Einzel tenía la costumbre de subir al mirador para observar la majestuosidad de las montañas Arabak. Le gustaban los lugares altos; te hacían sentir libre, abstraído de los discursos de los adultos correctos y de las bocas de la gente entrometida. A la mayoría de personas les daba vértigo la altura, todavía más si eso significaba pararse al borde del abismo, como la chica lo hacía ahora mismo.
Einzel solo quería ser ella misma, así que, naturalmente, buscaba estar sola la mayor parte del tiempo.
Se relajó, entrecerrando los ojos mientras veía a sus pies la gran ciudad de Alcardia. El muro, de forma circular en el norte y rectangular hacia el sur, encerraba una urbe donde los extremos eran poblados por zonas residenciales, mientras que, hacia el centro, sobresalían una decena de edificios imponentes.
La muchacha inspiró una larga bocanada de aire. De su pequeño bolso de cuero sacó una libreta, luego un lápiz de carboncillo. Tomó nota. Le encantaba escribir sus experiencias del día a día. Un diario, como le llamarían otros. Para Einzel era más que eso. En las hojas del cuaderno se hallaban dibujos, planos de construcciones, sistemas de iluminación, apuntes históricos y todo tipo de cosas fascinantes. Hasta había dejado un apartado para describir a las criaturas que pudo observar, las cuales eran un número limitado. Esperaba cambiar eso más adelante.
Pasó toda la tarde anotando y comiendo los bollos de carne que su madre le había dado, sentada al borde del balcón del mirador. Eventualmente le dolió el trasero, así que se levantó y decidió que era hora de regresar.
Ingresó a través de la puerta norte de la muralla, aprovechando la llegada de un grupo de carruajes que traían mercancía desde Minarius. Las cosas se habían calmado en los últimos años, aunque desde la caída de la barrera los conflictos no faltaron. En el último tiempo, el Ejército Fronterizo había detenido tres incursiones del ejército minarense cerca de las montañas Arabak y más hacia el sur, cerca del lago Tukel.
Ame Amatori y sus hombres hacían un gran trabajo defendiendo la frontera, implacable hasta el momento.
Tal parecía que luego del Pacto de las Nieves, algunos grupos ajenos al rey Victus todavía intentaban conquistar Alcardia. El monarca se desmarcaba de los hechos, aunque muchos no se fiaban de su palabra. Vaya a saber si los cabezas de orina eran todos unos mentirosos.
Einzel ingresó a Alcardia con el cielo puro vuelto un azul marino cada vez más semejante al negro. Le dio la sensación de que algo debería estar ahí.
Mientras decidía si volver a casa o pasar a cierto lugar antes, se acarició su melena afro. Los faros de luz se iluminaron uno por uno, como solía suceder a esa hora. Pronto, la ciudad se volvió una sucesión de calles repleta de puntos blancos azulados.
La gente aún seguía vendiendo frutas, verduras y quesos, así como también galletas caseras que, por el olor de la miel, a Einzel le terminaron por hacer agua la boca. Qué sabrosa era la miel. Buscó en el bolsillo del abrigo que llevaba sobre su vestido. Solo encontró un miserable par de roms.
«No gastaré de mi presupuesto. Me las aguanto», pensó, con el ceño fruncido, así que pasó de largo. Fue en dirección a la Iglesia de Uolaris.
Einzel se sentía nerviosa. Su cuerpo tenía leves espasmos. Odiaba estar así, sin embargo, había una razón lógica para ello: el día de mañana ingresaría a la Academia de Magia de Alcardia, por lo que tenía que relajarse de alguna manera. Tal vez debía estar en casa preparando los últimos detalles, pero si se encerraba, lo más seguro era que se pondría a golpear las paredes. Al final mamá terminaba cediendo a sus caprichos.
De las variadas clases de magia que existían, había optado por formarse en la disciplina de la curación. No estaba satisfecha con su elección, sin embargo, la gran mayoría estaba enfocada a usos bélicos o en trabajos que parecían bruscos.
Luego de formarse como maga, pensaba unirse a la Legión de Exploración para conocer un poco la provincia. Le interesaba viajar a Lafko, también a Minarius, aunque en este último la gente le transmitiera repulsión.
A Einzel le gustaban los lugares, no las personas. El mundo sin los humanos habría sido bastante hermoso.
Le dolieron los pies luego de tanto caminar durante el día. La ruta a la iglesia se le hizo más extensa de lo usual. Cuando dio la vuelta a la manzana y accedió al Jardín de los Mártires, sus pies agradecieron que los rudos adoquines fueran reemplazados por el césped impecablemente recortado.
El pequeño espacio relucía por el gran mural adosado contra el lado posterior del edificio. En ese lugar, destinado a recordar a los héroes caídos hace once años, se hallaban incrustadas placas con sus nombres y partes de las cenizas de su cremación.
La joven avanzó. El cuadro que formaba el jardín, con pares de arbustos pequeños a ambos lados y algunas flores de lavanda, era iluminado por dos faroles altos en forma de esfera. Algunas sombras impedían dilucidar el área desde la entrada, por eso mismo fue que Einzel recién se dio cuenta de que había una persona de pie ante el monumento.
Se detuvo.
«¿Debería volver?», pensó ofuscada. «Si lo hago ahora voy directo a casa. No quiero hacerlo aún. Al diablo con eso, ¿por qué debo yo dar un paso al costado?» Decidió aproximarse, haciéndose la desentendida de la mujer que yacía ahora acuclillada cerca suyo.
Buscó con la mirada la placa de su padre. Ahí, en un rincón de la derecha, reluciente. Se acercó a una que tenía grabada el nombre de Zei Furwen.
La joven de piel oscura no lo había conocido, ya que él había desaparecido al poco tiempo después de su nacimiento. Su madre creía que las abandonó por muchísimas razones posibles, pero lo cierto era que resultó haber sido perseguido por la antigua y extinta División de Inteligencia. Al final, regresó un día junto a un ejército para liberarlos a todos. Murió como un héroe.
No sentía pena por él, porque nunca hubo un lazo entre padre e hija. Sin embargo, Einzel le tenía respeto y hasta le producía cierto orgullo las referencias que le dieron acerca de él: un arquero magnífico, usaba la diamantina con gran especialidad y se caracterizaba por ser un hombre de ideales sólidos.
La muchacha sacó un pañuelo de su bolsillo y limpió el polvo que se había acumulado sobre el metal.
—Tienes su misma mirada —dijo de pronto la mujer. Einzel se giró hacia ella un poco aturdida. Enarcó una ceja.
—¿Me hablas a mí?
—No conocí mucho a Furwen, aunque sí que me di cuenta que era un tipo al que costaba convencerlo. No se compraba fácilmente una mentira.
La respuesta era positiva.
—Vale —respondió Einzel, con voz cortante. Le quitó la atención a la extraña y se quedó mirando la placa, como si nada hubiera sucedido.
Normalmente las personas intentaban sacarle conversación luego de eso, así que esperó a que sucediera. El incómodo silencio le hizo saber que la mujer no jugaría de la misma manera, lo que muy dentro de su ser terminó por herir su orgullo.
«Vaya, parece que es bien callada».
Curiosa por saber qué atrapaba la atención de la mujer, Einzel vio con disimulo a través del rabillo del ojo. Se trataba de una persona un tanto menuda, de unos particulares ojos púrpuras y un lunar en su pómulo derecho. Un abrigó azul puro cubría su parte superior, aunque debajo llevaba un vestido corto. Su estilo era un tanto parecido al de Einzel.
De pronto la mujer se irguió.
La muchacha casi deja escapar sus ojos al notar que no era baja. No, de hecho, era todo lo contrario: ella le sacaba por lo menos unos veinte centímetros de altura. Su cuerpo se veía menudo porque tenía una figura bastante delgada.
Esos extraños ojos púrpuras se clavaron en Einzel. Se entrecerraron, viéndola con una intensidad que se le hizo perturbadora. Una gota de sudor se escurrió a través de la mejilla de la joven. Se esforzó por no mostrarse nerviosa.
—El tiempo vuela —dijo la extraña, aflojando su intensidad. Su atención regresó al mural—. Pareciera que los años que siguieron desde entonces no tuvieron el mismo significado.
—¿Por qué lo dices?
—Sentimientos egoístas.
—¿Eh?
—Probablemente para la mayoría de las personas sus vidas mejoraron.
Einzel ladeó la cabeza. Se le hacía muy rara la dirección que estaba tomando la charla.
—Entonces, tú... ¿no eres feliz? —«Creo que acabo de meter la pata. No debí haber dicho eso. Se enojará conmigo».
Por su parte, la mujer de ojos púrpuras no se mostró particularmente enfadada.
—Hay momentos en que lo soy. La mayoría del tiempo transito la calma. Creo que es así para muchos. Aunque...
—¿Aunque?
El rostro de ella se hizo claro para Einzel, quien tuvo la osadía de verla en todo su esplendor. Su piel blanquecina tenía algunas ojeras oscuras, el mentón puntiagudo. Era la cara de una mujer adulta que parecía haber sido forjada en el sufrimiento. Le despertó una melancolía intrínseca.
—Siento que los mejores momentos de mi vida se fueron con él.
La noche se había cernido por completo sobre Alcardia. Corría una brisa de viento que balanceó los rizos de Einzel. En cuanto a la mujer, su cabello ondulado se meció con gracia, quedando todo revuelto. Ella se lo reacomodó con una mano, también su flequillo, el cual caía en mechones irregulares sobre sus espesas cejas.
—Supongo que viniste aquí porque era una persona muy importante para ti.
—Sí —asintió la mujer, entonces sonrió con una dulzura que contrastó abrumadoramente con la impresión anterior. Einzel de pronto quedó maravillada. Ella era una mujer hermosa—. Pero también vine porque necesitaba un poco de calma. La verdad es que, mañana es un día especial para mí. Cosas nuevas.
—Oh, yo también.
—Ya veo.
Ambas se quedaron silentes. La chica rezó un poco a Uolaris, entonces sintió a través de los pasos que la mujer se marchaba. Se dio la vuelta, recibiendo una nueva sonrisa y un saludo de mano. La joven lo devolvió poniendo su mejor cara.
Einzel estuvo un buen rato mirando en la dirección en la que la extraña había ido. Ni siquiera le había preguntado su nombre. ¿Por qué lo habría hecho, en todo caso?
Suspiró. Decidió que era momento de regresar.
******
La mañana era más helada de lo normal. El cuerpo de Einzel tiritaba sin remedio. Juraba que pronto le darían ganas de ir a orinar.
Caminaba a través del edificio de la academia mágica. Su salón se hallaba en el tercer nivel, por lo que, tras recorrer el pasillo del primero y luego de perderse en una ocasión, logró dar con las escaleras y llegar a destino.
Estaba hecha un manojo de nervios. Mientras esperaban en la entrada de la sala, a su alrededor los chicos y chicas conversaban animadamente, otros solitarios buscaban la compañía, haciéndose de amigos en nada de tiempo.
Einzel se quedó sola, de brazos cruzados y con el ceño fruncido, molesta con el profesor que se estaba tardando. Ni siquiera sabía su nombre. Todo era bastante secreto cuando se hablaba de magia. A la mayoría de la gente le incomodaba un poco el tema.
Entonces apareció un hombre de uniforme impecable, llevando un manojo de llaves que usó para abrir la puerta. Tras desbloquearla, invitó a los alumnos a que ingresaran.
El salón tenía seis columnas de asientos, separadas en tres pares. Einzel trotó como un avestruz hacia el último lugar y eligió el de la ventana. De inmediato los chicos cercanos, quienes tenían en la cabeza la misma idea, arrugaron la cara y doblaron hacia otra parte. Andar sola era una ventaja en estos casos; ellos buscaban quedar juntos en ese par de asientos.
Lo mejor que podía pasarle era que el espacio de al lado quedara desocupado, así podría dejar su bolso. Pero justo cuando pensaba eso, una chica de un busto muy desarrollado para su edad cogió la silla y se dejó caer como saco de arena.
—¿Por qué nos dejaron en el tercer piso? Subir escaleras apesta —se quejó la chica, respirando con desorden y el rostro lleno de sudor. De su bolso sacó un odre y comenzó a beber un zumo de frutas.
Einzel la ignoró.
El salón rectangular se llenó. Había cerca de treinta alumnos. Las paredes del lugar estaban pintadas de azul, con una pequeña franja blanca a media altura. El suelo de baldosas brillaba.
—Por cierto, soy Bárbara —dijo la chica, ofreciéndole su mano. Einzel la habría rechazado en circunstancias normales, pero al ver que todos formaban sus grupos, creyó que sería malo rechazar la oportunidad de tener a lo menos una amiga.
—Einzel.
Sus manos se dieron un apretoncito, Bárbara sonriendo con una cara tonta. Tenía el cabello rubio, lo que la volvía un bicho raro.
—Esperen en calma. La profesora ya viene en camino —avisó el hombre de uniforme, marchándose hacia el pasillo.
—¿Qué?, ¿ese no era el profesor? —refunfuñó Bárbara.
—Parece que no.
Fue así como tras unos instantes, una mujer de un chaleco de lana y falda larga asomó en la entrada. Cerró la puerta con suavidad ante el silencio creciente de los alumnos. Caminó hacia su escritorio, sosteniendo un libro grueso y un particular bastón que tenía una empuñadura como una hoz. Era diamante azul, qué interesante.
La profesora, alta para ser mujer, dejó el libro sobre la mesa, entonces acomodó el cuello de su camisa, pasando su cabello castaño por detrás de los hombros.
Einzel abrió los ojos como platos. Esos ojos púrpuras... ese flequillo...
La maestra se aclaró la garganta. Su voz era suave, con una tonalidad angelical.
—Les doy la bienvenida a la Academia Mágica Rosarina. Mi nombre es Zu Ainelen, y seré vuestra profesora de Artes Mágicas Curativas.