Año 402 a.C., Atenas.
Las ruinas de Atenas, una vez un símbolo de prosperidad y conocimiento, ahora se erguían como esqueletos desmoronados, testigos mudos de la gloria perdida. La ciudad, aunque sometida, aún susurraba historias de días pasados a través de sus callejones desiertos y templos derruidos.
En la mansión de Adrian, la atmósfera era de una calma mortuoria. Lysandra, una vez una guerrera feroz, ahora caminaba con una mirada vacía, cumpliendo sus deberes con una obediencia mecánica. Su espíritu, que una vez ardió con la intensidad de mil soles, ahora era apenas una chispa, sofocada por la oscuridad que la rodeaba.
Adrian, sentado en su trono, observaba a Lysandra moverse por la mansión con una satisfacción fría en sus ojos. Había quebrado su resistencia, sí, pero en su sumisión, había algo que incluso él no podía tocar: un resquicio de dignidad silenciosa que se negaba a ser extinguido.
Clio, por otro lado, observaba a Lysandra con una mezcla de simpatía y horror. La transformación de la guerrera en una sirvienta obediente era un recordatorio constante de su propia esclavitud a Adrian, y de la crueldad que los inmortales podían ejercer sobre los mortales.
Un día, mientras Lysandra limpiaba silenciosamente en la biblioteca, sus ojos se posaron en un antiguo pergamino, sus palabras hablando de héroes y dioses, de batallas y redenciones. Por un momento, algo en su interior se agitó, una memoria de lo que una vez fue, de lo que podría haber sido.
Adrian, entrando en la habitación, observó la pausa de Lysandra, la forma en que sus ojos se fijaban en el pergamino. "¿Te recuerda a los días en que tu vida tenía propósito, Lysandra?" preguntó, su voz suave como el terciopelo y fría como el hielo.
Lysandra, levantando la vista hacia él, no dijo nada, pero en sus ojos, Adrian vio un destello de algo que había creído extinguido: rebelión.
Clio, que había seguido a Adrian, se quedó en la puerta, su corazón inmortal apretándose al ver la interacción. En Lysandra, veía un reflejo de su propio dolor, de su propia pérdida. Y en ese dolor compartido, algo en su interior comenzó a cambiar.
Los días siguientes vieron un cambio sutil en la mansión. Lysandra, aunque externamente obediente, movía con una nueva energía, sus ojos ocasionalmente brillando con un fuego interno. Clio, también, comenzó a moverse con un propósito renovado, sus interacciones con Adrian teñidas con una sutil desafianza.
Adrian, observando estos cambios, permitió que se desarrollaran, su interés picado por esta nueva dinámica. La eternidad, después de todo, era un campo largo y monótono, y cualquier desviación de la norma era una bienvenida distracción.
Y así, entre las sombras de la antigua Atenas, tres seres, cada uno roto a su manera, comenzaron a moverse en un nuevo baile, sus destinos entrelazados en un tejido de poder, rebelión y desesperación.