El suave tintineo de la puerta interrumpió el sueño de Logan, arrancándolo bruscamente del abrazo reconfortante de la inconsciencia. El peso de sus problemas cotidianos parecía haberse disipado en la neblina de los sueños, pero ahora, el leve crujido de la madera, acompañado por una brisa fría que se colaba por alguna rendija invisible, lo devolvía a la realidad. Las cortinas de la habitación estaban apenas entreabiertas, dejando pasar unos débiles rayos de luz que apenas iluminaban el ambiente, pero eran suficientes para revelar la densa capa de polvo que flotaba perezosamente en el aire.
Logan sintió una sensación de extrañeza casi inmediata. El frío que acariciaba su piel era diferente, más agudo, más penetrante. Sus manos, aún entrelazadas con las sábanas pesadas y ajadas, notaron la textura desconocida de una tela áspera, casi rasposa, algo muy distinto de la comodidad habitual de su cama. El aire en la habitación era más denso de lo que recordaba; tenía una calidad algo rancia, como si no hubiese sido ventilado en días. Se incorporó lentamente, aún medio dormido, y sus pies desnudos tocaron el suelo de madera, pero en lugar del frío familiar, notó algo más sorprendente: ligereza.
Era como si algo hubiera cambiado en su propio cuerpo. Sus músculos, que normalmente estaban tensos por el estrés, ahora se movían con una soltura inusual. Aun así, la incomodidad persistía. Un pensamiento fugaz cruzó su mente, demasiado breve para aferrarse a él: algo no estaba bien.
—Un momento... —murmuró, su voz rasposa, como si llevara años sin hablar. Sacudió la cabeza, tratando de aclarar la niebla del sueño que aún lo envolvía. Sus pasos eran lentos, inseguros, mientras se dirigía hacia la puerta. El suelo crujía bajo su peso, pero su andar se sentía extrañamente ágil. Se detuvo por un instante, observando su reflejo en un espejo viejo y empañado en la esquina de la habitación. A través del vidrio polvoriento, lo que vio no era la figura desaliñada de siempre, sino algo que lo sobresaltó profundamente.
No era él. El rostro en el espejo era el de un hombre mayor, de mandíbula cuadrada, con una barba espesa y oscura que enmarcaba unos ojos severos, marcados por años de experiencia. Logan retrocedió instintivamente, casi tropezando con una silla de madera a su espalda. El reflejo lo miraba con una expresión imperturbable, casi imponente, lo que solo añadía más confusión a la maraña de preguntas que giraban en su mente.
Antes de que pudiera asimilar lo que estaba ocurriendo, llegó a la puerta, abriéndola con manos temblorosas. Al otro lado, una joven mujer lo miraba con una sonrisa serena y ojos que parecían reflejar la luz del amanecer. Sus pupilas brillaban de una manera casi hipnótica, y su porte era firme, como si estuviera acostumbrada a la rigidez de su posición.
—Buenos días, mi Zar —dijo con una voz suave, inclinando ligeramente la cabeza en una reverencia respetuosa. Al cruzar el umbral, cerró la puerta tras de sí con un movimiento fluido y preciso, dejando solo el sonido amortiguado de la madera que crujía al ajustarse a su nuevo marco.
La palabra "Zar" retumbó en la mente de Logan como un martillo golpeando una campana vacía. Una oleada de vértigo lo invadió, como si su realidad se estuviera desmoronando a pedazos. ¿Zar? ¿Qué significaba eso? Sabía lo que la palabra implicaba, pero la idea de ser llamado así era tan absurda que casi se echó a reír, pero el nudo en su garganta le impidió emitir cualquier sonido. Antes de que pudiera preguntar algo, antes de que pudiera siquiera procesar lo que acababa de escuchar, un dolor punzante le atravesó la cabeza, tan violento que lo hizo soltar un grito.
—¡Argh! —Logan se tambaleó hacia atrás, llevándose las manos a la cabeza mientras el dolor lo consumía. Tropezó con algo en el suelo, y de pronto, una lámpara antigua que estaba en una mesa cercana cayó con un estrépito ensordecedor, el cristal estallando en mil pedazos que volaron por la habitación, creando una escena caótica y dolorosa. El suelo parecía moverse bajo sus pies, como si la misma tierra bajo él conspirara para derribarlo.
La joven sirvienta, cuya expresión había pasado de la serenidad a una alarma palpable, se apresuró hacia él, sus zapatos resonando en el suelo con una urgencia que contrastaba con su previa calma. Se arrodilló junto a él, con su falda ondulando alrededor de sus pies, sus manos suaves sosteniendo con cuidado su rostro contorsionado por el dolor. Sus ojos, ahora llenos de preocupación, lo examinaron como si buscara una solución, aunque estaba claro que no sabía qué hacer.
—¡Por favor, no se mueva! —le dijo en un susurro apremiante, mientras trataba de calmarlo. Su voz era como una melodía, reconfortante a pesar de la gravedad de la situación.
Pero el dolor no cedía, y todo en la habitación se sentía demasiado confuso, demasiado ajeno. Cada rincón, cada mueble, cada cuadro en las paredes, todo lo que le rodeaba, era como sacado de una pintura antigua, un mundo ajeno, pero extrañamente familiar al mismo tiempo. Logan sintió que estaba perdiendo el control, no solo de la situación, sino de su propia identidad.
De repente, un estruendo en la puerta sacudió el aire pesado de la habitación, haciendo que tanto Logan como Jessie se tensaran al unísono. El sonido era profundo, seco y resonante, como si cada golpe estuviera siendo ejecutado con la fuerza de un ariete invisible. Las paredes parecían vibrar bajo la presión, y el eco de los golpes reverberaba por el mobiliario, haciendo que las sombras proyectadas por la tenue luz de la lámpara rota temblaran en las esquinas, dándole un toque casi sobrenatural a la escena. Logan sintió una opresión en el pecho, como si los golpes estuvieran martilleando no solo en la puerta, sino directamente en su corazón, llenando la habitación de una sensación de inminente peligro.
Los golpes eran firmes, metódicos, casi rituales, recordándole los tambores de guerra que había leído tantas veces en las novelas que tanto adoraba. En su mente, esas resonancias invocaban imágenes de ejércitos marchando, caballeros alzando sus armas y líderes dando órdenes desde lo alto de sus tronos. Ahora, esa misma urgencia parecía haberse trasladado a su realidad, una realidad que aún no lograba entender del todo.
El silencio que siguió al último golpe fue ensordecedor, como si la habitación entera contuviera la respiración. Entonces, una voz profunda y llena de angustia atravesó el aire, resonando con autoridad al otro lado de la puerta.
—Mi zar, señorita Jessie, ¿se encuentran bien? —La voz del hombre cargaba consigo una mezcla de preocupación y autoridad, creando una sensación de seguridad extraña en Logan, quien aún trataba de asimilar lo que estaba sucediendo. El tono del hombre era firme, como si estuviera acostumbrado a dar órdenes en situaciones de emergencia, pero había una clara nota de angustia en sus palabras, una urgencia apenas contenida.
Logan entrecerró los ojos, todavía mareado por el dolor en su cabeza y la confusión de su entorno. Al escuchar esas palabras, sintió como si una corriente helada recorriera su espalda. Zar... Otra vez lo llamaban de esa manera. Las palabras parecían eco en su mente, como un rompecabezas sin solución. ¿Cómo había terminado aquí? ¿Por qué esa palabra seguía persiguiéndolo?
Jessie, que había permanecido arrodillada junto a él, levantó la cabeza, como si estuviera a punto de responder, pero antes de que pudiera articular palabra, Logan, aún tambaleante, alzó una mano con rapidez y colocó una mano reconfortante sobre su hombro. El contacto fue suave pero firme, una especie de ancla en medio de la tormenta de confusión que lo azotaba. Jessie lo miró con sorpresa, pero se detuvo en seco, obedeciendo el silencioso gesto de su nuevo zar. Logan movió la cabeza en un gesto de negación, su expresión endureciéndose mientras trataba de tomar el control de la situación.
—Estamos bien, capitán Rokur —respondió Logan con una voz que apenas reconoció como propia. Su tono era más profundo, más seguro de lo que jamás había sonado. Cada palabra parecía cargada de una autoridad que él nunca había poseído, pero que ahora brotaba de él como si siempre hubiera estado allí, latente, esperando despertar. A pesar del dolor que aún latía en su cabeza, trató de infundir calma en sus palabras—. Solo me tropecé con algo, eso fue todo.
El silencio que siguió a su declaración fue breve, pero pesado. Logan contuvo el aliento, esperando la respuesta del otro lado de la puerta. Sabía que el capitán, quienquiera que fuera, debía de estar evaluando la situación. Los segundos parecían alargarse como si el tiempo se hubiera detenido. Entonces, finalmente, la voz de Rokur volvió a resonar, esta vez más tranquila, aunque aún cargada de preocupación.
—Entendido, mi zar —dijo el capitán, aunque su tono dejaba claro que no estaba completamente convencido. Logan pudo sentir el peso de la desconfianza, la duda que rondaba en el aire.
Logan bajó la mano lentamente, su cuerpo aún tembloroso por el esfuerzo de mantenerse erguido. Sintió cómo una corriente de adrenalina recorría sus venas, manteniéndolo alerta a pesar del dolor que aún pulsaba en su cabeza. Cada latido resonaba con fuerza en sus oídos, como si su cuerpo mismo luchara por adaptarse a esta nueva realidad.
Sus ojos se encontraron con los de Jessie. En su mirada vio el reflejo de su propia confusión. Ella también parecía no entender del todo lo que había pasado, pero había algo más en sus ojos: un brillo de alivio mezclado con una ternura inesperada. Parecía casi como si lo conociera, como si hubiera estado a su lado mucho antes de este momento, como si en algún lugar de la historia compartida de Varlam, el cuerpo que ahora habitaba, ella hubiera sido su confidente.
Logan, aún sin soltarla, permitió que su mano descendiera suavemente por su brazo, hasta que sus dedos acariciaron la mejilla de la joven. El gesto fue tan instintivo como inesperado. No sabía por qué lo hacía, pero sentía que era lo correcto en ese momento, como si en esa simple caricia pudiera devolverle a Jessie una parte de la calma que ella parecía haber perdido en medio del caos.
—Jessie... —murmuró, su voz suave, pero llena de una calidez que no había sentido en años. Sus dedos rozaron su piel con delicadeza, trazando el contorno de su rostro como si buscara alguna respuesta en su mirada—. Perdona si te preocupé. No dormí bien y mi cabeza está un poco... confusa. Disculpa si mi comportamiento te asustó.
Las palabras salieron con dificultad, como si estuviera aprendiendo a hablar de nuevo en este nuevo cuerpo, pero también había una sinceridad que no podía negar. Jessie lo miró con una mezcla de sorpresa y alivio. Su rostro, antes tenso por la preocupación, se suavizó, y un leve rubor coloreó sus mejillas, como una flor que lentamente se abría bajo la luz del sol.
—N-no se preocupe, mi Za-Zar —murmuró ella, su voz temblando ligeramente, pero con una dulzura que atravesó el corazón de Logan. Su tartamudeo solo añadía a la ternura del momento, y Logan, por un breve instante, se permitió sonreír. Era una sonrisa pequeña, casi imperceptible, pero estaba ahí, rompiendo la máscara de desconcierto que había estado llevando.
El toque de Logan parecía haber surtido el efecto deseado. Jessie respiró hondo, como si finalmente pudiera relajarse después de la tensión del momento. Aún con la mano en su mejilla, Logan sintió una conexión con ella, una complicidad que no comprendía, pero que era profundamente reconfortante. Por primera vez desde que había despertado en este extraño mundo, sintió una especie de paz, aunque fuera efímera.
Logan, aprovechando ese breve instante de calma, decidió que necesitaba información. Aún no sabía qué estaba pasando, pero entendía que debía mantener la compostura, no solo por su propio bien, sino por el de quienes lo rodeaban.
—Jessie, ¿puedes hacerme un pequeño favor? —preguntó, con un tono suave pero cargado de intención. Aún con su mano en su mejilla, sentía que la joven lo observaba con una mezcla de devoción y confusión.
Ella asintió de inmediato, como si el simple hecho de que él le pidiera algo fuera suficiente para disipar cualquier duda que hubiera sentido antes.
—Por supuesto, mi zar, lo que necesite —respondió Jessie, su voz aún temblaba ligeramente debido a la tensión del momento. Logan la observó con atención, percibiendo la ligera rigidez en sus hombros y la forma en que sus dedos se crispaban levemente contra el borde de su vestido. A pesar de ello, Jessie mantenía su compostura, esforzándose por cumplir con su deber. Logan sintió una punzada de empatía por la joven, consciente de que, al igual que él, estaba inmersa en una situación que le resultaba difícil de manejar.
Le sonrió con ternura, un gesto que no sabía si le salía de su propio ser o del instinto de Varlam. Era extraño para él, sentir tanta preocupación por otra persona después de haber vivido tantos años sumido en su propia oscuridad. Pero ahora, en este cuerpo, en esta realidad, algo había cambiado. Había una sensación de conexión, de responsabilidad. Era como si el peso de este nuevo rol, esta identidad, le hubiera otorgado una claridad que hacía mucho había perdido.
—Gracias, Jessie. —Logan mantuvo su tono suave, buscando calmar sus nervios—. ¿Podrías decirles a los guardias que están afuera de mi puerta que se retiren? Y, por favor, mándame a alguien cuando el desayuno esté listo.
Las palabras fueron pronunciadas con una autoridad tranquila, una que no era forzada, pero que se sentía profundamente arraigada en este nuevo ser que habitaba. Jessie, aún ruborizada, asintió con rapidez, sus ojos bajando momentáneamente para evitar el intenso contacto visual. Luego, con una diligencia ensayada, giró sobre sus talones y se apresuró hacia la puerta.
Logan la observó mientras se alejaba. La tela de su vestido ondeaba ligeramente con sus movimientos, y el leve chasquido de sus zapatos sobre el suelo de mármol pulido reverberaba en la silenciosa estancia. El ambiente parecía haberse calmado un poco tras los eventos de hace unos minutos, pero Logan no podía permitirse relajarse. Había demasiadas preguntas, demasiadas incógnitas que aún necesitaban respuesta. Mientras la puerta se cerraba suavemente detrás de Jessie, la sensación de aislamiento lo golpeó de nuevo, aunque esta vez no tan fuerte como antes. Había algo en la dedicación de Jessie que le proporcionaba una calma inesperada, como si el caos que lo rodeaba no fuera tan insuperable con alguien como ella a su lado.
Exhalando lentamente, Logan se levantó de la cama con cautela, sus músculos aún rígidos, como si su cuerpo, a pesar de parecer más joven y en forma, estuviera ajustándose a la idea de moverse bajo su control. Sentía el peso del agotamiento físico mezclado con la tensión mental. El suelo frío bajo sus pies desnudos le ofreció un breve alivio mientras comenzaba a caminar lentamente por la espaciosa habitación, sus pasos resonando en el silencio. Las paredes, cubiertas con tapices de colores oscuros y decoraciones intrincadas, le resultaban al mismo tiempo desconocidas y familiares, como si estuviera viendo un escenario que había leído en una novela, pero que nunca había experimentado en persona.
El aire tenía un leve aroma a madera quemada y cera derretida, probablemente de la chimenea que había estado encendida durante la noche, ahora reducida a un montón de brasas que parpadeaban perezosamente. Los muebles, de un estilo claramente inspirado en la Rusia zarista, reflejaban lujo y opulencia. Las curvas elegantes de los respaldos de las sillas talladas a mano, los bordes dorados de las mesas y los pesados cortinajes de terciopelo que caían desde el techo hasta el suelo, creaban una atmósfera imponente. Todo estaba diseñado para recordar al ocupante de esta sala su lugar de poder en la jerarquía del imperio.
Logan, sin embargo, no se sentía poderoso. Se sentía atrapado. No entendía del todo cómo había llegado aquí, ni cómo podría regresar a su vida anterior. Pero algo en su interior le decía que, por el momento, debía seguir jugando este papel. Sus pasos lo llevaron hasta un amplio espejo que estaba colgado en una pared junto a la ventana. El cristal, algo empañado por la humedad de la noche anterior, reflejaba una figura que no era la suya.
Lo que vio lo dejó sin aliento.
El hombre que lo observaba desde el espejo no era Logan. Era joven, probablemente no más de veinte años, con una estatura imponente de al menos 1.80 metros. Su tez era pálida, pero no enfermiza, sino más bien de una palidez aristocrática, como la porcelana fina que refleja la luz con un brillo suave. Su rostro estaba adornado por una pequeña barba que enmarcaba su mentón, dándole un aire de madurez y sofisticación que contrastaba con su juventud. Los ojos, profundos y de un gris frío como el acero, parecían penetrar el alma, proyectando una intensidad que Logan jamás había sentido en su propia mirada. El cabello, castaño oscuro y algo despeinado, caía en ondas suaves alrededor de su rostro, enmarcando sus rasgos con una rebeldía controlada.
Logan levantó una mano, observando cómo el reflejo del hombre en el espejo replicaba su movimiento. Sentía la presión en sus dedos, la ligera fricción de la piel contra el aire, pero la imagen en el espejo seguía siendo desconcertante. No era él. O al menos, no era el Logan que conocía. Pero había algo en esa figura que reconocía profundamente.
En los recovecos más profundos de la mente de Logan, resonaban los ecos de la descripción del legendario Varlam Skelsend, el hombre cuya identidad ahora compartía. Cada palabra, cada imagen proyectada en las novelas que tanto amaba, ahora se entrelazaba con su nueva realidad, como si su mente estuviera ajustándose a una narrativa ajena pero que, extrañamente, comenzaba a sentir propia. Los detalles de Varlam, su esencia, su carácter, fluían por su conciencia como un río que poco a poco iba desbordando sus riberas.
Varlam Skelsend no era un simple monarca, no era un hombre común. En el imaginario colectivo de los ciudadanos de Skavgror, su figura representaba mucho más que un zar en el trono. Era un faro de tranquilidad en medio de la tormenta, una presencia que irradiaba calma incluso en los momentos más oscuros de la historia del imperio. Era un hombre pacífico, no por falta de poder o influencia, sino porque había elegido serlo. Esa decisión lo diferenciaba de los típicos líderes sedientos de gloria que empuñaban la espada y proclamaban la guerra como la única vía para obtener respeto. Logan lo entendió de inmediato: Varlam no gobernaba con el deseo de dominar, sino con el anhelo de preservar.
A medida que estos pensamientos se asentaban en su mente, Logan no podía evitar admirar la serenidad intrínseca de Varlam. Era un hombre que poseía todas las cualidades para convertirse en un gran conquistador: inteligencia, carisma, habilidades militares sin igual. Sin embargo, algo profundo en él lo alejaba de ese camino. Carecía del impulso ambicioso que impulsaba a otros hacia la gloria militar. No veía la guerra como un instrumento de poder, sino como una herramienta cruel y destructiva, un mal necesario que a veces debía utilizarse para evitar uno mayor.
Las palabras de las novelas comenzaron a resonar en su memoria. Se decía que Varlam era el único capaz de enfrentar al temido Duillo Boschetti, un nombre que evocaba escalofríos en las cortes de Ormaler. Duillo era el equivalente de Napoleón en este mundo, un genio militar, un estratega implacable. Y Varlam, aunque lo había enfrentado en más de una ocasión, no lo hacía con el ímpetu de un guerrero que busca fama, sino con la responsabilidad de un líder que protege lo suyo. Esa dualidad lo había convertido en una figura enigmática para sus aliados y enemigos. Era respetado y temido a partes iguales, no solo por su capacidad en el campo de batalla, sino por su determinación de evitar conflictos innecesarios. Se rumoreaba que, aunque enfrentaría enormes dificultades, Varlam prevalecería en última instancia, demostrando su habilidad táctica y su ingenio con una calma imperturbable.
Logan se dejó llevar por estas reflexiones, sintiendo una extraña paz al entender la filosofía de Varlam. Su mente proyectó imágenes de campamentos militares bajo cielos nublados, estandartes ondeando al viento mientras las tropas, en filas perfectamente organizadas, esperaban las órdenes de su comandante. En el centro de todo, Varlam, sereno, con los ojos fijos en el horizonte, no veía a sus enemigos como hombres a derrotar, sino como seres atrapados en una maquinaria de violencia que él mismo aborrecía. Su capacidad para liderar sin necesidad de recurrir al derramamiento de sangre innecesario era lo que lo distinguía. No era un hombre de batallas gloriosas, sino de victorias calculadas, obtenidas con el menor costo posible.
A pesar de su renuencia a sumergirse en las maquinaciones del conflicto, Varlam era reconocido como uno de los más hábiles y mortíferos generales del continente de Ormaler. Logan podía ver, en su mente, los mapas extendidos sobre las mesas, las estrategias complejas trazadas con líneas precisas y flechas que indicaban movimientos sutiles pero devastadores. Era un maestro del engaño táctico, un hombre que podía convertir una aparente desventaja en una victoria abrumadora. La mención de su capacidad para enfrentarse al temido Boschetti reforzaba aún más su reputación. Pero lo que diferenciaba a Varlam de otros líderes militares no era solo su habilidad en el campo de batalla, sino su determinación para evitar la guerra siempre que fuera posible.
Más allá de sus logros militares, Varlam era amado y respetado por su pueblo. Logan sentía ese respeto latente en el aire que lo rodeaba, como si cada rincón del vasto palacio imperial de Skavgror estuviera impregnado con la gratitud de su gente. Sus políticas altruistas, su compromiso con el bienestar del imperio, lo habían convertido en una figura querida tanto por los burgueses como por los nobles. A diferencia de muchos otros líderes, Varlam no se dedicaba a favorecer a las clases altas sobre las bajas. En lugar de ello, había encontrado una forma de unir a las diferentes facciones de la sociedad bajo una causa común: el progreso del imperio.
Las buenas relaciones que mantenía con las familias nobles y burguesas eran el resultado de años de diplomacia cuidadosa, de escuchar las necesidades de cada grupo y de hacer concesiones inteligentes. No era un zar que gobernaba a través del miedo o la coerción, sino a través del respeto y la confianza. Logan podía sentir ese equilibrio precario, la constante danza de poderes que mantenía el imperio unido. Varlam no era solo un líder en el campo de batalla, también lo era en los salones del poder, donde las palabras y las promesas a menudo tenían más peso que las espadas.
La historia de los Skelsend, la familia a la que ahora pertenecía, era parte integral de esa grandeza. Con más de quince mil años de antigüedad, los Skelsend no solo eran la familia más antigua de Ormaler, sino también la más influyente. Desde las gélidas tierras del norte hasta las regiones más remotas del este, su linaje había dejado una huella imborrable en la historia del continente. Como Zares del vasto Imperio Skavgror, su influencia se extendía por toda la región, dominando no solo a través de la fuerza militar, sino también mediante una red compleja de alianzas y tratados diplomáticos que habían sido forjados durante siglos.
El Imperio Skavgror, inspirado en la majestuosidad de la Rusia zarista, era un coloso en el continente. Sus vastos territorios se extendían a lo largo de miles de kilómetros, y sus ciudadanos eran tan diversos como los paisajes que habitaban. Desde las montañas nevadas del norte hasta los fértiles valles del sur, la nación era una mezcla de culturas, idiomas y tradiciones. Pero bajo el mando de Varlam, esa diversidad no era una debilidad, sino una fortaleza.
Los Skelsend contaban además con uno de los ejércitos más poderosos de Ormaler, si no del mundo entero. Logan podía casi ver a las legiones de soldados marchando en perfecta sincronía, sus armaduras brillando bajo la luz del sol mientras avanzaban a paso firme por los interminables llanos del imperio. Su fuerza militar era legendaria, y aunque algunas afirmaciones eran exageraciones de los fervientes fanáticos del imperio, había verdad en ellas. Los enemigos de Skavgror sabían que enfrentarse a los Skelsend significaba enfrentarse a una resistencia brutal y organizada, una maquinaria de guerra que rara vez fallaba.
Pero a pesar de todo ese poder, lo que realmente distinguía a Varlam era su rechazo a usarlo sin necesidad. Logan, ahora atrapado en el cuerpo del zar, sentía en su interior la pesada carga de la corona. Su mente estaba abrumada por una maraña de emociones que no le pertenecían, y sin embargo, se entrelazaban con las suyas. La ironía de encontrarse en la piel de Varlam Skelsend, un personaje trágico de "La guerra de las tres monarcas", no se le escapaba. Era un destino tan brillante como sombrío, y cuanto más lo contemplaba, más oscura parecía la realidad que enfrentaba.
El lujo del cuerpo de un emperador, rodeado de oro y mármol, no ocultaba las grietas que se formaban en su espíritu. Al principio, la idea de reencarnar, transmigrar o, quién sabe, ser arrojado a otra realidad, especialmente como un emperador rico, con una posición envidiable, poderosas fuerzas armadas a su disposición y el amor incondicional de su gente, le había parecido tentadora. ¿Qué más podría desear una persona? Pero la verdad, fría y palpable como el mármol bajo sus pies desnudos, era que no todo era lo que aparentaba. Lo que en las novelas se dibujaba como una vida llena de gloria y grandeza, estaba teñido de sombras y secretos. En cada esquina del palacio, en cada mirada furtiva de los sirvientes, Logan percibía la tensión que Varlam siempre había soportado.
En las páginas de "Las llamas por el trono", la primera novela de la serie, la historia de Varlam no era la de un héroe triunfante. Era un personaje con profundos trastornos psicológicos, atormentado por sus propios demonios. La depresión, la ansiedad, los sueños rotos que jamás serían cumplidos. La narrativa detallaba sus días de angustia con una precisión cruel, cómo se hundía en las profundidades de su mente mientras el mundo exterior exigía su liderazgo. Logan podía sentir en su carne las cicatrices invisibles de Varlam. Los ecos de sus inseguridades retumbaban en su pecho, una presión constante que hacía que el simple acto de respirar se volviera pesado.
Con cada paso que daba por la habitación, Logan recordaba más detalles de las novelas. Varlam era un hombre que nunca había deseado el poder. Gobernaba porque debía hacerlo, porque las circunstancias lo habían empujado al trono. Y, aunque era más que capaz de defender su imperio con mano firme, su alma ansiaba la paz. Una paz que jamás conocería. Las intrigas políticas, las traiciones en las sombras de la corte, las amenazas constantes de invasiones externas, lo mantenían en un estado de alerta perpetua. Logan comprendía ahora que Varlam no solo gobernaba un imperio, sino que también libraba una guerra interna, una batalla silenciosa contra sus propios miedos y dudas.
El destino trágico de Varlam estaba sellado mucho antes de que Logan despertara en su piel. Según la historia en las novelas, el zar perecería prematuramente, apenas cinco años antes del inicio de los eventos principales. Era un destino inevitable, una muerte que resonaba con el peso de la fatalidad. Logan podía ver con claridad las decisiones equivocadas que conducirían a la caída de Varlam, los errores que la autora había hilado con precisión narrativa para justificar su muerte. Lo que en un principio parecía ser el ascenso de un líder prometedor, se convertía en la tragedia de un hombre aplastado por el peso de sus responsabilidades.
La mente de Logan, todavía embotada por la confusión de su situación, recordó cómo la autora había hablado alguna vez en entrevistas sobre la necesidad de debilitar al Imperio Skavgror para equilibrar la historia. Varlam había sido, en sus propias palabras, "demasiado perfecto". Un líder tan astuto, carismático y respetado habría desequilibrado la trama, dejando a las otras dos monarcas en una posición débil. Para mantener la tensión y el drama, el Imperio Skavgror tenía que desmoronarse, y la única manera de hacerlo era sacrificando a su zar. Logan, al recordar estas palabras, sintió una oleada de rabia. Estaba atrapado en un personaje cuya vida no estaba destinada a la grandeza, sino a la tragedia. El hombre cuya figura ahora habitaba no había fracasado por falta de capacidad, sino porque su destino había sido manipulado desde fuera.
Logan dejó escapar un suspiro frustrado mientras caminaba hacia el balcón que daba al vasto patio interior del palacio. La brisa matutina acarició su rostro, llevándose consigo una parte de su inquietud mientras sus ojos se fijaban en el esplendor del Imperio Skavgror. Desde su posición elevada, podía contemplar los altos muros del palacio, adornados con grabados detallados que narraban siglos de historia. La luz dorada del amanecer bañaba las imponentes torres y los estandartes ondeantes, destacando el emblema del cuervo negro con las alas extendidas, el orgulloso símbolo de la dinastía Skelsend. Aquella vista, que en cualquier otra circunstancia habría inspirado un sentimiento de grandeza y poder, solo lograba acentuar la amarga ironía de su situación.
A pesar del lujo y la majestuosidad que lo rodeaban, Logan sentía el peso abrumador del papel que le había sido impuesto. La vida de Varlam Skelsend no era solo la historia de un gobernante, sino la crónica de un hombre atrapado entre su deber y sus deseos personales. Desde su origen como el hijo bastardo de Arlon I, apodado El Silencioso, hasta su ascenso como Zar Varlam II, su existencia estaba marcada por conflictos internos y externos que moldeaban cada aspecto de su carácter. Logan, con la memoria de las novelas ahora entrelazada con su propia conciencia, recordaba vívidamente esos detalles, como si fueran sus propios recuerdos.
Arlon I, el padre de Varlam, era una figura envuelta en una dualidad intrigante. Como zar, proyectaba una imagen de poder absoluto: un hombre delgado de piel pálida, cabello castaño oscuro y ojos grises que irradiaban una autoridad inquebrantable. Su porte frío y severo infundía respeto y temor por igual. Sin embargo, en la intimidad de su hogar, Arlon mostraba una faceta cálida y amorosa, especialmente con sus hijos legítimos, quienes disfrutaban de su atención y afecto. Varlam, por otro lado, siempre fue tratado con una mezcla de distancia y formalidad, un recordatorio constante de su posición como bastardo en una corte regida por las apariencias y el honor.
Lady Celia Seynell, la esposa de Arlon y madre de los hermanos de Varlam, era una mujer cuya presencia imponente dominaba la corte. Su belleza era legendaria: cabello castaño rojizo, ojos azules cristalinos y una elegancia natural que personificaba la nobleza de la casa Seynell, los gobernantes del reino de Oscaria. Pero su carácter fuerte y temperamental contrastaba con su apariencia serena. Celia era una estratega política innata, una mujer cuya lealtad al Imperio Skavgror era tan inquebrantable como sus principios. Sin embargo, su trato hacia Varlam siempre estuvo teñido de frialdad. Para Logan, esta relación simbolizaba las luchas internas de Varlam, el intento constante de buscar aceptación en una familia que lo veía como un recordatorio de las indiscreciones de Arlon.
La vida de Varlam estaba entretejida con las dinámicas de sus medios hermanos, cada uno con un carácter único que enriquecía la narrativa familiar. Edwyn Skelsend, el primogénito de Celia, era la antítesis de Varlam. Su cabello castaño rojizo y sus ojos azules cristalinos lo marcaban como un Seynell puro. Inteligente y ambicioso, Edwyn veía a Varlam como un rival más que como un hermano. Aunque compartían una educación noble, sus visiones del liderazgo diferían profundamente, lo que alimentaba una rivalidad que oscilaba entre el respeto tácito y el desprecio abierto.
Arra y Samantha, las gemelas, aportaban un contraste fascinante. Aunque idénticas en apariencia, con los característicos rasgos Seynell, sus personalidades no podían ser más diferentes. Arra, serena y reflexiva, encarnaba la sabiduría y la moderación, mientras que Samantha irradiaba una energía feroz y ambiciosa que la convertía en una figura influyente en las intrigas políticas de la corte. Su relación con Varlam era un constante tira y afloja, un delicado equilibrio entre el apoyo familiar y la manipulación.
Alys, la más joven de los hermanos, era quizás la más cercana a Varlam. Su espíritu libre y su pasión por la exploración y el combate la hacían destacar en una sociedad donde las mujeres nobles solían estar confinadas a roles pasivos. Alys compartía con Varlam una conexión única, basada en la confianza mutua y su amor por las aventuras. Logan podía sentir el calor de esa relación, un lazo que, en medio de las tensiones familiares, ofrecía un refugio emocional para ambos.
El Imperio Skavgror, vasto y diverso, era tanto una fortaleza como una carga. Sus territorios se extendían desde las heladas tierras del norte hasta los fértiles valles del sur, albergando una rica mezcla de culturas, idiomas y tradiciones. Pero esa diversidad, que en teoría era su mayor fortaleza, también era su mayor desafío. Logan, ahora en la piel de Varlam, podía sentir la presión de mantener unida a una nación tan compleja.
A pesar de su poderío militar y político, Varlam se distinguía por su filosofía de liderazgo. En lugar de gobernar con puño de hierro, buscaba la estabilidad a través de la diplomacia y el progreso. Sus políticas inclusivas y su rechazo a la guerra innecesaria lo habían convertido en una figura respetada y amada, pero también en un blanco para las facciones más conservadoras del imperio. La dualidad de Varlam, un hombre de paz que dominaba el arte de la guerra, lo hacía único, pero también vulnerable.
La historia de los Skelsend estaba marcada por un equilibrio precario entre gloria y tragedia. Durante más de quince mil años, esta dinastía había gobernado con una mezcla de fuerza militar y diplomacia astuta, forjando alianzas que cimentaron su influencia en todo Ormaler. Sin embargo, ese legado no era inmune a las sombras del destino. Logan, consciente de cómo terminaba la historia de Varlam en las novelas, sentía una mezcla de admiración y desesperación. Sabía que la grandeza del zar estaba destinada a desmoronarse, no por falta de capacidad, sino por las intrigas y traiciones que acechaban en cada rincón del palacio.
La relación entre Varlam y sus medio hermanos estaba marcada por una compleja mezcla de afecto sincero, tensiones subyacentes y posturas divergentes frente a las circunstancias de su nacimiento. Aunque compartían lazos de sangre y una crianza noble, cada hermano y hermana respondía de manera única al lugar de Varlam en la familia, lo que enriquecía el tapiz emocional de sus interacciones.
Edwyn, el mayor y heredero legítimo de la dinastía, se distinguía por su carácter afable y leal. Desde joven, adoptó un papel protector hacia Varlam, resistiendo las presiones externas que buscaban separarlos. Lady Celia, con su influencia y prejuicios, intentó moldear la relación entre ellos, pero Edwyn, con una madurez que superaba su edad, supo mantenerse firme. Veía en Varlam no solo a un hermano, sino a un igual, reconociendo sus talentos y méritos más allá de las etiquetas sociales. En público, era la imagen del príncipe perfecto, pero en privado, compartía con Varlam sus dudas y reflexiones, consolidando un vínculo que desafiaba las normas de la época.
Arra, una de las gemelas, era la encarnación de la empatía. Desde el primer momento en que supo la verdad sobre Varlam, eligió mirarlo con los mismos ojos que antes, ignorando los prejuicios sociales que lo marcaban como bastardo. Para ella, los méritos de una persona no se medían por su linaje, sino por su carácter y acciones. En las reuniones familiares, Arra era a menudo quien mediaba, aliviando tensiones y buscando puntos de encuentro. Su capacidad para ver más allá de las apariencias la convertía en una aliada invaluable para Varlam, ofreciéndole no solo su apoyo, sino también una perspectiva única que lo ayudaba a sobrellevar los momentos más difíciles.
Samantha, en contraste, tomó un camino completamente distinto. Influenciada profundamente por la postura de su madre, adoptó una actitud distante hacia Varlam. La presión de la sociedad y su deseo de cumplir con las expectativas de lady Celia la llevaron a erigir un muro entre ella y su medio hermano. Aunque en su interior reconocía las cualidades de Varlam, no podía permitirse mostrarlas públicamente, temiendo ser vista como débil o desleal a su madre. Este distanciamiento dolía más que cualquier insulto, ya que no se basaba en conflictos abiertos, sino en un silencio frío y calculado.
Alys, la menor y más indómita de los hermanos, mostró el mayor desafío a la autoridad materna. Con su espíritu libre y su desdén por las convenciones sociales, desoyó cualquier intento de lady Celia por separarla de Varlam. Para ella, los lazos familiares no eran negociables, y su cariño por Varlam era inquebrantable. Más que eso, su relación con él estaba basada en una profunda camaradería. Alys veía en Varlam a un compañero de aventuras y un confidente con quien podía compartir sus sueños de explorar los confines del imperio. Su actitud desafiante hacia su madre y su total devoción a Varlam la convirtieron en una figura única dentro de la familia.
La sombra del pasado del Zar Arlon pesaba sobre todos ellos. Los rumores de su relación con la condesa Maryn, una mujer cuya belleza y astucia rivalizaban con las de lady Celia, seguían siendo un tema tabú en la corte. Aunque la poligamia era aceptada en el imperio, el contrato matrimonial entre Arlon y Celia era excepcionalmente estricto: ella sería la única Zarina, y cualquier desliz sería visto como una afrenta a su posición. Estos rumores no solo añadían tensión a la familia, sino que también complicaban la percepción de Varlam como bastardo, pues algunos cuestionaban si su madre era realmente Maryn u otra mujer misteriosa.
La devoción de lady Celia a la fe de los Cinco Santos también jugaba un papel importante en su trato hacia Varlam. En una sociedad profundamente religiosa, donde la piedad era una virtud esencial, Celia veía a Varlam como un recordatorio de las fallas de su esposo, una mancha en la pureza espiritual de su familia. Aunque nunca expresó abiertamente estas creencias, su frialdad hacia Varlam parecía estar impregnada de un celo religioso que lo marcaba como un intruso en el círculo familiar.
El momento que definió el futuro de Varlam llegó cuando tenía nueve años. En un acto que sorprendió a muchos, el Zar Arlon lo legitimó, otorgándole el título de duque de Aflit. Para Varlam, esto fue tanto una bendición como una carga. Por un lado, le otorgó un lugar oficial en la dinastía Skelsend y una posición de poder en el este del imperio. Por otro, lo aisló de su familia y lo sumergió en un entorno hostil, donde tuvo que aprender a defenderse tanto política como militarmente.
En Aflit, una región rica pero plagada de conflictos internos, Varlam encontró su verdadero carácter. Rodeado de intrigas, desafíos y enemigos, se vio obligado a crecer rápidamente. Este tiempo lejos de la corte moldeó su habilidad para liderar y su enfoque diplomático, pero también reforzó su soledad. A pesar de todo, nunca dejó de anhelar el amor y la aceptación de su familia, un deseo que lo acompañaría incluso cuando alcanzara el trono.
La legitimación de Varlam, concebida como un momento de triunfo y esperanza, se convirtió en el preludio de una tragedia devastadora que transformó su vida y su alma para siempre. Durante las festividades en su honor, la "Perdición Roja", una enfermedad temida por su letalidad y rápida propagación, azotó al imperio con furia implacable. En cuestión de semanas, la enfermedad se llevó la vida de su padre, el Zar Arlon; de sus hermanos Edwyn y Arra, y dejó al propio Varlam al borde de la muerte. A pesar de sobrevivir, la experiencia marcó su espíritu con cicatrices imborrables.
La pérdida de su familia inmediata lo sumió en una abrumadora culpa de superviviente. En las noches, mientras el frío llenaba los pasillos vacíos del palacio, Varlam se encontraba murmurando al vacío: "¿Por qué ellos y no yo? Mi vida no vale la mitad de la suya." Esas palabras, repetidas como un mantra oscuro, reflejaban la lucha interna de un niño que apenas podía comprender el peso de lo ocurrido, pero que lo sentía con una intensidad desgarradora. En su mente, las imágenes de su padre, fuerte y sereno, y de Edwyn y Arra, sus aliados más cercanos, se mezclaban con recuerdos del brote: la fiebre, los gritos de agonía y el silencio que siguió.
La tragedia afectó profundamente a Lady Celia, quien, incapaz de enfrentar la magnitud de su dolor, cayó en un abismo de desesperación. En un acto de aparente desdén hacia la vida misma, abandonó emocionalmente a sus hijas, incluidas la recién nacida Ana, sumiendo a la familia en un caos emocional. Su abandono no era solo físico, sino también espiritual; las puertas de su habitación permanecían cerradas, y su figura, antaño imponente, se desvanecía como un espectro en los corredores del palacio. Esta ausencia dejó a Varlam con un peso mayor, pues se convirtió no solo en un heredero al trono, sino en el único sostén emocional para sus hermanas.
La situación con Samantha y Alys añadió una complejidad aún más perturbadora a la vida de Varlam. Samantha, consumida por un resentimiento alimentado por años de prejuicio y la influencia de Lady Celia, desarrolló un vínculo extraño y tóxico con su medio hermano. Su atracción hacia Varlam era una mezcla de deseo de poder, culpa y obsesión, un torbellino de emociones que la llevaba a oscilar entre actos de desafío hacia él y gestos que insinuaban una profunda necesidad de su aprobación. Para Varlam, estas interacciones eran inquietantes, pero no podía ignorarlas; la relación con Samantha se convirtió en un campo minado que exigía su atención constante.
Alys, por otro lado, representaba una faceta más visceral de esta disfunción familiar. Su amor por Varlam, aunque menos retorcido, estaba impregnado de un apego desesperado. Él era su refugio y su única constante en un mundo que se derrumbaba a su alrededor. La muerte de su padre y de sus hermanos mayores la había dejado emocionalmente desamparada, y su conexión con Varlam se volvió una forma de aferrarse a la estabilidad. Sin embargo, este vínculo, aunque aparentemente puro, no estaba exento de matices perturbadores. Alys veía en Varlam no solo a un hermano, sino a una figura casi mítica, lo que distorsionaba aún más su relación.
Apenas recuperado de su enfermedad, Varlam fue empujado sin piedad al papel de gobernante. Oren Arthe, designado como regente, actuó más como un maestro implacable que como un protector. Aunque en público aparentaba ser un guía, en privado sometía a Varlam a una disciplina severa, exigiéndole perfección en cada aspecto de su formación. Desde la madrugada hasta el anochecer, el joven zar se veía atrapado entre estrategias militares, tratados diplomáticos y discursos en la corte, todo mientras lidiaba con las secuelas físicas y emocionales de su enfermedad.
El ducado de Aflit, otorgado como parte de su legitimación, se convirtió en el escenario de su verdadera prueba como líder. Aflit era una región volátil, plagada de conflictos fronterizos y tensiones étnicas, un microcosmos de los desafíos del imperio. Allí, Varlam tuvo que aprender no solo a gobernar, sino a sobrevivir. Los nobles locales lo miraban con desdén, y los campesinos, empobrecidos y desconfiados, no lo veían como un salvador. Sin embargo, fue en Aflit donde Varlam desarrolló las habilidades que lo definirían: una capacidad asombrosa para la estrategia, un don para la diplomacia y una resistencia casi sobrehumana frente a la adversidad.
A pesar de su entrenamiento y sus logros tempranos, la carga de cuidar a sus hermanas, especialmente a Samantha y Alys, y de mantener unida a una familia rota, lo perseguía constantemente. En privado, Varlam se debatía entre su deber como gobernante y su necesidad de proteger lo que quedaba de su vida personal. La lucha constante entre su responsabilidad y su humanidad lo empujaba al borde del agotamiento, pero también alimentaba la tragedia que definiría su vida.
La muerte de Varlam no fue simplemente el fin de un zar; fue el desenlace inevitable de una existencia marcada por el sacrificio, las contradicciones y las heridas que nunca dejaron de sangrar. El imperio que lideró, con todo su esplendor y gloria, nunca comprendió del todo el costo personal que pagó su zar. Varlam dejó tras de sí un legado impresionante, pero también un vacío que nunca podría ser llenado.
Pero lo que casi rompe a Varlam en todo sentido fue la guerra denominada, La Gran Invasión del Toro de Hierro, un cataclismo que estremeció los cimientos del continente y sacudió los pilares del poder establecido, marcó el inicio de una de las épocas más oscuras y turbulentas en la vida de Varlam. Fue un conflicto que trascendió las fronteras y se convirtió en una prueba definitiva para el joven Zar y su imperio, desafiando su determinación y poniendo a prueba su capacidad de liderazgo en la peor de las adversidades. Anderson Marshbreed, conocido como "El Toro de Hierro", emerge como la figura central de este conflicto desgarrador. Un hombre de carácter fiero y personalidad magnética, era más conocido por su propensión a la guerra que por su habilidad para gobernar. Con un ejército formidable a sus espaldas, compuesto por más de 254,000,000 hombres y respaldado por una impresionante cantidad de 320.000 piezas de artillería, Marshbreed desató una ola de destrucción sin precedentes mientras avanzaba por las tierras del Este del continente, donde esta el Oeste del Imperio, sembrando el caos y la desolación a su paso. El tamaño y la ferocidad del ejército de Marshbreed eran abrumadores: más de 45,000,000 de infantes de línea, 30,000,000 de granaderos, 40,000,000 de infantes ligeros, 18,000,000 de coraceros, 21,000,000 de dragones, 19,000,000 de carabineros a caballo, 30,000,000 de lanceros, 31,000,000 de húsares y 20,000,000 de cazadores a caballo. Una fuerza imparable que amenazaba con arrasar todo a su paso y sumir a las naciones del Oeste en la oscuridad.
Fueron meses tumultuosos, marcados por el estruendo de los cañones y el clamor de la guerra, en los que las naciones de la alianza contra Anderson Marshbreed se vieron sumidas en una lucha desesperada por contener el avance imparable del temible Toro de Hierro. Sin embargo, a medida que las batallas se sucedían y los países caían uno tras otro ante el poder avasallador de Marshbreed, la esperanza comenzaba a desvanecerse y la sombra de la derrota se cernía cada vez más oscura sobre el horizonte. Para Varlam, este fue un período de angustia y desesperación, en el que se vio obligado a enfrentarse a la implacable marea de la guerra con recursos escasos y un ejército diezmado por la enfermedad y la inexperiencia. Con apenas catorce años de edad, el joven Zar se vio catapultado al frente de la lucha por la supervivencia de su imperio, enfrentándose a un enemigo formidable con valentía y determinación, pero con recursos insuficientes para contener el avance de Marshbreed. Mientras las fuerzas de Anderson se acercaban inexorablemente al corazón del imperio Skavgror, Varlam se vio obligado a movilizar a toda prisa a las escasas tropas disponibles para defender su tierra natal. Sin embargo, en lugar de encontrar el apoyo esperado de sus supuestos aliados y de su propio ejército de élite, se encontró con una fuerza heterogénea y desorganizada, formada por cadetes, milicias ciudadanas y voluntarios poco preparados y mal equipados para el combate. Con apenas 80.000.000 de hombres inexpertos y 25.000 piezas de artillería a su disposición, Varlam se enfrentó a las fuerzas abrumadoras de Marshbreed consciente de que la supervivencia de su imperio dependía de su capacidad para resistir el embate del enemigo. Afortunadamente, contaba con el apoyo valioso de unidades de élite como la Guardia Negra, la Guardia Rubí, la Guardia del Cuervo y los regimientos de los Demonios rojos, así como con los pocos Zacors que quedaban, cuya lealtad y destreza en el combate eran inquebrantables. En total juntaban unas 5.600.000 tropas y otras 40.000 piezas de artillería extras.
Sin embargo, incluso con el apoyo de estas unidades de élite, la situación era desesperada y la victoria parecía cada vez más improbable. Todo por la culpa de el rey Gregon Albimont V, conocido como "El despreciable", y su tío Jacob Skelsend, conde de Arblot, añadía una capa adicional de complejidad y desconfianza a la ya precaria situación de Varlam, cuyos instintos le advertían del peligro que representaban estos hombres ambiciosos y despiadados. «Con razón ya que es un personaje avaricioso y en el futuro va a querer quitarle su posición». Así, Varlam se encontró en medio de una lucha desesperada por la supervivencia de su imperio, enfrentándose a un enemigo formidable y a la traición y la intriga en su propio seno. Todo esta situación a manos de a llamada a la defensa de Ormaler resonó como un grito de guerra en los corazones de los líderes y los pueblos de las naciones afectadas por la amenaza del avance implacable de Jammon Izhâr, conocido como "La serpiente escarlata". Con su vasta flota de más de 3.000.000 de navíos y fragatas de guerra, y un ejército formidable de 1.200.000.000 de efectivos respaldados por unas 6.000.000 de piezas de artillería, Izhâr representaba una fuerza devastadora que amenazaba con desencadenar una catástrofe de proporciones inimaginables sobre las tierras de Ormaler. Ante esta amenaza inminente, el rey Gregon Albimont V, líder de la gran alianza de defensa mutua entre varias naciones, convocó a todos los reinos e imperios a unirse en una lucha desesperada por la supervivencia de Ormaler. Skavgror, como miembro crucial de esta coalición, no podía permanecer al margen de la contienda, y su participación en la defensa del continente se consideraba vital para contrarrestar la amenaza de Izhâr. Sin embargo, la situación en el seno del imperio Skavgror era compleja y desafiante. Varlam, el joven Zar, se encontraba postrado por la enfermedad conocida como "Akur", que lo dejaba débil y exhausto, apenas consciente de los acontecimientos que se desarrollaban a su alrededor. A su lado, su regente Oren Arthe, se encontraba ocupado resolviendo asuntos personales en el lejano mar de Jolot, al este del continente, dejando a Skavgror sin su liderazgo habitual en un momento crítico. En este contexto, la responsabilidad de tomar decisiones recayó en los hombros de Samantha, la hermana menor de Varlam, cuya autoridad se vio reforzada por la ausencia de su hermano y el regente. Consciente de la urgencia de la situación y presionada por las demandas de su tío Jacob, quien representaba al imperio en la gran alianza, Samantha tomó la decisión de satisfacer las exigencias de este último, aun a costa de dejar desprotegido el territorio del imperio. Así, mientras los generales y oficiales se apresuraban a responder al llamado de la defensa de Ormaler, las guarniciones en los miles de fuertes de Skavgror quedaron reducidas a meras representaciones simbólicas, y el imperio se vio enfrentado a la amenaza de un posible ataque enemigo sin la protección adecuada. La decisión de Samantha, aunque tomada con la intención de cumplir con las exigencias de la alianza, dejó al imperio en una posición vulnerable y expuesta ante el peligro inminente que se cernía sobre él.
Y con un Varlam con su cuerpo debilitado por la enfermedad "Akur" lo dejaba apenas capaz de mantenerse en pie, mucho menos de liderar a su imperio en un momento de crisis. La ausencia de su regente, Oren Arthe, solo agravaba la situación, dejando al joven zar en un estado de vulnerabilidad que jamás había experimentado. Mientras tanto, el ejército de Skavgror, compuesto por una fuerza imponente de soldados veteranos y experimentados, se encontraba bajo el mando de generales y oficiales que respondían al llamado de la gran alianza de defensa. La lista de las unidades movilizadas resonaba como un eco en la mente de Varlam: 80.000.000 de Infantes de Línea, 52.000.000 de Granaderos, 50.000.000 de hostigadores, 48.000.000 de Cazadores, 110,000,000 de Infantes Ligeros, 30,000,000 de Coraceros, 40.000.000 de Carabineros A Caballo, 50.000.000 de dragones, 35.000.000 de lanceros, 45.000.000 de húsares, 32.000.000 de Zacors, y 38.000.000 de cazadores a caballo. Un total de 610.000.000 soldados, respaldados por una impresionante artillería de 5.200.000 piezas de artillería, una fuerza capaz de enfrentarse a cualquier desafío que se presentara en el campo de batalla. Pero eso no era todo. La flota de guerra de Skavgror también se unía al esfuerzo de defensa, con más de 800.000 navíos y fragatas de guerra navegando hacia el frente. Entre ellos se contaban 1.000 navíos de primera clase de 200 cañones, 20.000 navíos de primera clase de 120 cañones, 80.000 navíos de segunda clase de 100 cañones, 60.000 navíos de segunda clase de 94 cañones, 90.000 navíos de segunda clase de 90 cañones, 110.000 navíos de segunda clase de 80 cañones, 258.000 navíos de tercera clase de 74 cañones, 111.000 navíos de tercera clase de 64 cañones, 56.000 fragatas de 40 cañones y 14.000 fragatas de 34 cañones, tripuladas por millones de marineros expertos y soldados de la marina veteranos, listos para enfrentarse al enemigo en alta mar.
Pero antes del ataque que el príncipe estaba planeando, la intervención de la Gran Emperatriz del Imperio de Rhûn, Asaëntih, marcó un punto crucial en la historia, evitando lo que habría sido una catástrofe de proporciones inimaginables. Su influencia fue clave para detener el impulso beligerante de su hijo, el príncipe Jammon, quien había contemplado desencadenar una guerra a gran escala contra Ormaler, un continente entero. Este episodio quedó registrado como la "Falsa Mordida De La Serpiente Roja", una metáfora precisa para describir cómo el temido conflicto fue detenido antes de que siquiera pudiera comenzar. Sin embargo, la complacencia en la creencia de que la amenaza había pasado se desvaneció rápidamente cuando nuevas revelaciones emergieron, desconocidas para los reyes y emperadores. Mientras el gran ejército combinado permanecía en alerta para defender las costas del sur, Anderson Marshbreed, con su despiadada astucia, aprovechó la ausencia de resistencia para avanzar sin obstáculos, sembrando el caos y la destrucción a su paso. Los esfuerzos de Varlam por mantener la cohesión y resistencia de su imperio se vieron desafiados por esta implacable invasión, que sumió a la región en un estado de desesperación y desesperanza. Durante dos meses de lucha desesperada, Varlam se vio obligado a emplear tácticas de guerrilla y asalto para intentar frenar el avance del enemigo. Finalmente, el destino lo llevó a enfrentarse cara a cara con Anderson en la batalla que pasaría a la historia como El Campo De La Niebla y Humo, una confrontación épica e inolvidable, también conocida como El Infierno De Sangre y Pólvora por aquellos que pelearon en ella. La magnitud de la tragedia se hizo evidente cuando un niño de catorce años, ya abrumado por la depresión y el auto desprecio, se vio forzado a tomar decisiones que marcarían el destino de su pueblo, según una cita del libro;
"A pesar de su determinación por proteger a su gente y defender sus tierras, el peso de la responsabilidad y el horror de la guerra dejaron una profunda cicatriz en el alma de Varlam. La batalla que se prolongó durante tres días sin tregua alguna se convirtió en un campo de horror y muerte, donde Varlam desplegó todo su ingenio estratégico para hacer frente a la experiencia y la brutalidad de Anderson. Donde al final, la victoria de Varlam fue incuestionable, pero a un costo inimaginablemente alto. Más de 98.000.000 de soldados de Anderson yacían muertos en el campo de batalla, mientras que más de la mitad de las propias tropas de Varlam habían perecido en la contienda. Aunque logró aniquilar a un total de 180.000.000 de soldados enemigos y capturar toda su artillería, el precio pagado fue desgarrador. Tan solo quedaban 1.895.000 unidades de élite y 32.000.000 de tropas reclutadas, testigos mudos del sacrificio y la valentía de aquellos que lucharon y murieron en defensa de su tierra natal".
Mientras Logan yacía en su cama, sumido en sus pensamientos, un torrente de emociones y recuerdos abrumadores lo golpeó de repente, como una marea furiosa que lo arrastraba a lo más profundo de su conciencia. Un escalofrío recorrió su espalda cuando una ráfaga de imágenes y sensaciones inundó su mente, como si fuera testigo de la vida de otra persona. Se sentó bruscamente, sintiendo el peso abrumador de las memorias ajenas que se colaban en su propia existencia.
«Ahg... Puta madre ¿Por qué no pude reencarnar en un mundo genérico dónde despiertas con poderes regalados y con un harem de mujeres que ya quieren tener sexo desde el principio y con el poder del guion», pensó Logan con irritación y molestia. La sensación de desesperación se mezclaba con la confusión de sus propias emociones y las de Varlam, creando un torbellino de sentimientos incontrolables.
Lo más frustrante para Logan era darse cuenta de que la depresión que lo abrumaba y el agotamiento físico y emocional que sentía, se fusionaban con los oscuros pensamientos y las angustiosas vivencias de Varlam. Mientras más profundizaba en los recuerdos que comenzaban a fluir, más consciente se volvía de los traumas y las cicatrices emocionales que marcaban la vida de aquel hombre del pasado. Varlam, con su carga de auto desprecio, culpa y sentimientos de inferioridad, parecía acechar en las sombras de la mente de Logan, recordándole constantemente la pesada carga que había llevado sobre sus hombros. Los trastornos de estrés postraumático que plagaban los recuerdos de las cruentas batallas en las que Varlam había luchado se manifestaban en la mente de Logan con una intensidad desconcertante.
En un momento de desesperación, cuando el abismo de la desesperanza amenazaba con engullirlo por completo, Logan contempló la idea del suicidio como una forma de escape. Pero el dolor punzante en su cabeza lo sacudió de su letargo, devolviéndolo bruscamente a la realidad. Los recuerdos de Varlam lo inundaron con una fuerza renovada, recordándole que su sufrimiento no era solo propio, sino también compartido con el atormentado espíritu del pasado. Durante lo que parecieron interminables minutos, Logan se quedó contemplando el techo con una mirada vacía, mientras los fragmentos de la vida de Varlam se desplegaban ante él, como páginas de un libro cuyas palabras resonaban con un eco doloroso en lo más profundo de su ser.
La fusión de las conciencias de Logan y Varlam sumergió al individuo en un estado de profunda extrañeza, teñido por una melancolía que pesaba como un velo sobre su ser. La identidad se convirtió en un laberinto confuso y enredado, donde los límites entre ambos se desdibujaban en una danza incierta. ¿Era Logan, o acaso era Varlam? La pregunta resonaba en su mente, sin encontrar una respuesta clara. Por un lado, una parte de él seguía aferrado a la idea de ser Logan, recordando los fragmentos de su vida anterior y luchando por mantener una conexión con su propia identidad. Sin embargo, una fuerza más poderosa, arraigada en los recuerdos y las experiencias de Varlam, lo empujaba hacia la aceptación de esta nueva realidad. Después de todo, era en el cuerpo de Varlam donde residía ahora, y el mundo que lo rodeaba era el mismo que alguna vez perteneció a aquel hombre del pasado. Así, en medio de la confusión y la ambigüedad, se aferró al nombre de Varlam como un ancla en un mar de incertidumbre. Aunque las dos conciencias se entrelazaban de manera compleja, Varlam se alzaba como la figura dominante, eclipsando la identidad anterior de Logan con la fuerza de sus propias memorias y emociones.
En ese estado de fusión, cada recuerdo de Varlam resonaba con una intensidad sorprendente, tejiendo una narrativa que se entrelazaba con la propia historia de Logan. Las batallas, las victorias y las tragedias se convertían en parte de su propio ser, moldeando su percepción del mundo y dejando una huella indeleble en su corazón. A medida que se sumergía más profundamente en el laberinto de su mente fusionada, Varlam comenzó a sentir un peso abrumador, una carga emocional que pesaba como una losa sobre su espíritu. La dualidad de su existencia se manifestaba en cada pensamiento y cada acción, recordándole constantemente la complejidad de su nueva identidad. En medio de esa complejidad, Varlam buscaba desesperadamente encontrar un equilibrio entre sus dos mitades, entre el hombre que una vez fue y el hombre en el que se había convertido. Pero mientras luchaba por encontrar su lugar en este nuevo mundo, la sombra de Varlam seguía acechando en las profundidades de su ser, recordándole que el pasado y el presente estaban entrelazados de manera inextricable en el tejido de su existencia fusionada.
Varlam se encontraba sumido en un mar de pensamientos oscuros y sombríos cuando una suave llamada a su puerta lo sacó de su ensimismamiento. La voz, de tonalidad incierta, resonaba en su mente, atrayéndolo hacia la realidad que lo rodeaba. ¿Era un tono positivo o simplemente alegre? Varlam se debatía entre las dos posibilidades, incapaz de discernir con claridad.
—Mi Zar, el desayuno ya está listo —anunció la voz, rompiendo el silencio con una melodía suave y reconfortante.
Varlam frunció ligeramente el ceño, tratando de recordar el nombre de la joven que se encontraba al otro lado de la puerta. "¿Juliet?", pensó para sí mismo, tratando de recordar los fragmentos de memoria que habían comenzado a aflorar en su mente. Sin embargo, antes de que pudiera encontrar una respuesta, la puerta se abrió de golpe, revelando a una figura femenina de belleza deslumbrante. Una joven de piel pálida y cremosa se erguía frente a él, con unos ojos azules que parecían reflejar el cielo en un día despejado. Su cabello, un tono castaño con destellos rosados, estaba recogido en un elegante moño que acentuaba su rostro delicado y juvenil. Una expresión juguetona o tal vez alegre iluminaba su semblante, otorgándole un aura de frescura y vitalidad. Vestida con un uniforme de sirvienta, similar al de Jessie pero con una longitud ligeramente más corta, la joven irradiaba una elegancia innata y una gracia natural que no pasaban desapercibidas para Varlam. "¿Un estilo francés?", reflexionó, examinando los detalles de su atuendo con curiosidad. En medio de aquel encuentro inesperado, Varlam se vio envuelto en una mezcla de emociones contradictorias, incapaz de apartar la mirada de la joven que había irrumpido en su habitación. La presencia de esa misteriosa joven despertaba en él una curiosidad intrigante, acompañada de una sensación de familiaridad que lo desconcertaba aún más.
La luz de la mañana se filtraba a través de las cortinas entreabiertas, pintando la habitación de Varlam con tonos dorados y cálidos. Juliet, con su característica sonrisa, irrumpió en el tranquilo ambiente, rompiendo la tranquilidad con su presencia radiante. —Buenos días, mi Zar. ¿Cómo descansó? —inquirió Juliet con amabilidad, su voz resonando con una dulzura que era difícil de ignorar. Sin embargo, la mirada severa de Varlam la hizo retroceder ligeramente, sintiendo un ligero rubor colorear sus mejillas. Varlam, sumido en sus propios pensamientos, apenas percibió el leve desconcierto de Juliet. «¿Por qué siempre entraba ella a su habitación como si nada? ¿No se suponía que él era un emperador, merecedor de un respeto y una formalidad adecuados?». Un suspiro escapó de sus labios mientras se perdía en los recuerdos de las mañanas pasadas, cuando el suave golpeteo de Juliet era suficiente para despertarlo de su letargo. Sin embargo, al darse cuenta de la incomodidad en el rostro de Juliet, Varlam decidió romper el silencio con una sonrisa leve pero sincera.
—Buenos días, Juliet —respondió con amabilidad, su voz suave como el susurro de la brisa matinal—. Me temo que mi mente estaba perdida en sus propios laberintos esta mañana. No logré conciliar el sueño del todo bien, jeje... Un tono de fatiga se filtró en sus palabras, acompañado por una risa ligera y una sonrisa cansada. Juliet, visiblemente aliviada, respondió con prontitud, su rostro iluminado por una sonrisa apenada. —No te disculpes, mi Zar. No fue mi intención perturbar tus pensamientos —respondió con rapidez, su voz suave y melodiosa como una canción de pájaros en primavera—. ¿Te gustaría que te trajera el desayuno? Está listo y servido en la mesa. La oferta de Juliet arrancó otra sonrisa de Varlam, más amplia esta vez, mostrando un destello de gratitud y camaradería. —Eso sería perfecto, Juliet. Estoy realmente hambriento. Gracias por cuidar de mí, como siempre —expresó Varlam con sinceridad, su voz cargada de gratitud y afecto. Juliet, con su sonrisa habitualmente radiante, asintió con entusiasmo antes de retirarse con gracia, dejando a Varlam sumido en un silencio reconfortante y lleno de pensamientos.
Pero su expresión volvió a cambiar y habló con la mirada baja. — También me pidieron que le informará que cinco navíos del Imperio Adrus anclaron en puerto de Vokor—. Juliet habla con seriedad y un poco de miedo. El imperio Adrus era un enorme imperio marítimo, muy parecido al Japón imperial. Varlam soltó un suspiro y se levantó de su cama acercándose a Juliet y con delicadeza levantó su rostro dándole una pequeña sonrisa para tranquilizarla, también le dio un pequeño beso en su frente lo que hizo que el rubor se volviera un sonrojo.
— No te preocupes Juliet no pasará nada de que preocuparse así que no tiene por que estar nerviosa o tener miedo—. Juliet estaba muy sonrojada y nerviosa por lo que acababa de hacer Varlam. —Gra-gra-gracias po-por s-sus palabra mi-mi zar—. Juliet lo dijo con un tierno tartamudeo y sonrojo, algo curioso ya que según los recuerdos de Varlam, Julit siempre quería poner nervioso o sonrojado a Varlam. Pero antes de que Juliet se fuera preguntar algo que la hizo sonrojar más de lo que ya estaba, si eso era posible. — Qui-quiere que le-le ayude a cam-biarse—. Juliet pregunta con una cara aún más sonrojada. — Está bien así Juliet, gracias por avisarme del desayuno y lo de los barcos, en unos minutos bajo—. Dijo Varlam aún con su sonrisa.
Después de la partida de Juliet, Varlam se sumió en una profunda reflexión. Aunque había tratado de infundir confianza a la joven sirvienta, una sombra de preocupación persistía en su mente. Sabía que la presencia de los barcos del Imperio Adrus en el puerto no era un simple acontecimiento fortuito. Había una razón subyacente detrás de su llegada, una razón que despertaba su inquietud y lo mantenía en vilo.
Hacía apenas dos meses, Varlam había ordenado el refuerzo de las costas del este, en las disputadas regiones de Werts y Tluko, donde los territorios se hallaban en constante conflicto entre ambos imperios. Con la ayuda de sus informantes y espías, Varlam había recibido noticias alarmantes sobre los movimientos de la flota imperial de Adrus. Además, numerosos testimonios de soldados, ciudadanos y emigrantes provenientes de naciones y colonias controladas por Adrus, habían informado sobre un incremento en los ejercicios militares realizados por el ejército de tierra en las fronteras.
Ante esta situación, Varlam no había permanecido inactivo. Con una determinación férrea, había organizado una avanzadilla de varios ejércitos y una parte de su flota, desplegándolos en la región. Estos movimientos estratégicos no solo buscaban disuadir cualquier intento de invasión por parte del Imperio Adrus, sino también enviar un mensaje claro y contundente: el Imperio Skavgror estaba preparado para defender sus fronteras y responder con fuerza ante cualquier amenaza.
Durante semanas, los soldados habían llevado a cabo ejercicios militares intensivos, fortaleciendo su preparación para el combate y demostrando su determinación inquebrantable. Los cañones retumbaban en la lejanía, mientras las unidades marchaban con paso firme, enviando una advertencia silenciosa a aquellos que se atrevieran a desafiar la soberanía del imperio.
A pesar de su semblante sereno, Varlam sentía el peso de la responsabilidad sobre sus hombros. Sabía que el destino de su pueblo estaba en juego, y estaba decidido a protegerlo a toda costa. Mientras contemplaba el horizonte desde la ventana de su habitación, una determinación indomable brillaba en sus ojos grises, recordándole que, como Zar de Skavgror, debía estar siempre un paso adelante, listo para enfrentar cualquier desafío que se interpusiera en su camino.
Con cada detalle grabado en su memoria, Varlam, ahora fusionado con la conciencia de Logan, repasaba mentalmente los acontecimientos recientes con una meticulosidad propia de un estratega experimentado. La llegada de los navíos del Imperio Adrus no era un suceso aislado; era un movimiento calculado en el tablero de la geopolítica, una pieza más en el intrincado juego de poder que se libraba entre las naciones.
Arita Ichiko había llegado con la intención de ejecutar una operación de falsa bandera para asegurar el control de las costas del este del Imperio Skavgror. Sin embargo, tras su conversación privada con Varlam, había cambiado de opinión abruptamente, enviando un mensaje urgente a su padre para detener la maniobra planificada. Los detalles exactos de lo que se había dicho en esa reunión permanecían en el misterio, pero la amenaza velada que había implícito en las palabras de Varlam resonaba en la mente de Arita.
Varlam se tomó un momento para contemplar su reflejo en el espejo, mientras se ajustaba la nueva indumentaria. Los pantalones negros y la camisa victoriana, adornada con detalles en oro, le conferían una elegancia austera, a la par que imponente. El saco rojo, con sus bordados de hilo dorado, añadía un toque de distinción a su atuendo, resaltando su posición como líder del imperio. Sin embargo, a pesar de la magnificencia de su vestimenta, los ojos grises que lo observaban desde el espejo reflejaban una profunda melancolía. Eran los ojos de alguien que había soportado el peso de la responsabilidad y la carga emocional de dirigir una nación en tiempos turbulentos. «Es menos jodido tratar de imaginar la vida de un personaje que sentirla», reflexionó Varlam con un suspiro cansado, mientras se preparaba para enfrentar los desafíos que aguardaban en el horizonte.
Los ojos grises de Varlam, cansados y melancólicos, reflejaban el peso de una carga que ningún hombre debería soportar. En su mirada no se encontraba al legendario Varlam Skelsend, aclamado como "El Cuervo Sangriento", cuyas hazañas resonaban en todo el mundo. Tampoco se veía al astuto estratega que había llevado a cabo las más intrincadas maquinaciones políticas, ni al líder indomable que había guiado a su pueblo a través de los oscuros abismos de la guerra y la adversidad. En cambio, al observar sus propios ojos en el espejo, Varlam se encontraba cara a cara con el niño de 9 años que una vez fue. Un niño cuya inocencia fue arrebatada demasiado pronto por las garras del destino. Aquel pequeño Varlam anhelaba simplemente ser parte de una familia, encontrar su lugar en un mundo que parecía indiferente a su sufrimiento. Juguetón y despreocupado, hallaba alegría en los momentos compartidos con sus hermanos y en las sonrisas de su padre, ajeno a las sombras que se cernían sobre su hogar.
Pero la felicidad de aquel niño se desvaneció en un instante cuando la enfermedad, cruel e implacable, se abatió sobre su familia. Los recuerdos de aquellos días oscuros aún atormentaban a Varlam, como sombras que se aferraban a su alma. Recordaba la impotencia que sentía al ver a sus seres queridos consumidos por la enfermedad, incapaz de ofrecerles alivio o consuelo. Aquella tragedia marcó el fin de su infancia, y el principio de un camino lleno de desafíos y sacrificios inimaginables. A medida que contemplaba su reflejo en el espejo, Varlam no podía evitar sentir una profunda añoranza por aquellos días perdidos, por la inocencia que había dejado atrás.
La imagen del rostro de su padre, reflejado en el suyo propio, era como un eco constante de la promesa que había hecho siendo apenas un niño de 9 años. Varlam cargaba con ese peso desde hacía tantos años que a veces parecía haberse fundido con su propia piel. Sus ojos grises, siempre tristes, parecían ser testigos mudos de aquel día que aún le perseguía como una sombra persistente. Aquella noche, en la oscuridad de la biblioteca del palacio, Varlam se sumió en una desesperada búsqueda de salvación. La "Perdición Roja" había arrebatado la vida de sus seres queridos, dejando un vacío doloroso en su corazón que amenazaba con consumirlo por completo. Durante dos largos días, apenas durmió o comió, dedicado por completo a hojear los antiguos textos medicinales en busca de una solución milagrosa. Nadie podía sacarlo de aquel lugar, ni siquiera las servidumbres más persistentes o los soldados más decididos. Varlam se había aferrado a la esperanza de encontrar una cura, de rescatar a su familia del abismo de la muerte. Fue solo cuando el consejero de su padre lo llamó, con voz solemne y serena, que Varlam fue arrancado de su letargo de desesperación. Tembloroso y con los ojos hinchados por el llanto, se resistió cuando los soldados de la Guardia Negra lo arrastraron hacia las estancias de su padre. Su única defensa era la verdad, la urgencia de su búsqueda desesperada por salvar a quienes amaba. Y aunque el miedo lo embargaba, no podía permitirse ceder ante él, no cuando la vida de su familia pendía de un hilo frágil y efímero. Cuando fue llevado a la fuerza a las habitaciones de su padre vio que estaba postrado en su cama rodeado de doctores, su padre estaba más pálido de lo normal y todas sus venas estaban rojas, su pecho descubierto tenía las extrañas cicatrices escarlatas que se formaban cuando estabas infectado. Sus habitaciones estaban llenas de plantas medicinales que calmaban el insoportable dolor de la "Perdición roja".
—Váyanse y déjenme con mi hijo —ordenó su padre con voz autoritaria, aunque el cansancio resonaba en cada palabra. Los médicos, al principio renuentes, obedecieron ante la firme mirada del patriarca y se retiraron, dejándolos solos en la penumbra de la habitación. Cuando solo quedaron ellos dos, su padre alzó la mano con un gesto invitador. —Ven, hijo —dijo con voz tranquila y suave, aunque Varlam percibía el eco del dolor en cada sílaba. Se acercó presuroso, tomando con delicadeza la mano pálida y fría que se le ofrecía, las venas marcadas con un rojo intenso que delataba la fragilidad de su progenitor. Las palabras que siguiendo hicieron eco en su mente como el golpear de un martillo sobre un yunque. —Tus hermanos están muertos —anunció su padre, con los ojos velados por lágrimas que se resistían a caer. Varlam sintió un nudo en la garganta, una mezcla de incredulidad y dolor que amenazaba con ahogarlo, aunque ya estaba acostumbrado al peso de la tristeza.— Cuando te mejores, les daremos un funeral digno y lloraremos juntos. Por ahora, solo concéntrate en recuperarte — murmuró Varlam con voz apenas audible, apretando con suavidad la mano temblorosa de su padre. Pero antes de que pudiera continuar, las palabras de su progenitor lo interrumpieron, cargadas de un significado más profundo y una despedida implícita. — Hijo... — susurró, como si cada sílaba fuese un último aliento cargado de amor y pesar. No había terminado de hablar cuando su padre comenzó a toser con fuerza, expulsando sangre en cada jadeo. Varlam sintió el impulso de ayudarlo, de ofrecerle un vaso de agua o algo que aliviara su malestar, pero su padre lo detuvo con un gesto tembloroso. — Hijo, no me queda mucho tiempo —susurró entre toses entrecortadas—. Quiero que me perdones por lo que te voy a pedir que prometas. Varlam, con el corazón oprimido y las lágrimas amenazando con desbordarse, asintió en silencio, preparado para cualquier petición que su padre le hiciera en aquellos últimos momentos. — Eres el siguiente en la línea del trono, hijo —continuó su padre con voz cansada pero firme—. Tendrás el poder de todo un imperio. Por favor, prométeme que harás todo lo posible por protegerlas, prométeme que siempre cuidarás a tus hermanas pase lo que pase. Los ojos fatigados y la voz débil de su progenitor reflejaban una súplica implorante que penetró en lo más profundo del alma de Varlam. — L-lo prometo, padre —murmuró Varlam con voz temblorosa, sintiendo que sus palabras apenas se sostenían entre sollozos. El alivio se dibujó en el rostro de su padre, cuyos dedos aflojaron la presión sobre la mano de Varlam y sus párpados comenzaron a descender lentamente. Cuando Varlam se percató de que su padre se desvanecía, lo sacudió con desesperación, tratando de arrancarlo del abrazo de la muerte que lo reclamaba con cada latido de su corazón. Suplicó entre lágrimas, rogándole que permaneciera con él un poco más, pero sus súplicas se perdieron en el silencio que se adueñaba de la habitación.
Varlam luchó con todas sus fuerzas para evitar que los médicos y los nobles entraran en la habitación de su padre, aferrándose a su figura moribunda con desesperación mientras los empujaba con brusquedad. Su corazón latía con furia y sus ojos se nublaban por las lágrimas mientras forcejeaba con quienes intentaban apartarlo de su padre. Cada instante se sentía como una eternidad, y cada palabra de los médicos resonaba en su mente como un eco lejano. Después de aquel fatídico día, los días transcurrieron como sombras fugaces, borrosas y efímeras en la memoria de Varlam. El Palacio Aurora Varlamiana, una vez lleno de vida y esplendor, se sumió en un silencio sepulcral y una tristeza opresiva. Los pensamientos de Varlam se convirtieron en un torbellino de recriminaciones, culpándose a sí mismo por sobrevivir mientras sus seres queridos perecían. "Solo tuve suerte", se repetía una y otra vez, convirtiéndose en una letanía de autodesprecio y desesperación.
El regreso de sus hermanas y de lady Celia a la capital fue un acontecimiento marcado por el dolor y la aflicción. Las jóvenes princesas no se separaban de Varlam, sumidas en un mar de lágrimas y sollozos que parecían no tener fin. Aunque compartían su dolor, también buscaban en él un apoyo que él mismo necesitaba desesperadamente. No podía permitirse mostrarse débil frente a ellas, no cuando eran ellas quienes necesitaban un hombro en el que llorar. La figura de su madre, distante y ausente, solo añadía más pesar a la carga emocional que ya llevaba Varlam. Apenas se acercaba a sus hijas, sumida en un silencio gélido que anunciaba su dolor interno. Ni siquiera se preocupó por su embarazo, que llegó a su fin prematuramente con el nacimiento de un niño y una niña. El niño, Viktor, no sobrevivió, dejando a Varlam y sus hermanas sumidos en un abismo de tristeza y desesperación. El funeral del pequeño Viktor fue un acontecimiento marcado por el dolor y el lamento, pero lady Celia, en su indiferencia y desapego, se marchó sin siquiera llevarse a su hija recién nacida. Varlam, en su desesperación por darle un nombre y un adiós a su hijo, lo nombró Viktor, llorando la pérdida de un futuro que nunca llegaría a ser. La niña, a quien llamó Ana en honor a su abuela materna, sobrevivió milagrosamente, pero su llegada al mundo estuvo envuelta en el miedo, el dolor y la incertidumbre.
El funeral de Zar Arlon y sus hermanos fue un evento de gran solemnidad y tristeza, donde convergieron las más prominentes familias nobles del imperio, los burgueses más influyentes, los altos mandos militares y los tíos de Varlam. Entre ellos se encontraban Marna Skavgror, una mujer de belleza cautivadora y rasgos típicos de la familia Skavgror, y su esposo, Aron Esuldir, un hombre de complexión delgada pero musculosa, de imponente estatura y cabello sedoso negro, cuyos ojos azules destacaban entre sus finas cejas. Aunque las apariencias de amabilidad prevalecían, era evidente que tanto Marna como Aron tenían sus propias ambiciones. Gobernaban el principado de Moplar y, aunque expresaron su pesar de manera sincera, también anhelaban la oportunidad de obtener más poder, quizás aspirando a convertirse en regentes del joven Zar Varlam. Además, su tío Jacob Skavgror, cuyas motivaciones políticas estaban igualmente en juego, también estaba presente en el funeral. Tras la dolorosa despedida de su padre y hermanos, Varlam fue nombrado Zar de todo Skavgror. Sin embargo, en medio de la ceremonia de coronación y el peso de la responsabilidad que recaía sobre sus hombros, Varlam no podía evitar sentirse abrumado por la idea de que no merecía tal posición. «Este no es mi lugar», resonaban sus pensamientos, cargados de culpa y auto incredulidad. «Yo no debería ser el Zar. Esto era para Edwyn, no para mí... Samantha debería ser la Zarina. Yo, hace poco, solo era más que un bastardo... Yo no debería estar vivo, deberían estarlo mi padre, Edwyn y Arra, no yo... Yo debí haber muerto».
A lo largo de los años que siguieron, Varlam llevó sobre sus hombros el peso de gobernar el imperio más grande de todos, enfrentándose al estrés y al cansancio de una década de gobierno. La culpa de haber utilizado a su población en tiempos de guerra y el agotamiento derivado de su participación en tres conflictos bélicos marcaban su semblante y su espíritu. A pesar de sus logros, Varlam seguía sintiendo que no era digno del título que llevaba, y que cada día era una carga más difícil de soportar.
Varlam se sumergió en un mar de pensamientos tumultuosos mientras dejaba atrás las lujosas estancias de su residencia real y se adentraba en los majestuosos pasillos del inmenso palacio. Cada paso resonaba en la soledad de aquellos corredores, y en su mente resonaban las palabras llenas de incertidumbre y resignación.
«¿Es esta realmente una oportunidad para ambos? ¿O solo el comienzo de una nueva pesadilla?», se preguntaba Varlam, cuestionando el curso de los eventos que habían marcado su vida desde la infancia. A medida que avanzaba por los pasillos, la grandiosidad del palacio parecía envolverlo, pero también lo ahogaba en un mar de responsabilidades y expectativas. Cada detalle del lugar evocaba recuerdos y reflexiones: los tapices que adornaban las paredes, tejidos con hilos de oro y colores vibrantes, contaban historias de antaño; los candelabros de cristal que colgaban del techo, reflejaban la luz en destellos danzantes sobre el suelo de mármol; los retratos de antiguos zares que observaban desde las altas paredes, recordaban la grandeza y la carga que conllevaba el legado de aquellos que lo precedieron. El eco de sus pasos resonaba en los corredores vacíos, acompañado por el susurro de sus propios pensamientos. Varlam se sentía como un actor en un escenario gigantesco, interpretando un papel que nunca había deseado, pero que ahora le había sido impuesto por las circunstancias de la vida. A medida que avanzaba por los pasillos del palacio, la sensación de soledad se intensificaba, como si las paredes mismas fueran testigos mudos de sus luchas internas. Pero en medio de la oscuridad de sus pensamientos, aún vislumbraba un destello de esperanza, una chispa de posibilidad de que, tal vez, en medio de la incertidumbre, pudiera encontrar un nuevo camino.