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Chapter 77 - Cap. 75 Espinas de una Rosa Maldita (Final última parte)

Cerca de finalizar aquel día, el cual quedaría para siempre en la historia de Alcardia, los restos del campo de batalla se habían reducido a escombros y a una fila de cadáveres que yacían cubiertos con mantos negros en la plaza central.

Increíblemente, la Compañía de Liberación y La Legión habían cesado su enfrentamiento poco antes de que la barrera cediera. La gracia había corrido por cuenta de Ezazel, quien era una persona muy cercana a Zei Flamar, el capitán de la Guardia. Al parecer, fue capaz de convencerlo acerca de la misión que prometía desenmascarar a la División de Inteligencia.

En palabras del propio comandante del que fuera el equipo Beta, tuvo que batirse en un duelo y hacerlo entrar en razón a punta de golpes. Ayudó bastante la mala imagen que tenía Zei Kuyenray y la División de Inteligencia, también el hecho de que el equipo libertador adoptara una estrategia de incapacitación y no de asesinato. Aun con esto último hubo un buen número de bajas.

La Compañía de Liberación finalizó con trece muertes, mientras que los defensores contabilizaron veintisiete. Además de eso, los mercados que rodeaban la plaza y la entrada, y otra decena de viviendas quedaron con daños graves. La muralla también había sido perforada, aunque usuarios de diamantina la bloquearon provisionalmente.

No se trataba de una paz definitiva. Lo que se había hecho era darle una oportunidad a la Compañía de Liberación para demostrar que sus acciones se justificaban. Y vaya que lo consiguieron con éxito.

Ainelen había sido custodiada de vuelta con el resto de sus compañeros. Leilei y Zarvoc la recibieron con fuertes abrazos, el segundo, revisándola aterrado al verle la cara empapada de sangre. Nadie más había caído. Eso la alegró.

No podía decirse lo mismo de los aliados de Kuyenray. Tres de los cinco que combatían en la habitación del pilar fallecieron, entre ellos Jiulel.

Por otra parte, también se reunieron con Amatori, Leanir, Frov y Aukan. Lastimosamente Furwen y Palleh no lo habían conseguido.

Cuando esperaban al fondo de la capilla, el joven con boca de gato se acercó a Ainelen con una preocupación que la sorprendió. Tenía el rostro pálido.

—Oye, ¿estás bien?

—Sí.

—¿Qué hay de Holam? Oí que se coló por una entrada lateral. ¿Se quedó abajo?

Optando por el silencio, la muchacha dejó que sacara sus propias conclusiones. Amatori se quedó petrificado.

Ainelen le dio la espalda y se alejó a paso rápido hacia otro lugar.

Al igual que ellos, Antoniel y Liandrus habían quedado bajo custodia de la Guardia sin poner mayores trabas. Se dijo que, con la muerte de la capitana, el espíritu de lucha de la División de Inteligencia había desaparecido. Quién hubiera creído que la máxima regente de la Fuerza de Exploración terminaría siendo más importante que el mismo Zei Yamai, capitán de la división.

Ainelen caminó junto a los demás, envuelta en unas nuevas túnicas que le habían prestado. Sentía un frío que erizaba su piel. Extraño, considerando que los demás creyeron que el clima era templado, a esas horas de la tarde.

Salieron de la iglesia, la cual estaba en ruinas, los hermosos vitrales de colores vueltos pedazos de vidrio a lo largo de todo el piso y bancos de madera. El altar de Uolaris se había desplomado desde el techo, rompiendo la mesa de madera donde los sacerdotes leían las escrituras sagradas.

Caminando hacia la salida principal, las miradas hostiles de los guardias, los cuales vigilaban a ambos lados, eran de odio y suspicacia. Entre dientes susurraban palabras afiladas. No iba a ser fácil cambiar la imagen de los invasores, por más que las pruebas los respaldaran.

Al estar fuera de la iglesia, una brisa removió el flequillo de Ainelen. No estaba tan helado como en el interior. Sus ojos se entrecerraron, adoloridos por los rayos crepusculares del sol. Usó su mano izquierda para cubrirlos; la herida de la daga había sido curada por Zarvoc.

«El sabor de su sangre aun lo tengo en el paladar», Ainelen se relamió. Quería que desapareciera rápido. Su rostro y cuello habían sido limpiados, aunque la camisa de abajo, que era blanca, asomaba como una prenda roja negruzca.

En los alrededores de la calle los soldados corrían para todos lados gritando órdenes. El humo emanaba de un par de casas, lo que no parecía obra de una jornada usual de cocina o calefacción. Las pequeñas llamas alertaban de un incendio, así que la gente iba apurada llevando baldes de agua.

Los civiles poco a poco se reunían en las lejanías, curiosos por saber lo que había ocurrido el día de hoy. Pronto habría un discurso donde Leanir y Zei Flamar comunicarían a la gente las noticias más importantes. Lo que sabía Ainelen en este punto, era que el Consejo, La Legión y la Iglesia de Uolaris quedaban bajo sospecha de conspiración en contra de la integridad de la población.

No habría sido posible gracias a la tremenda ayuda de la Guardia, además de un representante de la Fuerza Fronteriza. Al parecer, eran las únicas dos divisiones que tenían las manos limpias, sumando a todos los organismos principales y subordinados. Qué estadística tan negra.

La líder del Consejo Provincial y jefa suprema de Alcardia, Ari Rayén, junto a Zei Eriudan, capitán general de La Legión y Ela Pohel, obispo de la Iglesia de Uolaris, ya estaban declarando ante una junta extraordinaria de altos mandos, hecha de emergencia especialmente para el momento.

Inesperadamente, una turba de personas llegó hasta el jardín que separaba el edificio de la calle. Los guardias poco pudieron hacer para evitar que se acercaran. Ainelen vio con sorpresa a los hombres mayores, de bigotes y calvas por doquier, junto a mujeres de largos y sencillos vestidos gritar palabras que no sonaban adversas. También había niñas y niños pequeños, hasta bebés.

¿Esto era...?

—¡Mamá! —gritó Ezazel. Con una sonrisa llena de inocencia, salió corriendo disparado, olvidándose por completo de su rol como subcomandante. Fue hacia una mujer de frondosos rizos, entonces la levantó del suelo en un divertido abrazo.

Alrededor de Ainelen otros soldados libertadores corrieron a reunirse con sus familias. El ambiente había pasado de un aire fúnebre, a uno donde la alegría del reencuentro se respiraba en cada rincón. Los guardias estaban estupefactos.

—Somos compatriotas, al fin y al cabo —murmuró Zarvoc, con una tenue sonrisa en sus labios—. Seguimos siendo alcardianos.

—Sí —Ainelen asintió en acuerdo.

¿Su familia estaría entre esas personas? Eran casi un centenar y seguían llegando más. Ya iría a su casa más tarde, si es que se lo permitían.

El tiempo pasó. El sol se hundió tras el Bosque Circundante. La chica escaneó el horizonte de este a oeste, la grieta se formaba en el cielo.

Qué lejano se veían esos días donde huyó junto a los chicos. Qué imposible era verse a sí misma dentro de esas murallas, en paz, con un sentimiento de seguridad. Ainelen confiaba en que las cosas cambiarían profundamente.

Tras estar largo rato sumida en sus pensamientos, con la cabeza levantada observando el cielo pincelado de rojo, violeta y azul, escuchó que alguien llamaba su nombre.

La joven bajó la mirada. Sin contar a los guardias, era la única que seguía parada en las escaleras.

Había una mujer que se acercaba a pasos tímidos. La muchacha caminó hacia ella, aclarándose la figura de una cabellera corta en forma de hongo, un flequillo que caía dividido, dejando libre una frente blanca y prominente. Los ojos de Ayelén tenían ojeras, su rostro puntiagudo seguía como antes, aunque la expresión de anhelo que transmitía era nueva. Iba ataviada en un vestido verde bosque corto con una faja a la cintura, dejando buena parte de sus piernas expuestas. Un estilo bastante juvenil, creyó Ainelen.

—Mi pequeña, mi Ainelen —soltó la progenitora, entre lágrimas, aferrándose a su hija como para no dejarla ir nunca más.

—Mamá. —La joven devolvió la cortesía, sintiendo que su corazón se llenaba de calor. Se sorprendió de haberle sacado un par de centímetros de altura. Así que había pegado el estirón.

Tenerla a ella cerca rompió esa burbuja que parecía apresarla desde el comienzo de la misión. Ainelen volvió en sí, palpando las emociones de lo que ese día había sucedido. Era difícil digerirlo todo de un momento a otro.

Ayelén soltó a la chica, aunque de inmediato le acarició el rostro y le levantó un poco el flequillo. Sonrió.

—Ha crecido un poco, ¿eh?

—En el bosque no hay peluquerías, mamá.

La madre soltó una risita burlesca, luego endureció su expresión.

—Me dijeron que habías traicionado a Alcardia. Te buscamos por todos lados, hija mía. Día tras día preguntábamos por ti, hasta que de repente nos dijeron que habías muerto. ¿Por qué pasó todo eso? No debías unirte al ejército. Siempre lo supe.

—Mamá —Ainelen tomó una mano de Ayelén, luego puso una cara compasiva—, no me arrepiento de nada. Es más, hoy día estoy orgullosa de mí misma.

Fue difícil discernir lo que la mujer pensaba al guardar silencio. Ayelén boquiabierta podía ser un manojo de emociones de cualquier tipo.

—La abuela y el abuelo —dijo Ainelen, cambiando el rumbo del tema hacia uno más importante—, ¿están bien?

—Sí. Cada vez más cascarrabias.

La chica suspiró aliviada. No creía que los plazos hicieran posible volverlos a ver. «Muchas gracias, Supremo Uolaris. Gracias por escuchar mi súplica».

Luego de charlar cosas de madre e hija, Ainelen observó a un par de mujeres acercarse hacia ellas. Una era alta, de cabellera corta y aspecto rudo, sonriendo con cierta malicia en unos labios bien prominentes. La otra era bajita, había reemplazado su trenza por una cabellera similar a la de Ayelén, aunque con un flequillo completo, como el de Ainelen.

Erica y Ailin se veían hermosas. Y esta última...

...sostenía un bebé en sus brazos.

—¿Qué me dices, Nelen? —dijo Erica, con voz exagerada. Su dedo índice apuntaba hacia el cielo—. ¿Mañana lloverá?

—No. Probablemente no lo haga ninguno de estos días.

Las chicas se mantuvieron el contacto visual, entonces estallaron en risas. Sobre todo, Erica y Ailin. Por su parte, Ainelen se tomó las cosas con calma. Las tres se acercaron, turnándose para abrazar a la amiga luego de su larga ausencia.

—¿Cuándo nació? —preguntó Ainelen, viendo con una sonrisa embobada a la pequeña criatura.

—Hace dos meses, en saturia —respondió Ailin, meciéndola—. Es un chico, se llama Veriem.

—Ya veo. Espera, ¿eso significa que ya estabas embarazada cuando todavía no me iba?

Ailin asintió, con una sonrisa tímida. Su voz bajita y esa actitud introvertida seguían ahí.

«Ahora que lo pienso, puede que haya decidido casarse por esa misma razón».

—¡Oye, Nelen! —gritó de pronto Erica—. ¡Estás más alta! A ver muestra esos brazos.

—¿Por qué?

—Estar en el ejército debe haberte vuelto una mujer temible.

—No, no creo que sea el caso.

Erica insistió, entonces arremangó su camisa y exhibió unos bíceps marcados que brillaban. Ainelen hizo lo mismo con su brazo derecho.

—Ves que...

—No puede ser —Ailin abrió la boca, incrédula.

Ahora que Ainelen se fijaba, no estaba tan lejos de Erica. ¿Cuándo había forjado un cuerpo así? Qué curioso.

—Vamos a la acción, Nelen. Apuesto a que ahora no terminas despatarrada en el piso. Te reto a un duelo.

—No, Erica. Volveré a perder.

—Te haces rogar, ¿eh?

Tras eso comenzó una charla estúpida donde las amigas hablaron de peleas y músculos, de casamiento, del ejército y otras cosas superficiales. Ayelén debía estar pasándola bastante mal, ya que observaba en silencio, un poco más apartada.

—Nelen, te llevaré a conocer a unos chicos que abrieron un restaurante cerca del pozo —estaba diciendo Erica, quien no detenía su parloteo. Sus ojos brillaban, Ainelen se veía a ella misma en el reflejo.

Entonces sus pupilas se clavaron en algo que sucedía a espaldas de sus amigas, en la entrada de la iglesia. Una procesión de trabajadores sacaba en camillas los cuerpos de las víctimas que habían caído ahí dentro.

El ánimo de Ainelen cambió. Muy cerca del camino, avanzaban los bultos tapados en mantos negros. Mamá y las chicas bajaron la voz, demostrando respeto.

Erica le susurró al oído.

—Como te decía, Nelen, hacen buenas comidas en ese lugar. ¿Sabes? Hay un chico al que veo todos los días, ya te contaré más adelante.

Las palabras de Erica se volvieron un acompañamiento, una orquesta de fondo para la escena que Ainelen vio. Una brisa de viento sopló fuerte, levantando parte del manto de uno de los cadáveres que pasaba cerca.

Una cabellera negra erizada asomó solo un poco. La figura de abajo no era corpulenta, hasta podría haberse creído que era una mujer. Aunque la chica sabía perfectamente que no era así.

Ainelen entrecerró los ojos. No, los cerró por completo.

—¿Hija? —preguntó Ayelén. Las chicas se quedaron viéndola preocupadas—. ¿Te pasa algo?

—No... es solo que...

Oh no. Su voz temblorosa. Estaba por quebrarse.

—¡Estoy contenta de tenerlas conmigo! —Ainelen envolvió a las tres mujeres hacia ella con un abrazo. Tuvo cuidado de no entorpecer a Ailin y su bebé—. ¡Estoy muy feliz!

La chica rompió en un llanto desconsolado. Supremo Uolaris, qué dolor. Cuanta tristeza había estado guardando.

El día de hoy había sido parte de un hecho que quedaría grabado en los libros de la historia alcardiana. Ainelen había jugado un rol fundamental. Sino hubiera sido capaz de acabar con Zei Kuyenray, el resultado habría sido un fracaso rotundo. Entre las filas de la Compañía de Liberación su nombre ya circulaba de boca en boca.

Además de eso, su familia estaba bien. Mamá la había abrazado, Erica y Ailin vinieron a su encuentro. Hoy día, lo había recuperado todo.

No. Exactamente, había recuperado lo que perdió al momento de dejar el pueblo. Durante su agitado viaje, había obtenido otras cosas muy valiosas. Se había hecho de gente a la que amaba tanto como a las personas de ahora.

Ainelen intentó hacerlo lo mejor que pudo y, aun así, no bastó para que Holam, Danika y Vartor estuvieran vivos para presenciar este día. ¿Le faltó algo más?, ¿podría haber sido diferente?

No podemos resolverlo todo. Somos humanos, Nelen.

Le pareció oír su voz grave dentro de su cabeza.

En medio de un sollozo triste y con lágrimas que se derramaban como un aguacero torrencial, Ainelen deseó que el tiempo sanara las heridas de su corazón.