Chereads / El despertar de una nueva oportunidad o desgracia / Chapter 1 - El Despertar (Mejorado)

El despertar de una nueva oportunidad o desgracia

🇲🇽Itlen_tc
  • --
    chs / week
  • --
    NOT RATINGS
  • 3.2k
    Views
Synopsis

Chapter 1 - El Despertar (Mejorado)

El suave tintineo de la puerta interrumpió el sueño de Logan, arrancándolo bruscamente del abrazo reconfortante de la inconsciencia. El peso de sus problemas cotidianos parecía haberse disipado en la neblina de los sueños, pero ahora, el leve crujido de la madera, acompañado por una brisa fría que se colaba por alguna rendija invisible, lo devolvía a la realidad. Las cortinas de la habitación estaban apenas entreabiertas, dejando pasar unos débiles rayos de luz que apenas iluminaban el ambiente, pero eran suficientes para revelar la densa capa de polvo que flotaba perezosamente en el aire.

Logan sintió una sensación de extrañeza casi inmediata. El frío que acariciaba su piel era diferente, más agudo, más penetrante. Sus manos, aún entrelazadas con las sábanas pesadas y ajadas, notaron la textura desconocida de una tela áspera, casi rasposa, algo muy distinto de la comodidad habitual de su cama. El aire en la habitación era más denso de lo que recordaba; tenía una calidad algo rancia, como si no hubiese sido ventilado en días. Se incorporó lentamente, aún medio dormido, y sus pies desnudos tocaron el suelo de madera, pero en lugar del frío familiar, notó algo más sorprendente: ligereza.

Era como si algo hubiera cambiado en su propio cuerpo. Sus músculos, que normalmente estaban tensos por el estrés, ahora se movían con una soltura inusual. Aun así, la incomodidad persistía. Un pensamiento fugaz cruzó su mente, demasiado breve para aferrarse a él: algo no estaba bien.

—Un momento... —murmuró, su voz rasposa, como si llevara años sin hablar. Sacudió la cabeza, tratando de aclarar la niebla del sueño que aún lo envolvía. Sus pasos eran lentos, inseguros, mientras se dirigía hacia la puerta. El suelo crujía bajo su peso, pero su andar se sentía extrañamente ágil. Se detuvo por un instante, observando su reflejo en un espejo viejo y empañado en la esquina de la habitación. A través del vidrio polvoriento, lo que vio no era la figura desaliñada de siempre, sino algo que lo sobresaltó profundamente.

No era él. El rostro en el espejo era el de un hombre mayor, de mandíbula cuadrada, con una barba espesa y oscura que enmarcaba unos ojos severos, marcados por años de experiencia. Logan retrocedió instintivamente, casi tropezando con una silla de madera a su espalda. El reflejo lo miraba con una expresión imperturbable, casi imponente, lo que solo añadía más confusión a la maraña de preguntas que giraban en su mente.

Antes de que pudiera asimilar lo que estaba ocurriendo, llegó a la puerta, abriéndola con manos temblorosas. Al otro lado, una joven mujer lo miraba con una sonrisa serena y ojos que parecían reflejar la luz del amanecer. Sus pupilas brillaban de una manera casi hipnótica, y su porte era firme, como si estuviera acostumbrada a la rigidez de su posición.

—Buenos días, mi Zar —dijo con una voz suave, inclinando ligeramente la cabeza en una reverencia respetuosa. Al cruzar el umbral, cerró la puerta tras de sí con un movimiento fluido y preciso, dejando solo el sonido amortiguado de la madera que crujía al ajustarse a su nuevo marco.

La palabra "Zar" retumbó en la mente de Logan como un martillo golpeando una campana vacía. Una oleada de vértigo lo invadió, como si su realidad se estuviera desmoronando a pedazos. ¿Zar? ¿Qué significaba eso? Sabía lo que la palabra implicaba, pero la idea de ser llamado así era tan absurda que casi se echó a reír, pero el nudo en su garganta le impidió emitir cualquier sonido. Antes de que pudiera preguntar algo, antes de que pudiera siquiera procesar lo que acababa de escuchar, un dolor punzante le atravesó la cabeza, tan violento que lo hizo soltar un grito.

—¡Argh! —Logan se tambaleó hacia atrás, llevándose las manos a la cabeza mientras el dolor lo consumía. Tropezó con algo en el suelo, y de pronto, una lámpara antigua que estaba en una mesa cercana cayó con un estrépito ensordecedor, el cristal estallando en mil pedazos que volaron por la habitación, creando una escena caótica y dolorosa. El suelo parecía moverse bajo sus pies, como si la misma tierra bajo él conspirara para derribarlo.

La joven sirvienta, cuya expresión había pasado de la serenidad a una alarma palpable, se apresuró hacia él, sus zapatos resonando en el suelo con una urgencia que contrastaba con su previa calma. Se arrodilló junto a él, con su falda ondulando alrededor de sus pies, sus manos suaves sosteniendo con cuidado su rostro contorsionado por el dolor. Sus ojos, ahora llenos de preocupación, lo examinaron como si buscara una solución, aunque estaba claro que no sabía qué hacer.

—¡Por favor, no se mueva! —le dijo en un susurro apremiante, mientras trataba de calmarlo. Su voz era como una melodía, reconfortante a pesar de la gravedad de la situación.

Pero el dolor no cedía, y todo en la habitación se sentía demasiado confuso, demasiado ajeno. Cada rincón, cada mueble, cada cuadro en las paredes, todo lo que le rodeaba, era como sacado de una pintura antigua, un mundo ajeno, pero extrañamente familiar al mismo tiempo. Logan sintió que estaba perdiendo el control, no solo de la situación, sino de su propia identidad. 

De repente, un estruendo en la puerta sacudió el aire pesado de la habitación, haciendo que tanto Logan como Jessie se tensaran al unísono. El sonido era profundo, seco y resonante, como si cada golpe estuviera siendo ejecutado con la fuerza de un ariete invisible. Las paredes parecían vibrar bajo la presión, y el eco de los golpes reverberaba por el mobiliario, haciendo que las sombras proyectadas por la tenue luz de la lámpara rota temblaran en las esquinas, dándole un toque casi sobrenatural a la escena. Logan sintió una opresión en el pecho, como si los golpes estuvieran martilleando no solo en la puerta, sino directamente en su corazón, llenando la habitación de una sensación de inminente peligro.

Los golpes eran firmes, metódicos, casi rituales, recordándole los tambores de guerra que había leído tantas veces en las novelas que tanto adoraba. En su mente, esas resonancias invocaban imágenes de ejércitos marchando, caballeros alzando sus armas y líderes dando órdenes desde lo alto de sus tronos. Ahora, esa misma urgencia parecía haberse trasladado a su realidad, una realidad que aún no lograba entender del todo.

El silencio que siguió al último golpe fue ensordecedor, como si la habitación entera contuviera la respiración. Entonces, una voz profunda y llena de angustia atravesó el aire, resonando con autoridad al otro lado de la puerta.

—Mi zar, señorita Jessie, ¿se encuentran bien? —La voz del hombre cargaba consigo una mezcla de preocupación y autoridad, creando una sensación de seguridad extraña en Logan, quien aún trataba de asimilar lo que estaba sucediendo. El tono del hombre era firme, como si estuviera acostumbrado a dar órdenes en situaciones de emergencia, pero había una clara nota de angustia en sus palabras, una urgencia apenas contenida.

Logan entrecerró los ojos, todavía mareado por el dolor en su cabeza y la confusión de su entorno. Al escuchar esas palabras, sintió como si una corriente helada recorriera su espalda. Zar... Otra vez lo llamaban de esa manera. Las palabras parecían eco en su mente, como un rompecabezas sin solución. ¿Cómo había terminado aquí? ¿Por qué esa palabra seguía persiguiéndolo?

Jessie, que había permanecido arrodillada junto a él, levantó la cabeza, como si estuviera a punto de responder, pero antes de que pudiera articular palabra, Logan, aún tambaleante, alzó una mano con rapidez y colocó una mano reconfortante sobre su hombro. El contacto fue suave pero firme, una especie de ancla en medio de la tormenta de confusión que lo azotaba. Jessie lo miró con sorpresa, pero se detuvo en seco, obedeciendo el silencioso gesto de su nuevo zar. Logan movió la cabeza en un gesto de negación, su expresión endureciéndose mientras trataba de tomar el control de la situación.

—Estamos bien, capitán Rokur —respondió Logan con una voz que apenas reconoció como propia. Su tono era más profundo, más seguro de lo que jamás había sonado. Cada palabra parecía cargada de una autoridad que él nunca había poseído, pero que ahora brotaba de él como si siempre hubiera estado allí, latente, esperando despertar. A pesar del dolor que aún latía en su cabeza, trató de infundir calma en sus palabras—. Solo me tropecé con algo, eso fue todo.

El silencio que siguió a su declaración fue breve, pero pesado. Logan contuvo el aliento, esperando la respuesta del otro lado de la puerta. Sabía que el capitán, quienquiera que fuera, debía de estar evaluando la situación. Los segundos parecían alargarse como si el tiempo se hubiera detenido. Entonces, finalmente, la voz de Rokur volvió a resonar, esta vez más tranquila, aunque aún cargada de preocupación.

—Entendido, mi zar —dijo el capitán, aunque su tono dejaba claro que no estaba completamente convencido. Logan pudo sentir el peso de la desconfianza, la duda que rondaba en el aire.

Logan bajó la mano lentamente, su cuerpo aún tembloroso por el esfuerzo de mantenerse erguido. Sintió cómo una corriente de adrenalina recorría sus venas, manteniéndolo alerta a pesar del dolor que aún pulsaba en su cabeza. Cada latido resonaba con fuerza en sus oídos, como si su cuerpo mismo luchara por adaptarse a esta nueva realidad.

Sus ojos se encontraron con los de Jessie. En su mirada vio el reflejo de su propia confusión. Ella también parecía no entender del todo lo que había pasado, pero había algo más en sus ojos: un brillo de alivio mezclado con una ternura inesperada. Parecía casi como si lo conociera, como si hubiera estado a su lado mucho antes de este momento, como si en algún lugar de la historia compartida de Varlam, el cuerpo que ahora habitaba, ella hubiera sido su confidente.

Logan, aún sin soltarla, permitió que su mano descendiera suavemente por su brazo, hasta que sus dedos acariciaron la mejilla de la joven. El gesto fue tan instintivo como inesperado. No sabía por qué lo hacía, pero sentía que era lo correcto en ese momento, como si en esa simple caricia pudiera devolverle a Jessie una parte de la calma que ella parecía haber perdido en medio del caos.

—Jessie... —murmuró, su voz suave, pero llena de una calidez que no había sentido en años. Sus dedos rozaron su piel con delicadeza, trazando el contorno de su rostro como si buscara alguna respuesta en su mirada—. Perdona si te preocupé. No dormí bien y mi cabeza está un poco... confusa. Disculpa si mi comportamiento te asustó.

Las palabras salieron con dificultad, como si estuviera aprendiendo a hablar de nuevo en este nuevo cuerpo, pero también había una sinceridad que no podía negar. Jessie lo miró con una mezcla de sorpresa y alivio. Su rostro, antes tenso por la preocupación, se suavizó, y un leve rubor coloreó sus mejillas, como una flor que lentamente se abría bajo la luz del sol.

—N-no se preocupe, mi Za-Zar —murmuró ella, su voz temblando ligeramente, pero con una dulzura que atravesó el corazón de Logan. Su tartamudeo solo añadía a la ternura del momento, y Logan, por un breve instante, se permitió sonreír. Era una sonrisa pequeña, casi imperceptible, pero estaba ahí, rompiendo la máscara de desconcierto que había estado llevando.

El toque de Logan parecía haber surtido el efecto deseado. Jessie respiró hondo, como si finalmente pudiera relajarse después de la tensión del momento. Aún con la mano en su mejilla, Logan sintió una conexión con ella, una complicidad que no comprendía, pero que era profundamente reconfortante. Por primera vez desde que había despertado en este extraño mundo, sintió una especie de paz, aunque fuera efímera.

Logan, aprovechando ese breve instante de calma, decidió que necesitaba información. Aún no sabía qué estaba pasando, pero entendía que debía mantener la compostura, no solo por su propio bien, sino por el de quienes lo rodeaban.

—Jessie, ¿puedes hacerme un pequeño favor? —preguntó, con un tono suave pero cargado de intención. Aún con su mano en su mejilla, sentía que la joven lo observaba con una mezcla de devoción y confusión.

Ella asintió de inmediato, como si el simple hecho de que él le pidiera algo fuera suficiente para disipar cualquier duda que hubiera sentido antes.

—Por supuesto, mi zar, lo que necesite —respondió Jessie, su voz aún temblaba ligeramente debido a la tensión del momento. Logan la observó con atención, percibiendo la ligera rigidez en sus hombros y la forma en que sus dedos se crispaban levemente contra el borde de su vestido. A pesar de ello, Jessie mantenía su compostura, esforzándose por cumplir con su deber. Logan sintió una punzada de empatía por la joven, consciente de que, al igual que él, estaba inmersa en una situación que le resultaba difícil de manejar.

Le sonrió con ternura, un gesto que no sabía si le salía de su propio ser o del instinto de Varlam. Era extraño para él, sentir tanta preocupación por otra persona después de haber vivido tantos años sumido en su propia oscuridad. Pero ahora, en este cuerpo, en esta realidad, algo había cambiado. Había una sensación de conexión, de responsabilidad. Era como si el peso de este nuevo rol, esta identidad, le hubiera otorgado una claridad que hacía mucho había perdido.

—Gracias, Jessie. —Logan mantuvo su tono suave, buscando calmar sus nervios—. ¿Podrías decirles a los guardias que están afuera de mi puerta que se retiren? Y, por favor, mándame a alguien cuando el desayuno esté listo.

Las palabras fueron pronunciadas con una autoridad tranquila, una que no era forzada, pero que se sentía profundamente arraigada en este nuevo ser que habitaba. Jessie, aún ruborizada, asintió con rapidez, sus ojos bajando momentáneamente para evitar el intenso contacto visual. Luego, con una diligencia ensayada, giró sobre sus talones y se apresuró hacia la puerta.

Logan la observó mientras se alejaba. La tela de su vestido ondeaba ligeramente con sus movimientos, y el leve chasquido de sus zapatos sobre el suelo de mármol pulido reverberaba en la silenciosa estancia. El ambiente parecía haberse calmado un poco tras los eventos de hace unos minutos, pero Logan no podía permitirse relajarse. Había demasiadas preguntas, demasiadas incógnitas que aún necesitaban respuesta. Mientras la puerta se cerraba suavemente detrás de Jessie, la sensación de aislamiento lo golpeó de nuevo, aunque esta vez no tan fuerte como antes. Había algo en la dedicación de Jessie que le proporcionaba una calma inesperada, como si el caos que lo rodeaba no fuera tan insuperable con alguien como ella a su lado.

Exhalando lentamente, Logan se levantó de la cama con cautela, sus músculos aún rígidos, como si su cuerpo, a pesar de parecer más joven y en forma, estuviera ajustándose a la idea de moverse bajo su control. Sentía el peso del agotamiento físico mezclado con la tensión mental. El suelo frío bajo sus pies desnudos le ofreció un breve alivio mientras comenzaba a caminar lentamente por la espaciosa habitación, sus pasos resonando en el silencio. Las paredes, cubiertas con tapices de colores oscuros y decoraciones intrincadas, le resultaban al mismo tiempo desconocidas y familiares, como si estuviera viendo un escenario que había leído en una novela, pero que nunca había experimentado en persona.

El aire tenía un leve aroma a madera quemada y cera derretida, probablemente de la chimenea que había estado encendida durante la noche, ahora reducida a un montón de brasas que parpadeaban perezosamente. Los muebles, de un estilo claramente inspirado en la Rusia zarista, reflejaban lujo y opulencia. Las curvas elegantes de los respaldos de las sillas talladas a mano, los bordes dorados de las mesas y los pesados cortinajes de terciopelo que caían desde el techo hasta el suelo, creaban una atmósfera imponente. Todo estaba diseñado para recordar al ocupante de esta sala su lugar de poder en la jerarquía del imperio.

Logan, sin embargo, no se sentía poderoso. Se sentía atrapado. No entendía del todo cómo había llegado aquí, ni cómo podría regresar a su vida anterior. Pero algo en su interior le decía que, por el momento, debía seguir jugando este papel. Sus pasos lo llevaron hasta un amplio espejo que estaba colgado en una pared junto a la ventana. El cristal, algo empañado por la humedad de la noche anterior, reflejaba una figura que no era la suya.

Lo que vio lo dejó sin aliento.

El hombre que lo observaba desde el espejo no era Logan. Era joven, probablemente no más de veinte años, con una estatura imponente de al menos 1.80 metros. Su tez era pálida, pero no enfermiza, sino más bien de una palidez aristocrática, como la porcelana fina que refleja la luz con un brillo suave. Su rostro estaba adornado por una pequeña barba que enmarcaba su mentón, dándole un aire de madurez y sofisticación que contrastaba con su juventud. Los ojos, profundos y de un gris frío como el acero, parecían penetrar el alma, proyectando una intensidad que Logan jamás había sentido en su propia mirada. El cabello, castaño oscuro y algo despeinado, caía en ondas suaves alrededor de su rostro, enmarcando sus rasgos con una rebeldía controlada.

Logan levantó una mano, observando cómo el reflejo del hombre en el espejo replicaba su movimiento. Sentía la presión en sus dedos, la ligera fricción de la piel contra el aire, pero la imagen en el espejo seguía siendo desconcertante. No era él. O al menos, no era el Logan que conocía. Pero había algo en esa figura que reconocía profundamente.

En los recovecos más profundos de la mente de Logan, resonaban los ecos de la descripción del legendario Varlam Skelsend, el hombre cuya identidad ahora compartía. Cada palabra, cada imagen proyectada en las novelas que tanto amaba, ahora se entrelazaba con su nueva realidad, como si su mente estuviera ajustándose a una narrativa ajena pero que, extrañamente, comenzaba a sentir propia. Los detalles de Varlam, su esencia, su carácter, fluían por su conciencia como un río que poco a poco iba desbordando sus riberas.

Varlam Skelsend no era un simple monarca, no era un hombre común. En el imaginario colectivo de los ciudadanos de Skavgror, su figura representaba mucho más que un zar en el trono. Era un faro de tranquilidad en medio de la tormenta, una presencia que irradiaba calma incluso en los momentos más oscuros de la historia del imperio. Era un hombre pacífico, no por falta de poder o influencia, sino porque había elegido serlo. Esa decisión lo diferenciaba de los típicos líderes sedientos de gloria que empuñaban la espada y proclamaban la guerra como la única vía para obtener respeto. Logan lo entendió de inmediato: Varlam no gobernaba con el deseo de dominar, sino con el anhelo de preservar.

A medida que estos pensamientos se asentaban en su mente, Logan no podía evitar admirar la serenidad intrínseca de Varlam. Era un hombre que poseía todas las cualidades para convertirse en un gran conquistador: inteligencia, carisma, habilidades militares sin igual. Sin embargo, algo profundo en él lo alejaba de ese camino. Carecía del impulso ambicioso que impulsaba a otros hacia la gloria militar. No veía la guerra como un instrumento de poder, sino como una herramienta cruel y destructiva, un mal necesario que a veces debía utilizarse para evitar uno mayor.

Las palabras de las novelas comenzaron a resonar en su memoria. Se decía que Varlam era el único capaz de enfrentar al temido Duillo Boschetti, un nombre que evocaba escalofríos en las cortes de Ormaler. Duillo era el equivalente de Napoleón en este mundo, un genio militar, un estratega implacable. Y Varlam, aunque lo había enfrentado en más de una ocasión, no lo hacía con el ímpetu de un guerrero que busca fama, sino con la responsabilidad de un líder que protege lo suyo. Esa dualidad lo había convertido en una figura enigmática para sus aliados y enemigos. Era respetado y temido a partes iguales, no solo por su capacidad en el campo de batalla, sino por su determinación de evitar conflictos innecesarios. Se rumoreaba que, aunque enfrentaría enormes dificultades, Varlam prevalecería en última instancia, demostrando su habilidad táctica y su ingenio con una calma imperturbable.

Logan se dejó llevar por estas reflexiones, sintiendo una extraña paz al entender la filosofía de Varlam. Su mente proyectó imágenes de campamentos militares bajo cielos nublados, estandartes ondeando al viento mientras las tropas, en filas perfectamente organizadas, esperaban las órdenes de su comandante. En el centro de todo, Varlam, sereno, con los ojos fijos en el horizonte, no veía a sus enemigos como hombres a derrotar, sino como seres atrapados en una maquinaria de violencia que él mismo aborrecía. Su capacidad para liderar sin necesidad de recurrir al derramamiento de sangre innecesario era lo que lo distinguía. No era un hombre de batallas gloriosas, sino de victorias calculadas, obtenidas con el menor costo posible.

A pesar de su renuencia a sumergirse en las maquinaciones del conflicto, Varlam era reconocido como uno de los más hábiles y mortíferos generales del continente de Ormaler. Logan podía ver, en su mente, los mapas extendidos sobre las mesas, las estrategias complejas trazadas con líneas precisas y flechas que indicaban movimientos sutiles pero devastadores. Era un maestro del engaño táctico, un hombre que podía convertir una aparente desventaja en una victoria abrumadora. La mención de su capacidad para enfrentarse al temido Boschetti reforzaba aún más su reputación. Pero lo que diferenciaba a Varlam de otros líderes militares no era solo su habilidad en el campo de batalla, sino su determinación para evitar la guerra siempre que fuera posible.

Más allá de sus logros militares, Varlam era amado y respetado por su pueblo. Logan sentía ese respeto latente en el aire que lo rodeaba, como si cada rincón del vasto palacio imperial de Skavgror estuviera impregnado con la gratitud de su gente. Sus políticas altruistas, su compromiso con el bienestar del imperio, lo habían convertido en una figura querida tanto por los burgueses como por los nobles. A diferencia de muchos otros líderes, Varlam no se dedicaba a favorecer a las clases altas sobre las bajas. En lugar de ello, había encontrado una forma de unir a las diferentes facciones de la sociedad bajo una causa común: el progreso del imperio.

Las buenas relaciones que mantenía con las familias nobles y burguesas eran el resultado de años de diplomacia cuidadosa, de escuchar las necesidades de cada grupo y de hacer concesiones inteligentes. No era un zar que gobernaba a través del miedo o la coerción, sino a través del respeto y la confianza. Logan podía sentir ese equilibrio precario, la constante danza de poderes que mantenía el imperio unido. Varlam no era solo un líder en el campo de batalla, también lo era en los salones del poder, donde las palabras y las promesas a menudo tenían más peso que las espadas.

La historia de los Skelsend, la familia a la que ahora pertenecía, era parte integral de esa grandeza. Con más de quince mil años de antigüedad, los Skelsend no solo eran la familia más antigua de Ormaler, sino también la más influyente. Desde las gélidas tierras del norte hasta las regiones más remotas del este, su linaje había dejado una huella imborrable en la historia del continente. Como Zares del vasto Imperio Skavgror, su influencia se extendía por toda la región, dominando no solo a través de la fuerza militar, sino también mediante una red compleja de alianzas y tratados diplomáticos que habían sido forjados durante siglos.

El Imperio Skavgror, inspirado en la majestuosidad de la Rusia zarista, era un coloso en el continente. Sus vastos territorios se extendían a lo largo de miles de kilómetros, y sus ciudadanos eran tan diversos como los paisajes que habitaban. Desde las montañas nevadas del norte hasta los fértiles valles del sur, la nación era una mezcla de culturas, idiomas y tradiciones. Pero bajo el mando de Varlam, esa diversidad no era una debilidad, sino una fortaleza.

Los Skelsend contaban además con uno de los ejércitos más poderosos de Ormaler, si no del mundo entero. Logan podía casi ver a las legiones de soldados marchando en perfecta sincronía, sus armaduras brillando bajo la luz del sol mientras avanzaban a paso firme por los interminables llanos del imperio. Su fuerza militar era legendaria, y aunque algunas afirmaciones eran exageraciones de los fervientes fanáticos del imperio, había verdad en ellas. Los enemigos de Skavgror sabían que enfrentarse a los Skelsend significaba enfrentarse a una resistencia brutal y organizada, una maquinaria de guerra que rara vez fallaba.

Pero a pesar de todo ese poder, lo que realmente distinguía a Varlam era su rechazo a usarlo sin necesidad. Logan, ahora atrapado en el cuerpo del zar, sentía en su interior la pesada carga de la corona. Su mente estaba abrumada por una maraña de emociones que no le pertenecían, y sin embargo, se entrelazaban con las suyas. La ironía de encontrarse en la piel de Varlam Skelsend, un personaje trágico de "La guerra de las tres monarcas", no se le escapaba. Era un destino tan brillante como sombrío, y cuanto más lo contemplaba, más oscura parecía la realidad que enfrentaba.

El lujo del cuerpo de un emperador, rodeado de oro y mármol, no ocultaba las grietas que se formaban en su espíritu. Al principio, la idea de reencarnar, transmigrar o, quién sabe, ser arrojado a otra realidad, especialmente como un emperador rico, con una posición envidiable, poderosas fuerzas armadas a su disposición y el amor incondicional de su gente, le había parecido tentadora. ¿Qué más podría desear una persona? Pero la verdad, fría y palpable como el mármol bajo sus pies desnudos, era que no todo era lo que aparentaba. Lo que en las novelas se dibujaba como una vida llena de gloria y grandeza, estaba teñido de sombras y secretos. En cada esquina del palacio, en cada mirada furtiva de los sirvientes, Logan percibía la tensión que Varlam siempre había soportado.

En las páginas de "Las llamas por el trono", la primera novela de la serie, la historia de Varlam no era la de un héroe triunfante. Era un personaje con profundos trastornos psicológicos, atormentado por sus propios demonios. La depresión, la ansiedad, los sueños rotos que jamás serían cumplidos. La narrativa detallaba sus días de angustia con una precisión cruel, cómo se hundía en las profundidades de su mente mientras el mundo exterior exigía su liderazgo. Logan podía sentir en su carne las cicatrices invisibles de Varlam. Los ecos de sus inseguridades retumbaban en su pecho, una presión constante que hacía que el simple acto de respirar se volviera pesado.

Con cada paso que daba por la habitación, Logan recordaba más detalles de las novelas. Varlam era un hombre que nunca había deseado el poder. Gobernaba porque debía hacerlo, porque las circunstancias lo habían empujado al trono. Y, aunque era más que capaz de defender su imperio con mano firme, su alma ansiaba la paz. Una paz que jamás conocería. Las intrigas políticas, las traiciones en las sombras de la corte, las amenazas constantes de invasiones externas, lo mantenían en un estado de alerta perpetua. Logan comprendía ahora que Varlam no solo gobernaba un imperio, sino que también libraba una guerra interna, una batalla silenciosa contra sus propios miedos y dudas.

El destino trágico de Varlam estaba sellado mucho antes de que Logan despertara en su piel. Según la historia en las novelas, el zar perecería prematuramente, apenas cinco años antes del inicio de los eventos principales. Era un destino inevitable, una muerte que resonaba con el peso de la fatalidad. Logan podía ver con claridad las decisiones equivocadas que conducirían a la caída de Varlam, los errores que la autora había hilado con precisión narrativa para justificar su muerte. Lo que en un principio parecía ser el ascenso de un líder prometedor, se convertía en la tragedia de un hombre aplastado por el peso de sus responsabilidades.

La mente de Logan, todavía embotada por la confusión de su situación, recordó cómo la autora había hablado alguna vez en entrevistas sobre la necesidad de debilitar al Imperio Skavgror para equilibrar la historia. Varlam había sido, en sus propias palabras, "demasiado perfecto". Un líder tan astuto, carismático y respetado habría desequilibrado la trama, dejando a las otras dos monarcas en una posición débil. Para mantener la tensión y el drama, el Imperio Skavgror tenía que desmoronarse, y la única manera de hacerlo era sacrificando a su zar. Logan, al recordar estas palabras, sintió una oleada de rabia. Estaba atrapado en un personaje cuya vida no estaba destinada a la grandeza, sino a la tragedia. El hombre cuya figura ahora habitaba no había fracasado por falta de capacidad, sino porque su destino había sido manipulado desde fuera.

Logan dejó escapar un suspiro frustrado mientras caminaba hacia el balcón que daba al vasto patio interior del palacio. La brisa matutina acarició su rostro, llevándose consigo una parte de su inquietud mientras sus ojos se fijaban en el esplendor del Imperio Skavgror. Desde su posición elevada, podía contemplar los altos muros del palacio, adornados con grabados detallados que narraban siglos de historia. La luz dorada del amanecer bañaba las imponentes torres y los estandartes ondeantes, destacando el emblema del cuervo negro con las alas extendidas, el orgulloso símbolo de la dinastía Skelsend. Aquella vista, que en cualquier otra circunstancia habría inspirado un sentimiento de grandeza y poder, solo lograba acentuar la amarga ironía de su situación.

A pesar del lujo y la majestuosidad que lo rodeaban, Logan sentía el peso abrumador del papel que le había sido impuesto. La vida de Varlam Skelsend no era solo la historia de un gobernante, sino la crónica de un hombre atrapado entre su deber y sus deseos personales. Desde su origen como el hijo bastardo de Arlon I, apodado El Silencioso, hasta su ascenso como Zar Varlam II, su existencia estaba marcada por conflictos internos y externos que moldeaban cada aspecto de su carácter. Logan, con la memoria de las novelas ahora entrelazada con su propia conciencia, recordaba vívidamente esos detalles, como si fueran sus propios recuerdos.

Arlon I, el padre de Varlam, era una figura envuelta en una dualidad intrigante. Como zar, proyectaba una imagen de poder absoluto: un hombre delgado de piel pálida, cabello castaño oscuro y ojos grises que irradiaban una autoridad inquebrantable. Su porte frío y severo infundía respeto y temor por igual. Sin embargo, en la intimidad de su hogar, Arlon mostraba una faceta cálida y amorosa, especialmente con sus hijos legítimos, quienes disfrutaban de su atención y afecto. Varlam, por otro lado, siempre fue tratado con una mezcla de distancia y formalidad, un recordatorio constante de su posición como bastardo en una corte regida por las apariencias y el honor.

Lady Celia Seynell, la esposa de Arlon y madre de los hermanos de Varlam, era una mujer cuya presencia imponente dominaba la corte. Su belleza era legendaria: cabello castaño rojizo, ojos azules cristalinos y una elegancia natural que personificaba la nobleza de la casa Seynell, los gobernantes del reino de Oscaria. Pero su carácter fuerte y temperamental contrastaba con su apariencia serena. Celia era una estratega política innata, una mujer cuya lealtad al Imperio Skavgror era tan inquebrantable como sus principios. Sin embargo, su trato hacia Varlam siempre estuvo teñido de frialdad. Para Logan, esta relación simbolizaba las luchas internas de Varlam, el intento constante de buscar aceptación en una familia que lo veía como un recordatorio de las indiscreciones de Arlon.

La vida de Varlam estaba entretejida con las dinámicas de sus medios hermanos, cada uno con un carácter único que enriquecía la narrativa familiar. Edwyn Skelsend, el primogénito de Celia, era la antítesis de Varlam. Su cabello castaño rojizo y sus ojos azules cristalinos lo marcaban como un Seynell puro. Inteligente y ambicioso, Edwyn veía a Varlam como un rival más que como un hermano. Aunque compartían una educación noble, sus visiones del liderazgo diferían profundamente, lo que alimentaba una rivalidad que oscilaba entre el respeto tácito y el desprecio abierto.

Arra y Samantha, las gemelas, aportaban un contraste fascinante. Aunque idénticas en apariencia, con los característicos rasgos Seynell, sus personalidades no podían ser más diferentes. Arra, serena y reflexiva, encarnaba la sabiduría y la moderación, mientras que Samantha irradiaba una energía feroz y ambiciosa que la convertía en una figura influyente en las intrigas políticas de la corte. Su relación con Varlam era un constante tira y afloja, un delicado equilibrio entre el apoyo familiar y la manipulación.

Alys, la más joven de los hermanos, era quizás la más cercana a Varlam. Su espíritu libre y su pasión por la exploración y el combate la hacían destacar en una sociedad donde las mujeres nobles solían estar confinadas a roles pasivos. Alys compartía con Varlam una conexión única, basada en la confianza mutua y su amor por las aventuras. Logan podía sentir el calor de esa relación, un lazo que, en medio de las tensiones familiares, ofrecía un refugio emocional para ambos.

El Imperio Skavgror, vasto y diverso, era tanto una fortaleza como una carga. Sus territorios se extendían desde las heladas tierras del norte hasta los fértiles valles del sur, albergando una rica mezcla de culturas, idiomas y tradiciones. Pero esa diversidad, que en teoría era su mayor fortaleza, también era su mayor desafío. Logan, ahora en la piel de Varlam, podía sentir la presión de mantener unida a una nación tan compleja.

A pesar de su poderío militar y político, Varlam se distinguía por su filosofía de liderazgo. En lugar de gobernar con puño de hierro, buscaba la estabilidad a través de la diplomacia y el progreso. Sus políticas inclusivas y su rechazo a la guerra innecesaria lo habían convertido en una figura respetada y amada, pero también en un blanco para las facciones más conservadoras del imperio. La dualidad de Varlam, un hombre de paz que dominaba el arte de la guerra, lo hacía único, pero también vulnerable.

La historia de los Skelsend estaba marcada por un equilibrio precario entre gloria y tragedia. Durante más de quince mil años, esta dinastía había gobernado con una mezcla de fuerza militar y diplomacia astuta, forjando alianzas que cimentaron su influencia en todo Ormaler. Sin embargo, ese legado no era inmune a las sombras del destino. Logan, consciente de cómo terminaba la historia de Varlam en las novelas, sentía una mezcla de admiración y desesperación. Sabía que la grandeza del zar estaba destinada a desmoronarse, no por falta de capacidad, sino por las intrigas y traiciones que acechaban en cada rincón del palacio.

La relación entre Varlam y sus medio hermanos estaba marcada por una compleja mezcla de afecto sincero, tensiones subyacentes y posturas divergentes frente a las circunstancias de su nacimiento. Aunque compartían lazos de sangre y una crianza noble, cada hermano y hermana respondía de manera única al lugar de Varlam en la familia, lo que enriquecía el tapiz emocional de sus interacciones.

Edwyn, el mayor y heredero legítimo de la dinastía, se distinguía por su carácter afable y leal. Desde joven, adoptó un papel protector hacia Varlam, resistiendo las presiones externas que buscaban separarlos. Lady Celia, con su influencia y prejuicios, intentó moldear la relación entre ellos, pero Edwyn, con una madurez que superaba su edad, supo mantenerse firme. Veía en Varlam no solo a un hermano, sino a un igual, reconociendo sus talentos y méritos más allá de las etiquetas sociales. En público, era la imagen del príncipe perfecto, pero en privado, compartía con Varlam sus dudas y reflexiones, consolidando un vínculo que desafiaba las normas de la época.

Arra, una de las gemelas, era la encarnación de la empatía. Desde el primer momento en que supo la verdad sobre Varlam, eligió mirarlo con los mismos ojos que antes, ignorando los prejuicios sociales que lo marcaban como bastardo. Para ella, los méritos de una persona no se medían por su linaje, sino por su carácter y acciones. En las reuniones familiares, Arra era a menudo quien mediaba, aliviando tensiones y buscando puntos de encuentro. Su capacidad para ver más allá de las apariencias la convertía en una aliada invaluable para Varlam, ofreciéndole no solo su apoyo, sino también una perspectiva única que lo ayudaba a sobrellevar los momentos más difíciles.

Samantha, en contraste, tomó un camino completamente distinto. Influenciada profundamente por la postura de su madre, adoptó una actitud distante hacia Varlam. La presión de la sociedad y su deseo de cumplir con las expectativas de lady Celia la llevaron a erigir un muro entre ella y su medio hermano. Aunque en su interior reconocía las cualidades de Varlam, no podía permitirse mostrarlas públicamente, temiendo ser vista como débil o desleal a su madre. Este distanciamiento dolía más que cualquier insulto, ya que no se basaba en conflictos abiertos, sino en un silencio frío y calculado.

Alys, la menor y más indómita de los hermanos, mostró el mayor desafío a la autoridad materna. Con su espíritu libre y su desdén por las convenciones sociales, desoyó cualquier intento de lady Celia por separarla de Varlam. Para ella, los lazos familiares no eran negociables, y su cariño por Varlam era inquebrantable. Más que eso, su relación con él estaba basada en una profunda camaradería. Alys veía en Varlam a un compañero de aventuras y un confidente con quien podía compartir sus sueños de explorar los confines del imperio. Su actitud desafiante hacia su madre y su total devoción a Varlam la convirtieron en una figura única dentro de la familia.

La sombra del pasado del Zar Arlon pesaba sobre todos ellos. Los rumores de su relación con la condesa Maryn, una mujer cuya belleza y astucia rivalizaban con las de lady Celia, seguían siendo un tema tabú en la corte. Aunque la poligamia era aceptada en el imperio, el contrato matrimonial entre Arlon y Celia era excepcionalmente estricto: ella sería la única Zarina, y cualquier desliz sería visto como una afrenta a su posición. Estos rumores no solo añadían tensión a la familia, sino que también complicaban la percepción de Varlam como bastardo, pues algunos cuestionaban si su madre era realmente Maryn u otra mujer misteriosa.

La devoción de lady Celia a la fe de los Cinco Santos también jugaba un papel importante en su trato hacia Varlam. En una sociedad profundamente religiosa, donde la piedad era una virtud esencial, Celia veía a Varlam como un recordatorio de las fallas de su esposo, una mancha en la pureza espiritual de su familia. Aunque nunca expresó abiertamente estas creencias, su frialdad hacia Varlam parecía estar impregnada de un celo religioso que lo marcaba como un intruso en el círculo familiar.

El momento que definió el futuro de Varlam llegó cuando tenía nueve años. En un acto que sorprendió a muchos, el Zar Arlon lo legitimó, otorgándole el título de duque de Aflit. Para Varlam, esto fue tanto una bendición como una carga. Por un lado, le otorgó un lugar oficial en la dinastía Skelsend y una posición de poder en el este del imperio. Por otro, lo aisló de su familia y lo sumergió en un entorno hostil, donde tuvo que aprender a defenderse tanto política como militarmente. 

En Aflit, una región rica pero plagada de conflictos internos, Varlam encontró su verdadero carácter. Rodeado de intrigas, desafíos y enemigos, se vio obligado a crecer rápidamente. Este tiempo lejos de la corte moldeó su habilidad para liderar y su enfoque diplomático, pero también reforzó su soledad. A pesar de todo, nunca dejó de anhelar el amor y la aceptación de su familia, un deseo que lo acompañaría incluso cuando alcanzara el trono.

La legitimación de Varlam, concebida como un momento de triunfo y esperanza, se convirtió en el preludio de una tragedia devastadora que transformó su vida y su alma para siempre. Durante las festividades en su honor, la "Perdición Roja", una enfermedad temida por su letalidad y rápida propagación, azotó al imperio con furia implacable. En cuestión de semanas, la enfermedad se llevó la vida de su padre, el Zar Arlon; de sus hermanos Edwyn y Arra, y dejó al propio Varlam al borde de la muerte. A pesar de sobrevivir, la experiencia marcó su espíritu con cicatrices imborrables.

La pérdida de su familia inmediata lo sumió en una abrumadora culpa de superviviente. En las noches, mientras el frío llenaba los pasillos vacíos del palacio, Varlam se encontraba murmurando al vacío: "¿Por qué ellos y no yo? Mi vida no vale la mitad de la suya." Esas palabras, repetidas como un mantra oscuro, reflejaban la lucha interna de un niño que apenas podía comprender el peso de lo ocurrido, pero que lo sentía con una intensidad desgarradora. En su mente, las imágenes de su padre, fuerte y sereno, y de Edwyn y Arra, sus aliados más cercanos, se mezclaban con recuerdos del brote: la fiebre, los gritos de agonía y el silencio que siguió.

La tragedia afectó profundamente a Lady Celia, quien, incapaz de enfrentar la magnitud de su dolor, cayó en un abismo de desesperación. En un acto de aparente desdén hacia la vida misma, abandonó emocionalmente a sus hijas, incluidas la recién nacida Ana, sumiendo a la familia en un caos emocional. Su abandono no era solo físico, sino también espiritual; las puertas de su habitación permanecían cerradas, y su figura, antaño imponente, se desvanecía como un espectro en los corredores del palacio. Esta ausencia dejó a Varlam con un peso mayor, pues se convirtió no solo en un heredero al trono, sino en el único sostén emocional para sus hermanas.

La situación con Samantha y Alys añadió una complejidad aún más perturbadora a la vida de Varlam. Samantha, consumida por un resentimiento alimentado por años de prejuicio y la influencia de Lady Celia, desarrolló un vínculo extraño y tóxico con su medio hermano. Su atracción hacia Varlam era una mezcla de deseo de poder, culpa y obsesión, un torbellino de emociones que la llevaba a oscilar entre actos de desafío hacia él y gestos que insinuaban una profunda necesidad de su aprobación. Para Varlam, estas interacciones eran inquietantes, pero no podía ignorarlas; la relación con Samantha se convirtió en un campo minado que exigía su atención constante.

Alys, por otro lado, representaba una faceta más visceral de esta disfunción familiar. Su amor por Varlam, aunque menos retorcido, estaba impregnado de un apego desesperado. Él era su refugio y su única constante en un mundo que se derrumbaba a su alrededor. La muerte de su padre y de sus hermanos mayores la había dejado emocionalmente desamparada, y su conexión con Varlam se volvió una forma de aferrarse a la estabilidad. Sin embargo, este vínculo, aunque aparentemente puro, no estaba exento de matices perturbadores. Alys veía en Varlam no solo a un hermano, sino a una figura casi mítica, lo que distorsionaba aún más su relación.

Apenas recuperado de su enfermedad, Varlam fue empujado sin piedad al papel de gobernante. Oren Arthe, designado como regente, actuó más como un maestro implacable que como un protector. Aunque en público aparentaba ser un guía, en privado sometía a Varlam a una disciplina severa, exigiéndole perfección en cada aspecto de su formación. Desde la madrugada hasta el anochecer, el joven zar se veía atrapado entre estrategias militares, tratados diplomáticos y discursos en la corte, todo mientras lidiaba con las secuelas físicas y emocionales de su enfermedad.

El ducado de Aflit, otorgado como parte de su legitimación, se convirtió en el escenario de su verdadera prueba como líder. Aflit era una región volátil, plagada de conflictos fronterizos y tensiones étnicas, un microcosmos de los desafíos del imperio. Allí, Varlam tuvo que aprender no solo a gobernar, sino a sobrevivir. Los nobles locales lo miraban con desdén, y los campesinos, empobrecidos y desconfiados, no lo veían como un salvador. Sin embargo, fue en Aflit donde Varlam desarrolló las habilidades que lo definirían: una capacidad asombrosa para la estrategia, un don para la diplomacia y una resistencia casi sobrehumana frente a la adversidad.

A pesar de su entrenamiento y sus logros tempranos, la carga de cuidar a sus hermanas, especialmente a Samantha y Alys, y de mantener unida a una familia rota, lo perseguía constantemente. En privado, Varlam se debatía entre su deber como gobernante y su necesidad de proteger lo que quedaba de su vida personal. La lucha constante entre su responsabilidad y su humanidad lo empujaba al borde del agotamiento, pero también alimentaba la tragedia que definiría su vida.

La muerte de Varlam no fue simplemente el fin de un zar; fue el desenlace inevitable de una existencia marcada por el sacrificio, las contradicciones y las heridas que nunca dejaron de sangrar. El imperio que lideró, con todo su esplendor y gloria, nunca comprendió del todo el costo personal que pagó su zar. Varlam dejó tras de sí un legado impresionante, pero también un vacío que nunca podría ser llenado.

La Gran Invasión del Toro de Hierro fue un cataclismo que destrozó el equilibrio del continente, marcando una de las etapas más oscuras y desgarradoras en la vida de Varlam. Este conflicto, que no solo desangró al imperio Skavgror sino también a todas las naciones del oeste, obligó al joven zar a enfrentarse a desafíos que pondrían a prueba su temple, su liderazgo y su humanidad.

Anderson Marshbreed, apodado El Toro de Hierro, era más que un guerrero; era un símbolo de la devastación encarnada. Su carisma y personalidad magnética lo habían convertido en un líder venerado entre sus tropas, pero también en un azote para sus enemigos. Sus ambiciones de conquista y su brutalidad no conocían límites. Al frente de un ejército colosal de 254 millones de hombres y respaldado por 320 mil piezas de artillería, avanzó desde el este como una tormenta, arrasando con todo a su paso.

El poderío de su ejército era incomparable: 45 millones de infantes de línea, 30 millones de granaderos, 40 millones de infantes ligeros, 18 millones de coraceros, 21 millones de dragones, 19 millones de carabineros a caballo, 30 millones de lanceros, 31 millones de húsares y 20 millones de cazadores a caballo. Esta vasta fuerza era como un océano imparable de acero y pólvora que aplastaba las defensas enemigas con una eficacia aterradora.

El oeste del imperio Skavgror fue una de las primeras regiones en sentir el peso de esta invasión. Los campos se convirtieron en paisajes desolados, las ciudades fueron saqueadas, y los ríos se tiñeron de rojo con la sangre de los caídos. Anderson no solo atacaba con ferocidad militar, sino que utilizaba el miedo como arma, dejando tras de sí un rastro de terror que paralizaba a sus enemigos antes de enfrentarlos.

Apenas un joven de catorce años, Varlam asumió la responsabilidad de liderar la defensa de su imperio en medio de una tormenta perfecta de desventajas. Skavgror, debilitado por las secuelas de enfermedades previas y la desconfianza interna, apenas logró reunir 80 millones de soldados, en su mayoría cadetes, milicias improvisadas y voluntarios mal equipados. Con solo 25 mil piezas de artillería estándar y una estructura militar fragmentada, las posibilidades de resistencia parecían nulas.

Sin embargo, Varlam contaba con la élite de su ejército: las legendarias unidades como la Guardia Negra, la Guardia Rubí, la Guardia del Cuervo y los temidos Demonios Rojos, que sumaban 5,6 millones de hombres altamente entrenados, junto con 40 mil piezas de artillería especializadas. Además, los Zacors, guerreros ancestrales del imperio, aportaron su incomparable destreza en el combate. Estas fuerzas eran su único escudo frente al arrollador avance de Marshbreed, pero incluso su valor y disciplina palidecían ante las probabilidades.

A pesar de estas dificultades, Varlam se negó a rendirse. Durante meses, lideró campañas desesperadas, diseñando estrategias para retrasar el avance del Toro de Hierro mientras organizaba alianzas con otras naciones. El joven zar se mostró como un estratega brillante, utilizando el terreno a su favor y sacrificando fortalezas menores para proteger las posiciones clave del imperio.

Sin embargo, el enemigo no solo estaba fuera de las fronteras. En el seno de su corte, el zar enfrentaba un peligro igualmente mortal: el rey Gregon Albimont V, conocido como El Despreciable, y Jacob Skelsend, el tío de Varlam. Gregon, líder nominal de la alianza defensiva, utilizó su posición para manipular y socavar a sus aliados, mientras Jacob buscaba activamente debilitar a Varlam para consolidar su propia influencia.

La situación alcanzó un punto crítico cuando Gregon desvió recursos y tropas prometidas a Skavgror, dejando al imperio vulnerable. Jacob, por su parte, jugó con la lealtad de los nobles y sembró la discordia, buscando preparar el terreno para reclamar el trono en caso de que Varlam cayera. Estas intrigas añadieron una capa de complejidad y desesperación al conflicto, obligando al joven zar a luchar en dos frentes: el campo de batalla y la política interna.

Como si la amenaza de Marshbreed no fuera suficiente, una nueva sombra se cernió sobre el continente: Jammon Izhâr, conocido como La Serpiente Escarlata. Al mando de un ejército de 1,2 mil millones de soldados y respaldado por 6 millones de piezas de artillería y 3 millones de navíos de guerra, Izhâr representaba un cataclismo de proporciones inimaginables.

El rey Gregon, en su papel de líder de la alianza, emitió una convocatoria urgente para defender Ormaler, la última barrera contra el avance de Izhâr. Skavgror, debilitado y fracturado, no estaba en condiciones de enviar refuerzos significativos. Sin embargo, Jacob Skelsend, representando al imperio en la alianza, forzó la movilización de tropas adicionales, dejando al territorio de Skavgror casi desprotegido.

En ausencia de Varlam, que se encontraba postrado por la enfermedad conocida como Akur, y con el regente Oren Arthe ocupado en el este, la responsabilidad de esta decisión recayó en Samantha, la hermana menor del zar. Su inexperiencia y la presión de Jacob la llevaron a cometer el error de vaciar las guarniciones del imperio, exponiendo su corazón a posibles ataques.

La Gran Invasión del Toro de Hierro no solo devastó las tierras y los ejércitos del continente; dejó cicatrices indelebles en el alma de quienes sobrevivieron. Para Varlam, fue una prueba de fuego que marcó el inicio de su madurez como líder, pero también le mostró las traiciones y sacrificios que conlleva el poder. La guerra no solo arrasó ciudades y campos, sino que despojó al joven zar de su fortaleza física y emocional. Postrado por la enfermedad conocida como "Akur", apenas podía mantenerse en pie, mucho menos liderar personalmente a su imperio en el momento de mayor crisis. Su fragilidad era evidente, pero su mente seguía trabajando incansablemente, guiando a su imperio desde las sombras. 

La ausencia de su regente, Oren Arthe, quien estaba resolviendo asuntos en el distante mar de Jolot, agravó aún más la situación, dejando a Varlam vulnerable a las intrigas de la corte y las amenazas externas. Mientras tanto, el ejército de Skavgror, una fuerza imponente y formidable, se preparaba para responder al llamado de la gran alianza de defensa, liderado por generales y oficiales cuya lealtad y experiencia se ponían a prueba a cada paso. 

La lista de las unidades movilizadas era un reflejo del vasto poder militar del imperio, pero también del sacrificio necesario para sostener un conflicto de esta magnitud. Skavgror reunió 80 millones de infantes de línea, soldados disciplinados que formaban la columna vertebral del ejército; 52 millones de granaderos, expertos en asaltos decisivos y en primera línea de combate; y 50 millones de hostigadores, tácticos en escaramuzas y ataques rápidos. A esto se sumaban 48 millones de cazadores, especialistas en operaciones encubiertas y combate en terrenos adversos, y 110 millones de infantes ligeros, cuya movilidad y velocidad eran cruciales para maniobras de flanqueo. 

La caballería era igualmente formidable: 30 millones de coraceros, protegidos con armaduras pesadas para romper las líneas enemigas; 40 millones de carabineros a caballo, armados con carabinas de alcance medio; 50 millones de dragones, polivalentes en el combate cuerpo a cuerpo y a distancia; 35 millones de lanceros, maestros en cargar con precisión mortal; 45 millones de húsares, conocidos por su velocidad y maniobrabilidad; y 38 millones de cazadores a caballo, expertos en tácticas de desgaste y persecuciones. Además, 32 millones de Zacors, guerreros legendarios de Skavgror, destacaban por su destreza y ferocidad, considerados el orgullo del imperio. 

En total, 610 millones de soldados se desplegaron en defensa del imperio, respaldados por una colosal artillería de 5,2 millones de piezas, que incluía cañones pesados, morteros y cohetes de largo alcance. Esta fuerza, aunque impresionante, no era solo un reflejo de números, sino del compromiso del imperio por resistir y luchar hasta el final. 

A la par, la flota de guerra de Skavgror navegaba hacia el frente, con más de 800 mil navíos y fragatas de guerra comandados por marineros expertos y soldados veteranos. Entre ellos destacaban 1,000 navíos de primera clase con 200 cañones, símbolos de supremacía en alta mar; 20,000 navíos de primera clase con 120 cañones, fundamentales en enfrentamientos decisivos; y 80,000 navíos de segunda clase con 100 cañones, versátiles en el combate naval. También se contaban 60,000 navíos de segunda clase con 94 cañones, 90,000 con 90 cañones, y 110,000 con 80 cañones, diseñados para apoyar operaciones estratégicas. 

La tercera clase incluía 258,000 navíos de 74 cañones y 111,000 de 64 cañones, ideales para misiones de bloqueo y escolta. Finalmente, 56,000 fragatas de 40 cañones y 14,000 de 34 cañones ofrecían apoyo rápido y maniobrabilidad en las aguas más peligrosas. Esta flota no solo protegía las rutas marítimas del imperio, sino que representaba una amenaza significativa para cualquier enemigo que intentara atacar por mar. 

Con millones de vidas en juego y el destino de Skavgror pendiendo de un hilo, cada paso, cada decisión y cada sacrificio hecho por Varlam y su pueblo eran un testimonio de la resistencia de un imperio que luchaba no solo por su supervivencia, sino por su lugar en la historia. La balanza se inclinaba entre la gloria y la aniquilación, y el resultado dependía de la fuerza colectiva de un pueblo que se negaba a rendirse.

Pero antes del ataque que el príncipe estaba planeando, la intervención de la Gran Emperatriz del Imperio de Rhûn, Asaëntih, marcó un punto crucial en la historia, evitando lo que habría sido una catástrofe de proporciones inimaginables. Asaëntih, una mujer de voluntad indomable y mente astuta, conocida tanto por su sabiduría como por su mano firme, intervino en el momento justo para detener los planes de su hijo, el príncipe Jammon Izhâr. Este último, conocido como "La Serpiente Escarlata", había estado al borde de desencadenar una guerra total contra Ormaler, un continente entero, con un ejército que habría sumido al mundo en el caos.

El episodio, conocido como la "Falsa Mordida De La Serpiente Roja", pasó a la historia como una metáfora de una amenaza sofocada antes de explotar. La diplomacia y la influencia de Asaëntih, respaldadas por su reputación como una soberana implacable pero justa, lograron frenar a Jammon, evitando que desatara la catástrofe. Sin embargo, esta tregua frágil no duraría mucho. La falsa sensación de seguridad que inundó a los líderes de Ormaler se desmoronó rápidamente cuando nuevas revelaciones demostraron que la amenaza aún acechaba. Mientras el gran ejército combinado se mantenía vigilante en las costas del sur, Anderson Marshbreed, apodado "El Toro de Hierro", aprovechó la confusión y la ausencia de resistencia para lanzar su implacable ofensiva.

La invasión de Anderson fue tan devastadora como astuta. Sus fuerzas se movían con precisión calculada, devastando todo a su paso y sembrando caos entre las tropas y la población civil. Varlam, aún un niño de catorce años marcado por la enfermedad, el estrés y la soledad en su papel como zar, se vio empujado a liderar a su pueblo en una lucha desesperada. Durante dos meses, empleó tácticas de guerrilla, emboscadas y asaltos nocturnos para ralentizar el avance de Anderson. Aunque estas estrategias infligieron considerables bajas al enemigo, el desgaste emocional y físico sobre el joven zar y su ejército era incalculable.

Finalmente, ambos bandos se enfrentaron en una confrontación épica que pasaría a la historia como El Campo De La Niebla y Humo, también llamado El Infierno De Sangre y Pólvora por aquellos que sobrevivieron. La batalla se libró bajo una densa niebla que se mezclaba con el humo de la pólvora y el olor metálico de la sangre, convirtiendo el campo en un escenario de pesadilla. Los relatos describen cómo la tierra quedó empapada de sangre al punto de teñirse de rojo, y el aire era irrespirable por la mezcla de fuego y muerte.

En una cita desgarradora de la primera novela, se describe así el estado de Varlam durante la batalla:

"A pesar de su determinación por proteger a su gente y defender sus tierras, el peso de la responsabilidad y el horror de la guerra dejaron una profunda cicatriz en el alma de Varlam. La batalla, que se prolongó durante tres días sin tregua alguna, se convirtió en un campo de horror y muerte. Con apenas catorce años, tuvo que enfrentarse no solo a la experiencia y brutalidad de Anderson, sino también al desmoronamiento de su propia fe en el futuro. Mientras lideraba a sus tropas, veía a miles de hombres, tanto amigos como enemigos, caer a su alrededor, sus gritos de agonía resonando como un eco en su mente. Cada decisión tomada, cada orden dada, pesaba como una losa sobre sus hombros, sabiendo que cada paso significaba la vida o la muerte de aquellos que confiaban en él.

La victoria de Varlam fue incuestionable, pero el costo fue inimaginablemente alto. Más de 98 millones de soldados de Anderson yacían muertos en el campo de batalla, una cifra que, aunque colosal, apenas mitigaba el dolor de las pérdidas propias. Más de la mitad de sus tropas habían perecido en la contienda, y aunque se había logrado capturar la artillería enemiga y aniquilar un total de 180 millones de soldados enemigos, las bajas propias dejaron a Skavgror al borde del colapso.

Al final de la masacre, solo quedaban 1 millón 895 mil soldados de las unidades de élite, veteranos endurecidos por el fuego del combate, y 32 millones de tropas reclutadas, cuyas miradas vacías y cuerpos magullados eran un testimonio vivo del sacrificio que habían hecho. Muchos de ellos, aún con vida, parecían muertos en espíritu. La batalla había terminado, pero su eco resonaría para siempre en los corazones de quienes la sobrevivieron. Mientras Varlam recorría el campo devastado, observaba el rostro de cada hombre que había luchado bajo su mando, y en sus ojos veía reflejado el peso de su propia culpa y desesperanza. En su mente, una frase repetía como un mantra: 'No hay victoria que no sea también una derrota.'"

La victoria en El Campo De La Niebla y Humo aseguró temporalmente la supervivencia del imperio, pero dejó a su líder y a su gente marcados de por vida. Fue el momento en que Varlam dejó de ser un niño para convertirse en una figura legendaria, aunque a un costo inimaginable.

 Mientras Logan yacía en su cama, atrapado entre el frío opulento del dormitorio imperial y el tumulto de su mente, un torrente de emociones y recuerdos lo asaltó con la fuerza de una tormenta implacable. Las imágenes y sensaciones que lo embargaban eran tan vívidas que sintió como si estuviera siendo arrastrado al núcleo de una vida que no era la suya. Un escalofrío recorrió su espalda, y la opresión en su pecho creció hasta volverse sofocante.

Se incorporó bruscamente, jadeando como si acabara de despertar de una pesadilla. Su mente era un caos: fragmentos de memoria, sentimientos ajenos y la sensación desconcertante de estar atrapado en un cuerpo que no reconocía como propio.

—¡Ahg! Puta madre... —gruñó en voz baja mientras se pasaba las manos por el rostro—. ¿Por qué no pude reencarnar en un mundo genérico, donde despiertas con poderes regalados, un harem de mujeres que te desean al instante y el poder del guion?

El sarcasmo no aliviaba el peso de su situación, pero al menos le proporcionaba un resquicio de familiaridad, un eco de su anterior vida. Sin embargo, la irritación se desvaneció rápidamente, reemplazada por una marea de emociones mucho más profundas y oscuras. La frustración de Logan se fusionaba con una desesperanza aún más arraigada, una que no podía atribuir solo a sí mismo. La mente de Varlam, el joven zar cuyo cuerpo habitaba, parecía impregnarlo con una melancolía devastadora, una carga que no podía comprender del todo pero que ya comenzaba a asfixiarlo.

Cada vez que cerraba los ojos, flashes de la vida de Varlam lo abrumaban. Las imágenes eran fragmentadas pero imbuidas de una fuerza visceral: hombres muriendo en campos de batalla teñidos de rojo, decisiones desgarradoras tomadas con la seguridad de que no había opciones correctas, y una soledad tan profunda que parecía envolverlo incluso en medio de la multitud. Logan no solo veía estos recuerdos, los sentía en carne propia. La culpa y el auto-desprecio que marcaban la existencia de Varlam ahora corrían por sus venas, amplificados por el estrés postraumático que impregnaba cada fragmento de memoria.

Intentó levantarse, caminar, alejarse de la opresiva atmósfera del dormitorio, pero su cuerpo, debilitado por la enfermedad que Varlam sufría, apenas podía sostenerlo. Cayó de rodillas, con las manos temblorosas apoyadas en el suelo de mármol. Por un instante, una idea oscura y peligrosa cruzó su mente: el suicidio como una forma de liberarse de esta pesadilla. Sin embargo, un dolor agudo atravesó su cabeza como un relámpago, una punzada que lo obligó a concentrarse, sacudiéndolo de su letargo.

Las memorias de Varlam emergieron con una fuerza arrolladora, trayendo consigo no solo el peso de la tragedia, sino también destellos de determinación. Aunque atormentado por sus propias batallas internas, Varlam había continuado luchando, soportando el dolor y la desesperanza por el bien de su gente. Esa fortaleza, que ahora resonaba dentro de Logan, lo sacudió profundamente.

Se recostó de nuevo, mirando fijamente el techo adornado con intrincados frescos, mientras los recuerdos seguían fluyendo. Cada escena era como una página arrancada de un libro trágico, un libro que no había pedido leer, pero que ahora se encontraba obligado a descifrar. Podía sentir la mirada del joven zar en cada decisión fallida, en cada sacrificio inútil, y en el vacío existencial que lo había consumido antes de su prematura muerte.

En medio de este torbellino, Logan empezó a notar algo más inquietante: los límites entre su identidad y la de Varlam comenzaban a desdibujarse. Por un lado, seguía siendo Logan, con sus pensamientos irreverentes y su lucha por encontrar sentido a esta absurda reencarnación. Por otro lado, las emociones, los recuerdos y el carácter de Varlam eran una fuerza aplastante, que amenazaba con ahogar su propia identidad.

El conflicto interno lo dejó paralizado. ¿Era Logan, un hombre común atrapado en un juego cruel del destino? ¿O era Varlam, un joven zar marcado por el destino, obligado a llevar una carga que ningún hombre debería soportar? La pregunta giraba en su mente, sin respuesta, mientras una melancolía profunda lo envolvía como un manto helado.

Finalmente, con la mirada perdida en la opulencia indiferente de la habitación, Logan susurró para sí mismo:

—Supongo que ahora soy Varlam. Aunque no sé si eso es un consuelo o una condena.

Ese pensamiento fue un pequeño ancla en el mar de incertidumbre. A pesar de todo, sabía que tendría que enfrentar esta nueva realidad. Pero incluso mientras aceptaba el nombre de Varlam como propio, una parte de él seguía luchando por no perder del todo quién había sido. La batalla entre ambas identidades apenas comenzaba, y con ella, una nueva etapa en su existencia, una que prometía ser tan grandiosa como devastadora.

En ese estado de fusión, cada recuerdo de Varlam parecía cobrar vida, como si se desplegara ante Logan con una intensidad inusitada. Los rostros de hombres y mujeres que nunca había conocido, las risas ahogadas por el tiempo, los ecos de gritos en campos de batalla y el sonido distante de canciones melancólicas llenaban su mente. Cada victoria, bañada en sangre y gloria, y cada derrota, marcada por el peso de la culpa, se sentían tan reales como si él mismo las hubiera vivido. Estas memorias, tan intrincadas y poderosas, se entrelazaban con los fragmentos de su propia historia, desdibujando los límites de su identidad.

Logan sentía que la línea que separaba su vida pasada de la de Varlam se desmoronaba lentamente. La dualidad de su existencia lo asfixiaba. Por momentos, se aferraba a su esencia, luchando contra el torrente de emociones y recuerdos que lo abrumaban. Pero en otros, aceptaba la fuerza arrolladora de la identidad de Varlam, como si fuera un manto que lo envolvía y lo redefinía.

Cada decisión, cada sacrificio, cada pérdida de Varlam se convertía en una carga compartida, y el peso acumulado parecía aplastarlo. Intentaba desesperadamente encontrar un equilibrio entre lo que era y lo que ahora debía ser, pero cuanto más luchaba, más atrapado se sentía en la telaraña de su nueva existencia.

Mientras los pensamientos oscuros y sombríos lo arrastraban hacia una espiral de incertidumbre, un sonido lo devolvió bruscamente a la realidad. Una suave llamada en la puerta rompió el silencio, resonando en la habitación como un eco distante. La voz era delicada, casi melódica, y le resultó vagamente familiar.

—Mi Zar, el desayuno ya está listo —dijo con una tonalidad reconfortante, como si intentara disipar las sombras que lo rodeaban.

Logan frunció ligeramente el ceño, aún atrapado en su maraña de pensamientos. La palabra Zar retumbó en su mente, como si no terminara de encajar en su percepción de sí mismo. Trató de recordar el nombre de la joven al otro lado de la puerta. "¿Juliet? ¿Jessie? Maldita sea, ¿quién eres?", se dijo, mientras los fragmentos de memoria de Varlam y los suyos propios luchaban por aflorar.

Antes de que pudiera ordenar sus pensamientos, la puerta se abrió de golpe, y una figura femenina irrumpió en la habitación. La luz que entró detrás de ella le confería un aura casi celestial. La joven tenía una piel pálida, suave y cremosa, que contrastaba con el castaño cálido de su cabello recogido en un moño elegante. Algunos mechones rosados parecían capturar y reflejar la luz de la habitación, añadiendo un matiz irreal a su presencia.

Sus ojos azules eran profundos, casi hipnóticos, como un cielo despejado que prometía calma pero escondía misterios insondables. Su uniforme, diseñado con un estilo que evocaba la sofisticación francesa, destacaba su figura esbelta. Aunque similar al de Jessie, este tenía detalles que sugerían un rango ligeramente superior o, al menos, una atención al estilo más refinada. La falda era un poco más corta, revelando unas piernas largas y gráciles, y los bordados en los puños y el delantal parecían ser de una calidad excepcional.

La joven sonrió, una expresión radiante que parecía iluminar la habitación con una calidez que contrastaba profundamente con el peso que Logan sentía en su interior. Por un instante, se quedó inmóvil, atrapado por aquella vitalidad que parecía ajena al tumulto emocional que lo envolvía. 

La luz de la mañana, tenue y dorada, se filtraba a través de las cortinas entreabiertas, bañando la opulenta habitación de Varlam con un resplandor sereno. Los destellos del sol acariciaban los detalles tallados en madera del mobiliario y reflejaban su brillo en las finas sedas y terciopelos que adornaban el lugar. El ambiente tenía una cualidad casi irreal, como si el tiempo hubiese ralentizado su marcha en aquel rincón del palacio. 

Juliet, con su característica energía, irrumpió en la escena como una bocanada de aire fresco. Su sonrisa era un faro de optimismo, pero también llevaba consigo una dulzura que podía volverse desconcertante. —Buenos días, mi Zar. ¿Cómo descansó? —preguntó con un tono suave, casi cantado, mientras daba un par de pasos hacia él, su voz impregnada de una calidez que buscaba aliviar cualquier tensión. 

Por un momento, Logan, ahora atrapado en la identidad de Varlam, solo la observó. Había algo en Juliet, en la ligereza de sus movimientos y en la sinceridad de su expresión, que lo hacía sentir extraño, como si se enfrentara a un eco de algo perdido o desconocido. Sin embargo, sus pensamientos se tornaron más severos al recordar su posición. «¿Por qué entra siempre como si fuera su casa? ¿No se supone que soy el zar?», se recriminó a sí mismo, aunque la dureza de ese pensamiento se desvaneció al notar el leve rubor que coloreaba las mejillas de Juliet cuando su mirada se encontró con la suya. 

Logan, o más bien Varlam, suspiró con pesadez. El reflejo de la joven lo desconcertaba aún más, como si algo en ella, en su presencia, provocara un destello de calidez que le resultaba familiar pero esquivo. Decidió romper el incómodo silencio. 

—Buenos días, Juliet —respondió al fin, su tono más suave, casi cauteloso, acompañado por una sonrisa tenue que buscaba disipar la tensión. Su voz, aunque cargada de fatiga, tenía un dejo de ternura que él mismo no esperaba encontrar—. He pasado una noche intranquila, pero no te preocupes. Estoy aquí... aunque mi mente todavía parece estar atrapada en algún sueño olvidado. 

Juliet, aliviada por aquella respuesta, dejó escapar una pequeña risa nerviosa, desviando la mirada un instante antes de volver a enfocarse en él. —No tienes que disculparte, mi Zar. Mi intención nunca fue perturbarte —dijo con rapidez, su tono suave y sincero—. Solo quería asegurarme de que estuvieras cómodo. ¿Puedo traer tu desayuno aquí? Está preparado y esperando en la mesa. 

Logan asintió levemente, sintiendo una chispa de gratitud hacia la joven que, sin saberlo, estaba actuando como un ancla en medio de su caos interno. 

—Eso sería perfecto, Juliet. Estoy hambriento y, como siempre, te agradezco que cuides de mí con tanta dedicación —respondió con una calidez que lo tomó por sorpresa. Aquellas palabras, aunque suyas, resonaban con un eco de Varlam que parecía salir de lo más profundo de su ser. 

Juliet asintió con entusiasmo, su rostro iluminado nuevamente por una sonrisa que parecía contagiar el espacio con su energía positiva. Dio media vuelta con una gracilidad natural que capturó la atención de Logan por un instante más antes de que se dispusiera a salir. 

Sin embargo, se detuvo en la puerta. Su expresión cambió, y sus labios temblaron ligeramente antes de hablar. —Mi Zar... También me pidieron que le informara que cinco navíos del Imperio Adrus han anclado en el puerto de Vokor —dijo con seriedad, su voz temblando apenas perceptiblemente. 

La mención del Imperio Adrus hizo que Logan sintiera una punzada de tensión. Aunque los detalles le resultaban borrosos, los fragmentos de la memoria de Varlam llenaron el vacío. El Imperio Adrus, un coloso marítimo con ambiciones expansionistas, era un adversario digno de respeto y precaución. Su mención traía consigo la sombra de posibles conflictos. 

Logan exhaló lentamente y se levantó de la cama con deliberada calma, cada movimiento calculado mientras intentaba recuperar la compostura que el zar, aparentemente, debería tener. Al acercarse a Juliet, que mantenía la cabeza ligeramente baja, alzó con cuidado su barbilla con dos dedos, obligándola a mirarlo a los ojos. 

—No te preocupes, Juliet, no hay nada de qué preocuparse —dijo Varlam con voz suave, manteniendo la misma tranquilidad que había intentado proyectar momentos antes—. No tienes por qué estar nerviosa ni temer nada. 

Juliet, a pesar de sus palabras reconfortantes, seguía visiblemente alterada. Su sonrojo era ahora un fuego que cubría todo su rostro, y el tartamudeo que escapó de sus labios evidenciaba lo nerviosa que estaba. —Gra-gra-gracias po-por s-sus palabras, mi-mi Zar —respondió con torpeza, bajando la mirada para ocultar la intensidad de su rubor. 

Varlam la observó con una mezcla de sorpresa y curiosidad. Según los recuerdos del zar que ahora compartía, Juliet solía ser una joven atrevida y juguetona, alguien que siempre buscaba ponerlo en situaciones incómodas o sonrojarlo con su desparpajo. Pero la escena que tenía frente a él era diferente, casi opuesta. ¿Qué había cambiado? 

Juliet, todavía atrapada en su nerviosismo, hizo algo inesperado. Dio un paso hacia adelante y, con la voz más temblorosa de lo que parecía capaz, preguntó: —¿Qui-quiere que le-le ayude a cam-biarse? 

Las palabras salieron de su boca con dificultad, y su rostro, ya encendido, adquirió un tono aún más profundo de carmín, si eso era posible. La pregunta había sido tan espontánea como valiente, y sus manos temblaban ligeramente mientras esperaba una respuesta. 

Varlam sonrió de nuevo, esta vez de forma más amplia y genuina, percibiendo la mezcla de torpeza y osadía que había en Juliet. —Está bien así, Juliet. Gracias por avisarme del desayuno y de los barcos. En unos minutos bajaré —respondió con serenidad, intentando aligerar la atmósfera sin dejar de mantener la compostura. 

Juliet asintió rápidamente, como si aquel gesto la liberara de una gran presión, y se apresuró a retirarse. Sin embargo, el sonido apresurado de sus pasos mientras cerraba la puerta no pasó desapercibido para Varlam, quien soltó una leve risa en cuanto quedó solo. 

La habitación volvió a sumirse en el silencio, y con ello, los pensamientos de Varlam regresaron al tema que verdaderamente le preocupaba: la llegada de los barcos del Imperio Adrus al puerto de Vokor. Aunque había intentado tranquilizar a Juliet, la gravedad de la situación era algo que no podía ignorar. 

Apenas dos meses antes, Varlam había dado órdenes de reforzar las defensas en las costas orientales, particularmente en las regiones de Werts y Tluko, territorios donde las tensiones con el Imperio Adrus eran constantes. Las memorias de Varlam —ahora también suyas— le recordaban los informes de los espías, quienes habían alertado sobre movimientos inusuales de la flota imperial de Adrus. Las prácticas militares en las fronteras, junto con los testimonios de emigrantes y comerciantes, hablaban de un imperio preparándose para algo más que simples maniobras defensivas. 

El zar no había permanecido inactivo. Con precisión y disciplina, había movilizado tropas hacia las zonas de mayor riesgo, estableciendo una avanzadilla estratégica para enviar un mensaje claro: el Imperio Skavgror estaba listo para enfrentarse a cualquier amenaza. Desde las primeras luces del alba, los ejercicios militares habían resonado en los campos y costas de la región, un eco constante que recordaba al enemigo que no sería fácil doblegar al gigante del este. 

Sin embargo, la llegada de los navíos no podía ser una simple coincidencia. Varlam se acercó a la ventana de su habitación, donde el sol de la mañana comenzaba a bañar el horizonte con sus primeros rayos. Los cañones en la distancia permanecían en silencio, pero en su mente, el estruendo de las posibles batallas futuras era ensordecedor. 

Había algo más. Algo que los recuerdos de Varlam le traían con claridad inquietante: Arita Ichiko, hija de uno de los líderes más influyentes del Imperio Adrus, había estado recientemente en el palacio. Según la historia que conocía, su visita había sido para negociar, pero el verdadero propósito de su presencia tenía que ver con un plan de falsa bandera que aseguraría el control de las costas de Skavgror. Sin embargo, tras una conversación privada con Varlam, Arita había cambiado de opinión, enviando un mensaje a su padre para detener la operación. ¿Qué había dicho el zar en aquel encuentro para lograrlo? La respuesta seguía siendo un misterio, incluso para él. 

Sacudiendo aquellos pensamientos, Varlam dirigió su atención al espejo que adornaba un rincón de la habitación. Su reflejo lo observaba con una mezcla de familiaridad y extrañeza. Lentamente, comenzó a vestirse. Los pantalones negros y la camisa blanca de estilo victoriano se ajustaban perfectamente a su figura, mientras los bordados dorados del saco rojo añadían un toque de majestad. Al mirarse, no podía evitar notar el contraste entre su apariencia impecable y la melancolía que teñía sus ojos grises. 

—Es menos jodido imaginar la vida de un personaje que sentirla —murmuró para sí mismo, dejando escapar un suspiro mientras ajustaba los últimos detalles de su atuendo. 

Sabía que el día que tenía por delante estaría lleno de desafíos, pero también sabía que como zar —y como Logan—, su deber era enfrentarlos con la cabeza en alto y el corazón firme. Mientras giraba hacia la puerta, una sola idea dominaba su mente: debía estar siempre un paso adelante, porque en este juego de poder, cualquier error podía costarle no solo su vida, sino también el destino de todo un imperio. 

Los ojos grises de Varlam, cansados y melancólicos, reflejaban el peso de una carga que ningún hombre debería soportar. En su mirada no se encontraba al legendario Varlam Skelsend, aclamado como "El Cuervo Sangriento", cuyas hazañas resonaban en todo el mundo. Tampoco se veía al astuto estratega que había llevado a cabo las más intrincadas maquinaciones políticas, ni al líder indomable que había guiado a su pueblo a través de los oscuros abismos de la guerra y la adversidad. En cambio, al observar sus propios ojos en el espejo, Varlam se encontraba cara a cara con el niño de 9 años que una vez fue. Un niño cuya inocencia fue arrebatada demasiado pronto por las garras del destino. Aquel pequeño Varlam anhelaba simplemente ser parte de una familia, encontrar su lugar en un mundo que parecía indiferente a su sufrimiento. Juguetón y despreocupado, hallaba alegría en los momentos compartidos con sus hermanos y en las sonrisas de su padre, ajeno a las sombras que se cernían sobre su hogar.

Pero la felicidad de aquel niño se desvaneció en un instante cuando la enfermedad, cruel e implacable, se abatió sobre su familia. Los recuerdos de aquellos días oscuros aún atormentaban a Varlam, como sombras que se aferraban a su alma. Recordaba la impotencia que sentía al ver a sus seres queridos consumidos por la enfermedad, incapaz de ofrecerles alivio o consuelo. Aquella tragedia marcó el fin de su infancia, y el principio de un camino lleno de desafíos y sacrificios inimaginables. A medida que contemplaba su reflejo en el espejo, Varlam no podía evitar sentir una profunda añoranza por aquellos días perdidos, por la inocencia que había dejado atrás.

La imagen del rostro de su padre, reflejado en el suyo propio, era como un eco constante de la promesa que había hecho siendo apenas un niño de 9 años. Varlam cargaba con ese peso desde hacía tantos años que a veces parecía haberse fundido con su propia piel. Sus ojos grises, siempre tristes, parecían ser testigos mudos de aquel día que aún le perseguía como una sombra persistente. Aquella noche, en la oscuridad de la biblioteca del palacio, Varlam se sumió en una desesperada búsqueda de salvación. La "Perdición Roja" había arrebatado la vida de sus seres queridos, dejando un vacío doloroso en su corazón que amenazaba con consumirlo por completo. Durante dos largos días, apenas durmió o comió, dedicado por completo a hojear los antiguos textos medicinales en busca de una solución milagrosa. Nadie podía sacarlo de aquel lugar, ni siquiera las servidumbres más persistentes o los soldados más decididos. Varlam se había aferrado a la esperanza de encontrar una cura, de rescatar a su familia del abismo de la muerte. Fue solo cuando el consejero de su padre lo llamó, con voz solemne y serena, que Varlam fue arrancado de su letargo de desesperación. Tembloroso y con los ojos hinchados por el llanto, se resistió cuando los soldados de la Guardia Negra lo arrastraron hacia las estancias de su padre. Su única defensa era la verdad, la urgencia de su búsqueda desesperada por salvar a quienes amaba. Y aunque el miedo lo embargaba, no podía permitirse ceder ante él, no cuando la vida de su familia pendía de un hilo frágil y efímero. Cuando fue llevado a la fuerza a las habitaciones de su padre vio que estaba postrado en su cama rodeado de doctores, su padre estaba más pálido de lo normal y todas sus venas estaban rojas, su pecho descubierto tenía las extrañas cicatrices escarlatas que se formaban cuando estabas infectado. Sus habitaciones estaban llenas de plantas medicinales que calmaban el insoportable dolor de la "Perdición roja".

Los ojos grises de Varlam, cansados y melancólicos, reflejaban el peso de una carga que ningún hombre debería soportar. Aquella mirada era un abismo profundo que contenía siglos de sufrimiento condensados en un solo individuo. No era la mirada de "El Cuervo Sangriento", el zar cuyas hazañas y victorias resonaban como un eco eterno a través de las fronteras de su vasto imperio. Tampoco era la mirada del estratega imbatible que había tejido intrincadas redes de alianzas y traiciones, ni la del líder indomable que había guiado a su pueblo a través de las tinieblas de la guerra y la incertidumbre. Al observarse en el espejo, lo que veía no era un zar ni un héroe, sino al niño de 9 años que alguna vez fue: frágil, perdido, y lleno de sueños que se quebraron antes de florecer.

Ese niño, nacido en un mundo de privilegio, había anhelado algo más sencillo que los laureles de la gloria o las coronas de oro. Solo quería pertenecer. Su vida, en esos años tempranos, había estado marcada por una inocencia dulce, una despreocupación que encontraba alegría en los juegos con sus hermanos y el calor de las sonrisas de su padre. Pero la felicidad de aquel niño había sido un suspiro fugaz, desvanecido por la fría mano del destino.

La "Perdición Roja", una enfermedad cruel y despiadada, se abatió sobre su hogar, devorando la vida de aquellos que más amaba. Los recuerdos de esos días sombríos eran como cuchillas que cortaban su alma. Aún podía ver a su madre llorando en silencio, sus sollozos amortiguados por los muros del palacio, mientras sus hermanos sucumbían uno por uno al implacable avance de la enfermedad. Podía recordar el olor acre de las hierbas medicinales que inundaban las habitaciones y el sonido de las toses desgarradoras que rompían la calma de la noche.

La imagen de su padre, postrado en su lecho de muerte, estaba grabada en su memoria como una cicatriz imborrable. El hombre que una vez había sido una figura imponente y firme ahora yacía débil y consumido, con las venas marcadas por un rojo ardiente que recorría su piel como raíces de fuego. En esa habitación, impregnada por el aroma de plantas medicinales, el aire pesado parecía absorber toda esperanza.

—Váyanse y déjenme con mi hijo —ordenó su padre a los médicos y sirvientes que lo rodeaban, su voz aún conservando la autoridad que lo había definido, aunque el cansancio y el dolor la teñían de fragilidad.

Cuando la habitación quedó en silencio, su padre levantó una mano temblorosa, invitándolo a acercarse. —Ven, hijo —susurró, y Varlam, con el corazón encogido, obedeció. Tomó aquella mano fría y pálida, sintiendo en su contacto el peso de una despedida inminente.

—Tus hermanos están muertos —anunció su padre con voz quebrada, sus ojos vidriosos conteniendo lágrimas que se negaban a caer.

Varlam sintió como si el suelo se abriera bajo sus pies. Un nudo se formó en su garganta, pero se obligó a permanecer firme. —Cuando te mejores, les daremos un funeral digno y lloraremos juntos. Por ahora, solo concéntrate en recuperarte —murmuró, aferrándose a una esperanza que sabía que no era más que una mentira piadosa.

Sin embargo, su padre negó con un débil movimiento de cabeza, sus palabras interrumpiendo las de Varlam. —Hijo... —dijo, con cada sílaba cargada de un amor insondable y un dolor inconmensurable—. No me queda mucho tiempo.

Varlam quiso protestar, pero su padre lo detuvo con una mirada.

—Quiero que me perdones por lo que voy a pedirte —continuó su padre, su voz temblorosa pero firme—. Eres el siguiente en la línea del trono. Tendrás el peso de un imperio sobre tus hombros. Pero más que eso, quiero que prometas algo. Prométeme que protegerás a tus hermanas, que siempre cuidarás de ellas, pase lo que pase.

Varlam, apenas un niño, sintió cómo el mundo se desmoronaba a su alrededor. Sus labios temblaron mientras pronunciaba las palabras que su padre necesitaba escuchar. —Lo prometo, padre... lo prometo.

El alivio se dibujó en el rostro de su progenitor, y sus dedos soltaron lentamente la mano de Varlam. Sus párpados comenzaron a cerrarse, pero antes de que la oscuridad lo reclamara por completo, susurró una última frase.

—Eres mi mayor orgullo... mi Varlam.

La tos violenta que siguió fue el preludio de su fin. La sangre manchó las sábanas y las manos de Varlam mientras intentaba sostenerlo, desesperado por retenerlo un momento más. Suplicó, lloró, rogó al destino que lo dejara quedarse, pero sus súplicas se perdieron en el silencio absoluto que llenó la habitación cuando el último aliento de su padre escapó.

De pie junto al lecho, con las manos temblorosas y la mirada fija en el cuerpo sin vida de su padre, Varlam sintió que algo dentro de él se rompía de forma irremediable. En ese momento, dejó de ser un niño. La promesa que había hecho se clavó en su alma como una espina perpetua, una carga que cargaría por el resto de su vida.

Frente al espejo, años después, el reflejo de aquel niño seguía presente en sus ojos. Una parte de él había quedado atrapada en ese instante, una parte que nunca podría recuperar. Y mientras ajustaba el cuello de su camisa y se preparaba para enfrentar el día, supo que el peso de esa promesa aún lo definía, moldeando cada decisión, cada sacrificio. Porque él era Varlam Skelsend, el zar de Skavgror, y su vida nunca volvería a ser suya.

Varlam luchó con todas sus fuerzas, aferrándose al cuerpo inerte de su padre mientras los médicos y nobles intentaban irrumpir en la habitación. Sus manos temblorosas se cerraban con una fuerza casi desesperada alrededor del brazo de su progenitor, como si con ello pudiera anclarlo a la vida. Los gritos de los sirvientes, las súplicas de los médicos y los intentos de los guardias de apartarlo eran apenas un eco lejano en su mente nublada por el dolor. Cada fibra de su ser parecía resistirse a aceptar la cruel verdad: estaba solo. Ya no era el hijo protegido, el niño que alguna vez pudo esconderse tras la sombra imponente de su padre. Ahora era el Zar, el hombre en el que recaía todo el peso de un imperio.

Los días que siguieron al fallecimiento de su padre y hermanos se desdibujaron en su memoria, convertidos en una sucesión de momentos fragmentados marcados por el luto. El Palacio Aurora Varlamiana, otrora un símbolo de esplendor y vida, se había transformado en un mausoleo silencioso donde la tristeza se filtraba como una niebla que lo envolvía todo. Los pasillos parecían interminables, las estancias demasiado vastas y vacías, y cada rincón evocaba recuerdos que desgarraban su alma. Varlam pasaba horas en las habitaciones de sus hermanas, sosteniéndolas mientras lloraban sin consuelo. Las tres princesas, aún jóvenes, se aferraban a él como un náufrago a un trozo de madera, buscando en su abrazo una seguridad que él no estaba seguro de poder ofrecer. Las noches, sin embargo, le pertenecían solo a él y a su culpa, que lo consumía en un tormento silencioso.

Su madre, lady Celia, parecía haberse convertido en una figura distante, casi etérea. Su dolor se manifestaba en un frío silencio, en una ausencia que dolía más que cualquier palabra. Apenas interactuaba con sus hijas y con Varlam, sumida en su propio abismo. El nacimiento prematuro de los gemelos, Viktor y Ana, solo añadió otra capa de tragedia. Viktor, frágil como una hoja al viento, no sobrevivió. Varlam, que ya cargaba con la pérdida de su padre y hermanos, sintió el vacío abrirse aún más dentro de él al sostener el diminuto cuerpo sin vida de su hermano. "Viktor", lo llamó, llorando por el futuro que nunca sería, mientras el pequeño era enterrado junto a los demás miembros de su familia. La niña, Ana, sobrevivió contra todo pronóstico, pero su llegada al mundo estuvo envuelta en un miedo tan profundo que incluso su existencia era un recordatorio de lo frágil que era la vida.

El funeral del Zar Arlon y de los hermanos de Varlam fue un evento de proporciones colosales. Las familias nobles más influyentes, los generales más veteranos y los líderes burgueses más poderosos llenaron la catedral imperial, todos vestidos de negro, portando miradas sombrías y gestos solemnes. En el centro de aquella escena de duelo, Varlam se encontraba de pie, con el peso de todas las miradas sobre él. Entre los asistentes, reconoció las figuras de su tía, Marna Skavgror, y su esposo, Aron Esuldir, cuyos gestos de condolencia parecían sinceros, pero cuyas intenciones ocultas no pasaban desapercibidas. Gobernadores del estratégico principado de Moplar, ambos eran políticos astutos, y aunque mostraban pesar por la pérdida, era evidente que sus ambiciones los impulsaban. También estaba presente su tío, Jacob Skavgror, cuyos ojos perspicaces parecían analizar cada movimiento de Varlam, quizás evaluando si el joven zar sería un obstáculo o un aliado en los juegos de poder que seguramente se avecinaban.

Tras el funeral, vino la coronación, un evento que, lejos de ser motivo de júbilo, se sintió como una sentencia para Varlam. Mientras la corona se posaba sobre su cabeza, el joven no podía apartar de su mente un único pensamiento: «Este no es mi lugar». El eco de su inseguridad lo acosaba, una voz constante que repetía que no era digno del título que ahora ostentaba. «Yo no debería ser el Zar. Esto era para Edwyn... Samantha debió ser Zarina. Yo no soy más que un bastardo que por un capricho del destino sigue respirando». Aun así, con la mirada fija y la espalda recta, soportó la ceremonia, consciente de que su pueblo lo observaba y esperaba de él grandeza.

Los años que siguieron a su ascensión fueron una mezcla de gloria y desgaste. Varlam guió al imperio a través de tres conflictos bélicos, asegurando victorias que consolidaron su lugar en la historia, pero cada batalla librada le costó una parte de su alma. Las noches eran testigos de su insomnio, y las mañanas lo encontraban encorvado sobre mapas y documentos, cargando con el peso de decisiones que afectaban la vida de millones. La culpa de haber sobrevivido mientras otros perecían nunca lo abandonó. Para el pueblo, Varlam era un líder implacable y sabio, pero dentro de él, el niño de 9 años seguía llorando a su familia perdida.

Una tarde, mientras caminaba por los pasillos del palacio, esos pensamientos lo envolvieron de nuevo. Las paredes, adornadas con tapices que narraban las gestas de antiguos zares, parecían recordarle constantemente que estaba destinado a ser un gigante entre los hombres. Pero Varlam no podía evitar sentirse pequeño, atrapado en un papel que no había pedido. La luz del sol que se filtraba a través de las altas ventanas no lograba disipar la oscuridad que lo perseguía. Sus pasos resonaban solitarios, un eco que parecía hablarle: «¿Es esta realmente una oportunidad para redimirme o el comienzo de una nueva pesadilla?».