Amatori saltó hacia adelante con un poderoso mandoble. Su diamantina golpeó el suelo, hundiéndose mientras los cristales emergían como agujas a ambos lados. Marae, que era como había llamado Antoniel al espadachín, evadió con un ligero movimiento y de inmediato repitió, impidiendo que Aukan lo embistiera desde el flanco izquierdo.
—¡Oye! —gritó Amatori—. ¡¿Cuánto más piensas resistir?! Bastardo de mierda, ya estoy cansado de tus jueguitos.
Marae soltó una risotada, exhibiendo esos repulsivos dientes de caballo.
—Hasta que me beses el culo.
La cara de asco que puso el muchacho hizo al espadachín reírse otra vez. En serio, llevaban bastante rato luchando dos contra uno y no aflojaba. Tal vez era el momento de hacer eso.
En paralelo, Leanir usó su escudo como si fuera una cortadora, separando a Antoniel y Liandrus. Frov cerró la distancia con el primero, entonces inició una espectacular secuencia de mandobles y estocadas. En una batalla de usuarios de diamantina, un pequeño corte podía significar la muerte. Sabiendo eso muy bien, Frov tomó resguardos, moviéndose como un elástico para sortear las embestidas de Antoniel.
El muchacho espadachín se caracterizaba por sus reflejos más que por la lectura de las batallas, a diferencia de la gran mayoría. Por el otro lado, el líder enemigo debía ser uno de los mejores en cuanto a capacidad de anticipación.
Leanir, en el mano a mano con Liandrus, se barrió y burló su estabilidad, con una dura patada en uno de sus talones. Aunque este último no cayera al suelo, fue suficiente para presionarlo con su escudo y estamparlo contra un pilar de roca.
—¡Aukan! —gritó Amatori, buscando las espaldas de Marae. El bastión golpeó con el escudo, obligando a que el adversario saltara hacia atrás. Era un patrón repetitivo, sin embargo, en parte era lo que Amatori buscaba. Si se acostumbraban a lo mismo, sería mucho menos probable que reaccionara cuando...
«¡Ahora!», el joven estiró su hoja cristalina. La velocidad a la que solía hacerlo era más o menos lenta, pero esta vez concentró la energía para que sucediera en un considerable menor tiempo.
Los pies de Marae aun no tocaban el suelo. Todo ocurrió en un suspiro: la espada curva de Amatori lo alcanzó en el aire, donde no se podía maniobrar... a menos que tu diamantina se extendiera en telarañas que bloquearan un ataque de ese tipo, como exactamente fue.
Marae aterrizó y resbaló a propósito, retrocediendo en el suelo de baldosas relucientes. Riéndose y con las cejas enarcadas, levantó un poco su hoja, observando con picardía las dos armas entrelazadas.
—Casi me pillas.
—No —corrigió Amatori—. ¡Ya te pillé! —con fuerza y velocidad, subió su diamantina. Resultó tan sorpresivo para Marae, que su respectiva arma voló de sus manos, saliendo disparada hacia el techo. Incluso lo atravesó, perdiéndose por completo.
Aunkan frunció el ceño. Su rostro se tornó confiado.
—Hace un momento destruiste mi espada. Supongo que no te quejarías de que te agarre a putazos con un escudo.
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—Holam, ¿qué haces aquí? —preguntó Ainelen. Una parte de ella se alegraba de verlo sano, de tenerlo cerca, pero otra estaba horrorizada.
—Estoy tan curiosa como ella —dijo Zei Kuyenray.
El chico no le quitó los ojos de encima a su enemiga. Parecía que no lo haría jamás, como un perro que atenazaba con poderosas mandíbulas el cuello de su presa.
—Ser el único no especial entre muchos especiales, puede hacerte especial.
—Entiendo. —La voz de Kuyenray era divertida—. Creo que escuchaste también nuestra conversación, ¿no?
—Fingir ser sordo no es mi talento.
—Pero qué muchacho tan grosero. Mira que escuchar a dos señoritas en una charla íntima.
Holam seguía tan inexpresivo como era usual.
—No me interesa. De lo que dijiste hay muchas cosas que me quedan dando vueltas en la cabeza. ¿Cuánto dura una barrera?
Eso último provocó un incómodo silencio. Ainelen pensó: «el sonido de arriba cada vez es menos intenso. ¿Se está debilitando?».
—Alcardia está rodeada por antimagia, primer punto —continuó Holam, con su voz grave punzante—. Se controla el crecimiento de la población porque el uso de magia podría desestabilizarla. Son energías opuestas, naturalmente. ¿Crear una barrera mágica aquí no sería contraproducente?
—¿A qué quieres llegar, muchacho?
—Tu tiempo no es ilimitado.
«Espera, eso también quiere decir... ¡¿necesitará ir sacrificando a otras personas para mantener la barrera en el futuro?!».
—Y eso —Holam indicó hacia el objeto violeta al que la capitana se dirigía—. Es tu carta de triunfo. Los circuitos de la placa central deben conectar a todo el pueblo, solo de esa forma podrías haber moldeado una barrera en torno a la iglesia. Activación a distancia, supongo. Te vi entrar junto al resto.
—¿Y?
—En conclusión, la única manera de derrotar a un ejército de personas con diamantinas es con una energía que los dañe solamente a ellos.
Ainelen abrió los ojos, casi a punto de salírseles. Un arma de doble filo, lo que había dicho Ludier. Su sorpresa fue reemplazada por el terror cuando vio una amplia sonrisa dibujada en la cara de Zei Kuyenray. Era la locura hecha mujer.
La rubia rio, sus hombros temblando. En sus pupilas claras destellaba un brillo asesino. Lucía como otra persona, nada semejante a la estoica y siempre astuta capitana.
—Podrías haber sido un buen miembro de nuestra división. —Entonces, tras inspirar profundamente luego de su regocijo, la rubia dio una estocada al chico.
Ainelen retrocedió, jurando haber visto la punta del sable clavarse en el cuello de Holam, no obstante, se trató solo de su mente traicionera. El pelinegro, apartó la hoja enemiga con una reacción instantánea. A continuación, bloqueó otro par de estocadas y retrocedió un poco.
«¿Debería golpearla con mi bastón?», pensó Ainelen, temiendo por la vida de Holam. «No, si voy solo estorbaré».
Muchas veces los guerreros combatían mejor cuando no habían aliados cerca. La coordinación era un tema que se pasaba por alto al caer en lo tentador que sonaba la superioridad numérica.
Tras la arremetida de Kuyenray, quien bajó el ritmo al comenzar a respirar con desorden, Holam contratacó. Primero dio una estocada que le rasgó el pecho izquierdo, entonces blandió dos mandobles horizontales. La mujer se cubrió con eficacia, bajando su centro de gravedad. Pero el joven no se quedó en eso; hizo amago de ir a la derecha y luego fue a la izquierda. Eso dejó descolocada a la capitana, quien parecía demasiado lenta frente al espadachín.
¿Holam siempre había sido tan rápido? No, Ainelen daba fe que él había progresado en el último tiempo. No entrenaban juntos al ser de clases diferentes. No sabía en absoluto el nivel que Holam poseía en la actualidad. En el pasado vio destellos de su rapidez, y ahora eso de repente se había potenciado espectacularmente.
Kuyenray se cubrió a tiempo de la finta, pero lo hizo de mala manera. La hoja de Holam cortó justo hacia la empuñadura, entonces la capitana gimió adolorida, abriendo una brecha para ponerse a salvo. Cambió su sable a la mano derecha, levantando la otra mientras la estudiaba boquiabierta.
El joven le había mutilado dos dedos.
Ainelen se quedó viendo a Holam, quien por fin le dedicó su atención. En los labios de él se dibujó una cautivadora sonrisa. Denotaba satisfacción.
No duró mucho tiempo. Luego de resignarse a perder miembros de su cuerpo, Kuyenray cargó con sucesiones de cortes horizontales, verticales y diagonales. Planeaba algún movimiento secreto, ya que sus piernas se flectaron. Era... no, ya no importaba, porque Holam estrelló su hoja tan fuerte con la suya que se la arrebató de las manos. El sable se perdió en la oscuridad con un sonido lejano.
—Me has atrapado —dijo la capitana, con una risita nerviosa. El sudor perlaba su frente y caía hacia su cuello. Levantó sus manos, como si se rindiera, entonces giró sobre su propio eje y una poderosa patada hizo que la espada de Holam también volara lejos.
—¡No! —Ainelen corrió despavorida hacia ellos. No podía permitir que la persona que amaba luchara contra ese ser a manos desnudas. Kuyenray era terrible.
La muchacha sintió un tremendo dolor en su vientre. Su visión borrosa del escenario tan solo le permitió ver a Holam gritando algo, preocupado. Supremo Uolaris, Ainelen había sido pateada en pleno abdomen y tardó un momento en darse cuenta. Le habían removido hasta lo más profundo de su ser.
Cayó sobre sus rodillas, luego tosió, escupió, aguantando el martirio. Se sentía asfixiada.
«No puede ser. Por favor, Holam». Vio con ojos entrecerrados el desenlace de la pelea. Sus párpados batallaban por mantenerse abiertos.
El pelinegro retrocedió ante el siguiente ataque de Kuyenray. Ella tenía su mano izquierda metida en su abrigo. Sacaría algo. Holam lo esperaba así que fue capaz de agarrar su muñeca antes de que un arma punzara su cuello.
No. Esa mano no tenía nada.
La rubia sonrió. Su otra mano igual estaba metida en su abrigo, y, cuando la deslizó como un relámpago, Holam probablemente no se lo esperó. Su reacción fue demasiado tardía.
—Uh, ¿qué...? —balbuceó el chico, bajando la mirada a su clavícula. Ahí una daga se hundía profunda, apuntando hacia el corazón. Su mano izquierda sostenía la muñeca de la mujer, pero en este punto no tenía sentido.
«No puede ser».
Kuyenray sacó la daga y se alejó.
«No puede ser».
«No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No».
Holam se desplomó con los ojos en blanco.
—¡No! —gritó Ainelen, saltando hasta ponerse debajo del muchacho y amortiguar su impacto. Se enderezó, de rodillas, entonces acarició su cuello. La sangre brotaba lenta pero incesante de la herida. Era un daño crítico—. Por favor, resiste. Holam, oye, mírame. Voy a curarte. Voy a curarte, ¿sí? Espérame. —Ainelen gateó un poco y con sus manos temblorosas recogió su bastón. Se le cayó a la primera, así que tuvo que atenazar mejor en la segunda vez.
Imaginó el reino celestial, antes pasando por la negrura que le permitía ver los meridianos de los seres vivos. Había una cantidad increíble de luces que jamás había visto en esa habitación.
La magia comenzó a inundar la herida de Holam, cerrando la parte más profunda. Sin embargo, una luz violácea se mezcló con la azul de la suya. No, no se mezcló, sino que la anuló.
«¿Qué?», Ainelen levantó la mirada hacia la persona que observaba a unos metros la escena. Kuyenray exhibía su daga. El sello de la empuñadura brillaba, refulgente de antimagia. Pronto una esfera de esa energía cubría a ambos chicos. El bastón-hoz perdió su brillo por completo.
Ainelen sintió la fatiga caer sobre su cuerpo, pero no lo importaba en lo absoluto. Sus ojos desesperanzados se volvieron hacia Holam, quien convulsionaba. Lo tomó, dejándolo contra su regazo.
—Nelen... yo...
—No... ¿por qué? Es injusto.
Los ojos negros de Holam brillaban. Tosió, con la respiración desordenada mezclándose con sus gemidos. Le mantuvo la mirada a Ainelen. Su voz parecía un silbido, intentaba angustiosamente que sus palabras salieran.
—Yo... te amo. Como... a ninguna otra persona.
—Holam, no. Por favor. No, no me dejes. Estoy aquí. Vamos, toma mi mano. —Ainelen entrelazó su propia mano con la de Holam, cerrándola con fuerza. No lo soltaría nunca. No permitiría que la muerte se lo arrebatara.
El chico alzó la otra y deslizó las yemas de sus dedos por las mejillas de ella. Apenas podía hacerlo; demasiado débil, la dejó caer.
—Eres la chica a la que amo, Ainelen.
—¡No, no lo hagas!, ¡no me dejes, te lo suplico!, ¡también te amo, Holam!, ¡te amo!, ¡te amo!, ¡te amo con toda mi vida! —La voz de Ainelen se quebró. El nudo en su garganta dolía tanto que no pudo seguir gritando.
Los ojos del joven se comenzaron a cerrar, como sentenciando que era el momento adecuado para ponerle fin a la lucha. El cansancio había vencido.
Ainelen se encorvó, acercando su boca a la de Holam. Sus labios se unieron fuertemente. Ojalá ese beso hubiera durado para siempre.
Al abrir un poco sus ojos, la muchacha vio los de él cerrarse poco a poco. Fue como el equinoccio; había un punto del año en que los días y noches tenían una duración equilibrada. Durante un instante los ojos de los enamorados se igualaron, pero cuando Ainelen siguió abriendo los suyos, los de Holam se cerraron para siempre.