Por un momento solo sintió ira.
¿Cómo se atrevía a robarle a ella?
Cada impacto en sus nudillos descargaba un poco de esa ira en la cara del ladrón, mermándola poco a poco hasta que tuvo suficiente.
Cuando se detuvo e inhaló una bocanada de aire, Érica se vio a sí misma sobre el torso del hombre. Su nariz estaba torcida y cubierta de sangre, su cara molida, debajo de ambos, un charco grande y rojo le manchaba las rodillas.
Se puso de pie, sintiendo la mirada de los demás sobre su nuca a una distancia prudente. El ladrón había dejado de respirar hacía un buen tiempo. No se reconocía su cara. Estaba muerto, bien muerto.
La muchacha miró sus nudillos, cubiertos de sangre ajena. Estiró y contrajo sus dedos para disminuir la rigidez que sentía. Luego sacudió su cabeza para espabilarse. No había nada que hacer sobre el tipo, no había vuelta atrás. Debía dejar de mirarlo y comenzar a pensar en cómo salir de ahí.
Se fijó en el andén de metro en el que se encontraba. No era la hora punta, pero aun así había mucha gente apelotonada, contemplándola a ella y al cadáver botado en el piso. Tendría que hacerse paso a empujones. Luego de aceptar este plan, se agachó para recoger su billetera de las manos del ladrón, se la guardó en el bolsillo y echó a correr con la cabeza agachada hacia el muro de gente que la miraba.
Naturalmente, algunas personas se hicieron a un lado para evitar cualquier conflicto posible con la jovencita que recién había matado a un hombre tan solo con sus puños. Otros interpusieron sus cuerpos para evitar que la homicida escapara.
Érica, viéndolo venir, se limitó a golpearlos en el estómago para paralizarlos en su lugar y pasar sin problemas. Sin embargo pronto la densidad de gente aumentó y se le hizo muy difícil esquivarlos, así que saltó sobre sus cabezas y se apoyó en sus hombros y nucas para avanzar a toda velocidad hacia las escaleras.
Ascendió rápida como cohete hacia la calle. Se encontraba en el centro, eran casi las cuatro de la tarde y había mucha gente. Era otoño, hacía más frío a la intemperie que en el subterráneo. El movimiento la protegía de la temperatura, pero tenía una excusa para cubrir la sangre en su pecho. Rápidamente se desamarró su polerón de la cintura y se lo puso, esperando que nadie se fijara en sus manos manchadas de rojo. Le molestaba la sensación de líquido tibio en su pecho, mucho más sabiendo que hace no mucho había estado dentro del cuerpo de aquel hombre, pero no tenía muchas opciones en ese momento.
Tenía que llegar con su papá. Él sabía qué hacer en ese tipo de situaciones. Sin pensarlo dos veces, echó a correr por la calle, entre los autos. Pasó autos que iban al límite de velocidad y saltó micros que se paraban a recoger pasajeros. No quería llamar la atención, pero tenía que llegar a él rápido si quería evitar problemas.
—No es mi culpa que todos sean unos imbéciles— se dijo, tratando de defenderse— Él me robó, yo solo me defendí ¿Por qué no me pueden dejar en paz?
Al pensar eso, se dio cuenta que no había oído sirenas ni nada parecido por unos buenos diez minutos desde salir del metro. Por un segundo pensó que finalmente se había librado, pero sus esperanzas fueron destrozadas muy poco después, cuando un auto patrulla dobló derrapando en una esquina tras ella y comenzó a perseguirla. Los policías incluso dispararon al aire para asustarla.
—Mierda— pensó— ¿Debería pelear?
Miró en ambas direcciones, pero no había escondite. No tenía batería en su teléfono, así que no podía llamar a su papá. No le quedaba de otra.
Érica desaceleró hasta detenerse y dio media vuelta. La patrulla se detuvo frente a ella, dos policías salieron, apuntándole en todo momento con sus pistolas. Tenía que dejarse arrestar, al menos de momento. Ya haría algo luego.
Érica era una chica de 18 años, de largo y voluminoso pelo rubio. Sus facciones eran agudas y bonitas, pero no usaba maquillaje, le intimidaba. Su cara era expresiva y sus bonitos ojos azules miraban hostilmente por defecto.
Menos de una hora después de ser detenida, la chiquilla se encontró en la celda de una comisaría. Se sentía frustrada, pues no hacía mucho que se habían mudado a esa ciudad y ya tendrían que mudarse de nuevo por haber matado a ese estúpido ladrón. Por supuesto que ella sabía que matar estaba mal, pero a veces no podía evitarlo, la gente simplemente era muy frágil.
En estos pensamientos se encontraba cuando la reja de su celda se abrió. La muchacha tensó sus músculos antes de mirar, esperando encontrarse con uno de los policías. En vez de eso halló a un hombre de pelo corto de color trigo y una sonrisa sólida como un baluarte. Lucifer Sanz era alto y robusto, aunque por lo general disimulaba muy bien su cuerpo amenazante con simpatía y elocuencia.
—¡Papá!— exclamó la chica, saltando de la sorpresa.
Corrió a abrazarlo antes de darle tiempo para hablar.
—¿Estás bien?— le preguntó este— ¿No te hicieron nada?
—Nada fuera de lo usual— y por usual, Érica se refería a unos empujones y golpes.
Su padre asintió, conforme con eso. Luego acarició su cabeza y le indicó con un movimiento del mentón que lo siguiera hacia el exterior.
Al atravesar el pasillo, Érica notó unos cuantos cuerpos botados, otro sobre un escritorio y un par de policías en una celda que antes había estado desocupada. Todos inconscientes.
—Je…— soltó orgullosa.
—Ya estoy cansado de estos policías— explicó él— Vamos a tener unas vacaciones, tú y yo.
—¡Oh, sí!— exclamó ella, contenta.
Lucifer tomó el escritorio que tenía cerca, quitó al oficial encima con una mano y con la otra cargó el mueble como si fuera un escudo. Entonces dobló la esquina, seguido de su hija, solo para encontrarse con dos policías más apuntándoles con sus armas.
—¡Suelte ese…
El policía se paró un momento al notar que Lucifer cargaba un escritorio como si no pesara nada. Este aprovechó el momento de duda para arrojárselo encima. El escritorio embistió al sujeto y lo arrastró por todo el largo de la sala hasta aplastarlo contra la pared. El otro oficial vio todo esto con desconcierto, y para cuando recordó que estaba frente a dos criminales y pensó en dispararles, Érica le quitó la pistola de un golpe y lo mandó contra la pared de una patada.
Mientras los fugitivos salían de la comisaría, entre escombros y ruidos de sirenas, Érica miró a su padre con dicha. Pelear contra policías nunca era un mal ejercicio, pero hacerlo junto a él era emocionante. Este notó que tenía la atención de su hija, así que le sonrió.
—Papá…— le espetó ella.
—¿Sí?
Érica encogió sus hombros y agachó la cabeza, medio compungida.
—Disculpa por hacerlo de nuevo. Sé que para ti es más trabajo cambiar de vida cada vez que me pasa.
Lucifer dejó escapar una risa liviana.
—No te preocupes, mi princesita. A todos nos pasa.
—¿A ti también?— se sorprendió la muchacha.
—¡Ja! Por supuesto, muchas veces… y muchas otras me gustaría decir que fueron accidentes.
Érica tenía ganas de indagar más en el pasado violento de su padre. Le encantaba cuando él contaba historias al borde de ser creíbles, pero las historias tendrían que esperar, pues en ese momento aparecieron varias patrullas desde ambos lados de la calle. Decenas de policías se bajaron y les apuntaron con sus armas.
—Creo que ya es hora de irnos— propuso Lucifer.
—¡Sí!— contestó una emocionada Érica.
Los policías ladraron órdenes, pero los fugitivos ya no los escuchaban. Padre e hija dieron un enorme salto y cayeron como bombas entre los autos.
Lucifer levantó una patrulla de una patada y la lanzó contra la mitad de los uniformados. Alrededor, el resto de los policías abrió fuego, mas ninguno dio en el blanco. Érica agarró a un sujeto de una pierna y lo usó como maza para pegarle a los demás. Finalmente arrojó al sujeto al aire, el cual voló, rompió una ventana y cayó dentro de un edificio.
Antes que los policías se recuperaran, los criminales se subieron a uno de los autos que había quedado intacto y se marcharon a toda velocidad.
Esos eran Érica y Lucifer, dos fuertes fugitivos.