No eres el único cobarde en esta historia, Mike. Para ser justos, yo he sido más cobarde que tú. Lo fui al burlarme de tu aspecto y al no pedirte perdón. Lo he sido en estos años al no luchar lo suficiente por ti. Fui un cobarde al mentirte, por temor a que no quisieras volver a mirarme, porque no soportaría saber que existes en este mundo y que yo ya no soy nada para ti. Soy cobarde también en lo cotidiano, al iniciar peleas que no llevan a ninguna parte solo porque me molesta que cada vez me mires menos, que no digas que estás enfadado cuando sé que lo estás. Soy un cobarde que
no puede hacerle frente a las consecuencias de sus actos.
La casa donde vivía tenía originalmente tres habitaciones y una de servicio. Al principio compartía con Joel, y Fer con Raquel. Los gemelos dormían en el cuartito de servicio porque era el más cálido y también el único disponible. Luego crecimos y ya nadie quiso compartir. Mis padres no podían darse el lujo de comprar otra casa, y remodelaron la que ya teníamos. Dividieron en dos las habitaciones compartidas, y acondicionaron el salón de juegos para que fuera la habitación de los gemelos. No importó porque de todos modos ellos eran los únicos que entraban allí, para los grandes sólo había una mesa de villar que trasladaron a la azotea.
Como mi habitación y la de Joel estaban separadas por una delgada pared de concreto, la insonorización era terrible. Todo el tiempo escuchaba a mi hermano gritar mientras jugaba sus videojuegos, y si pegaba la oreja podía incluso escuchar sus murmullos al dormir, y sus gemidos al...ya sabes, cosas de la edad. Por eso mismo yo ya había escuchado tu voz antes de conocerte. Una voz grave, bonita, átona, que me hacía pensar en ti como un aburrido profesor de treinta y tantos y no como un muchacho de diecisiete. Una voz que incluso invitaba al letargo. En cierta ocasión te pusiste a leer yo no se que cosa y escucharte hizo que me entrara sueño, o lo atizó mas bien porque cansado ya estaba.
La segunda vez que hablé contigo fue durante una tarde a mediados de semana. Acababa de llegar del colegio, tenía menos de dos horas para comer y hacer mi tarea de matemáticas. Debía aprovechar ese intervalo de tiempo entre el colegio y las clases de ballet, porque al regresar de estas últimas estaría tan molido que sólo me quedarían energías para bañarme, cenar y ver un rato la televisión. Los escuché hablar a ti y a mi hermano, y te maldije por inoportuno. Dejé mis cosas y bajé a comer a las apuradas, esperaba que a mi regreso ya te hubieras ido.
Seguías allí.
«¿Qué este no tiene nada que hacer?» Me pregunté.
No quería verte, todavía estaba avergonzado por la forma en la que te había tratado. Me alejé de la pared, saqué mi cuaderno de matemáticas y me dispuse a hacer mi tarea yo solo. No resultó, ni siquiera fui capaz de pasar del primer ejercicio. Si no le pedía ayuda a Joel no habría modo de que la hiciera. No es que me importaran mis calificaciones, pero eran un medio para llegar a un fin. La única condición que me habían puesto mamá y papá Rodrigo para dejarme bailar era que mantuviera un promedio mínimo de ocho. Una tarea de matemáticas podía hacer la diferencia entre reprobar o pasar, por lo que no tenía opción. Con el cuaderno a un costado y el lápiz atorado en la oreja salí de mi habitación y entré en la de Joel sin hacer ruido.
Joel estaba en el suelo, sentado sobre sus talones, tenía la cabeza elevada hacia el televisor. En sus manos regordetas sostenía el control del Xbox, la consola más moderna del mercado en esos tiempos, que había sido su regalo de navidad. Jugaba Halo al tiempo que prorrumpía sonidos variopintos y palabras groseras. Tú te hallabas en el fondo de la habitación, sentado en frente del escritorio, con la vista fija en el cuaderno sobre el que escribías impetuosamente. No sabía que decir para irrumpir en su pacífica atmósfera.
Pasado un rato soltaste la pluma, suspiraste, estiraste los brazos y enredaste las manos detrás de tu cabeza.
—Te toca, Joel —dijiste.
—¿Tan pronto? —Preguntó mi hermano en tono quejumbroso.
—Me tardé veinte minutos, no fue pronto.
—¿Y si descansamos un rato? No hemos parado en dos horas.
—Solo unos minutos.
Joel soltó el control del Xbox de mala gana y se levantó.
—Voy por una soda —dijo —.¿Quieres una?
—Agua está bien.
—Necesitamos cafeína. Te traeré una soda.
—Como quieras —murmuraste indiferente.
Al girar la silla reparaste en mí. Te sonreí atontado, me ignoraste y miraste a mi hermano, y con un gesto de cabeza le indicaste que volteara a verme.
—¿Hace cuanto estas ahí? —me preguntó Joel.
—Acabo de llegar, oye...
No me dejó terminar:
—Estamos ocupados, Leo. Vete.
—Pero...
—Ahora no puedo ayudarte con tu tarea. Ven al rato.
—Al rato no puedo venir, acuérdate que tengo ballet a las tres, ¡ándale!
—También yo tengo tarea, ¿sabías? Ven al rato.
—Tú eres bien inteligente —afirmé con vehemencia —, te tardas menos que nadita en ayudarme.
—Miguel Ángel —te llamó —. ¿Cuánto es menos que nada?
—Nada no es nada, así que nada es menos que nada —respondiste.
«Raritos» pensé.
—¿Escuchaste, Leo? —replicó Joel —. Nada es nada, no hay tiempo para ti. Lárgate.
—Esta bien, ayúdale —dijiste, justo cuando me preparaba para suplicar otra vez.
—Tú no sabes, Miguel Ángel. Tratándose de números, Leo es incapaz de entender dos mierdas seguidas.
—Si no me ayudas no podré hacer mi tarea —dije —, y si no la hago puede que hasta repruebe, y si repruebo no me dejarán seguir con el ballet. Si dejo de bailar mi vida ya no tendrá sentido, y si no tiene sentido entonces moriré. ¿Quieres que me muera?
—Ya cállate —exclamó Joel impaciente y me arrebató el cuaderno. Fue al escritorio, tomó un lápiz, y se puso a hacer mi tarea apoyado en la pared.
—Gracias —exclamé feliz, y me senté en la cama para esperar a mi hermano tranquilamente. Tú tomaste la pluma que acababas de soltar y volviste a escribir en tu cuaderno.
—Ustedes que tanto hacen, ¿eh? —pregunté.
—Integrales —respondió Joel.
—Ah —bufé —...las integrales son...
—Cálculo —volvió a responder Joel —, matemáticas, bobo.
—¿Y eso es difícil?
—Para ti, imposible, para nosotros no tanto.
—Y les falta mucho?
—¡Figúrate si nos falta! Tenemos que hacer ciento cincuenta y vamos por la mitad.
—¿Tanta tarea les dejan en preparatoria?
—No es tarea precisamente. Es un trabajo extra, si lo hacemos bien, sin equivocarnos en una sola, exentaremos el examen final. —explicó mi hermano.
—¿Y cuantos ejercicios habrá en su examen final?
Joel se rascó la cien con la punta del lápiz y respondió:
—Algunos treinta.
Entrecerré los ojos.
—¿Que sentido tiene hacer ciento cincuenta ejercicios para librarse de un examen que tendrá sólo treinta?
—Tendremos cien al final del semestre.
—De todas formas esperaban sacar cien, ¿no?
—Sí.
Lo entendí.
—Es para presumir, ¿verdad? —inquirí —. Porque saben que nadie más lo hará. ¿No les da vergüenza ser los únicos de su clase con tiempo para hacer ciento cincuenta integrales? ¿Saben si quiera que es lo que hace la gente de su edad?
—Tú tampoco lo sabes, Leo, porque tienes trece —replicó Joel.
—No es para presumir —dijiste, a mi se me hizo un hueco en el estómago al escucharte, porque recordé lo grosero que había sido cuando nos presentaron —. Si hacemos las ciento cincuenta integrales estaremos libres por el resto del semestre. Todos los días nos dan cálculo a las siete de la mañana, eso significa que no tendremos que volver a levantarnos temprano.
—Ya entendí —murmuré —. ¿Ves, Joel? Él lo explica mejor.
Joel me lanzó el cuaderno.
—Entonces a la otra pídele a él que te haga la tarea. Ahora sí, ya vete, y no vuelvas a interrumpir.
Levanté el cuaderno, que había ido a parar al piso, y miré los ejercicios ya resueltos.
—Esto esta bien, ¿no? —inquirí —. Digo, tienes una letra horrible.
—Mejor —dijo Joel —, así te creerán más fácil que lo hiciste tú. ¿Qué esperas para irte? No lo repetiré.
De regreso en mi habitación los escuché hablar al otro lado de la pared. Como no entendía lo que decían pegué la oreja.
—Debiste explicarle la tarea en lugar de hacérsela —dijiste —. Lo estás mal acostumbrando.
—Explicarle es pura pérdida de tiempo —replicó mi hermano —. No entiende, y encima de que no entiende se desespera luego luego y se pone a lloriquear. No lo conoces.
—Quizás es porque son demasiado indulgentes con él. ¿No lo has pensado?
—Puede que tengas razón.
Me aparté de la pared indignado.
«¡Qué metiche!»