Nunca olvidaré, sin importar el tiempo que pase, los jeans desgastados, la holgada playera amarilla, y los Converse rotos que componían tu atuendo el día que te conocí. Si hubieras vestido de otro modo probablemente ni siquiera me habría tomado la molestia de voltearte a ver. Y es que en aquel entonces no tenia modo de intuir lo que significarías en mi vida. No me culpes, ¡tengo ojos! ¿Qué tipos crees que me gustan? Aquellas horribles prendas acentuaban tu aspecto miserable, como un traje sastre, un Rolex y unos zapatos Louis Vuitton, acentuarían el buen aspecto de cualquier persona bella y rica. Cada rasgo de tu persona emanaba pobreza. Desde tu cuerpo delgado; tu piel mortífera, por su palidez y las acentuadas ojeras alrededor de los ojos grandes y saltones; hasta tu cabello, oscuro, deslucido y mal cortado.
Aunque los que me conocen piensan que sí, a mi no me gusta hacer sentir mal a las personas, ¡pero no lo puedo evitar! Nací con una lengua viperina y filosa, y un cerebro ocurrente, ¡qué se le va a hacer! Sin importar qué siempre tengo que escupir las estupideces que se me ocurren, es una imperiosa necesidad de mi carácter. Cuando recuerdo lo primero que te dije luego de que mi hermano nos presentó mi corazón se estruja, y quisiera regresar el tiempo para abofetearme antes de hablar. Ojalá te hubiera sonreído mientras decía: ¡Hola, soy Leo! Me da gusto conocerte. Ojalá te hubiera estrechado la mano. Ojalá no te hubiera lastimado de esa forma.
¡Ah, pero el tiempo no vuelve! Y ya sea que nos convenga o no, la vida se reduce a instantes. Por si acaso no lo sabes todavía quiero que lo sepas ahora: Al instante en que me burlé de ti se reduce la mía:
—¿Cuántos días lleva sin comer?
Aquella pregunta irrespetuosa, cruel, y sin pizca de gracia, se la había hecho a mi hermano; que parado junto a ti te sujetaba de los hombros. Se me figuraba haberte visto en alguna parte, solo que no podía recordar en donde.
No me parecías lindo, o siquiera simpático, a pesar de que te esforzaste en componer una sonrisa tímida, feíta, que se desvaneció en cuanto me escuchaste hablar por primera vez. Las orejas se te pusieron coloradas, te centellaron los ojos, cerraste la mano en un puño. Tal vez por coraje, vergüenza o las dos cosas. Te había humillado y herido, y no lo merecías.
Ya sabes que Joel no necesita mucho combustible para incendiarse. Después de ese día no quiso ayudarme con mis tareas por una semana y apenas me habló. Supongo que pretendía ser educado, y por eso no quiso iniciar una pelea en frente de ti. Me apartó con brusquedad mientras decía:
—Quédate donde no estorbes.
Luego te tomó de la muñeca y te llevó a su habitación.
Aunque estaba arrepentido todavía era inmaduro y estúpido. Tenía solo trece, ¿recuerdas? Prejuicioso como era me había llevado una mala impresión de ti: ¿Y ese es el prodigio que Joel no se cansa de presumir? ¡Valla decepción! Se me ocurrió que mi hermano debía sobrestimarte por lástima, como si tus calificaciones debieran compensar todo lo demás.
Esa tarde corrí a mi armario, no podía dejar de pensar en tus Converse rotos, y eso hizo que me acordara de unos tenis Naiki que no usaba porque según yo estaban pasados de moda. Se hallaban en buen estado, al menos en mucho mejor estado comparados con los tuyos. Sonreí para mi mismo mientras los desempolvaba. Me sentía una persona buena y generosa, estaba haciendo lo que nos habían dicho que hiciéramos en el campamento juvenil de la iglesia al que mi mamá nos había obligado a ir el verano anterior: Dar a los pobres lo que ya no necesitáramos (o nuestra basura). Los guardé cuidadosamente en una bolsa de plástico, y esperé a que tú y mi hermano salieran de la habitación.
Entonces me planté en frente de ti, con la mas estúpida de las sonrisas, y como si fuera un alma caritativa y no un chiquillo baboso, te dije:
—¡Toma, te los regalo! Son unos tenis, viejitos, pero sirven. Llévatelos, y cuando quieras puedes venir, te daré toda la ropa que ya no me pongo.
Te congelaste en tu sitio. Tenías los ojos fijos en la bolsa de plástico, y una expresión inescrutable en el rostro; que yo asumí era conmoción, en el buen sentido. Por lo que esperaba que los tomaras y me dieras las gracias, sin embargo, pasó mas de un minuto y tu no tomaste los tenis. Inconscientemente los acerqué aun más, y tú en lugar de tomarlos dejaste que Joel me los arrebatara.
—¡Te dije que no estorbaras!
Sus gritos me confundieron, ¿qué había hecho mal después de todo? Intentaba disculparme contigo y en lugar de que aceptaras mis tenis e hicieras borrón y cuenta nueva, habían vuelto a decirme que no estorbara. Y tú ni siquiera me miraste, hiciste como que yo no existía mientras te despedías de mi hermano.
—Me habías dicho que te quedarías a cenar —se quejó Joel.
—Mejor otro día, ya es muy tarde, no quiero que mi mamá llegue y no me encuentre. Nos vemos mañana.
Te alejaste a gran velocidad, como si no vieras la hora de salir de mi casa. En ese momento no entendí nada de lo que había pasado. Solo después de media vida, de amarte todo lo que te he amado, lo entendí. Ese día sin pretenderlo, te humillé de todas las formas que se me ocurrieron. A ti, a la persona más buena del mundo.
¿Sabes que durante la cena de esa noche mi hermano me hizo sentir aun peor? Su boca estaba llena de pizza del Dóminos y elogios hacia ti. Mi mamá y mis hermanas lo escuchaban entusiasmadas, no había espacio para otro tema de conversación.
—¿Entonces ese Miguel Ángel es el que siempre te hace mierda en los exámenes? —preguntó Fernanda, ¿quien si no? Cuando la boca de Joel se llenó tanto de comida que tuvo que parar de hablar.
—¡Mocosa grosera! —la regañó mamá —. ¿Qué es esa palabra?
—¿Cuál de todas?
La sonrisa de Fer era sínica, una sonrisa así solo puede ser de alguien que no tiene que preocuparse por las consecuencias de sus actos. La pobre de mamá, blandita de carácter, no iba a seguirle el juego; por lo que lo dejó pasar, limitándose a negar con la cabeza. Sin embargo, Raquel era diferente. Tan linda como un conejito polar, con su diminuta estatura, sus dientes sobresalientes y sus grandes ojos almendrados. Sus regaños surtían mejor efecto que los de mi madre.
Ella miró a Fernanda, y con expresión grave le advirtió:
—Si vuelves a decir esa palabra mientras cenamos te acusaré con papá.
Papá Rodrigo era la debilidad de Fernanda, quizá la debilidad de todos, las palabras de Raquel bastaron para que se disculpara.
Joel acaparó la hora de la cena hablando de ti, por culpa suya no pude ver el programa de comedia de los jueves, ni el noticiero de López Doriga. Y no podía simplemente levantarme e irme porque una de las reglas familiares que teníamos era que nadie se levantaba de la mesa hasta que hubieran terminado todos.
Estaba de malas, había perdido el hilo de la conversación hacía mucho, en mi interior me lamentaba porque tendría que esperar una semana para ver el sketch de las nacas. Entonces a Joel se le ocurrió rematar con algo que me hizo recordar en donde era que te había visto.
—También baila ballet. Igual que tú, Leo —exclamó entre risas, escupiendo saliva y salsa de tomate.
«¡Qué iba a bailar ese espagueti andante!» pensé, lo siento. No tenias para nada la pinta de un bailarín.
—Eso si no puede ser —exclamé.
—Todos los días va clases de ballet después de la escuela, eso me contó. Pero creo que no es tan bueno.
—¿Cómo puede bailar? ¡Si camina como cucaracha fumigada!...Oye Joel, ¿dónde estudia ballet el flacucho de tu amigo?
—¿Dónde crees? En el mismo lugar que tú.
Más tarde, en mi cama, me entró el cargo de conciencia y se me espantó el sueño . Tu carita crispada se me había grabado en la memoria, y se me aparecía como el negativo de una fotografía cada vez que cerraba los ojos. Y lo peor es que ni siquiera entendía por qué, solía decir ese tipo de cosas con bastante frecuencia, y aunque me sentía mal después nunca lo suficiente como para impedirme dormir tranquilo.
«Pobrecillo, esta vez si me pasé. Debería disculparme si vuelvo a verlo»
Pero disculparme era algo extraordinario para mí, me hacía sentir más avergonzado que ser grosero.
«Con lo que le dije a lo mejor no regresa...Sí, mejor que no vuelva. Es mejor si nunca más lo veo»