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Chapter 4 - 2.1. Visiones/¡Acá vivimos!

2.1. Visiones/ "Acá vivimos"

Primero viene el desplazamiento. Mejor dicho, la sensación de estar desplazándose. Ni moviéndose, ni caminando, ni cayendo, ni subiendo. No hay dirección. No hay precisión. Entonces, un desplazamiento. Simplemente, la idea; o su conciencia procesando la posibilidad de lo opuesto a estar inmóvil. Otras sensaciones, luego. El cuello de la ropa de Adela. El miedo de Adela. Su propio miedo. Otras sensaciones, luego. La carencia de su cuerpo pero la veracidad del tacto y el pensamiento. La calidez del picaporte. El sonido de los engranajes. El chillido, cada vez más lejano, como una bestia que jura no olvidarse de él. Como el inicio de una cacería eterna. Otra sensación: Inminencia.

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—Tú no lo entiendes, Scully…

Mulder toma una carpeta de su escritorio; la abre, revisa, y sacude antes de mostrarle a Scully fotos viejas de cadáveres, que la cámara enfoca y repasa. Ella se acomoda el pelo suspirando, y las inspecciona con esa actitud escéptica pero profesional que tan bien le sale a la actriz. "¿Cómo se llama?". A Santino le parece haber aprendido el nombre. La televisión es grisácea y pequeña, colocada sobre un banquito que obliga a una postura incómoda, levemente dolorosa. O tal vez más que levemente, a juzgar por la expresión del chico, compartiendo con él el sofá de dos piezas.

—¿Vos te acordás cómo se llama la actriz que hace de Scully? —le pregunta.

Él lo observa, compungido. Como si hubiera algo terrible pasando justo delante de ellos y Santino no lo viera. Viste la remera de Naruto, y el pelo se le revuelve en ondas tiernas.

—Buscala —le dice.

El apartamento está atiborrado de muebles pequeños como el banquito de la tele. Parece haberse aprovisionado de una tienda de volquetes. Hay estrías de humedad en las paredes, olor a aceite quemado en el aire. Por el ventanal a su derecha, que lleva a un balcón estrecho con un tender de ropa y bidones vacíos de agua, entra la luz fuerte del mediodía.

—¿Pero vos no te acordás cómo se llama? —Una confusión leve lo enturbia a Santino.

Una X enorme, grabada, destaca en la puerta del departamento. Ruidos débiles de conmoción, de gritos, llegan a través de ella, sacudiéndola.

—Tenés que buscarla, Santi —repite el otro—. A Adela.

—¿Quién…?

—¡Agente!

La voz es la del niño, pero su boca está quieta. Ha entrado por el ventanal, entre risas de juego y gritos de espanto, dolor. Ve un grupo de niños corriendo, con torres departamentales viejas, amarillas, de fondo. Son cuatro. Dos nenes y dos nenas. Juegan con palos en la mano y con muñecos, juegan saltando sobre un pie hasta donde la tierra toca la ruta, y vuelven riendo como habiendo desafiado alguna ley antigua. También los ve entre los pasillos de las torres, sentados en las escaleras con botellas en la mano, tirando canicas, deslizando los dedos por un barandal. Hay siluetas cerca, de gente grande y encorvada, que se ven como los trazos supervivientes de algún dibujo borrado con ira. Dan miedo, y frustran. Santino querría poder alejarlos a golpes. Con una sola palabra. No pueden estar en paz esos nenes. No mientras aquellos anden sueltos. Pero hay algo más. Una falta. Desde su lugar en esta visión, Santino mira a un lado, sobre escalones que descienden. En la pared a la que desembocan hay una silueta pequeña, negra, pintada a fuego.

—Pero, Mulder… —la actriz de pelo rojo devuelve la carpeta.

Santino, inmóvil al principio, abre la boca en un jadeo terrible y seco, y casi se cae del sofá. Permanece así unos segundos, aferrado al mueble. Luego observa alrededor. Sigue en el departamento. Sigue el mismo programa en la tele. ¿Cómo se llamaba…?

En el piso, el picaporte. "Fue todo… ¿real?". Santino tiembla, y el jadeo ataca de nuevo. Lo resiste. No hay nadie con él en este lugar. Trata de ordenar sus pensamientos. La cajera. La fila de espera. El café. Los apuntes en el celular. Pero el policía. El policía, antes y después. Antes del pitido, del niño. Después del pitido, del niño. El policía después de la calle. Aquella gente, en la calle… Un ardor se esparce por su espalda. Una angustia insoportable lo invade. También la contiene. Luego, de nuevo el policía. Mil veces el policía. Mil veces un disparo, mil veces una tortura. Y Adela. Adela extendiendo su mano. No hay nadie con él en este lugar. "¿Dónde estoy?". Se levanta. El ventanal domina un paisaje cortado por una de las torres y una extensión de pasto y avenida ancha extrañamente superpuestas, sin fondo ni profundidad. El cielo limpio parece deslizarse a ambos lados al mismo tiempo. Marea. En el otro extremo, la puerta del departamento invita con descaro Si bien mermada, la conmoción continúa. Y Santino sabe que es el único sitio al que ir. La televisión repite su programa, y la luz toca cálida su piel. Aunque duda, recoge el picaporte de camino.

La X es apenas una muesca en la entrada. Fue hecha con un objeto poco afilado, o por un brazo con poca fuerza. Santino le pasa los dedos, y compara con la del picaporte. Son iguales. Calcadas. No guardan un centímetro distinto.

—Qué es todo esto —susurra. Por un instante cree que recibirá una respuesta.

El recibidor es un espacio económico y decorado con tonos fríos. A un lado, donde las escaleras bajan y giran, está la huella oscura, pequeña, como una impresión de ceniza reconcentrada. Mantiene sus dimensiones incluso de cerca. Santino la observa con una mezcla de añoranza y pavor.

—Quién…

Apenas la yema de su índice se apoya donde estaría el entrecejo, un asalto de imágenes le parte la cabeza. Ve a una niña delante de él, y ve sus manos, que no son sus manos, con anillos de plata y un tatuaje de nubes negras, empujarla contra esa pared.

—Vos te vas a callar la boca. —Su voz no es su voz. Es rasposa, de alguien joven. ¿Un adolescente?—. Porque si no no te voy a querer más. Y te vas a quedar sola.

La nena tiene ocho, quizá nueve años, y ojos que miran pequeño, y dedos de barro seco en una mejilla. Está asustada. No del joven, o al menos no completamente. Le da más miedo la amenaza, la promesa. No quererla más. Hallarse sola.

Santino retrocede tambaleando. Suda. El terror de la niña perdura en él. También la huella. Por las paredes y el techo trepa un quejido de cañerías y de piedra presionada, que lo deja en vilo. Pero nada se cae ni quiebra, y al silencio que viene después lo sorprende su propia respiración. "¿Habré despertado?" se pregunta. Entiende que no, pero la pregunta es más un disparador para analizar lo que implican las palabras de Adela. ¿De qué debe despertar? ¿De un sueño? ¿Y qué clase de sueño? Si se trata de un sueño. Porque aquel policía, y aquella criatura… Y el nene, sentado a su lado, mirando con él… ¿Qué estaban mirando? ¿Cómo carajo se llamaba el programa? Buscala le dijo. A Adela. La nena de la visión…

Santino se da cuenta de que tararea por el ritmo fuerte con que acompaña su pie. Una música tenue viene de algún lado, tenue pero enérgica. Una guitarra estridente, que parece desordenada y a la vez llena de control. En otro recodo, el niño lo mira, y señala. Santino sigue su dedo. "A seguir bajando entonces".

—¿Quién sos? —le pregunta.

Es muy sutil pero, como único signo de que lo oyó, los ojos del niño cobran cierta intensidad. Muy sutil. Pero…

—¿Quién sos? —repite, desesperado—. ¿Por qué estoy acá? ¿Qué es todo esto? ¿Vos me trajiste? ¿Y ella? ¿Adela? ¿Está como yo? ¿Quién es ella? Sabía… Parecía saber todo de esto, como si ya lo hubiera vivido. Esa cosa, ese monstruo, todo. ¿También la trajiste a esta mierda? ¿O está con vos en esto? —A través de la desesperación, la ira—. Sacame de acá. ¡Sacame! Yo no merezco esto. Ya bastante tengo. No lo merezco. No lo merezco.

El ardor trepa su espalda; le quita el aire, lo pone de rodillas. Cuando cede, el chico se ha desvanecido, dejando en su lugar una flecha. "Pendejo de mierda". Santino se palpa al avanzar, despacio. Recuerda las heridas de Adela. Él no tiene ninguna, por suerte. Lo que no resuelve nada.

El piso de abajo es igual al anterior. Además, los escalones que lo trajeron no parecen subir. Como el paisaje del ventanal, marean. La música crece, no obstante. Es lo único en esta locura que manifiesta algún signo de vida, de cambio, de apego a la realidad. Y locura es un término acertado, porque hay un solo departamento aquí, cuya entrada derrama luz. Santino se aproxima con cuidado. El tema le parece familiar. Junto a la entrada, hay una calavera grabada, con dos revólveres debajo y dos rosas espinosas envolviéndola. Antes de que llegue a avistar el otro lado, los quejidos vuelven a estremecer el edificio, ahora puntuados por un temblor que lo obliga a aferrarse al marco, y que tras segundos se apaga con lentitud. Sin embargo espera. No oye a nadie. Empieza a sospechar que tal vez esté solo en el edificio. En lo que sea que tenga la forma de este edificio. Suelta el marco, suspira. Más allá de la entrada del departamento, solo hay blanco. Como una pantalla de luz cegadora. Santino vuelve a suspirar, con los ojos entrecerrados, y la cruza.

Siente el pasto quebradizo bajo sus zapatillas, y el aire caliente, seco. Una brisa contra la cara. Mira detrás: las torres están a 30 metros de distancia, más. Ve las ropas tendidas en los balcones, algunas prendas a punto de caer, e hileras de macetas diminutas organizadas en collar. En otra dirección, la avenida se prolonga. Y en una dirección más inmediata, está la niña. La niña que no quiere quedarse sola, sentada, arrancando porciones verdes de pasto y mezclándolas con su pelo, desplazándose cuando ya no tiene ninguna cerca. Aprieta el pasto y lo observa con ceño analítico, fruncido, casi un puchero, y lo aplasta contra su sien, y lo desparrama. Y lo desparrama. Y lo desparrama.

—No se te va a hacer verde —dice Santino, sin pensarlo. Y una tristeza enorme le duele en el pecho.

La niña lo mira, a punto de llorar.

—Pero lo quiero verde —le responde—. El de Miranda es verde, y es lindo.

—Pero, Adela, Miranda se…

Y entonces le llega. Ahora, pronunciando su nombre y viviendo —volviendo a vivir— este momento. Él ya la conoce. Él la conoció. Hace mucho. Cuando tenía su edad, cuando era así de chiquito. La conoció. Con un vaivén de susto y adrenalina, Santino se agacha.

—Adela, ¿cómo me llamo?

Ella lo mira extrañada. Casi quiere reír.

—Te llamás Santino, tarado.

—¿Y dónde estamos?

La risa brota al final.

—¡Bobo, acá vivimos!

—Yo jamás…

"Pero yo jamás viví acá" quiere explicarle. Le duele el pecho. Le arde la espalda. Y oye murmurar un sinfín de cerraduras, de engranajes ínfimos que corren y ajustan. Hasta que no, reemplazadas por aquel barullo de cañerías a nada de estallar, de muros quebrándose. La tierra entera se estremece. Y la niña, no obstante, no se entera. Lo observa, aún divertida por sus preguntas, como si esperara una siguiente.

—¡Adela!, ¡¿qué…?!

Y ahí, sin más, sin previo aviso, como una uña que desgarra cruel la materia, el chillido.