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Chapter 76 - Cap. 74 Cumplimiento

El cuerpo inerte de Marae se desplomó contra el ventanal roto. Al final había sido Amatori el encargado de ser el verdugo, matándolo con una estocada directa al corazón. El hombre robusto descansaba sobre el marco con el pecho convertido en cristal.

El joven espadachín de labios curvados en una extraña forma, como los de un gato, dedicó un momento solemne a su rival. Respetarlo tras una épica batalla durante la cual luchó en inferioridad numérica merecía un reconocimiento. Marae no jugó sucio, tampoco se refugió en alguno de sus camaradas. Probablemente vino a la iglesia sabiendo su destino.

Amatori empuñó sus manos, pegadas hacia sus hombros, luego se sacudió de sus asuntos y pasó a lo que importaba. Leanir y Frov seguían combatiendo contra Antoniel y Liandrus. La velocidad de los cuatro había ido decreciendo lentamente.

Aukan se volvió hacia el bajito con una mirada que parecía decir "¿de verdad vamos a interferir?". Por supuesto que esto era más que una batalla honorable. Amatori deseaba con todas sus energías ir a apoyar al equipo de Ludier. Sin embargo, la sensación que se había generado luego de la batalla en la capilla, era la de oponentes que, aun yendo con intenciones asesinas, habían respetado ciertos códigos.

«Es estúpido. Si vas a matar no deberías preocuparte por pequeñeces. Odio sentirme así».

Por cierto, la luminosidad de la barrera se volvía cada vez más opaca. Cuando Amatori observó hacia la entrada halló a Ela Pohel oculto detrás de las escaleras. La coloración azul de la magia era traslúcida. Juró que podía observar las casas de la calle colindante. ¿Esas figuras se movían? No, no eran casas. Había personas, como a la espera de que la barrera fuera a desaparecer para luego entrar.

Y entonces sucedió. El ruido que resonó en el aire fue como cuando el arroz se quemaba. El azul se disolvió, dando paso a un ejército de soldados que se aproximaron a toda velocidad al interior del edificio.

Amatori se quedó boquiabierto. Incluso Leanir y Antoniel se detuvieron. Esos eran...

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Ainelen llevaba una eternidad arrodillada en un frío y duro suelo. Sus músculos dolían, de hecho, había muchas partes de su cuerpo que dolían. Pero el dolor físico era una cosa, porque si hablabas de dolor emocional, se trataba de una sensación muy diferente.

Los ojos púrpuras de la joven reflejaban el rostro puro y hermoso de Holam. Qué chico tan apuesto era. ¿Por qué recién le tomaba tanta importancia a su apariencia? Siempre consideró que lo que la atraía de él era su personalidad, ese misterio, la frialdad y la calma que sus ojos transmitían.

Una persona tan histérica como Ainelen necesitaba un contrapeso. Quizá fue la razón por la que el don físico de Holam no relucía tanto. Pero de alguien muerto, solo se podía rescatar la apariencia.

El joven descansaba en su regazo. Dormía en paz. Ainelen no pudo tenerlo así hasta ahora, aunque hace tiempo atrás se habían abrazado, en una noche emotiva. Ahí fue Holam quien la dejó descansar contra su pecho.

«¿Por qué no soy capaz de llorarlo? Mis lágrimas no afloran. Creía que, si lo perdía, me rompería en mil pedazos. No siento nada».

Oh, una luz fluía desde su derecha. Kuyenray llevaba un rato de pie maquinando con su daga junto al artefacto extraño.

A Ainelen le costó un momento retomar su sentido racional.

Tienes que detenerla.

¿De dónde venía esa voz?

Por favor, detenla.

La muchacha se puso de pie, sin antes acomodar a Holam delicadamente en el piso. Movió su cabeza para lado y lado, buscando el origen de aquella voz femenina. Se detuvo en la placa central. Al acercarse, el cuerpo de la bruja seguía como antes.

De repente la visión de la joven se tornó una cortina blanca, cegadora y dolorosa. Entre ese paisaje asomó ella, idéntica a como su cuerpo físico la exhibía.

—Lamento que hayas terminado como yo, hija sagrada.

—¿Qué?

—Comprendo tu dolor. Lo siento aquí. —La mujer se palpó el centro de su pecho. Su ceño fruncido y sus labios bien proporcionados se contorsionaron en una cara de sufrimiento.

Ainelen ladeó la cabeza. Era increíble lo atontada que estaba.

—Ah, sí. Holam... él ha muerto. Ha... ¿muerto?

La bruja de pronto lloró en silencio. Fue como si tomara como suyo lo que Ainelen sintiese. A esta última le dio pena verla así. Pobrecita, no era necesario.

—Debo detener a Kuyenray, pero hay un problema: estoy demasiado fatigada. No creo que pueda sostener una pelea así. Tal vez, si me acerco, ella me arrancará los ojos.

—Hija sagrada, ellos intentan llevarme de vuelta, pero no será posible. En vez de eso terminará ocurriendo una catástrofe. No sabes lo terrible que puede ser el poder que crearon artificialmente. Mi sangre no debe estar en manos humanas. El Gran Señor nos hizo con propósitos que ni yo misma comprendo.

—Ya veo. Entonces, ¿me prestarás tu ayuda?

La bruja caminó hacia ella, entonces, con sus largos y finos dedos trazó una línea vertical frente a su cara. La mujer era más alta, de pie se veía como si fuera una especie humana diferente. El sentimiento que le producía a Ainelen seguía siendo extraño, la alteraba, aunque ahora mismo fue mucho más opaco que en las veces anteriores.

Durante un momento, el dolor, la ira, la tristeza y la frustración fluyeron con absoluta libertad. Las pobladas cejas de la joven se arquearon, luego relajó su expresión, volviendo a suprimir las emociones. Qué terrible había sido.

—Con esto seré capaz de derrotarla —murmuró Ainelen, observando sus manos. La fatiga había desaparecido.

La mujer de largo cabello albino y de vestido plisado se quedó inexpresiva. Entonces el lugar se volvió opaco. Fue imposible no detenerse en el gesto que ella le hizo a Ainelen, antes de desaparecer.

«Ya veo».

Regresando a la cámara prohibida, la joven trató de reorientarse. Ahí abajo estaba él. No, tenía que ignorarlo. Clavó sus pupilas en la criatura que trabajaba frente al mecanismo luminoso.

No parecía que a parte de la fatiga algo más hubiera cambiado. Bueno, algo era algo. Ainelen se lanzó a toda velocidad, llamando la atención de la capitana. Esta última ladeó la cabeza para verla, entonces retiró la daga del cristal y salió al encuentro con un movimiento tosco.

—Se me acabó la paciencia contigo.

La punta de la daga iba directa hacia la cara. La chica lo supo, entonces puso su mano delante. Sintiendo cómo el metal atravesaba su carne, Ainelen gimió de dolor.

—Tú... —Kuyenray se quedó atónita. Su rival lo había hecho a propósito. Ahora, con la hoja de la daga asomando por completo al otro lado de su mano, Ainelen tenía inmovilizada esa extremidad de la rubia.

La mujer intentó liberarse, sin embargo, el agarre era formidable. Eso llevó a que lanzara un puñetazo con su mano izquierda. La muchacha también lo esperaba. Ainelen la detuvo con la mano libre, apretujando con malicia los dedos mutilados.

—Suéltame —balbuceó Zei Kuyenray. La voz más aguda de lo normal fue tortuosa. De su boca salió un lamentable gemido cuando Ainelen apretujó todavía más fuerte.

Ver a esa mujer sufrir era placentero. Oír su voz como la de una delicada damisela era un éxtasis. ¿Por qué? Tal vez era por el simple hecho de que se trataba de Zei Kuyenray.

Ainelen la empujó, haciéndola tropezar e irse de espaldas. Ambas cayeron, la primera de ellas manteniéndose encima. Le estampó los brazos en el suelo, inmovilizándola.

—¡Suéltame! —La rubia le propinó un cabezazo a la chica, sacándole nada más que un pequeño grito de dolor. Ainelen se recompuso en poco tiempo. Se quedó observando con rostro sombrío.

La capitana tenía bastante fuerza, obligando a la joven a dar su mayor esfuerzo. Pronto iba a aflojar. Tenía que hacerlo rápido.

Ainelen bajó su postura, tumbándose sobre su enemiga, luego abrió su boca ampliamente. No tenía nada que envidiarles a las bestias cuando devoraban a su presa con sus terribles fauces. La mandíbula se cerró en el cuello; allí, los dientes bien formados de la chica se hundieron con facilidad en la cálida piel de Kuyenray. Ella soltó un grito desgarrador, el más horrible que Ainelen en su vida había escuchado. Sus oídos estallaron.

Mientras su lengua saboreaba la sangre que manaba de la herida, la capitana se removió enloquecida, pataleando, sacudiendo sus hombros, su tronco, solo para adornar su fatal destino. La asesina no la soltó.

La mandíbula de la chica se cerró por completo, entonces, tiró hacia afuera, arrancando un buen trozo. Los fluidos salieron a chorros, la mujer atragantándose en su propia sangre mientras sus ojos llorosos perdían el brillo.

Cualquiera que hubiese visto a Ainelen en ese momento, bien podría haber pensado que se trataba de un demonio salido de las pesadillas más horripilantes. Su rostro estaba bañado en rojo desde la nariz hacia abajo. Su ropa yacía empapada desde la túnica hasta la camiseta interior.

Escupió hacia un lado.

Qué silencio había en el lugar. Solo se oía débilmente el sonido húmedo del charco de sangre, fluyendo por todo el suelo en patrones circulares. Oh, sus oídos ya casi no sentían el molesto pitido. La sordera fue temporal.

Ainelen volcó su atención en el artefacto que la capitana había estado manipulando. Ya no brillaba. Menos mal, su misión estaba cumplida.

Unos pasos se oyeron desde el acceso a la cámara. Personas desconocidas se acercaban a alta velocidad, sin embargo, a Ainelen no le importó en absoluto. Con tranquilidad estudió la figura de un hombre de cabellera ondulada, muy delgado, portando una espada-diamantina. Ezazel no venía solo, también lo acompañaba otro hombre que, por su ropaje, se veía importante.

El último de los señalados abrió la boca, quedándose petrificado. Estudió el lugar con el rostro lleno de consternación.

—Por el nombre sagrado de Uolaris. ¿Qué es lo que ha pasado aquí?