandes caracteres a lápiz. Entonces anoté la dirección de Masao Horiki en Asakusa y me fui sigilosamente.
No es que me marchase martirizado por el sermón de «El lenguado». De hecho, tal como decía él, mi actitud era superficial y no tenía la menor idea de qué hacer de ahí en adelante. Además, me daba pena ser un parásito en su casa y, en el caso poco probable de que tuviera alguna inspiración, le tocaría al pobre «El lenguado» aportar el capital para rehacer mi vida.
Sin embargo, cuando me marché de su casa no tenía la menor intención de ir a consultar sobre «mis planes futuros» a gente de la ralea de Horiki. Lo había dicho para tranquilizar a «El lenguado». No escribí la nota para conseguir tiempo para huir lo más lejos posible, como si de una novela de detectives se tratara —aunque un poco de eso había—, sino que sería más exacto decir que temía el alboroto que se organizaría con el susto que le iba a dar. Por supuesto, tenía claro que acabaría por descubrirse la verdad, pero era una lamentable parte de mi carácter el adornarla de algún modo. Esto ha causado que en la sociedad me despreciaran como a un mentiroso; no obstante, no actué en beneficio propio sino que temía estropear el ambiente y, aunque supiese que esto me acabaría perjudicando, no podía controlar mi inclinación desesperada a complacer a la gente. Este comportamiento, repetido innumerables veces, podría interpretarse como un síntoma de mi debilidad y estupidez, pero las personas «honradas» de la sociedad se aprovecharon considerablemente de él. Fue por eso que entonces me surgió del fondo de la memoria el nombre y el domicilio de Horiki.
Tras dejar la casa de «El lenguado», caminé hasta Shinjuku, vendí unos libros que llevaba en los bolsillos y, tal como era de esperar, me quedé sin saber qué hacer. Pese a que siempre he sido amable con los demás, nunca he experimentado la sensación de amistad. Excepto en el caso de compañeros de diversión como Horiki, no tengo más que recuerdos amargos de mis relaciones; y para librarme de ellas me dediqué a hacer el bufón con toda mi alma, lo que me consumió las fuerzas. Si llego a encontrarme con un rostro conocido, o que le guarde cierta semejanza, tengo un tremendo sobresalto y me entra tal sensación de pánico que, durante unos momentos, me siento totalmente mareado. Sé que le caigo bien a la gente, pero imagino que carezco de la facultad de querer a los demás. Aunque, en el caso de los demás, me pregunto hasta qué punto son capaces de hacerlo. Siendo de este modo, no me extraña que no fuera capaz de sentir una profunda amistad; para colmo, incluso no tenía ni la habilidad para «hacer visitas». El portal de entrada de una casa ajena me producía una sensación peor que las puertas del infierno; y no es una exageración decir que tras el portal adivinaba el hedor de un horrible dragón. No tenía amigos ni tampoco a dónde ir. Entonces pensé en Horiki.
Lo dicho en broma se convirtió en realidad. Tal como había dejado escrito en esa nota, decidí visitar a Horiki en Asakusa. Nunca había estado en su casa porque siempre que había querido verlo lo invitaba a la mía por telegrama. Pero, en mis actuales circunstancias, hasta el coste de un telegrama era mucho y, por otra parte, no tenía la seguridad de que Horiki respondiera a mi llamada. Pese a mi nula habilidad para hacer visitas, tomé el tranvía entre suspiros con la conciencia de que él era mi última esperanza, lo que me atemorizaba hasta el punto de causarme una sensación de frío en la espalda.
Horiki estaba en casa. Moraba en una vivienda de dos plantas en una sucia callejuela; la habitación de Horiki, de seis tatami, se encontraba en la planta alta, mientras que en la baja vivían su anciana madre y un artesano que fabricaba correas para sandalias de madera.
Ese día Horiki me mostró una nueva faceta de su vida de habitante de la capital. Era de un egoísmo astuto y frío que hizo abrir los ojos de asombro a un provinciano como yo. Era muy distinto a mí, que me dejaba llevar por la corriente.
—¡Vaya sorpresa verte! ¿Ya te ha perdonado tu padre? ¿Todavía no?
No pude decirle que me había escapado. Intenté disimular, tal como era mi costumbre. Pero estaba seguro de que pronto Horiki se daría cuenta de lo acontecido.
—Eso ya se arreglará.
—Oye, no es para tomárselo a risa. Hazme caso, debes parar ahora mismo de hacer tonterías. Me vas a tener que disculpar, pero hoy tengo cosas que hacer. Últimamente estoy bastante ocupado.
—¿Ocupado? ¿Con qué?
—Eh, eh, no arranques el hilo del cojín.
Mientras hablaba, sin darme cuenta había estado jugueteando con uno de los cordones que remataban cada esquina del cojín, dándole algún tirón. Sin el menor embarazo y lanzándome miradas furibundas, Horiki mostraba hacia los objetos de su casa una posesividad que alcanzaba hasta los cordones del cojín. Pensándolo después, a Horiki no le había costado ni un céntimo el divertirse conmigo.
Su anciana madre apareció con dos platitos de jalea en una bandeja.
—¿Eh, qué nos traes? —dijo Horiki con afecto filial, haciendo el papel de un hijo modelo y hablando en un lenguaje tan respetuoso que me parecía muy extraño en él—. ¿Jalea? ¡Qué maravilla! Por favor, no debías haberte tomado la molestia. Voy a salir pronto. Pero, bueno, ya que se trata de la jalea que preparas tan bien, sería una lástima dejarla —y dirigiéndose a mí—. Anda, sírvete. Mi madre la ha preparado. ¡Qué sabrosa! ¡Ya verás que es una delicia!
No parecía estar haciendo comedia mientras se la comía contentísimo con el mayor deleite. La probé, pero era desabrida y cuando llegué a la torta glutinosa de arroz del fondo, no era torta sino algo que no podía identificar. No es que despreciara su pobreza, ni mucho menos. Entonces no me pareció tan mala la jalea y me conmovió la amabilidad de su madre. Pese a que temía la pobreza, no creo que nunca la llegase a menospreciar.
Viendo la alegría con que Horiki se comía su jalea, me di cuenta de la frugalidad de la gente urbana y de la enorme diferencia entre su vida en casa y fuera. Por mi parte, cual idiota en perpetua huida de la sociedad humana, no diferenciaba ambas, de modo que me dio la impresión de que hasta Horiki me había dejado de lado. Mientras comía la jalea con unos palillos de laca descascarillada, me invadió una insoportable tristeza.
—Perdona, pero hoy tengo cosas que hacer —dijo Horiki levantándose y poniéndose la chaqueta—. Con tu permiso, me marcho.
Entonces llegó una visitante, y eso cambió por completo mi fortuna. Horiki pareció muy animado de repente.
—Pensaba ir a verte, pero él llegó sin avisar. No, qué va, no molestas en absoluto… Pasa, por favor.
Se apresuró a ofrecerle mi cojín, y al entregárselo le di la vuelta; pero él lo giró de nuevo antes de ofrecérselo a la mujer. Además del cojín de Horiki, en la habitación había tan sólo uno para visitantes.
La mujer era delgada y alta. Dejando el cojín a un lado, se sentó sobre los talones en la esquina próxima a la entrada. Me quedé escuchando abstraídamente la conversación entre ambos. Al parecer, ella era empleada de una revista y había venido a recoger una ilustración que le había encargado.
—Acontece que estamos con un poco de prisa…
—Ya está lista. La terminé con tiempo. Aquí está.
Entonces llegó un telegrama. Mientras lo leía, el buen humor en el rostro de Horiki desapareció.
—¡Eh!, ¿se puede saber qué ha pasado? —me dijo. Era un telegrama de «El lenguado».
—Bueno, debes volver enseguida. Tendría que acompañarte a casa yo mismo, pero no tengo tiempo. ¿Cómo puedes andar tan tranquilo después de haberte escapado de casa?
—¿Dónde vives? —me preguntó la mujer.
—En Okubo —repuse espontáneamente.
—Entonces es cerca de mi oficina.
La mujer había nacido en Koshu y tenía veintiocho años. Hacía tres que se había quedado viuda y vivía en un apartamento en Koenji con su hija de cinco años.
—Parece que hayas tenido una niñez muy dura. Me he dado cuenta enseguida, ¡pobrecillo!
Desde ese día me convertí en un hombre que vivía de una mujer. Cuando Shizuko —así es como se llamaba aquella periodista— salía a trabajar a la oficina de su revista en Shinjuku, su hija de cinco años y yo nos quedábamos dócilmente en casa. Hasta que yo llegara, Shigeko se había quedado jugando en casa del administrador de los apartamentos, por lo que estuvo muy contenta de contar con la compañía de un «tío».
Pasé una semana abstraído en ese modo de vida. Por la ventana se veía una cometa atrapada entre los cables eléctricos, azotada y rasgada por el viento polvoriento de primavera; y aún así parecía aferrarse a los cables, agitándose como en movimientos afirmativos. Cada vez que la veía no podía evitar sonrojarme con una sonrisa amarga. Incluso se me aparecía entre sueños.
—Quiero dinero…
—¿Cuánto?
—Bastante. Cuando dicen que el fin del dinero es el fin del amor, tienen toda la razón.
—¡Vaya tontería! Cómo se te ocurren esos proverbios anticuados…
—¿Ah, sí? Tú no lo entiendes. Si sigo así, quizá termine marchándome.
—¿De verdad? ¿Quién te crees que está más necesitado? ¿Y quién se va a marchar? Déjate de bobadas…
—Quiero ganarme la vida y tener con qué comprarme sake y tabaco. Para que lo sepas, yo me considero más hábil dibujando que ese Horiki.
Entonces recordé mis autorretratos durante la escuela secundaria, aquellos que Takeichi calificó de «fantasmas». Obras maestras perdidas para siempre. Habían desaparecido en alguno de mis traslados, pero tenía la idea de que aquellas sí que eran pinturas que valían la pena. Después hice otras muchas, pero siempre sentí que se encontraban muy, muy por debajo, dejando mi alma vacía una y otra vez.
La copa de absenta nunca apurada. Este sentido de pérdida que jamás me abandonaría comenzó a tomar forma paulatinamente. Cada vez que hablaba de pintura, surgía ante mi vista la copa de absenta nunca apurada. «¡Cómo me gustaría mostrarle esas pinturas!», me decía con impaciencia, pensando que si las viera por fin creería en mi talento.
—¡No me digas! Cuando haces bromas con tanta seriedad eres de lo más gracioso.
Por supuesto, no era broma. Era la verdad. Si sólo le hubiera podido mostrar mis pinturas. Pero me resigné y, cambiando de ánimo, le dije:
—Me refiero a tiras cómicas. Seguro que en esto soy mejor que Horiki, por lo menos.
Estas palabras, una bufonada más, se las tomó sorprendentemente en serio.
—Es cierto. Quedé impresionada al ver las historietas que siempre dibujas para Shigeko; hasta a mí me hicieron reír. ¿Qué te parece si lo intentas? Puedo proponérselo al editor jefe de mi revista.
Su empresa publicaba también una revista mensual infantil, no muy conocida.
«Sólo con verte, a cualquier mujer le entran deseos irreprimibles de hacer algo por ti…». «Pese a que siempre eres tan tímido, resultas de lo más gracioso…». «Aunque a veces pareces tan solo y deprimido, así todavía te ganas más el corazón de las mujeres…». Shizuko me halagaba con estos y otros comentarios que yo, como correspondía a un hombre mantenido, aceptaba con docilidad.
Cuando pensaba en mi situación me sentía hundido, sabiendo que para recuperar la vitalidad más que una mujer me hacía falta dinero. Quería huir de Shizuko y ganarme la vida. Pero cuanto más pensaba en esto más dependiente me volvía de ella. Esta mujer fuerte de la región de Shinshu se ocupaba de todo, empezando por los trámites para resolver mi huida de casa, lo que causó que acabase adoptando una actitud de mayor timidez todavía.
Gracias a las gestiones de Shizuko, se organizó un encuentro entre ella, «El lenguado» y Horiki, decidiéndose que se cortaban las relaciones con mi familia y que viviría con ella. También por su intervención, mis tiras cómicas comenzaron a producir más dinero del que podía esperar; por fin pude comprar mi sake y mi tabaco, pero cada vez me sentía más desamparado y solitario. Sentía hundirme más y más. Cuando dibujaba la tira cómica en serie Las aventuras de Kinta y Ota, me acordaba de repente de mi casa natal y me entraba tal tristeza que mi pluma se resistía a moverse y, con la cabeza gacha, no podía contener las lágrimas.
En esas ocasiones, Shigeko me ayudaba. Para entonces, ya me llamaba «papá» como si fuera lo más natural del mundo.
—Papá, ¿es cierto que si rezo Dios me concederá lo que le pida?
Entonces se me ocurrió que yo podría hacer una plegaria así: «Dame, por favor, una voluntad gélida. Muéstrame la naturaleza del ser humano. ¿No es un pecado que las personas vivan rechazándose unas a otras? Concédeme, por favor, una máscara de ira».
—Claro. Dios concederá a Shigechan todo lo que quiera, pero a papá quizá no.
Hasta Dios me daba miedo. No podía creer en su amor, sino sólo en su castigo. La fe… Me parecía que eso equivalía a colocarse ante un tribunal, dispuesto a recibir el castigo divino. Creía en el infierno, pero me costaba mucho creer en el cielo.
—¿Por qué a ti no?
—Porque no obedecí a mis padres.
—Pero todos dicen que papá es muy buena persona…
Porque los engañaba. Era cierto que toda la gente en este pequeño edificio de apartamentos era amable conmigo, pero no podía explicar a Shigeko el miedo que me inspiraban todos, ni cómo cuanto más les temiera más bien les caía, y que su amabilidad sólo aumentaba mi temor, lo que me empujaba a huir de todos.
—Dime, Shigechan, ¿qué quieres que Dios te conceda? —le pregunté despreocupado.
—Quiero que vuelva mi verdadero papá.
Me dio un vuelco el corazón y me sentí mareado. Un enemigo… ¿Era yo el enemigo de Shigeko, o ella era el mío? En todo caso, aquí tenía a un adulto para aterrorizarme.
Un extraño, un extraño incomprensible, un extraño lleno de secretos… De pronto, así se me apareció el rostro de Shigeko. Me había engañado pensando en que Shigeko era diferente, pero no. También ella era como la vaca que da un latigazo fulminante e inesperado con la cola para matar a un tábano. Entonces supe que, a partir de ese momento, debería ser tímido incluso con aquella niña.
—¡Eh! ¿Está el sátiro en casa?
Era Horiki, que había decidido visitarme de nuevo. Pese a que me había tratado con tanta frialdad el día que me marché de casa, no podía rechazarlo y salí a recibirlo con una leve sonrisa.
—Ya he visto que tus tiras cómicas se han vuelto muy populares, ¿no? No hay nada que hacer contra los aficionados; no tienen miedo a nada. Pero no te confíes. Tus dibujos todavía no valen mucho.
Tuvo la desfachatez de hablarme en tono de maestro. Pensé en la cara que pondría si le mostrara mis pinturas de «fantasmas».
—No digas eso, que se me escapan los lamentos —repuse, revolviéndome en el vacío tal como era mi costumbre.
Horiki parecía más satisfecho todavía.
—No tienes más talento que el justo para salir adelante. Tarde o temprano quedarás en evidencia.
El talento para salir adelante… No podía más que mostrar una sonrisa amarga. ¡Tener yo el talento para seguir adelante! Alguien como yo, que tenía miedo a los seres humanos y los esquivaba y engañaba, podía en la superficie ser como el que cree en proverbios como «El dios desconocido no castiga». ¿Será posible que los seres humanos no se comprendan? ¿Que dos amigos se equivoquen por completo al juzgarse el uno al otro? Después de haber pasado una vida entera sin darse cuenta de la verdad, se percatan de su error y lloran al leer sobre la muerte del otro en el periódico.
Horiki contribuyó a resolver todo el asunto de mi huida, aunque sólo de mal grado y porque se lo pidió con insistencia Shizuko; y ahora se comportaba como si le debiese haber tenido una segunda oportunidad en la vida o me hubiera arreglado el casamiento. De cuando en cuando, se dedicaba a soltarme algún sermón con expresión grave. Algunas veces se presentaba en plena noche completamente bebido y se quedaba a dormir, y otras venía a pedirme prestados cinco yenes. Siempre esa cantidad exacta.
«Debes parar de divertirte con mujeres; la sociedad no te lo va a permitir…», me aconsejó. ¿Y qué diablos era esta «sociedad»? ¿Acaso el plural de «seres humanos»? ¿Cuál era la esencia de eso llamado «sociedad»? Había vivido en esta sociedad a la que siempre había tenido por poderosa, severa, temible… Pero al escuchar las palabras de Horiki tuve en la punta de la lengua la pregunta: «¿Con lo de "sociedad", te estás refiriendo a ti mismo?». Sin embargo, no quería hacerle enojar, de modo que me quedé callado.
«La sociedad no te lo va a permitir. Pero no es la sociedad, ¿acaso no serás tú? Si te comportas así, la sociedad te va a castigar. Mas no será la sociedad, serás tú, ¿verdad? La sociedad te enterrará en el olvido. No la sociedad, tú lo harás».
Me vinieron a la mente pensamientos como «¡Conoce tu propia vileza, astucia y malas artes!». Pero me limité a secarme el sudor del rostro con un pañuelo y dije sonriendo:
—Mira, ¡sudor frío! ¡Sudor frío!
A partir de entonces me convencí de que la llamada sociedad es el individuo. Y con esta idea, fui capaz de comportarme más de acuerdo con mi propia voluntad. Según Shizuko, me volví un poco caprichoso y perdí la timidez; Horiki opinó que me había poseído una extraña tacañería; y a Shigeko le daba la impresión de que no la trataba con tanto cariño como antes.
En silencio y sin una sonrisa, me pasaba los días cuidando de Shigeko y dibujando historias de Las aventuras de Kinta y Ota, El monje optimista o El atolondrado Pin, que ni yo mismo comprendía, y se publicaban en las revistas de mala muerte que me las encargaban. Además de la revista de Shizuko, me habían pedido trabajo otras, a cual peor.
Dibujaba con un ánimo sombrío y muy lentamente, sólo para ganar con qué comprar sake. Cuando Shizuko regresaba del trabajo para reemplazarme en el cuidado de la niña, salía disparado hacia la estación de Koenji, donde había unos bares donde servían bebida barata y fuerte. Al cabo de un rato, ya más animado, volvía al apartamento.
—Cuanto más te miro más rara me parece tu cara —le dije un día a Shizuko—. ¿Sabes una cosa? El monje optimista se me ocurrió al verte durmiendo.
—Pues mira, tu cara al dormir parece de lo más envejecida. Aparentas cuarenta años, por lo menos.
—Es culpa tuya. Tú has absorbido mi vitalidad. El hombre es como una corriente de agua. ¿Para qué inquietarse? Un sauce a la orilla del río…
—Déjate de charlas y vete a dormir. ¿O vas a cenar? —dijo tan tranquila, sin tomarme en serio.
—Si hubiera sake, lo tomaría con mucho gusto. El hombre es como una corriente de agua… La corriente del hombre… ¡no, no!… El agua corre, la vida corre…
Mientras yo canturreaba, Shizuko me había desvestido y yo me quedé dormido con la cabeza apoyada en su pecho. Cada día terminaba igual.
Y mañana, vuelta a empezar
cumpliendo la misma regla que la víspera,
huyendo de grandes alegrías y pesares,
como un sapo que evita una piedra en el camino…
Cuando leí por primera vez la traducción de este poema de un tal Guy Charles Cros, me sonrojé violentamente pese a encontrarme solo. Un sapo. Eso era yo. Lo de menos era que la sociedad me aceptara o no, que me enterrara en el olvido o no. Era un animal inferior a un perro o un gato. Un sapo. Lo único que hacía era moverme lentamente.
Cada vez bebía más. Ya no me limitaba a las cercanías de la estación de Koenji, sino que iba hasta Shinjuku o Ginza. Algunas noches no regresaba a casa. A propósito, hacía cualquier cosa contraria a lo convencional, besaba indiscriminadamente a las camareras de los bares, y bebía de una forma mucho más salvaje que antes del intento de suicidio. Como necesitaba más dinero del que ganaba me dediqué a empeñar los kimonos de Shizuko.
Había pasado un año desde que sonreí tristemente al ver la cometa rota atrapada entre los cables. Estaban a punto de salir las hojas de los cerezos cuando llevé las fajas de kimono y los kimonos interiores de Shizuko a la casa de empeños. Con el dinero que me dieron me fui directo a Ginza y me pasé dos días sin volver a casa. A la tercera noche me entró cierto arrepentimiento, volví al apartamento y entré sigilosamente. Al llegar ante la puerta del dormitorio de Shizuko, oí que madre e hija conversaban.
—¿Por qué bebe sake?
—Papá no bebe porque le guste. Lo hace porque es demasiado bueno…
—Entonces, ¿todas las personas buenas beben?
—No necesariamente, pero…
—Seguro que papá tendrá una sorpresa.
—Pero quizá no le guste. ¡Anda! ¡Se ha escapado de la caja!
—Se parece a El atolondrado Pin.
—Es verdad.
Oí que Shizuko se reía suavemente, como si estuviera contenta. Abrí la puerta en silencio y eché una mirada: había un conejito blanco correteando por toda la habitación, y ambas lo estaban persiguiendo.
«Las dos viven felices», pensé. «He sido un idiota metiéndome entre ellas y causándoles sinsabores. ¡Qué humilde felicidad la suya! Son buenas… Dios mío, si puedes escuchar la plegaria de alguien como yo, concédeme la felicidad, aunque sea una sola vez en la vida». Sentí el impulso de ponerme de rodillas y juntar las manos. Cerré la puerta con cuidado y me marché de nuevo a Ginza, para nunca más regresar a esa casa.
Mi segunda experiencia como hombre mantenido tuvo lugar en la planta alta de un bar cerca de la estación de Kyobashi, donde me dediqué a holgazanear.
La sociedad. Para entonces hasta yo estaba empezando a tener una ligera idea de qué se trataba. O sea, una lucha entre individuos. Y una lucha que el ganarla lo supone todo. El ser humano no obedece a nadie. Hasta los esclavos llevan a cabo entre ellos mismos sus venganzas mezquinas. Los seres humanos no pueden relacionarse más allá de la rivalidad entre ganar y perder. A pesar de que colocan a sus esfuerzos etiquetas con nombres grandilocuentes, al final su objetivo es exclusivamente individual y, una vez logrado, de nuevo sólo queda el individuo. La incomprensibilidad de la sociedad es la del individuo. Y el océano no es la sociedad sino los individuos que la forman. Y yo, que vivía atemorizado por el océano llamado «sociedad», logré liberarme de ese miedo. Aprendí a actuar de una forma descarada, olvidándome de mis interminables preocupaciones, respondiendo a las necesidades inmediatas.
«Me separé», dije tan sólo. Pero eso fue suficiente. Yo había decidido la vencedora y la vencida. A partir de esa noche me instalé sin cumplimientos en la primera planta, encima del bar. Además, la sociedad que se suponía me iba a castigar no me hizo el menor daño y, desde luego, yo no ofrecí ninguna explicación. Como la patrona no puso ningún inconveniente, todo iba a pedir de boca.
En el bar me trataban como a un cliente, al dueño, al mozo de los recados o a un pariente de la patrona; lo cierto es que debía haber dado la impresión de una existencia enigmática, pero la «sociedad» no parecía encontrar en mí nada sospechoso. Es más, los clientes habituales me llamaban «Yochan» con una amabilidad espantosa y me invitaban a tomar algo.
Poco a poco, dejé atrás mi actitud cautelosa hacia el mundo. Incluso llegué a convencerme de que no era un lugar tan horrible. Mi terror pasó a confundirse con el que sentía por los cientos de miles de microbios que esparce una tos, los que amenazan los ojos en los baños públicos o los que infectan las barberías causando calvicie, la sarna que pulula en las correas de los tranvías, quizá las larvas de insectos o huevos de la solitaria que se ocultan en el pescado crudo y la carne mal cocida, o el caminar descalzo a riesgo de pisar un vidrio y que la astilla circule por mi cuerpo hasta alcanzar el ojo y dejarme ciego, según cuentan por ahí las «supersticiones científicas». Por supuesto, imaginaba que era cierto eso de que había cientos de miles de bacterias flotando y nadando por todas partes. Pero, al mismo tiempo, me di cuenta de que si no les hiciera el menor caso, se rompería cualquier relación con ellas y entonces no serían para mí más que «fantasmas científicos». Me atemorizaron tanto con las estadísticas —si dejaba en mi fiambrera del almuerzo tres granos de arroz, y cada día diez millones de personas hicieran lo mismo, cuántos sacos de arroz se despilfarrarían; y también que si cada día estos diez millones de personas gastaran un pañuelo de papel menos, la cantidad de pulpa que se ahorraría— que cuando me dejaba un grano de arroz o me sonaba sentía que contribuía al desperdicio de montañas de arroz o de pulpa y me invadía una angustia como si hubiese cometido un horrible delito. Pero todo esto son mentiras de la ciencia, la estadística y las matemáticas, ya que no es posible ir recogiendo el arroz de tres en tres granos. En el caso de las multiplicaciones y divisiones, que son problemas de lo más simple, se dedican a calcular las probabilidades de que alguien entre al servicio con la luz apagada y tropiece con la taza y se caiga, o de que un pasajero ponga el pie en el espacio entre el vagón del metro y el andén, entre otras tonterías. Por supuesto, todo puede acontecer, pero nunca he oído de nadie herido por haber puesto el pie en la taza del inodoro. Me dio pena de mí mismo recordar que hasta poco tiempo atrás, cuando me enseñaron estos «hechos científicos», me los creí ciegamente y me atemorizaron.
Me entraron ganas de reír con sólo pensar cómo iba conociendo poco a poco de qué se trataba el mundo.
Pese a todo, los seres humanos me inspiraban temor; y no podía encontrarme con los clientes del bar sin haberme tomado un vaso de sake. Tenía miedo y, no obstante, iba al bar, igual que un niño que tiene un poco de miedo a su mascota y, por eso, la aprieta con más fuerza entre sus manos. Bajo los efectos del alcohol, me acostumbré a prodigar ante los clientes torpes teorías sobre el arte.
Un dibujante de historietas anónimo, que no conocía ni grandes alegrías ni grandes tristezas. Deseaba que me llegara alguna inmensa felicidad, aunque después le siguiera la desgracia más profunda; pero entonces mi único placer era charlar trivialidades con los clientes y beberme su sake.
Ya llevaba un año en esta fútil vida en Kyobashi. Mis historietas ya no sólo se limitaban a revistas infantiles sino que también aparecían en publicaciones obscenas que vendían en los kioscos de las estaciones. Bajo el absurdo seudónimo de Ikita Joshi[16], dibujaba desnudos lascivos a los que añadía versos del Rubaiyat[17].
Sin embargo, en aquella época una doncella se empeñó en que dejara de beber. «No puede ser que beba desde la mañana día tras día», decía. Era una muchacha de unos diecisiete o dieciocho años que trabajaba en un pequeño estanco frente al bar. Yoshichan era pálida y tenía los dientes mal alineados. Cada vez que iba a comprar tabaco me sonreía y me repetía el consejo.
—¿Qué tiene de malo? «Bebe, que es el tiempo enemigo implacable y no es fácil que goces de otro día tan tuyo». Muchos años atrás hubo un poeta persa… Bueno, dejémoslo. «En el corazón exhausto por las penas, renacerá la esperanza con la leve ebriedad que trae el cáliz…». ¿Entendiste?
—No entendí nada.
—¡Qué chica! Te voy a besar.
—Adelante —dijo, sin enfadarse lo más mínimo, sacando el labio inferior.
—Vaya con la niña tonta y su casta resignación…
Pero algo en la expresión de Yoshichan indicaba que era virgen, todavía no mancillada por nadie.
Cierta noche de frío terrible poco después del Año Nuevo, salí considerablemente bebido a comprar tabaco y, justo frente al estanco, me caí dentro de una alcantarilla. «¡Yoshichan, ayúdame!», grité. Ella me sacó de allí y me curó el brazo derecho.
—Bebes demasiado —sentenció con sentimiento y sin una sonrisa.
No me importa morir, pero no quiero ni pensar en lo que puede ser quedarse inválido. Mientras Yoshichan me curaba, se me ocurrió que podía dejar de beber.
—No voy a tomar más. A partir de mañana no probaré ni una gota.
—¿En serio?
—De verdad, lo dejo. Pero, si cumplo mi propósito, ¿te querrás casar conmigo? —dije, aunque lo de hacerla mi esposa era en broma.
—Por supu.
Por supu significaba «por supuesto»; una de las frecuentes abreviaciones que estaban de moda entre los jóvenes.
—Muy bien. Vamos a enlazar los meñiques para prometerlo. Dejo la bebida, de verdad.
Al día siguiente, al mediodía, ya estaba bebiendo. Cuando al atardecer salí con paso inseguro, me quedé de pie ante el estanco.
—Perdona, Yoshichan. He estado bebiendo.
—¡No puede ser! Seguro que finges estar bebido —dijo sobresaltada. Su actitud me despejó en el acto.
—He bebido, de verdad. No estoy fingiendo en absoluto.
—No te burles de mí. ¡Mira que eres malo! —dijo sin sospechar nada.
—Salta a la vista. He estado bebiendo desde mediodía. Perdóname.
—¡Qué bien haces comedia!
—No es comedia. ¡Qué tonta eres! Te voy a besar.
—Adelante.
—No, no tengo derecho. Voy a tener que sacarme de la cabeza el casarme contigo. Mírame la cara, estoy rojo, ¿verdad? Porque he estado bebiendo.
—Pareces rojo por la luz del atardecer. No trates de engañarme. ¿No intercambiamos promesas ayer? Entonces, no puede ser que hayas bebido. Entrelazamos los meñiques, ¿verdad? Por lo tanto, eso de que bebiste es falso, falso, falso.
El rostro pálido de Yoshichan, sentada en la mal iluminada tienda, me pareció venerable como el de una virgen. Hasta entonces, nunca me había acostado con una mujer más joven y, además, virgen. Quise casarme con ella, conocer una felicidad inmensa aunque después llegara un enorme sufrimiento. Había pensado que la belleza de la virginidad no se trataba más que de ilusiones dulzonas y sentimentales de los poetas, pero lo cierto es que existía en este mundo. Nos casaríamos y, al llegar la primavera, saldríamos en bicicleta para ver las cascadas entre las hojas nuevas. Lo decidí en el acto, era cuestión de ganar o perder, y yo me propuse robar esa flor.
Al cabo de un tiempo nos casamos. No experimentamos esa felicidad inmensa, aunque decir que el sufrimiento que vino después fue horrible es quedarse corto, ya que alcanzó extremos inimaginables. En realidad, el mundo continuaba siendo para mí un lugar de horror insondable. No se trataba de un lugar fácil en el que todo se decidiera simplemente entre ganar o perder.