Al día siguiente, y durante toda la noche, el suceso divagaba en espasmos de incertidumbre e intriga.
Si bien lo que más me consternaba del intercambio de miradas no era si habría ocurrido o no, el hecho de que haya sucedido "algo" ya era suficiente para que me incomodara.
¿Por qué no podía dejar de verlo?...
Ese día, también teníamos que reunirnos, y de nuevo, nos encontrábamos en la residencia del de anteojos.
– Debemos ir a la biblioteca. – Externó Austin, dirigiéndose a la entrada que daba a la calle.
– Pero para ir a la que queda en el centro, debemos pasar por el cruce de nuevo. – Se quejó Cristian, y eso bastó para que mis músculos se tensaran.
La sola idea de llegar a ver a esa figura (si es que en verdad existía) aceleró incómodamente mi pulso.
– Es eso, o darle la vuelta a media ciudad. – Agregó Matías, que, volvió a liderar nuestro avance.
Unánimemente, habíamos accedido a encaminarnos a pie, salvo que esta vez, nos encontrábamos en el lado opuesto del cruce.
Apretaba con fuerza mis uñas sobre la palma de mis manos para intentar disuadir a mi cerebro de la ansiedad que me embargaba.
No saber qué me estaba ocurriendo, me estaba causando migraña.
Desde allí no me era posible ver el callejón, y, eso debería haber sido suficiente como para que desistiera de mirar en esa dirección, y no podía evitar dejar de sentirme tentado a buscar lo que sea que vi ayer allí.
Como era de esperarse, nada ocurrió.
Eso debería ser buena señal, ¿no?
Aunque, lo que menos esperaba sentir era… decepción.
¿A qué se debía todo este humor que me tenía tan ajeno a mi usual ser?
Pese al sosiego que debería significar que, en efecto, nada ni nadie estuviera en ese apartado con poca iluminación al costado del cruce, me sentía intranquilo.
Aunque, quizás esto era lo mejor. De todos modos, ¿qué cambiaría si no hubiera imaginado lo que vi ayer?
A lo mejor me dejé llevar por la falaz idea de que, por absurdo y transitorio que fuese, algo que irrumpiera esta soporífica monotonía, sería suficiente para complacer a mi mezquina necesidad de que algo cambie.
Creo que esto era lo mejor.
De alguna forma, como el día anterior, me las ingenié para que mi estado divagante no se notara, y no me fue tan complicado mantener mi templanza usual, como un actor que tiene perfectamente ensayadas sus líneas y solo espera el momento idóneo para aparecer en escena.
Estaba acostumbrado.
…
Los días siguieron, y el recuerdo de esa figura en el callejón se desvaneció de la misma forma en la que vino.
Fue en uno de los recesos que, investigando más acerca de la economía de Mesopotamia, que reparé en un relato o, más bien, historia extraoficial de cierto personaje histórico cuyo trasfondo, suscitó más de una pregunta.
Movido por el morbo, recelo de que alguien llegase a percatarse de mi investigación, me sumergí en la vida y obra de Gilgamesh, y su estrecha relación con uno de sus lacayos, Enkidu.
Si bien datos de esta índole no suelen abundar ni mucho menos, ser plasmados en los libros de historia por su naturaleza… inmoral, cabe destacar que esos aspectos dan luz a características intrínsecas de su forma de pensar y personalidad.
Profundizando en este contexto, resulta que las prácticas homoeróticas entre colegas de juergas y cruzadas, eran más que comunes debido a que las féminas solían quedarse atendiendo las funciones del hogar y, como la testosterona nunca fue un obstáculo para el lívido, entre camaradas se ayudaban para "disponer" de sus necesidades físicas con prácticas que, pese a no estar ilustradas en el artículo que encontré, sus descripciones dejaban muy poco a la imaginación.
Me pregunto quién se habría dado a la tarea de hacer tan exhaustivo trabajo y, con cuáles intenciones.
Fuera cual fuese el móvil, me hallé concentrado por al menos 40 minutos en escritos cuyos contenidos sobresaltarían a más de uno y, quizás era justo esta la razón por la que me sentía motivado a leerlas. Digo, no era que me sobraran personas con quien abordar estos temas.
– ¿Qué lees? – O eso pensé.
– Tenía ciertas dudas sobre unos conceptos… – me apresuré a decir, mientras mostraba mi cuaderno de apuntes de química.
– ¿Y qué tiene que ver los enlaces de hidrógeno con Gilgamesh? – Matías podía ser perspicaz cuando se lo proponía.
– Supongo que una cosa llevó a la otra… – me excusé, despreocupado. – Vayamos por algo de tomar. – Cerrando la ventana de búsqueda en la computadora.
– De acuerdo. – Dijo acercándose a la salida, no sin que antes yo eliminara cualquier rastro de mi búsqueda en el historial.
De lo contrario, eso daría pie a preguntas que no sabría cómo justificar, ya fuera por su tipo o por mi motivación.
…
Al día siguiente, la presentación La Historia de los Estados Monetarios de Mesopotamia fue tan interesante como ver una gota de agua hacerle un orificio a una roca.
Para mi sorpresa, conseguimos la puntuación máxima, y, contra todo pronóstico, me sentía sofocado. No solo por tener que disimular mi incomodidad, sino porque no entendía a qué se debía esta constante contrariedad.
¿Por qué no me sentía satisfecho?
¿Qué me estaba ocurriendo?
¿Qué me hacía falta?
Los chicos, revitalizados a consecuencia de las calificaciones conseguidas, tenían ánimos de sobra para celebrar su hazaña, cuyo entusiasmo no compartía del todo.
– Invitemos a algunas chicas de la academia vecina. – Obviamente, quien sugirió esto, era quien tenía su interés amoroso en dicha academia.
– Solo si no tengo que pasarme el rato viendo cómo coqueteas. – Accedió Austin.
– Quizás alguna me haga sentir que anular mi vida social la semana pasada valió la pena. – Incluso Cristian se veía motivado – ¿No vienes, Elliot?
– Ah... No, tengo cosas qué hacer.
– ¡Vamos, Elliot! – Se colgó Matías de mi hombro. – Despejemos nuestras intelectuales mentes con féminas cuya belleza es mero adorno de su inteligencia. – Lo enamorado lo ponía bastante ingenioso.
– Alguien tiene que hacer la despensa. – Insistí. Y cualquier excusa sería válida en ese instante.
Por algún motivo, sentía la incipiente necesidad de huir de allí.
– Como gustes. – Concluyó Cristian, quien seguía de cerca a Austin.
– Nos vemos mañana. – Se despidió Matías, mientras yo tomaba el lado contrario.
Y, en cuestión de minutos, estaba lo suficientemente lejos del perímetro de la academia como para no ver a nadie que llevara mi mismo uniforme.
Caminé apresurado, sin rumbo fijo y sin saber por qué. Y me encantaría decir que mi respiración entrecortada era a causa de mi paso apresurado, pero en mi pecho los síntomas de una arritmia no hacían más que empeorar mi situación.
Tal fue mi sopor, que tuve que apoyarme de un poste para tratar de regular mi respiración, solo para darme cuenta de que me encontraba a pocos pasos del cruce, salvo que el lugar estaba demasiado oscuro como para poder descifrar exactamente dónde.
Y antes de si quiera cuestionarme cómo había llegado ahí, el estruendo de un relámpago tensó mis músculos, solo que, cual interruptor, los letreros neón multicolor cobraran vida sobre mi cabeza.
Como en días anteriores, el clima solo amagaba una llovizna que nunca ocurría. El cielo no era más que un lienzo cuyas tonalidades de gris no parecían tener intenciones de ceder siquiera una gota, por lo que no contemplé en tomar un paraguas esa mañana.
Recobrando el control de mis sentidos, quise disponer a mi cuerpo a retroceder, solo para que, cual polilla atraída a una lámpara, mi cuerpo se moviera por su cuenta hacia las profundidades de aquel espacio.
Mi sentido común flaqueaba mientras me sumergía cada vez más en ese ambiente abarrotado de nicotina, alcohol, y cuanta sustancia estuviera a disposición de quien quisiera pagarla.
Las luces estroboscópicas de los letreros intermitentes perjudicaban mi visión, pero no ralentizaban mi avance. Los ruidos de distinta índole se mezclaban con la música a todo volumen de los locales, creando una orquesta de sensaciones que recorrían mi piel incómodamente, y que no eran lo suficientemente amenazantes como obligarme a irme.
¿Qué era lo que pretendía?
Mi boca salivaba insistentemente, y mis pasos eran cautos, como si temiera asustar a las ratas, escurridizas entre los botes de basura y escondijos a sus madrigueras, que también eran parte de aquella armonía de pasiones y deseos carnales.
Caminando con cautela, esquivaba las miradas de quienes posaban su desdén sobre mis hombros; y, no era para menos, ¿qué estaba haciendo un chico como yo en uniforme en aquel laberinto de callejones?
Sí, yo también lo quería saber.
Pero poco duró mi cuestionamiento cuando en mi desconcierto, choqué con un tipo robusto, cuyo fuerte olor a licor me hacía dudar de que no fuera una destilería andante.
– Disculpe. – Me apresuré a decir, sin hacer contacto visual, pretendiendo esquivarlo solo para que dos tipos más truncaran mi retirada.
– La guardería queda en la otra dirección. – Espetó un larguirucho, al tiempo en que me compartía el humo de su cigarrillo al exhalar mezclado con el vaho a alcohol.
En ese momento comencé a sentir a tope todas las sensaciones a mi alrededor, como si mis sentidos hubieran evolucionado en cuestión de segundos pues, todo se tornó completamente lúcido, solo para que una incontrolable agitación y la subsecuente sudoración me alertara de que estaba en peligro.
Sin embargo, lejos de sentir pavor, mi cabeza solo pensaba en maniobras de evasión.
– Sí, lo siento. – Dije, volviendo hacia atrás solo para que el tipo restante me jalara con brusquedad de mi maletín.
– Espera, ¿este emblema no es de esa escuela de ricachones? – habló arrastrando las palabras.
– ¡¿Qué?! – El más grandulón de los tres ahora me tenía sujeto de mi chaleco.
– ¡Ja! ¡Tienes razón! – Confirmó el otro tipo de atrás, viendo el emblema en mi pecho. – ¡Qué conveniente! – Esa exclamación fue suficiente para que la adrenalina en mi cuerpo estuviera a punto de provocarme un colapso.
– ¿Qué estás buscando, renacuajo? – el corpulento, que parecía el cabecilla de los tres, también mostraba signos de embriaguez, me tomó de la barbilla, para inclinarse más cerca de mi rostro. – Quizás podamos ayudarte… – Deslizando ahora su pulgar por mi barbilla.
Un cosquilleo incómodo se acopió en la boca de mi estómago y yo estaba casi seguro de que vomitaría allí mismo si no escapaba.
– Y–ya me iba… – intentando zafarme, solo para que mi momentánea tartamudez delatara mi estado.
– Conocemos un lugar donde podrías relajarte… – Continuó el líder, solo para que los dos secuaces a mis espaldas rieran a coro. – ¿Quién sabe? Quizás puedas enseñarnos algo de lo que estudias en esa academia… – Acariciando con su otra mano el emblema de mi pecho, con demasiado detenimiento, descendiendo lentamente por mi abdomen.
Mis sentidos me pedían a gritos salir de allí a como diera lugar, y el hastío de tan incómoda situación no hizo más que agudizar el arrepentimiento de haberme inmiscuido en ese laberinto hacia el infierno quien sabe en busca de qué.
Regulé mi respiración y concentré mi energía en mis pies, mientras mis ojos buscaban algún hueco que me permitiera huir.
Y, aunque la apertura que vislumbre al lado de un bote de basura no era lo suficientemente amplia, era mucho mejor fallar en el intento que seguir inhalando el hedor de ese trío de ratas.
Procuré analizar la posición de los tipos a mis espaldas, mirando el lugar de sus pies rápidamente para luego calcular la distancia de inclinación del tipo frente a mí que, para desgracia y fortuna, era escasa.
– Vamos, no perdamos tiem… – era ahora o nunca.
Mientras se inclinaba mucho más a mí, quizás para acariciar más tela de mi uniforme, logré atestarle un cabezazo lo suficientemente fuerte como para que el ruido del choque confirmara que lo hice caer de espaldas, mientras él sostenía su nariz, derramando gotas de sangre.
Al tiempo en que todo esto ocurría, salté lo más alto que pude, procurando aterrizar en al menos a un pie de los otros dos tipos, empujándolos como pude lo más lejos de mí, haciéndolos tastabillar.
– ¡Hijo de perra! – escuché al primer abatido gritar mientras corría entre los callejones por mi vida, asumiendo que, si me alcanzaban, eso no sería una mera suposición.
– ¡Maldito! – vociferó uno de los esbirros, mientras sus pisadas se escuchaban peligrosamente cerca.
Escabulléndome entre sus homólogos que salían y entraban a bares y sitios de entretención diversos, me las ingeniaba para moverme y procurar despistarlos, sin éxito.
– ¡Está por allá! – la voz ronca del más robusto retumbó incluso por encima del ruido y la música, empeorando mi estado al borde de un infarto.
Tenía que salir de esa zona cuanto antes, pero considerando que de seguro eran personajes habituales de esta enramada de pasadizos, yo era el que estaba en desventaja si decidían sacarle provecho a mi nulo conocimiento del mapa, sin tomar en cuenta de que podría caer a merced de cualquier otra escoria que quisiera imitarlos o aliarse a ellos.
Miraba como loco a mi alrededor, siendo aturdido por los destellos neón y la música a tope que competían para desquiciarme mientras que en cada segundo que me detenía para continuar mi huida, mi energía se agotaba angustiosamente.
Cuando sentí mis piernas flaquear, me apoyé en un muro que colindaba a un pasadizo que de seguro era la entrada al inframundo, resplandeciente con una luz escarlata.
Me contraje contra la estructura rígida, esperando que me sirviera de escondite mientras recobraba fuerzas, pero, sabía que sería cuestión de tiempo para que me hallaran.
Mi tiempo estaba contado si no salía de allí, rápido.
El reflejo de mi rostro agotado sobre la oscura pantalla de mi celular con batería suficiente para si acaso 2 minutos confirmó que no solo el ambiente había oscurecido mi semblante, sino también mi alrededor.
La temperatura de mi cuerpo disminuyó casi precipitosamente, y el clima húmedo convirtió mi piel pegajosa al tacto y ni siquiera mi respiración agitaba parecía llevar el suficiente oxígeno a mi cerebro.
El sonido de unas pisadas a mis espaldas, y la subsecuente mirada despectiva de la mujer con escasa ropa que salió tras de mí, me recordó por qué estaba apoyado allí y por qué debía irme antes de que fueran los que me buscaban quienes me sorprendieran.
Seguí avanzando con nerviosismo, temeroso de que las próximas pisadas más cercanas a las mías, fueran las de ellos.
Y, tras lo que me parecieron días, al fin alcancé a escuchar el característico timbre de la señal del cruce que daba a la civilización.
Mirando con cautela a mi alrededor, aferrado a por fin salir de allí, me moví con velocidad hacia el origen, solo para que, a dos callejones de llegar al área urbana, las tres figuras que evadía como loco, en cámara lenta, me divisaran a peligrosos 5 metros de distancia.
Para mi pésima suerte, en cuanto los vi, cuando pretendía huir nuevamente, tropecé con una lata de cerveza, lastimando mi pie y rodilla derecha en el proceso. Alcancé a levantarme antes de que se acercaran a mí y tiré una pila de huacales que sirvieran de barricada mientras me reponía, pero en clara desventaja, no sé por cuanto tiempo más podría correr antes de que me atraparan.
Y, lo peor ocurrió.
En mi desesperación no me di cuenta de que me estuve adentrando a un callejón sin salida.
El pánico expulsó como un puñetazo en mi estómago todo el aire restante en mis pulmones y que, si no se me ocurría algo rápido, dentro de poco no sería solo figurativamente.
– ¡No puede estar lejos! – no me fue necesario verme para saber que mi piel competía con la de un fantasma.
Resignado prácticamente a mi destino, solo me volteé a la salida de aquel pasadizo a esperar mi final.
Lamentando todas y cada una de las decisiones que me llevaron a estar allí, cual, condenado a muerte, comencé a pensar en cómo había sido mi vida o más bien, la ausencia de ella.
Había estado tanto tiempo en automático que, en mi posible lecho de muerte, me costaba pensar en algo que me hiciera querer moverme.
Comencé a temblar, pero, lejos de ser el pavor característico de estar a pasos de mi ejecución, mi malestar era a causa de percatarme de que nunca había sido feliz.
Quizás a los dieciséis era una premisa muy apresurada para asegurar que había sido un desperdicio hasta ahora, pero el hecho irrefutable era que me sentía vacío.
No lograba concebir un momento en el que hubiera agradecido haber estado con vida, haciéndome sentir miserable y patético.
Un sollozo ahogado escapó de mis labios sin percatarlo y temí como nunca por mi integridad.
Sin escapatoria, me resigné a esperarlos, lamentando solamente el no volver a ver a mi familia y a Matías.
Los pasos se hacían cada vez más cerca, sigilosos, como un cazador que no quiere asustar a su presa.
Mi respiración parecía querer romper mis costillas y podría asegurar que mis ojos estaban a punto de salir de sus órbitas.
Fue entonces cuando una mordaza de carne me contrajo sobre sí misma y un posible paro cardíaco estaba listo para manifestarse.