Habían pasado tres días desde el ataque a la tribu y ningún guerrero del cacique Guariní fue a perseguirlos. Quizás estuvieron todos enfocados en defenderse entre ellos o, en el peor de los casos, fueron diezmados por los bandidos. Pero eso a Yerutí ya no le importaba: eran libres y, por primera vez, podía moverse a sus anchas por el bosque.
O al menos eso era lo que deseaba hacer. Primero debía cuidar de su hermano, cuya herida no cicatrizaba aún si usara plantas curativas para cubrirlo del aire y polvo del ambiente. La joven daimon tenía el presentimiento de que la punta de aquella flecha estaba envenenada. Sabía que los cazadores colocaban ciertos venenos en sus flechas para eliminar más rápido a las bestias gigantes que cazaban. Si fuera así, la única opción que le quedaba era recurrir a un chamán, ya que eran los únicos conocedores de los secretos del universo y la función de cada elemento controlado por los espíritus de la naturaleza. Por eso podían crear pócimas para curar enfermedades, tratar heridas mortales y controlar a los espíritus tanto en beneficio propio como de su tribu.
Mientras descansaban en una cueva, ambos hermanos tuvieron una breve charla al respecto.
— Escuché del cacique Guariní que los chamanes más poderosos de la selva Guaraní provienen del Norte, donde nace el Gran Río que divide los bosques de las tierras áridas – recordó Arandú – Pero en mi condición, no creo que podamos llegar.
— Si tan solo no nos hubiesen cortado las alas – lamentó Yerutí, mientras acariciaba sus salientes de la espalda – Aun así, aunque logremos llegar, será peligroso. No podemos entrar a una tribu y secuestrar a un chamán tan fácilmente. ¡Y más si son los del norte!
— Sí. Tienes razón. Si nunca pudimos con el chamán de nuestra tribu, ¿Qué esperamos de las tribus del norte?
Los hermanos suspiraron. Tras un breve silencio, sus estómagos comenzaron a rugir, como señal de que ya era hora de comer. Cerca de su cueva había un árbol de mandarinas, por lo que Yerutí fue tras ellas y las tomó. Regresó al refugio, peló las frutas y se las entregó a su hermano en pequeños pedacitos para que pudiese digerirlos más fácilmente. Su salud iba empeorando y casi le costaba ingerir alimentos. Y en esos momentos, solo pudo comer dos trocitos de la mandarina.
— No dejaré que mueras – dijo Yerutí, mientras sostenía su cabeza para evitar que éste se atragantara con la comida – Somos familia y debemos estar unidos para sobrevivir en la selva.
— Después de tantos años criados en cautiverio… ¡Suena difícil!
Cuando terminaron de comer, Yerutí cargó a Arandú sobre su espalda y comenzó a correr rumbo al norte. Todavía recordaba cómo sus padres les enseñaron a guiarse por el bosque, así es que no tendría problemas con eso. Tampoco le preocupaban las bestias si no, más bien, encontrarse con un daimon salvaje. Escuchó que eran hostiles hacia los daimones domesticados, por lo que debía prepararse por si algún día surgiese un enfrentamiento.
Tras varias horas recorriendo por entre los árboles, los dos hermanos sintieron un aroma tan atrayente que se les volvió a abrir el apetito. Era una mezcla de carne cruda con frutos frescos recién arrancados de los árboles. Ambos concluyeron que era periodo de recolección, en donde los recolectores regresaban a la tribu para distribuir las frutas, yerbas, hongos y animalitos pequeños que recolectaban en el bosque. Por lo general eran personas muy frágiles o poco aptas para las batallas, pero con las energías y fuerzas suficientes para adentrarse en el bosque en busca de comida o plantas curativas.
— Quizás haya una tribu aquí cerca – pensó Yerutí – Debemos ser precavidos.
— Espero que no hayan "cazadores" en el grupo – dijo Arandú – en la tribu de Guariní el grupo de recolectores siempre iban acompañados por un guerrero o cazador para protegerlos de algún ataque.
— Si, y normalmente solo son uno o dos – le recordó Yerutí – ahora que no tenemos esas cuerdas que nos colocaba durante el cautiverio, podemos atacarlos fácilmente. ¡Somos más fuertes que los humanos!
Sus estómagos comenzaron a rugir de vuelta. Esta vez no pudieron controlarse, ya que el olor era demasiado atrayente que les borraba el raciocinio. Mientras se relamían los labios pensando en el manjar que se darían más adelante, comenzaron a avanzar sin prestar atención a sus alrededores.
Y entonces vieron una figura que parecía sostener un cesto de frutas y roedores recién atrapados. Yerutí, con su hermano a cuestas, fue directo hacia ahí y, antes de llegar, una red se levantó del suelo y los levantó por los aires, quedando atrapados.
— ¿Pero qué…?
Una fuerte carcajada se escuchó a unos metros de donde estaban colgados. Yerutí dirigió su mirada hacia abajo y vio a un humano cubierto de plumas multicolores y sosteniendo una especie de báculo de madera. ¡Era un chamán!
— ¡Oh! ¡Qué sorpresa! – exclamó el extraño humano, mientras los señalaba con su báculo - ¡Casi creí que mi trampa no funcionaría! Pero… ¡No esperaba encontrarme esto! ¡Estoy de suerte!
— ¿Quién eres? – preguntó Yerutí - ¡Bájanos de inmediato!
La rama que sostenía la red se aflojó y cayeron al suelo. La red se desparramó a su alrededor, por lo que Yerutí se levantó e intentó ayudar a su hermano a sacarse las cuerdas encima. Pero entonces, unas raíces enormes rodearon sus cuerpos y los inmovilizaron. La raíz que atrapó a Arandú se movió rápidamente en dirección hacia el chamán quien, al pronunciar unas palabras extrañas, consiguió que el daimon se quedara dormido.
Yerutí intentó usar su fuerza para liberarse, pero todo fue inútil. En el fondo, reconoció que ese chamán era bastante poderoso y temerario como para enfrentarse él solito contra dos daimones sueltos.
— Mal. Muy mal – murmuró el hombre, mientras hacía que las raíces soltaran a Arandú y lo colocaran por el suelo. Comenzó a palparle el torso y continuó hablando – No me percaté de que lo hayan envenenado con una flecha de esas. ¡Y está muy avanzado! ¡Qué lástima! Hubiese sido más sencillo si los dos daimones estuviesen en condiciones para enfrentarlos, pero…
— ¡Oye! ¿Qué haces con mi hermano? – gritó Yerutí, creyendo que el chamán estaba lastimando a Arandú - ¡Suéltalo o te arrepentirás!
— ¿Huyeron de una tribu hace poco? – preguntó el chamán, ignorando las amenazas de la joven daimon – Se nota que fueron criados en cautiverio. A su edad, deberían lucir un par de alas enormes – dirigió su mirada a Yerutí, haciendo que ésta tragara saliva al sentirse inspeccionada – Tranquila. Aunque no lo parezca, somos más parecidos de lo que crees. ¿Sabes? Yo también me escapé de mi tribu proveniente de las áridas tierras del Norte. Esta selva ha sido un paraíso para mí y anduve recorriendo por meses solo para buscar a dos daimones que puedan ayudarme a enfrentar a los Guardianes.
— ¿Guardianes? – preguntó Yerutí - ¿Quiénes son los Guardianes?
— Son los primeros descendientes del amor entre dioses y humanos, en la era en que el mundo terrenal y espiritual convivían en plena armonía. Se cree que fueron bendecidos por los dioses para custodiar las llaves de la morada celestial. ¿Sabes? He pasado toda mi vida entrenando para arrebatarles esas llaves, pero un simple humano no puedo contra tan inmerso poder. Es por eso que la clave está en aliarme con los daimones…
— ¿Qué? ¿Pero cómo se te ocurre? ¡Si ustedes nos liquidan y esclavizan! – reclamó Yerutí con furia, volviendo a forcejear.
El chamán acercó una mano hacia la herida de Arandú, recorrió el contorno con un dedo y, de inmediato, el joven daimon lanzó un quejido de dolor en su sueño profundo. Esto fue demasiado para Yerutí.
— ¡Basta! ¡Déjalo en paz! ¡Haré lo que quieras!