El sentimiento que envolvió a Ainelen en ese momento fue difícil de describir. Cada fibra de su cuerpo empujaba hacia afuera, como si quisiera desintegrarse por la presión que la habitación le transmitía. Tembló, sus dientes repiquetearon. Sintió frío y de nuevo calor.
Ella estaba ahí.
Era real. Esta vez no se trataba de una ilusión de su mente. ¿O tal vez todo lo que Ainelen vivía era un sueño?, ¿su vida era real?, ¿qué le garantizaba que sus recuerdos fuesen reales?
Una mujer de carne y hueso, descansando dentro de un marco de un material cristalino. La bruja tenía un cuerpo físico. ¡Supremo Uolaris!
La parte más racional de la joven se zambulló entre sus emociones, entonces, tomando parte de ellas, se hizo una pregunta: ¿cómo la División de Inteligencia se había hecho con tal tesoro?, ¿por qué un ser tan poderoso fue a caer en manos de tiranos? Era desesperante.
Sin embargo, a pesar de lo que creía, Ainelen terminó por percatarse que todas sus visiones donde se veía a ella misma temblando, retorciéndose por la intensidad del momento, era nada más que algo mental. Por fuera se mantuvo estoica, sin perder de vista a Zei Kuyenray, la enemiga de enemigas.
—¿El objetivo final siempre fue resucitarla?
—No siempre. No se puede resucitar a alguien que no ha muerto, hija. La Rosa Maldita, como se le llama erróneamente, se encuentra en un estado de adormecimiento profundo. Su cuerpo tiene un poder inconmensurable.
Sobre eso último, las líneas inyectadas en luz fluyendo desde la placa iluminada, hacían creer que la mujer estaba siendo utilizada como una fuente de energía masiva.
La bruja no estaba viva, pero tampoco muerta. Tal vez existía un limbo, una fina línea que separara ambos reinos. Si alguien quedara atrapado ahí, ¿se le podría devolver a la vida?
El cuerpo esbelto de la bella durmiente pertenecía al de una mujer alta. Qué majestuosa era. Su apariencia era humana, pero excedía la grandeza que Uolaris le había otorgado a la especie. En las visiones de Nurulú se describía a sí misma como un ser ajeno a la creación del dios. ¿Qué eran los dioses?, ¿existían?
Las muñecas de la bruja tenían heridas de aspecto reciente.
—¿Qué es eso? —preguntó Ainelen. Estaba convencida que, por alguna razón, Kuyenray resolvería cada una de sus dudas.
—Extraemos su sangre, luego la infundimos en una diamantina. En términos simples, así es como funciona la antimagia.
Hubo un momento de silencio. Se oían susurros casi inaudibles.
La capitana de la Fuerza de Exploración retiró sus manos del cristal y se irguió. Le dio la espalda a Ainelen, observando las placas que contenían estatuas humanas.
—¿Sabes cómo funciona una diamantina, lo que la diferencia de un pedazo de diamante azul ordinario? —El silencio fue indicativo para que la mujer continuara hablando—. El mineral en sí no contiene poder alguno. Eso no significa que no valga, de lo contrario Minarius no nos compraría al por mayor. La propiedad que hace que el diamante azul sea valioso es su capacidad para conducir energía. En una diamantina distribuye el poder de su usuario y lo focaliza y refina para lograr ciertos efectos.
» Lo primero que se nos viene a la cabeza son los usos bélicos, y no te niego que es muy útil. Sin embargo, hemos ido más allá de eso. El brillo que produce se podría trasladar a un dispositivo que genere luz de manera estable, eso nos permitiría iluminar el pueblo en la noche. El poder que es capaz de modificar la materia podría ser la fuente de energía de máquinas que ayudaran en la agricultura. Se podrían crear artefactos que facilitaran el trabajo a las costureras. Hay muchas posibilidades.
Ainelen sopesó cuidadosamente cada palabra que salía de los labios de Kuyenray, entonces frunció el ceño.
—Sigues sin explicar lo que hace a una diamantina diferente del diamante azul. Conduce y refina el poder del usuario, pero, ¿cómo exactamente se hace para que se convierta en eso?
—Los colormorfos se enlazan al usuario y al existir resonancia, se asimila el ambiente. Cuando hay una semejanza entre el medio interno y externo, la magia logra trasladarse. Pero hay dos clases de colormorfos: los primeros son esos, y, los segundos, son unos que carecen del dinamismo de sus primos. Lo que se hace es moldear un trozo de diamante azul, e infundirle un colormorfo exánime.
—¿Colormorfos dinámicos y exánimes? —Ainelen entrecerró los ojos.
—Los pilares del poder mágico.
Todo era información nueva. Aquello era apenas una parte de lo que la División de Inteligencia debía estar guardándose. Ainelen se sintió tan ignorante como una niña de tres años.
—¿Qué son esas estatuas?
La capitana se tomó un momento para responder esa pregunta. Su silueta bañada en la luz azulada de las placas desde un lado, y por la violácea de la placa de la bruja desde el otro, contrastaba con las secciones ennegrecidas de aquella habitación subterránea. El sonido de arriba seguía oyéndose, aunque ahora más tenue.
—Son nuestros primeros mártires. Para crear una barrera como la de la bruja, necesitamos usuarios poderosos que entren en una resonancia profunda. Tal como ella.
—Entonces... ¡¿los matarán?!
—No es matarlos, es sacrificarlos para el bien de miles de personas. Con tu noble sacrificio podrías asegurarles paz a tus seres queridos, hija.
Morir para salvar a otros.
No era exactamente morir, sino pasar a ese limbo. Al final no era diferente a lo que Ainelen haría por quienes amaba. Pero hacerlo de esta manera, obligada... no era correcto. Si ella decidía dar su vida por otros, era porque solo ella lo querría. Era algo personal.
«Siempre se han metido donde no tienen parte».
—Son unos terribles egoístas.
—Sí.
—¿Solo tienes eso para decir?, ¿no intentarás justificarlo con que, si no se hace, la barrera actual deteriorará la región?, ¿no culparás a Minarius de sus intenciones expansionistas?
Fue como si Ainelen lograra por primera vez sobreponerse a su miedo a esa mujer. Al no recibir una respuesta convincente, sintió que el coraje dentro suyo se acrecentaba.
—Y para la barrera que creaste ahora, sacrificaste aliados, ¿no es así?
—Es la única manera. No estoy feliz por ello.
El puño de la chica de larga cabellera ondulada se apretó con ira. Ainelen puso la cara más despreciable que pudo, deseando que esa maldita hija de perra se diera la vuelta. Quería que la mirara a los ojos.
«Tal vez no lo hace porque siente vergüenza. No puedo imaginar que una persona que camine con la cabeza agachada sirva para guiar a un pueblo. No hay manera».
Kuyenray caminó escaleras arriba, hacia un altar. No, era diferente. Una sección de piedra estaba elevada, y de ella sobresalía un objeto cristalino violeta, como una palanca anclada al suelo. No brillaba, sin embargo, a medida que la capitana se acercaba hacia el lugar, Ainelen tuvo la intuición de que haría algo terrible.
«Puedo detenerla», pensó. Deslizó la daga que llevaba oculta bajo su túnica. «Voy a matarla».
La distancia entre Kuyenray y su destino era de unos diez metros. Avanzaba lento. De verdad que podía lograrlo.
La capitana era una espadachín, llevaba su sable ordinario enfundado en la cintura. Ainelen tenía que ser muy sigilosa, de lo contrario sería acribillada en el acto. Que una curandera atacara a un espadachín, aunque fuera por la espalda, era una idiotez, su repentina confianza no debía cegarla de la realidad.
«Soy la única que puede detenerla. Ahora mismo mis debilidades no pesan más que el destino de mi gente. Si es por ellos, muero».
Ainelen se acercó lo más que pudo sin hacer ruido, entonces presintió que su víctima se daría la vuelta. Corrió hacia ella para cerrar la brecha, a continuación, con el rostro lleno de terror, dio una estocada hacia las costillas. No había armadura que la protegiera, así que...
La daga voló de sus manos.
Kuyenray ni siquiera tuvo que desenfundar su arma, sino que le bastó con golpearle los nervios de la muñeca, en un rápido y preciso uso del dorso de su mano enguantada.
La joven se quedó encorvada, a punto de caer sobre sus rodillas. El golpe recibido le recordó el lamentable estado de su mano lesionada, un sufrimiento opaco. La que hasta hace un instante parecía una presa indefensa, ahora le clavaba sus pupilas como dos agujas que se hundieran en su piel. Kuyenray sonrió. Se llevó su mano izquierda a la empuñadura de su sable, entonces lo deslizó hacia arriba.
«Lo he intentado, chicos», pensó la curandera. Estaba lista para aceptar su final, sin remordimientos. Pero cuando la capitana sacó por completo la hoja reluciente de su funda de cuero con patrones, apuntó hacia otra dirección. Todavía mirando a Ainelen, dijo:
—¿Eras parte del equipo de Ludier? No te vi con Leanir. Tampoco veo que portes una diamantina, muchacho.
Ainelen dio un largo y tembloroso respiro antes de mirar hacia él. Sus ojos púrpuras giraron a su izquierda, estudiando la figura de un chico que avanzaba mezclado con la oscuridad. Holam era una mancha que apenas se notaba por su piel blanquecina. Tanto su ropa como cabello hacían ardua la labor de distinguirlo.
Se detuvo a escasos metros de la rubia, levantando su espada hacia ella. Ambos se quedaron silentes, sus hojas apuntándose mutuamente.