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Chapter 3 - Capítulo 2. La vida en cautiverio

Un chorro de agua fría fue lanzado hacia el grupo de daimones criados en cautiverio dentro de la tribu. Yerutí, al sentir el impacto del líquido sobre su rostro, dio un salto de susto que logró sacar a Arandú de su sueño pesado.

— ¿Pero qué sucede? – preguntó su hermano, abriendo los ojos y mirando por los costados.

— Otro duelo – respondió Yerutí, mientras sacudía su cabeza para secarse.

Por inercia, colocó sus manos sobre la zona donde antes estaban sus alas y, repentinamente, acarició las salientes de piel que le quedaron luego de que los humanos la mutilaran a ella y a su hermano para evitar que pudiesen escapar. Vagamente recordaba aquel fatídico día en que fueron arrancados de sus padres, a quienes masacraron sin piedad. En esos instantes, solo deseaba morir pero, al final, su vida se convirtió en un verdadero infierno.

Tanto Arandú como Yerutí fueron presentados ante el cacique de la tribu quien, al apreciar esos "interesantes especímenes salvajes", ordenó que cortaran sus alas. El dolor fue tan intenso que ambos niños estuvieron inconscientes por días, pero lograron sobrevivir y, al poco tiempo, se vieron entrenándose con otros daimones capturados para enfrentarse en duelos de combates.

Yerutí demostró ser la daimon más fuerte, por lo que enseguida se convirtió en la favorita del cacique Guariní, quien era un hombre cruel y sanguinario de fuerza descomunal. Sus pasatiempos era apreciar los duelos de daimones, humillar a los más débiles arrebatándoles a sus esposas, hijas o madres para su propio disfrute y seleccionar al daimon más fuerte para sus cacerías.

Tanto Yerutí como los demás daimones tuvieron la oportunidad de acompañar al cacique en sus periodos de caza, ya que los usaba como cebo para atraer a las bestias o derrotarlas sin desperdiciar los recursos humanos: los guerreros y cazadores de la tribu.

Para evitar que los daimones escaparan, el chamán de la tribu les ataba sus cuellos con unas cuerdas poseídas por los espíritus de las plantas y la tierra, los cuales inmovilizaban al instante al daimon que osara desafiar ese gran poder. Y es que el chamán era el único humano que podía controlar a los espíritus naturales a su antojo, siendo su misión controlar a los daimones en cautiverio, curar enfermedades o heridas mortales, ayudar a las mujeres en sus partos para garantizar el nacimiento de los bebés y proteger a la tribu ante cualquier ataque de otras tribus enemigas en ausencia de los guerreros y cazadores.

Las únicas veces en que los daimones no poseían esos collares era en los duelos de combate. Pero la arena se encontraba protegida por grandes bloques de piedra controladas por el chamán, asegurándose así que nunca pudiesen escapar.

Aunque la idea del escape les era atractiva a los daimones, tanto Yerutí como Arandú pensaban que no tendrían ninguna posibilidad de sobrevivir sin sus alas. La vida de la selva Guaraní se les iba olvidando poco a poco, por lo que no les quedaba otra opción más que resistir en la tribu de los humanos.

Luego de la repentina ducha matutina, los daimones fueron colocados delante de la casa del cacique Guariní, la cual era la única adornada con plumas coloridas de guacamayos y pieles de yaguaretés traídos de tierras lejanas. Esta era una rutina diaria, ya que el líder de la tribu era el encargado de seleccionar a la pareja de daimones que lucharían en el duelo de combate. De esa forma, elegía al ganador para que formara parte de su grupo de expedición para las cacerías. Al perdedor, en cambio, lo amarraba en un pindó y lo untaba con miel y sangre fresca para atraer a las fieras.

Casi siempre era Arandú quien terminaba en el pindó, pero Anahí lograba convencer al daimon del turno para protegerlo y cazar a la bestia a tiempo. Si el daimon priorizaba su propia seguridad, entonces entregaba a su hermano una pequeña piedra con el cual podría liberarse momentáneamente. Cuando esto sucedía, el cacique solo lo mandaba de regreso con los demás daimones atribuyéndole a su "suerte". En su mente, pensaba que no tenían inteligencia humana para lograr tales estrategias de supervivencia.

— ¿A quién le tocará esta vez? – preguntó un daimon.

— Sea quien sea, espero que no sea Arandú – murmuró Yerutí

— ¿Decías algo? – preguntó Arandú

— ¡Olvídalo!

El cacique salió de su casa, ataviado de un impotente tocado de plumas que cubría su cabeza y cintura. Sus ojos negros y penetrantes recorrieron rápidamente en dirección al grupo de daimones que lo miraban temblorosos. Al final, mostró su maquiavélica sonrisa y extendió su dedo directo hacia Arandú. Su hermana tragó saliva ya que sabía que, una vez que el cacique señalaba a alguien, difícilmente cambiaba de opinión. Luego, el dedo del cacique cambió de dirección para seleccionar al contrincante y tal fue la sorpresa de todos cuando señaló directamente a Yerutí.

Dos de los guerreros que acompañaban al cacique levantaron sus brazos y exclamaron a la tribu:

— ¡El líder ha elegido! ¡Que comience el duelo de combate!

Las casas de la tribu estaban distribuidas de tal manera que pudiesen formar un círculo en el centro de su territorio. Ahí mismo, colocaron las piedras controladas por el chamán para formar la arena de batalla y evitar que los daimones escaparan ante cualquier distracción del cacique.

Yerutí y Arandú fueron trasladados en el centro. Guariní se sentó en un trono hecho de tacuaras de cinco metros de altura y adornado con cráneos de daimones que había sacrificado en el pasado. Como de costumbre, el chamán realizó el ritual de las piedras, pronunció las palabras adecuadas e invocó a los espíritus de las rocas para formar la cadena que evitaría el escape de los daimones. El resto de la tribu se colocó en las gradas hechas de tacuaras para presenciar el espectáculo.

Una vez que ambos hermanos se colocaron en sus respectivas posiciones, el cacique levantó la mano en dirección al cielo y toda la tribu dejó de murmurar entre sí. Segundos después, lo bajó como señal de que autorizaba el inicio del combate.

— No quiero hacer esto – dijo Yerutí, dudando un instante.

— Pero debemos – dijo Arandú, acercándose a ella para darle una patada al estómago.

— ¿Por qué? – preguntó su hermana, esquivando el golpe ágilmente y logrando que los espectadores lanzaran un grito de admiración.

— Si no peleas, serás sacrificada – respondió el joven daimon, volviendo al ataque.

— Prefiero eso a vivir esta tortura – murmuró Yerutí, volviendo a esquivar a su hermano - ¿Es que no recuerdas nuestras vidas en la selva Guaraní? ¿Cuándo teníamos alas y disfrutábamos de nuestra libertad?

— ¡Eso ya pasó! – bramó Arandú, consiguiendo darle un puñetazo en la cara tras la distracción de Yerutí - ¿Qué sentido tiene recordar el pasado? ¡Recapacita, hermana, y golpéame!

Yerutí se levantó y lanzó una fuerte patada en dirección al estómago de Arandú. Éste perdió el aire y se estrelló contra una de las rocas, logrando así que el público ovacionara de la emoción.

— Soy la daimon en cautiverio más fuerte – dijo Yerutí, mientras esperaba que Arandú se recuperara del golpe – puedo derrotarte en un segundo, pero ya estoy harta de esto. Así es que dejaré que me mates.

— ¿Qué? ¡No puedo hacer eso! – dijo Arandú.

Yerutí comenzó a llorar. En verdad sufría bastante el tener que enfrentarse a su propio hermano por caprichos del cacique Guariní. Habían pasado por tanto juntos y, aunque los daimones no calculaban los años como los humanos, era consciente de que desde hace tiempo fueron mantenidos en la tribu de los humanos como animales de entretenimiento. Y esto se notaba en los cambios de sus cuerpos. A pesar de que sus alas no crecieron, sus cuernos sí y ya superaban el doble de tamaño de sus cabezas. Además, los pechos de Yerutí se volvieron grandes y redondos, mientras que las piernas de Arandú se extendieron tanto que se volvió más alto que su hermana. Si no fuese por sus cuernos, podrían fácilmente ser confundidos por simples humanos.

— ¡Debes hacerlo! ¡Ya! ¡O seguiré golpeándote! – advirtió Yerutí, quien secó sus lágrimas y fue directo hacia su hermano para lanzarle una lluvia de puñetazos. Éste se defendió como pudo, pero no la atacó - ¿Sabes que siempre te he odiado? – siguió Yerutí, sin dejar de atacar y pensando en provocarlo para que despabilara y la atacara - ¡Si no fuera por ti, nada de esto habría pasado! ¿Por qué tuviste que ir tras ese jabalí? ¡Pudimos conseguirte otro, idiota! ¡Si no fuera por ti, mamá y papá todavía estarían…! – las lágrimas impidieron que continuara hablando.

Arandú no respondió a sus provocaciones. En el fondo de su corazón, siempre se sintió culpable por lo de aquel día y, al escuchar las palabras hirientes de su hermana, pensó que realmente se merecía ser despreciado por ella.

Y mientras los hermanos peleaban, unos guardias comenzaron a gritar advirtiendo de que eran atacados por una tribu enemiga. El cacique desvió la mirada hacia los pedidos de auxilio y pudo presenciar, desde su trono, que varias casas estaban siendo quemadas.

— ¡Alto al duelo! – gritó Guariní, extendiendo los brazos - ¡Los enemigos nos están atacando!

— ¡¿¡Los enemigos!?! – gritaron la tribu al unísono

Todos abandonaron las gradas de inmediato. El cacique, acompañado de sus guerreros, bajó al trono y se enlistó para defender a las familias de la tribu enemiga que, desde hace años, buscaba invadir sus territorios.

Los hermanos daimones dejaron de pelear y observaron entre las rocas cómo, en cuestión de segundos, la tribu de Guariní era reducida por unos bandidos, quienes no distinguían entre humanos y daimones y los masacraban a todos sin piedad. Así se percataron de que las únicas criaturas que podían derrotar a los humanos eran otros humanos.

— Debemos salir de aquí – dijo Yerutí

— ¿Pero cómo, si los espíritus de las rocas no nos dejan escapar? – lamentó Arandú

— ¡Eso déjenmelo a mí! – dijo el chaman de la tribu quien, repentinamente, pronunció las palabras y ordenó a los espíritus de las rocas que liberaran a los hermanos.

Éstos, al verse libres, no sabían cómo reaccionar. Nunca creyeron que un humano les diera la mano para su escape repentino. Antes de preguntar, el chamán les dijo:

— ¡Esta tribu está condenada! ¡Huyan! ¡No vuelvan nunca más! ¡Recuperen aquella libertad que les arrebataron de crías!

Yerutí y Arandú procedieron a salir de las rocas y dirigirse hacia el bosque. Pero un humano perdido los descubrió desde lejos y los apuntó con una flecha, lanzándolo en dirección a la joven daimon. Arandú se dio cuenta de esto y se colocó delante de su hermana, recibiendo el flechazo directo a su hombro izquierdo.

— ¡Arandú! – gritó Yerutí, sorprendida y asustada al ver a su hermano herido.

— ¡Vete de aquí! – le pidió Arandú, sintiendo que sus fuerzas lo abandonaban - ¡Fui yo quien condenó a nuestra familia por mi capricho infantil! ¡Y ahora seré yo quien la salve! Por eso te pido que, por favor, me perdí…

Arandú comenzó a tambalearse pero, antes de caer al suelo, Yerutí lo sujetó y lo alzó en brazos, dispuesta a escapar con él hacia su repentina libertad.

— ¡No digas nada, hermano! – le dijo Yerutí, esta vez, prestando especial atención a sus alrededores por si otra flecha perdida osara el lastimarlos.

En esos momentos, su prioridad era buscar un lugar seguro donde curarlo. Sus salientes de la espalda comenzaron a agitarse, como si su cerebro la ordenase despegar sus alas y escapar por los aires. Pero solo le quedaban sus piernas para correr a toda velocidad y protegerse de los humanos en la misteriosa espesura de la selva Guaraní.

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Yaguareté: Es una especie de felino conocido por sus manchas en el cuerpo. También se lo llama "jaguar" y es primo lejano del guepardo y leopardo.

Pindó: Especie de palmera o cocotero

Tacuara: Es una planta similar al bambú. También se lo conoce como "caña"