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Chapter 3 - Capítulo 2

Llevaba varios minutos, quizás horas, repasando la misma página del libro de historia intentando encontrarles coherencia a las formas que debido a mi estado anímico no se me hacían más que garabatos sin sentido.

Pero, no tenía escusa, ya debía estar acostumbrado.

Era lo mismo todos los días.

Tenía más de un año con la misma rutina.

En la clase extracurricular de Historia de Mesopotamia, si bien el tema no me era del todo soporífico, ese día en particular dudaba poder asegurar que el aire bombeaba sangre a mi cuerpo, pues no podía sentir nada.

Era como si mi piel y músculos se hubieran convertido en arcilla y ahora formara parte de los bustos de luminarias en cuanto ámbito académico se pudiera pensar, prolija y perfectamente acomodados sobre los altos libreros de caoba que se imponían sobre mi cabeza.

La verdad es que sería tildado de ingrato si alguien pudiera leer mi mente. Se suponía que debería sentirme congratulado de pertenecer al selecto grupo de educandos lo suficientemente prolíficos como para poder ingresar a tan exclusiva clase, codeándonos incluso con estudiantes de la mismísima universidad de Yale, de la que la Academia de Futuros Líderes Sir Geofrey Conrad, donde estaba, tenía el honor de ser apadrinada.

Claro, en tal ambiente de élite, la presunción y la arrogancia eran la norma, y donde la condescendencia es eufemismo de la hipocresía unánime junto al más cordial de los tratos, están a la orden del día, de la cual admito que no estoy libre de pecado.

Es como dijo una vez el hombre que se encontraba inmortalizado de hombros hacia arriba en el librero dedicado a la zoología, a pocos metros de donde estaba: "Las especies que no se adaptan a los cambios, están destinadas a desaparecer" – Charles Darwin.

Imitarlos era lo que me alejaba del ostracismo.

– Elliot.

Pero me pregunto qué pensaría ahora de la evolución humana.

– Elliot.

O quizás, involución.

– ¡Elliot! – un sutil empujón en mi hombro, me trajo de nuevo al presente. – La clase ya terminó. – Comentó divertido.

Pese a lo anterior, no todos mis compañeros presentaban ese perfil. Matías Brokar era de un carácter más apacible y agradable, quizás demasiado para su propio bien, pero al menos era lo suficientemente afable como para mantener una conversación en la que no presumiera algo.

Bueno, eso y que era becado, y quizás por eso no podría competir en enumerar propiedades y otros lujos que los fanfarrones de nuestro círculo social suelen alardear, y eso lo hacía mucho más tolerable que el resto y, en definitiva, mucha mejor compañía.

– ¿En qué estabas pensado? – me preguntó, mientras guardaba su cuaderno de apuntes, haciendo que con el movimiento se mecieran alguno de los risos negros que se negaban a mantenerse detrás de su oreja.

– Nada en específico. Quizás tenga hambre… – Respondí, desinteresado.

– ¿Qué tal si invitamos a alguna de las chicas de la Academia de Jóvenes Ilustres, Juana de Arco a que nos acompañen? – En nuestra plena adolescencia, supongo que era normal que las féminas suscitaran su interés, en especial porque cuando pasas tanto tiempo con los de tu mismo género, cualquier contacto con el sexo opuesto, era como un respiro de aire fresco.

Y claro, está de más mencionar que con ellas y solo con ellas se nos permitiría entablar cualquier relación extracurricular. Algo así como para preservar un linaje aristocrático.

– ¿Qué te hace pensar que este día será diferente a los demás? – Cuestioné, dirigiéndonos a la salida. El clima era agradable, ni lo suficientemente cálido como para estar sofocados, pero tampoco lo suficientemente frío como para llevar una bufanda.

– Tengo un buen presentimiento. – Dijo, para acto seguido sacar un recipiente color verde y rosearse una generosa cantidad del contenido como para aromatizar un estadio.

– Y más perfume de lo recomendable. – Moviendo mis manos frente a mi nariz para disipar el fuerte olor a pino que inundó nuestra retirada.

Ladeó los ojos, y subió sus hombros.

Faltaba poco para las seis de la tarde, y el escenario en tonos sepia me recordó a la Masacre de Texas, que quizás vería una vez llegara a mi apartamento.

Sí, mi familia era del interior, y, como suele suceder, "solo en las grandes ciudades solía haber suficiente desarrollo como para que una educación de calidad tuviera lugar" o eso aseguraba mi padre cuando externó sus intenciones de que estudiara en la misma academia que él, y ser así su virtuosa réplica una vez concluya mi educación.

Misma educación que ahora le permitía ostentar de una vida lo suficientemente holgada como para que mi hermana y yo tuviéramos las comodidades necesarias, aunque no estuviéramos bajo el mismo techo que nuestros padres.

Arthur Cave se había hecho un nombre en la industria inmobiliaria, y su esposa, Kaytlin Sierra era una castaña esbelta y reconocida corredora de bolsa que no resultó inmune a los encantos de tan alto y apuesto hombre, dando como resultado a su primogénita y mi hermana, Ágatha una copia exacta a mi padre, quien tenía como modelo a seguir a nuestra madre y que se encontraba en un país cuyo único en común con el nuestro era el idioma.

5 años después, como quien escribe su destino en piedra, nací y fui implícitamente elegido como quien asumiría el puesto vacante de mi padre una vez se retirara.

Producto de la solvencia de mis progenitores, se acordó en que viviría en un residencial con cuantas comodidades les solicitara, y así lo hice. Si iba a tener que pasarme tres años más lejos de mi ambiente habitual, quería que la estadía valiera la pena.

A menos de 10 minutos a pie.

Poco antes de pasar el umbral de la puerta, ya nos esperaban Bruno y Antoine, un par de… especímenes, cuyo mayor logro quizás haya sido aprender a amarrarse las agujetas.

– ¿Hueles eso, Antoine? – Haciendo ademanes con una mueca de desdén. – Apesta a ambientador de cloacas.

– Sí, ese es el olor que exudan las ratas cuando quieren aparearse. – continuó el otro, bloqueándonos el paso.

– Muy versados en el tema. ¿Acaso vienen de comprobarlo? – espeté, haciendo que el de acento francés me tomara del cuello de mi camisa.

– Eres muy valiente para superar apenas el metro cincuenta. – dijo, sin quitarme los ojos de encima.

– ¡Déjenos en paz, sólo queremos irnos de aquí! – intervino Matías, solo para que el otro lo empujara.

– ¡Cállate! Tienes suerte de que aún permitan el subsidio a indigentes como tú. De hecho, – acercándolo a él, jalándolo de su corbata. – yo no haría movimientos bruscos con ese color de piel. – Mirándolo desde arriba, acción que colmó mi paciencia.

Ahora fui yo quien empujó al que me tenía tomado del cuello, interponiéndome entre el idiota con pecas y mi amigo.

– ¿Discriminación racial? ¿No puedes ser más original? – Sí, Matías era unos cuantos tonos más oscuro que los demás, pero está de más decir que nunca el color de piel tendrá directa relación con las pocas o nulas neuronas que alguien pueda poseer. – Aunque viendo el ridículo copete que llevas, no se puede pedir más. ¿Acaso tratas de compensar algo? – Cierto rumor acerca de sus partes nobles se había expandido en las instalaciones a consecuencia de un fallido intento de seducción con una chica del instituto contiguo.

– Lo pregunta el que ni en cuclillas podría si quiera acercarse a mis hombros. – Dijo, estampándome en la pared con un golpe seco. – ¿No serás tú el que quiere compensar algo? – Continuó, sin intenciones de dejarme responder, pues su puño estaba a punto de amoratar mi cara.

– ¡Detente! – o eso pensaba pues, parece que el grito de Matías, ahora sostenido por el otro idiota, fue suficiente para alertar a Diego, otro de nuestros compañeros.

– No desquites tu despecho con los demás, Bruno. – Tomándolo del brazo, obligándolo a soltarme. Él era unos cuantos centímetros más alto que el brabucón y mucho más civilizado también.

Detrás de él se encontraba César, su primo y con quien Matías y yo compartíamos nuestros recesos cuando las obligaciones de ser el presidente estudiantil se lo permitían.

– ¡¿Qué caraj–?!

– ¿O quieres que les informe de tus pormenores? – Continuó pasivamente, fungiendo como barricada entre nosotros y ellos.

– ¡Ya vámonos! – vociferó, alejándose. Siendo seguido por su pusilánime secuaz.

– ¿Están bien? – preguntó César, mientras yo arreglaba el cuello de mi camisa.

– Sí. Gracias a Diego, no pasó a mayores. – Comentó Matías.

– Eres muy osado, Elliot. – Dijo el aludido, mostrándome una sonrisa burlona. – ¿Seguro que quieres ser agente inmobiliario y no abogado? – Preguntó, colgándose de mi hombro, encaminándonos a la salida.

– No está de más saber defenderse. – intentando no perder el equilibrio. – No estarán con nosotros el año entrante.

– No pensemos en eso, por ahora. – Exhortó César, estirando sus manos al frente.

Y pensar que, dentro de un año, ya estarán más cerca de cumplir con las obligaciones que los llevaron a estar en esta academia en primer lugar.

El tema de mi futuro era algo que solía evitar. Siempre se dio por sentado que mi carrera estaba decidida quizás incluso antes de nacer y, aunque sabía que eludir el asunto no lo esfumaba, al menos dilataba mi angustia un poco.

De hecho, no tenía emoción por nada en particular, y sería un sacrilegio si acaso insinuar algo así después de todo lo que se esperaba de mí.

Pero, sabía que esta fachada de conformidad tenía fecha de caducidad.

Cruzamos la avenida que dirigía a la academia de chicas. Ellas, al igual que nosotros, habían sido despachadas y ahora se aglomeraban a la salida.

Era común ver cómo solo en estos momentos ambos mundos coincidían y la pubertad se lucía en desconectar el cerebro de sus funciones motrices y neuronales.

Era divertido ver cómo uno a uno, ellas incluidas, cedían a sus emociones y torpemente intentaban mantener conversación con su sujeto de interés.

Si bien no era algo que me emocionaba en lo particular, me entretenía en demasía, y de alguna forma, terminaba imbuido en el ambiente.

– ¡Hola, Sofía! – saludó Matías a la razón de estar allí.

– Buenas tardes, Matías. – La chica era delicada y amable, un excelente partido, al igual que su amiga Charlotte, con quien solía conversar cuando los otros dos estaban ensimismados el uno en el otro.

– Me pregunto cuándo darán el siguiente paso. – Comentó la pelinegra a mi lado, mientras le dábamos espacio a nuestros respectivos amigos.

– Quizás el preámbulo es lo que los mantenga interesados. – dije recostándome del árbol al lado del banco donde se sentó ella.

A lo lejos, me fue posible ver a nuestros héroes con sus novias, quienes también de seguro tenían su vida planeada.

En este ambiente tan protocolar y diplomático, era imposible imaginar alguna disyuntiva que irrumpiera con la perfección que tan prestigiosas identidades se aseguraban en ostentar.

Sin embargo, lejos de ser reconfortante, mientras más lo miraba, también me era asfixiante, lo que me generaba culpa y cierta inseguridad con respecto a mi estabilidad mental por quejarme de lo que se supone no debía representar ningún conflicto.

– Elliot.

¿Qué estaba mal conmigo?

– Elliot. – Su voz era suave, pero demandante. Me había tomado de la manga de mi chaqueta. – ¿Sucede algo? Te estaba llamando. – Ella era indiscutiblemente hermosa.

– Disculpa. – Dije moviendo mi brazo para simular sostener mi maletín. – Supongo que mis asignaciones me tienen más contemplativo de lo usual. – Comenté, sin contacto visual.

Si bien Charlotte me caía bien, no quería darle esperanzas.

Con tantos pensamientos pululando en mi cabeza, en poco más podía pensar, mucho menos en cortejar a alguien que no podía merecer menos que atención y tiempo.

Sin embargo, decir que era solo ese el inconveniente, lo minimizaría.

No recuerdo haber sentido atracción, o siquiera apego por alguien más que mi familia y aquellos lo suficientemente cercanos como para que me importasen.

Todo el tiempo, era como estar anestesiado. Como si temiera involucrarme con alguien más allá de la amabilidad y complacencia que este tipo de ambientes suscitan.

Quisiera no tener que guardar las apariencias. O, al menos, tener un motivo para mantenerlas más que las repercusiones de amenazar el estatus quo que podría perder si lo hacía, renegándome al escrutinio y rechazo de mi familia y allegados.

Tuve que aflojar mi corbata disimuladamente. Esa incómoda sensación de asfixia que era cada vez más frecuente se estaba hacinando en mi garganta.

– ¿Crees que les tome mucho tiempo? – Cuestionó, llevando un mechón de su cabello detrás de su oreja.

Estaba tensa, y no quería incomodarla, pero eso era mucho mejor que crearle falsas expectativas.

– Depende. ¿Qué tanto le gusta a Sofía el olor a pino? – la chica sonrió con disimulo, y eso me hizo sentir más aliviado.

Luego de unos minutos, el par se acercó a nosotros.

Después de despedirnos, tomamos nuestros respectivos caminos.

– Por cierto, mientras estabas en otro universo, se nos asignó un proyecto en grupo para abordar los avances aportados por Mesopotamia. – Ese día me tocaba acompañarlo a su apartamento. A diferencia de mí, Matías compartía su estadía en la ciudad con sus primos.

– De acuerdo. ¿Cuándo podríamos reunirnos?

– ¿Qué te parece mañana?

– Bien. – Mirando hacia el cielo. Últimamente, había estado nublándose sin precipitaciones.

– Mejor, a mal paso darle prisa. – Tomando un caramelo de menta para llevarlo a su boca. – Los chicos estuvieron quejándose de que poco o nada tenía que ver con economía o finanzas contemporáneas, pero supongo que para algo nos tendrá que servir hablar de divisas en desuso. – dijo desinteresado.

Ya me gustaría tener una pizca del interés en el mundo empresarial como ellos, pero no podía hacer más que condescender y seguirles la corriente, después de todo, hacer lo contrario sería lo mismo que desertar al sentido común.

Quizás justo por eso la idea no me incomodaba. De hecho, era lo más cercano a salir de la tediosa monotonía a la que estábamos acostumbrados.

– Hablando de quejas, ¿llegaste escuchar algo acerca del incidente con el chico de tercero?

Había escuchado que dicho chico en cuestión había sido expulsado, pero los pormenores de su forzada retirada no salieron a la luz.

– Dispongo de la misma información que tú y todos los que fuimos informados del incidente. – comenté, indiferente. – Aunque, parece que sabes algo más.

– Dicen que fue exiliado por hacer trampa en un examen – Exiliado… que término tan idóneo para su despacho. – Fue encontrado infraganti con todas las respuestas escondidas en su manga. – Siguió contando el suceso como si se tratase de un evento insólito. – Y pensar que por ese desliz perdió todo lo que había conseguido hasta ahora, pues no creo que ninguna otra institución que no quiera arriesgarse a que se ponga en duda de su cátedra desee verse vinculada con un fracasado. – Exhaló hondamente.

Sus palabras fueron duras, pero certeras. Así era justo cómo se trataba a cualquiera que rompiera con la norma de perfección que la academia defendía a muerte.

– Tienes razón. – y yo no podía hacer más que condescender sus comentarios.

No dudo que, sometido constantemente a la presión de no defraudar a quienes pusieron altas expectativas en él, terminara por ceder y hacer hasta lo prohibido para seguir perteneciendo al círculo de influyentes que este tipo de instituciones promueven, donde no hay espacio para la mediocridad, ni mucho menos para los fracasados.

– Bueno, eso es todo por hoy. – Dijo, de pie frente a la entrada.

– Hasta mañana. – Me despedí y él hizo lo mismo.

Como de costumbre, me dirigí a mi departamento, unas cuantas cuadras más adelante, salvo que esta vez, me sentía más distraído que de costumbre.

Con poco más de dos años antes de entrar a la universidad, mi agobio no había hecho más que aumentar, y no podía evitar hacer más que repetirme por cuánto tiempo más seguiría sujeto a esta monotonía o, peor aún; si el resto de mi vida sería igual de monótona.

Sin embargo, es justo para mantener cierto nivel de previsibilidad que la monotonía permite predecir lo que ocurrirá, aunque haya forma de cambiarlo.

Me pregunto desde cuándo todo esto habría comenzado a hacerme ruido.

Las clases al día siguiente siguieron su curso, y como lo habíamos pautado el día anterior, nos dispusimos para hacer la asignación que presentaríamos la semana entrante.

Nuestro anfitrión sería Austin, un chico cuyo perfil encajaba perfectamente con el de estereotipo de nerd, salvo que más seguro de sí mismo y mejor corte de cabello, caracterizado con un copete que envidiaría incluso el mismo Clark Kent.

– No puedo creer que lo haya olvidado… – se lamentó, llevando sus manos a sus sienes.

Matías, Cristian, nuestro último integrante para formar el cuarteto y yo, dirigimos nuestra vista hacia el frente, donde se podían ver a obreros hacer trabajos al otro lado del cruce, donde se encontraba nuestro destino.

– Lo siento chicos, olvidé por completo que la vía estaba en reparación. – Se lamentó, mientras abría un mapa en su celular.

– Lo lamento joven Sinclair, yo no debí pasar tan importante detalle por alto. – Se excusó su chofer, entrado en años y con mechones canosos que se colaban por su sombrero.

– No pasa nada, Austin. – Dijo Matías, inclinándose hacia el chico, para ver el mapa. – Hay un puente peatonal cerca de aquí, podemos llegar caminando.

– ¿Estás seguro? Se ve un poco nublado… – Habló Cristian, de complexión menuda y mucho más bajo de lo que se esperaría de un adolescente, inclinándose sobre mí para ver hacia el cielo que, en efecto, variaba en varios tonos de gris.

– Si nos apresuramos, llegaremos antes de que comience la lluvia. – dijo animado el más extrovertido de los cuatro, abriendo la puerta del auto, invitándonos a los otros tres a salir tras él.

Sin intenciones de intervenir, solo lo seguí y los otros dos no pusieron resistencia.

– Lamento el inconveniente, joven Sinclair. Daré la vuelta lo antes posible. – El anciano se escuchaba apenado.

– No se preocupe, Felipe. – Lo confortó, mientras nos extendía unos paraguas que estaban guardados en el maletero. – Una caminata no nos hará daño.

– Veremos si dices lo mismo cuando terminemos resfriados. – Refunfuñó el único disconforme con esto cuando se le extendió el paraguas.

– Estaremos bien. – Aseguró Matías, adelantándose. Yo lo seguí unos pasos atrás.

– ¿No vas a decir nada, Elliot? – cuestionó Cristian al tiempo en que se escuchaba el auto alejarse.

– La residencia de Austin está a un par de cuadras, llegaremos antes de que comience la luvia. – Dije, sin apartar la vista del cielo, que se oscurecía a cada paso.

Por alguna razón, pese al clima templado y la amenaza de un torrencial, me sentía relajado. Supongo que era el bienestar de que algo no saliera como estaba planeado.

Pese a las reparaciones que estaban siendo realizadas, el paso peatonal adosado al cruce del tranvía estaba despejado, por lo que solo nos restaba esperar a que la intermitencia de la señal que anunciaba el cruce de un tren cesara para que pudiéramos avanzar.

No era necesario que se quejara en voz alta, pero la ansiedad brotaba de los poros de Cristian al compás del tic nervioso de su pie al esperar al otro lado de la barandilla de seguridad.

Si no fuera porque Austin intentaba distraerlo, estoy seguro que habría saltado al otro lado poco antes de que el tren lo llevara consigo en su avance.

Matías, por otro lado, estaba sosteniendo un interesante cambio de mensajes de texto con Sofía que, por la frecuencia del sonido al recibir uno, estaban más que imbuidos en la conversación.

Fue entonces en ese breve lapso que, mis ojos, como un imán se sintieron tentados a ladearse a mi izquierda, despejada, solo para perfilar una silueta lánguida, recostada en un muro, que se las arreglaba para encender un cigarrillo y cuya breve pero visible chispa al conseguirlo, logró iluminar momentáneamente su rostro.

Gracias a su oscura vestimenta, se fundía perfectamente con el ambiente, y el aura que desprendía era una clara invitación a mantener distancia.

Parecía que rondaba los veintitantos.

La gran parte de su piel visible estaba cubierta de tinta dispersa en figuras e inscripciones que quizás se definirían mejor a menor distancia.

El humo del cigarrillo se veía denso, como cualquiera de los nubarrones que se concentraban sobre nuestras cabezas, sin embargo, y pese a todo lo descrito, su rostro no era visible. Un largo mechón de cabello negro cubría gran parte de su cara y su ligera inclinación hacia el frente no hacía más que imposible la tarea de identificarlo.

Debo admitir que, quizás el innegable contraste que representaba su sola presencia en ese callejón debía sernos señal de alarma, o al menos a mí, pues los otros tres estaban absortos de su figura, y, aun así, yo estaba inmóvil, como bajo un hechizo, sin poder quitarle los ojos de encima.

Él era opuesto a nosotros en toda regla.

Un extraño retortijón se acunó en la boca de mi estómago al pensar en esa consigna, y mis músculos se entumecieron. La presencia de ese extraño entre las sombras me era intrigante y, a la vez, atemorizante, no solo por el perfil cuestionable que emanaba, sino porque no podía explicar, por qué me parecía tan fascinante.

No era difícil intuir que nuestros estilos de vida no podían ser más disímiles, además de la inherente diferencia de edad, y allí estaba, sin entender por qué no podía dejar de observarlo.

En aquel momento entonces, recordé que por esta intersección se encontraba el área limítrofe que daba acceso al arrabal de la ciudad. Burdeles, casinos, moteles, y cuanto establecimiento de dudosa legalidad se pudiese contemplar bajo el espectro de libertinaje, se abarrotaban entrada la noche con cualquiera que quisiera hacer gala de cualquier pecado capital.

En un instante, luces neón al fondo del callejón delimitaron su rostro, y lo siguiente que supe fue que, como dos témpanos de hielo, sus ojos de un terrible azul profundo, parecieron quererme ahogarme en ellos, pues su expresión de desagrado empeoró aún más mi estado de desconcierto que, pese al pavor, no lograron apartarse de los de él.

No sé cuántos segundos pasaron, o si acaso llegué a parpadear en algún momento, pero él mantuvo con admirable resistencia una batalla campal de miradas en la que ni siquiera supe por qué yo estaba involucrado en primer lugar.

Un escalofrío incómodo me recorrió toda la espina dorsal, mi boca estaba mortalmente seca y mi respiración flaqueaba como si hubiera terminado una maratón.

¿Estaría al borde de un infarto?

Una disimulada curvatura ascendente mostró parte de su dentadura, y su expresión se revelaba ahora satisfecha, pero, ¿por qué?

¿Acaso él logró intuir por qué, pese a todo lo anterior, yo no apartaba mis ojos de él?

– ¡Elliot! – El grito casi me hace perder el equilibrio. – ¿Qué estabas mirando? – Preguntó, apoyándose de mi hombro, mientras yo recobraba la compostura.

Al volver mis ojos al callejón, la silueta siniestra, ya no estaba.

No lo habré imaginado, ¿verdad?

– No perdamos tiempo. – Dije, disimulando mi desconcierto, siendo el primero en atravesar las vías.

Estuve tan absorto en ese extraño, que ni siquiera me percaté del cesar de la alarma del cruce, el ruido del tranvía, o nada más.

¿Qué había sido todo eso?