El aire estaba impregnado de un silencio profundo, un vacío que solo la eternidad podía albergar. En la oscuridad de la mansión, tres figuras yacían inmóviles, sus cuerpos tan quietos y pálidos como estatuas de mármol. La mansión, una vez llena de vida y risas, ahora estaba envuelta en una quietud sombría, un monumento a un tiempo y a unas personas que el mundo había olvidado.
Adrian fue el primero en abrir los ojos, sus orbes dorados parpadeando lentamente mientras se ajustaban a la oscuridad que lo rodeaba. Su cuerpo, aunque inmóvil durante siglos, no mostraba signos de rigidez o decadencia. Se sentó, sus movimientos gráciles y deliberados, y observó el polvo que danzaba en el aire, iluminado por los escasos rayos de luz que se filtraban a través de las grietas de la mansión.
Clio y Lysandra despertaron poco después, sus ojos encontrándose con los de Adrian con una mezcla de confusión y entendimiento. No se necesitaron palabras para comunicar lo que sentían: el mundo que una vez conocieron había pasado, y con él, todo lo que les era familiar.
Se levantaron, sus cuerpos moviéndose con una elegancia sobrenatural mientras exploraban la mansión que una vez fue su hogar. Todo estaba tal como lo habían dejado, aunque los signos del tiempo eran innegables. El mobiliario, una vez lujoso, ahora estaba desgastado y cubierto de polvo, y las telarañas colgaban como guirnaldas en cada rincón.
Aunque la mansión estaba en un estado de abandono, había una extraña belleza en la decadencia, una melancolía que resonaba con lo que sentían en su interior. Clio, tocando suavemente el piano, dejó que sus dedos danzaran sobre las teclas, creando una melodía que era tanto un lamento como una celebración.
Lysandra, mientras tanto, se acercó a la ventana, sus ojos observando el mundo exterior. Atenas, la ciudad que una vez fue un hervidero de actividad y vida, ahora yacía en ruinas, un eco de su antigua gloria. La vegetación había reclamado gran parte de la ciudad, y lo que una vez fueron majestuosos edificios y templos ahora eran poco más que escombros.
Adrian se unió a ella, su mano encontrando la suya en un gesto de consuelo silencioso. "El mundo ha cambiado", murmuró, su voz un susurro en la vastedad de la sala.
Y así, los tres se quedaron allí, en la mansión que una vez fue su hogar, perdidos en sus pensamientos y en el mundo que se desplegaba ante ellos. Sabían que el futuro era incierto, que el mundo que ahora enfrentaban era desconocido y potencialmente peligroso.
Pero también sabían que tenían una eternidad para explorar, para aprender y para navegar por este nuevo mundo. Y aunque el futuro era un misterio, estaban listos para enfrentarlo, juntos.