No era extraño que Mora recibiera visitas. Todos conocían a la gitana Mora por su habilidad con las plantas y las raíces y con su buena disposición a ayudar a alguna tonta jovencita a deshacerse de un escándalo.
Tampoco era extraño que recibiera a caballeros en su hogar, muchos de los cuales venían en secreto, avergonzados, buscando una cura para la impotencia o la esterilidad.
Mora ya no era joven ni tonta. Sabía que la visita de no uno, sino tres hombre grandes y feroces, no era algo que tomarse a la ligera. Sentía curiosidad por lo que podrían querer. Mora sabía que aquellos hombres no habían venido por ninguna cura contra esos males masculinos. La anciana apostaría su alma a que la masculinidad de esos hombres era suficiente para repoblar todo el imperio en caso de ser necesario. No pudo evitarlo, y un escalofrío le bajo por la espina. Sus ojos, antaño negros como el ébano, ahora de un azul cristalino que evidenciaba la ceguera que la aquejaba desde hacía años, empezaron a cosquillear. Sentía la presión en el aire y se dio cuenta de que aquellas grandes y musculosas figuras ocupaban casi la totalidad de su espacio personal.
No podía simplemente echarlos con alguna excusa barata. Mora sospechaba que aquellos bárbaros bien tirarían la estructura de su casa abajo con un mero empujón.
Así pues, con el corazón en la garganta e intentando controlar el pavor que empezaba a crecer en su pecho, preguntó:
- ¿Qué clase de remedio pueden necesitar tres guerreros tan fieros de una vieja como yo?
Los hombres parecieron demasiado atónitos como para responder. Mora notó el respingo que dieron ante la pregunta. Aclarándose la garganta, uno de ellos habló:
-Lamentamos la intromisión tan tardía, señora, pero necesitamos su ayuda. Nos han dicho que usted era la indicada.
Mora lo miró fijamente con sus ojos ciegos. Las profundas arrugas, clara evidencia de los años implacables que se cernían sobre sus hombros, surcaban el oliváceo rostro severamente.
- Si necesitan algún remedio o ungüento, yo se los proporcionaré. Para la esterilidad no conozco cura y para la impotencia tengo algunos métodos, pero no confíen mucho en ellos.
Las exclamaciones estranguladas no tardaron en llegar. Un carraspeo aquí, una risa sofocada allá.
-Descuide señora, no necesitamos ningún remedio para esas aflicciones. Lo que necesitamos es información.
Mora se puso tensa. Ayudar a alguien con bálsamos y brebajes era una cosa, pero vender información era un juego peligroso. Mora había visto a muchas prostitutas estranguladas por haberse ido de las lenguas.
- Me temo, muchacho, que yo no proporciono esa clase de ayuda. Hierbas y raíces. O lo tomas o lo dejas.
Moviéndose tranquilamente hacia la entrada, les dio a entender que era hora de cerrar.
-Busco a una mujer- dijo el único hombre que había hablado hasta entonces.
Mora se dio la vuelta, atónita y le respondió:
- En el burdel del pueblo hay muchas mujeres dispuestas a complacerlos. Vayan allí y pregunten.
Los suspiros y las risitas aparecieron de nuevo, irrumpiendo y cortando el silencio dispuesto por aquellos intrusos que no deseaban irse de su modesta morada.
- Bien, es culpa mía, sin duda. Déjeme arreglar el malentendido. No es una mujer lo que busco, sino una monja.
Mora se quedó petrificada. Levantó el rostro intentando ver algo, lo que fuera, con sus inútiles ojos. Él no podía estar hablando de la señorita.
- Veo que ahora me presta especial atención. - dijo aquel hombre con un tono afilado que desbordaba ironía.
Mora se tensó. Cuadró los hombros y tomo su habitual pose de combate.
- Es descarado de su parte, señor, tomar tan a la ligera a las esposas de Cristo. Por no decir que es una auténtica blasfemia. Si quiere una mujer vaya al burdel, no a un convento.
-Vamos señora, usted ya sabe de quién estoy hablando. La necesito.- su tono se tornó descarnado y Mora pudo escuchar la desesperación en sus palabras.
Mora levantó la vista hacia lo que ella esperaba fuese la cara del hombre.
- Entrégueme su mano, señor.- dijo Mora mientras oía su ropa moverse- Así. Muy bien- dijo cogiéndole firmemente la mano entre las suyas, ancianas y esqueléticas.- Aguante un momento- y procedió a darle la vuelta a la mano y a pasar sus dedos largos y delgados sobre la palma de aquel hombre.
Sus manos eran grandes y callosas. Mora recorrió el trazado de las líneas de la vida y leyó la historia de aquel hombre. Levantando el rostro hacia él, dijo:
-Ya veo, hijo. Ella se está muriendo, ¿verdad?
Mora sintió el leve temblor de aquella mano que sujetaba entre las suyas.
- ¿Cómo puede...?
- Necesita a la señorita, sí. - lo interrumpió Mora. - Pero no sé si ustedes están preparados para lo que se acerca.
Le soltó la mano y se dirigió hacia su alcoba. Sacó la reliquia que guardaba dentro de su almohada y regresó al hogar donde los hombres seguían quietos como estatuas. Mora no oía ya ni el insufrible repiquetear de botas contra el suelo.
Buscó a tientas las manos del hombre y depositó en sus palmas la reliquia.
- Le diré dónde está y cómo llegar, pero no puedo prometerle que ella le ayude. La señorita no confiará en usted, pero con el amuleto tendrá más posibilidades. Sabrá que yo le he enviado. Depende de ella ayudarlo o no. Pero si acepta, si la señorita se arriesga, entonces ustedes deberán protegerla. Se acerca una gran tormenta. Una tormenta que lleva retrasándose una década. El diablo sigue acechando a la señorita. Deberán ser astutos y precavidos. Y, muchacho, no puedo decirte con seguridad si ella podrá vivir más.
Mora sintió una gran y cálida mano envolver las suyas y apretar cariñosamente, en modo de agradecimiento.
-Tal vez no resulte, señora, pero al menos lo intentaré. Así al menos no tendré remordimientos.
Los hombres empezaron a moverse, saliendo de la casita, y Mora los siguió. Oyó relinchos de caballos y las voces de muchos más hombres. "Esto sin duda atraerá la tormenta" pensó la anciana.
- El convento de la Santa Madre de la Anunciación, allí encontrarán a la señorita. Esta al este de Westia, en un pueblecito casi olvidado llamado Perpiz. Está rodeado por montañas y el viaje es largo y duro.
Los hombres asintieron en respuesta mas Mora no pudo verlos. Marcharon como diablos en la noche, levantando un denso rastro de polvo detrás.
Mora solo pudo desearles suerte pues sabía de cuánta necesitarían.