Argentina, Buenos Aires. 2021.
—Son cien pesos —dice la cajera del McDonald's. Lo ve revisar su billetera con un asomo de piedad en los ojos.
Es linda. Un piercing con una piedra turquesa, diminuta, sobre la ceja parece brillar de a momentos. Santino se muere de vergüenza. Cuenta los últimos billetes separándolos con los dedos, como si alguno más fuera a aparecer de milagro. Por supuesto que no. El policía que gana su extra custodiando el local se ubica junto a una columna. No hay piedad en cómo lo vigila. Debe pensar que en las mañanas grises, nubladas y frías como esta los delincuentes, los estafadores, salen a hacer de las suyas. Santino sonríe a la chica cuando le paga.
—Gracias —le dice.
En la fila de al lado, que avanza lentamente, cuenta los billetes restantes. Esos trescientos cincuenta pesos tienen que durarle hasta el viernes. Hoy es martes. Con dos personas entre su desayuno y él, piensa que seguro terminará pidiéndole plata a Leandro otra vez. Leandro le dirá que sí, sin problemas, sin compromiso. Porque así es él. Y él, Santino, volverá a reventar de impotencia por dentro. Pero eso está lejano. Ahora una de las dos personas acaba de recibir lo suyo y se aleja hacia una mesa. Bosteza. Santino igual, y revisa su celular. Son las siete y cuarto. Tiene tiempo hasta la facu. Curiosea sus mensajes, alguna que otra notificación del campus virtual.
El policía será nuevo, no lo recuerda. El anterior era tímido, nervioso. Se movía y hablaba como si hubiera pedido permiso antes en su cabeza. Este, alto y moreno, de ojos grandes, oscuros, se pavonea de acá para allá con las manos en las caderas, o ajustándose las mangas ceñidas de la camisa. Pone la atención en todos lados. Con la bandeja del café y las medialunas, Santino se sienta cerca de las escaleras que llevan al primer piso. El policía se interesa ahora en un chico a dos mesas de él, un chico con un gorro de lana y campera deportiva, cuya pierna no deja de temblar, y cuyas manos no dejan de rascarlo. También tiene un café, también tiene medialunas.
Trescientos cincuenta pesos. Doscientos irán para los colectivos. El resto se irá quién sabe a dónde, pero a algún lado se irá. Santino revisa su celular. El pdf está en la página 36. No recuerda qué dice. 35 páginas se han convertido en una niebla difusa en su memoria. La 36 está fresca, pero no tiene sentido. Un montón de ideas y oraciones que de buscar en el archivo probablemente no coincidiría. Suspira. Está cansado. Quiere dormir. Quiere echarse ahí mismo sobre la mesa, aplastar la cara contra el plástico rojo, frío, y dormir.
Hace dos semanas su mamá le dijo:
—Estás muy flaco.
Agregó que para tener 23 años se ve de treinta y pico. Él se rió. La había visitado en lo de su abuela. Lleva un par de meses allí, cuidándola. Al principio creyó que la sobrepasaría y la arrojaría al desconsuelo. Su abuela es una persona de mañas y humores imprevistos, salvajes casi. Pero la edad la desgastó lo suficiente para que su mamá pueda agarrarle las riendas, por más feo que suene, y practicar los hábitos que el médico le recomienda hace rato. Desayunaron, hicieron las compras, almorzaron. Su mamá le dijo aquello, un hilo de palabras graciosas que él después confirmó en el espejo del baño. Un cabello tan cobrizo que parece decolorado, una piel tostada que de a poco gana palidez. Sus ojos azules, su único rasgo físico que lo envanecía, perdían brillo, intensidad. Sí, se veía de treinta y pico. Hace dos semanas. Y esta mañana.
—Me voy a pegar un tiro si sigo así —susurra, endulzando el café.
—¡Pero movete, pelotudo! —grita alguien.
El tráfico se ha atorado en la calle. El gritón asoma por la ventana de su auto, bien vestido. Santino alcanza a ver un reloj que parece de oro. Lo sorprende a veces la nitidez que pueden adquirir las cosas.
Una voz le habla:
—Agente.
De pie, con el remolino de su pelo llegando a la altura de la mesa, un niño lo mira. La cara y la ropa están sucias de tierra. La ropa es de verano, además: una remera blanca y barata de Naruto y una bermuda de tela.
—Agente —vuelve a decir la voz.
Aunque el niño no ha abierto la boca, Santino sabe que la voz es suya. Algo araña sus pensamientos. Un pitido molesto y muy, muy hondo. El sonido de un golpe lo sobresalta. Gira. El mismo tipo, el mismo auto, al que ahora parece haber aporreado de furia.
—Perdoname —empieza Santino—. No tengo nada para dar…
El niño ya no está. Lo único que queda allí es el reflejo de la luz. Alrededor tampoco hay signos de él. El policía continúa enfocado en el otro, que moja en su café una media luna mordida. La chica ha pasado de la caja a ayudar en la cocina. El perfume aceitoso de las freidoras impregna el salón, blanco y dorado salvo el acero de los muebles o los soportes de las puertas, que de algún modo absorben y amplifican el cielo grisáceo ahí dentro. Son las siete y media. Poco más de las siete y media. Santino se levanta. Tapa el café, engulle apurado la última factura. El policía lo observa de reojo, disimulando.
El sol se muestra un segundo en la calle. Los autos avanzan con dificultad. Alguien dirige el tránsito a cuadras. Le llegan los pitidos de un silbato autoritario y entrecortado. El problema parece ser una camioneta negra, detenida en frente. No tiene ningún logo, ni logra ver al conductor. Otro día que arranca hermoso.
—Una moneda, señor.
La mujer estira la mano, abrigada con un guante roto. Está sentada en una manta de lana mugrosa, que hiede a orina y tiempo sin lavar. Las dos apestan así, en realidad. Es grande. Cincuenta años, fácil. Un nene descansa su cara ennegrecida sobre su pierna, y aferra un transformer de segunda mano con la pintura descascarada. Lo mira. Sus ojos son el mismo azul que los de Santino. El mismo azul. Por un momento piensa que es aquel niño, pero no. Son distintas las complexiones, las alturas. Los ojos, más que nada. Los ojos de este (el mismo azul, el mismo azul) tienen fuerza y ganas de vivir. Los del niño que hablaba sin abrir la boca estaban rendidos. Otra voz grita, cerca. Parece que el silbato no cuenta con la suficiente autoridad, o es la paciencia lo que escasea esta mañana.
—Por favor, señor. Para el nene.
El frío sopla, y Santino tiembla, a pesar de su abrigo. A pesar del café. No sabe que ha buscado la billetera hasta que se ve hurgando de nuevo la plata, separando. Saca cien pesos. El grito crece, y se suman otros. Santino se explica que le quedan cincuenta, se repite que le quedan cincuenta pesos, indeciso entre si acaba de mandarse una estupidez o un buen gesto.
El chico de la campera deportiva corre a través de la puerta del McDonald's. Santino lo ve al tiempo que alcanza el billete a la señora.
—¡Frena o te disparo, flaco! —aúlla el policía, detrás.
Más atrás todavia, en el piso, el rostro golpeado de la cajera, inconsciente, con sangre entre los labios y la nariz. El policía desenfunda su pistola. En dirección a la facultad, bajo el techo de la parada del colectivo, un anciano cae de rodillas, rasgándose la cara con las uñas en un movimiento largo y lento. Dos mujeres pelean, se arrancan pelos y pedazos de piel en una sarta de insultos y denuncias incomprensibles. La hilera de autos atorados en la calle por la camioneta entona una algarabía de bocinazos y rabia a medida que sus conductores bajan tropezando y con los puños en alto, o estallan los vidrios a golpes, como si alguien los encerrara. "¿Qué está pasando?" piensa Santino. Un agarre fuerte lo arrastra. La señora ha tirado de él.
—Agente, agente —le dice. Babea. Sus ojos son dos cuencas abiertas de locura —. ¡Agente, por favor!
El niño berrea, y como desafiando una prohibición maternal arranca el brazo a su transformer. Y lo disfruta. Santino se desprende de la mujer, espantado.
—¡Te voy a matar! —advierte el policía—. ¡Te voy a matar, flaco, te voy a matar!
Las puertas del cajón de la camioneta negra se doblan, bajo un gran impacto. El hierro es grueso. No es una camioneta normal de transporte, repara Santino. Las puertas vuelven a doblarse, y salen disparadas. Llueven tuercas y fragmentos de junturas, y las mitades macizas y afectadas hunden un Hyundai a seis metros, donde lloraba un bebé y aplastan a una pareja escondida tras un cartel de calles. El chico de la campera deportiva corre hacia él. Porque sí, porque no lo vio, porque si lo ha tocado la locura que a los demás solo pensará en correr, o quizá ni piensa y sus piernas trabajan solas. Hacia él. Sobre su hombro, Santino descubre el cañón pequeño, redondo de la pistola. "No lo está apuntado a él" entiende. "Me está apuntando a mí".
Aquel pitido hondo, muy hondo, regresa. Nace en la camioneta, de la cual emerge, tambaleante, el niño. Doce, trece años tal vez. La suciedad ha sido reemplazada por una limpieza pulcra, antiséptica, y la remera de Naruto por un remerón liso, negro, debajo del cual se adivina un pantalón. Un par de manos intenta detenerlo. Falla. El niño salta con torpeza, y lo descubre a Santino como si hubiera previsto que estaría ahí, como si lo hubiera dictado. El pitido crece encima de cualquier ruido. Durante dos, tres segundos eternos, mientras esta pequeña porción de mundo se desmorona en derredor ambos se observan, y todo parece cobrar sentido, y el sentido que todo tenía hasta ahora se desvanece. Y en la cabeza de Santino una cerradura, por mucho escondida, se hace polvo.
—Estás… —dice, con un regocijo que le anega la garganta.
Entonces un estallido de pólvora desgrana el aire, el pitido, y Santino siente una quemazón espantosa propagarse por su espalda.