Año 403 a.C., Atenas.
La lucha entre Adrian y Lysandra fue un espectáculo de fuerza contra astucia. La guerrera, con su habilidad y entrenamiento, lanzaba golpes precisos y poderosos, cada uno de ellos cargado con la furia y el dolor de una ciudad caída. Adrian, por otro lado, esquivaba y paraba con una facilidad sobrenatural, su rostro imperturbable mientras sus ojos rojos brillaban con un interés malévolo.
Lysandra, con cada golpe que era fácilmente evadido o bloqueado, sentía cómo la desesperación comenzaba a apoderarse de ella. Pero no cedería, no ante esta criatura de la oscuridad.
Adrian, finalmente, se cansó del juego. Con un movimiento rápido y brutal, agarró a Lysandra por la garganta, levantándola del suelo con una fuerza que desmentía su apariencia delgada. Sus ojos se encontraron, el fuego contra el hielo, y en ese momento, algo en Lysandra se rompió.
La dejó caer al suelo, su cuerpo temblando por el esfuerzo y el miedo, pero su espíritu, aunque abatido, no estaba completamente roto.
Adrian se inclinó, su voz un susurro venenoso. "Podrías haber sido una adversaria digna, Lysandra. Pero incluso las almas más fuertes se rompen bajo mi voluntad."
Clio, observando desde las sombras, sintió un estremecimiento de algo que no había sentido en mucho tiempo: piedad.
Los días se convirtieron en semanas, y Lysandra, encadenada y rota, fue sometida a la voluntad de Adrian. No a través de la tortura física, sino a través de la exposición constante a la desesperación y la pérdida, a la realidad de una Atenas caída y a la futilidad de la resistencia.
Adrian, con la paciencia de un depredador, trabajó para rehacer a Lysandra, no en una guerrera para su ejército, sino en una sirvienta obediente para su hogar. Le mostró, día tras día, la impotencia de su situación, la inutilidad de la resistencia.
Lysandra, con el tiempo, se convirtió en una sombra de la mujer que una vez fue, su espíritu guerrero aplastado bajo el peso de la desesperación y la derrota.
Clio, observando la transformación, se preguntó si este era el verdadero poder de Adrian: no la capacidad de matar, sino de quebrar.
La mansión, una vez más, se sumió en una rutina de oscuridad y desesperación, mientras fuera de sus muros, Atenas yacía en ruinas, un recordatorio constante de la fragilidad de la humanidad y la crueldad de los inmortales.