Los pies desnudos de Tobías sintieron una mullida capa grumosa ciñéndose a ellos y, sorpresivamente, su temperatura no estaba por debajo de los cero grados; algo que antes inconscientemente se pudo haber supuesto. Estando rodeado por un bosque, el nerviosismo del pastelero alcanza niveles alarmantes, poniendo en aprietos el correcto raciocinio de su cerebro. Afortunadamente, y sabiendo que todo se iría al caño si se dejaba controlar por el miedo, el pastelero se mantiene tan calmado como puede e inspecciona el área en busca de algún peligro. Al no oír, ver o percibir nada que fuera mortal para su integridad, el nerviosismo cae de la cima en que la está y es suplantada por prudencia extrema. Con lentitud Tobías se da media vuelta esperando, sinceramente, encontrar una ventana con la forma de su monitor y la vista de su cuarto de fondo.
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Dispuesto a ello Tobías opta por hacer algo arriesgado: Explorar el lugar. Caminando hacia un árbol cuyas ramas estaban relativamente cerca del piso, el joven se cuelga tras un salto de una rama de débil aspecto y se la trae consigo al regresar al piso. Ante tal violencia, las delicadas y finas hojas que cubrían las ramas más delgadas que se desplegaban de la rama principal, chocaron unas con otras produciendo un estridente tintineo. Tobías se estremece por el alboroto y con rapidez sondea el lugar con ojos y oídos para asegurarse de que nadie o nada lo hubiera escuchado. Cuando se siente seguro, el pastelero arranca una de las hojas y la inspecciona. Aquel trozo de follaje era de cristal puro e inmaculado, su diseño era similar al de una hoja de otoño pero con las puntas un poco curvadas hacia arriba, y apenas tendría un milímetro de grosor.
- Prefiero mantener el ruido al mínimo. —Murmura el joven mientras guarda aquella hoja dentro de su bolsillo lateral izquierdo—
Veloz y cuidadoso, Tobías remueve cada una de las hojas y enterrando la rama desnuda en la suavidad del suelo, empieza a buscar una salida. Yendo en línea recta, los pasos del joven se volvieron largos y sigilosos, tras de sí le seguían las marcas que dejaba la rama de oscuras tonalidades que de su mano colgaba y sus sentidos estaban atentos a cualquier cosa que pudiera parecer una salida o un peligro. En cierto punto, los árboles menguaron su cantidad y Tobías pudo ver un cielo azul oscuro. El lugar le parecía totalmente extraño al joven por razones diferentes a las que había visto hasta el momento; no hacía ni frío ni calor, el clima era simplemente perfecto y el tiempo parecía estar en medio del día y la noche, pero sin estar cerca de parecerse a un ocaso en la Tierra. Después de un rato sin encontrar nada, Tobías comienza a inquietarse. El bosque no parecía tener fin y ese hecho arranca de los pulmones de nuestro forastero un angustiado suspiro. Sus piernas estaban rígidas y cansadas pero el pastelero no pensaba parar hasta encontrar una salida.
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Tobías suelta la rama que carga y elige el árbol más grande de todos; uno de ramas firmes y cuyo tronco medía cerca de veinte metros de altura. Sosteniéndose y apoyándose solo en las ramas más fuertes, asciende de a poco hasta la copa; aparte de ser su primera vez encaramándose en un árbol, no quería que las problemáticas hojas le delataran. Jadeante y con algo de vértigo por estar a quince metros y medio de altura, el pastelero se abraza con fuerza al tronco del árbol antes de mirar el panorama y al hacerlo, sus piernas casi flaquean al ver lo que el cielo ostentaba.
Un enorme planeta azul cubría gran parte de la vista, y detrás de él se asomaba tímidamente otro mucho más pequeño. En el fondo, un centenar de grandes estrellas luminosas descansaban mientras una centelleante nebulosa violeta se entretejía como una cinta entre ellas. El planeta más grande tenía secciones, la mente de Tobías pensó en ellas como continentes, de un azul mucho más oscuro y en determinadas partes, se podía divisar múltiples puntitos de brillante luz que juntos formaban grupos de considerable tamaño.
Tobías creía que ya sus ojos habían visto mucho pero justo en ese instante, descubrió que eso, en realidad, era poco. El chico no cabía en su asombro. En su vida, aun contando con todo lo que le había estado ocurriendo, nunca había contemplado un escenario tan... majestuoso.
- Ah. —Gime el pastelero—
A diferencia de la primera vez que se adentró en otro mundo a través de una pintura, este gemido tenía tonos de deleite, embelesamiento y éxtasis. Pronto la atención de Tobías se ve forzada a centrarse en algo más, pues desde algún lugar el estruendo de millares de cristales siendo rotos se estaba apoderando del parcial silencio que había estado reinando desde que Tobías llegó. El escándalo le pone los pelos de punta al joven pastelero, quien contempla con una mezcla de preocupación y desconcierto como en el horizonte, hacia su izquierda, una muralla de humo se elevaba por encima de los árboles. Ciertamente era una señal de vida, empero... a Tobías no le gustaba la forma en la que se estaba presentando. La inquietud en el corazón del chico inicia la alarma de peligro cuando algo empieza a sacudir las copas de los árboles, generando una nueva ola de cristales astillándose y quebrándose.
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Subir fue fácil, eso estaba claro, pero bajar... eso era otro cuento. Tragando grueso y sin dejar de abrazar el tronco del árbol, Tobías se coloca de cuclillas. Despacio aferra ambas manos a la rama en donde está parado y, sin soltarse, se deja caer a la rama bajo él. Repitió este proceso otras dos veces más, intentado copiar el recorrido que hizo de subida. Repentinamente el sonido de los tintineos y destrozos aumenta en volumen, lo que sea que estuviera provocando semejante caos estaba cada vez más cerca y no parecía ser alguien o algo amigable. Tal situación hace temblar de miedo al joven y su mente, ofuscada y desesperada, lanza frenéticas advertencias a todo su cuerpo para que escape de allí de inmediato. El vértigo desaparece en un chasquido, como si nunca hubiera existido en primer lugar, y Tobías continua su descenso saltando de rama en rama, sin dudas preventivas ni cálculos concienzudos que frenaran su rápido proceder.
A poco menos de cinco metros de distancia del suelo, un paso en falso durante un aterrizaje hace que los pies de Tobías pierdan el agarre y, sin ninguna rama al alcance de sus manos, el joven cae hacia atrás. Su cuerpo se lleva por delante todas las ramas en el camino, haciendo que las hojas de cristal arañen su piel y rasguen su ropa antes de colisionar contra el suelo. Quizás más por el susto de la caída que por el impacto, Tobías queda inconsciente sobre el albo suelo. El pastelero, inerte, es observado por las hojas sobre su cabeza que, con todo lo sucedido, ahora chocaban unas con otras produciendo un tintineo bastante desentonado.
A los oídos de Tobías, todo era silencio. Su espalda y la parte posterior de sus brazos y piernas se encontraban cubiertas con delgados y largos hilos rojos de los cuales brotaba sangre en mínimas cantidades; inclusive su cuello, orejas y parte de sus mejillas contaban con la visita de dichas heridas. No pasaron muchos segundos para que los ojos de Tobías se entreabrieran y observaran con confusión las negras ramas y las translúcidas hojas colgando sobre sí. El joven sentía el cuerpo adolorido, sobre todo la parte superior de la espalda, y sus oídos habían comenzado a captar ligeros y débiles choques cristalinos no muy lejos; sonidos a los que su aturdida mente no prestaba atención por el momento. Conforme sus sentidos iban recuperando su completa funcionalidad, la frágil tonada que insinuaba la presencia de algún otro ser iba creciendo en nitidez y proximidad. Sin moverse mucho, Tobías prensa los músculos de su cuerpo uno a uno con la intención de buscar señales que le hicieran saber de su estado físico.
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- Hugh. Salgamos de este lugar de una buena vez. —Masculla tras quejarse del dolor que le provoca poner su cuerpo a funcionar—
Muy lentamente Tobías logra sentarse y con un giro pausado, se arrodilla sobre el suelo. Con piernas tambaleantes se pone de pie y al hacerlo, un agudo dolor traspasa su cabeza. Tobías vuelve a quejarse al tiempo que sujeta con ambas manos su cabeza, el dolor se desvanece a los segundos y el pastelero exhala con alivio. Justo en ese momento, el follaje de unos cuantos arboles cercanos se quiebra con inesperada violencia, produciendo que la piel del pastelero se torne pálida y helada por la sorpresa y el pavor que aquello le produjo. Dejando en segundo plano sus dolencias, Tobías busca presuroso el objeto causante de tanto desastre y lograr ver por una minúscula fracción de tiempo algo desplazarse entre los árboles. Ese mencionado "algo" destruye centenares de hojas de cristal con su pasar, lanzando los trozos rotos en dirección al pastelero quien, de un salto en diagonal, se pone a salvo. De regreso al piso, despavorido y tembloroso, el pastelero ve frente a sí las marcas que dejó en la nieve para poder regresar al punto de llegada en caso de necesitar hacerlo. A sus oídos llega un repiqueteo, quizás metálico, que hace estremecer su columna; es aquí cuando su mente le grita "Corre".
Como un resorte que salta de golpe tras verse contraído, el pastelero se precipita hacia la dirección que señalaban las marcas en el suelo, forzando a sus piernas a ir a una velocidad que no usaba desde aquella vez, hacía diez años ya, que se enteró de que su muy amado tío había desaparecido sin explicaciones. Las cejas contraídas, las aletas de la nariz arrugadas y los dientes apretados y al descubierto hacían participe a cualquiera del miedo que ahora experimentaba Tobías.
Desplazándose entre las copas de los árboles, la enigmática cosa, que no lo pensó dos veces para perseguirle, hacia tronar las hojas; sonido que, conforme crecía en cercanía, hacía que el pastelero hirviera en terror y desespero. Los ropajes del chico, livianos y holgados, se mueven erráticos por el movimiento de sus extremidades y cuando el perseguidor baja de los árboles para seguir a su presa por tierra, del hondeo de dichas prendas de vestir solo quedan sombras. Al pasar junto a un árbol Tobías gira hacia la derecha y en cuanto lo hace, un objeto filoso sale volando hacia él. Su velocidad era increíble y su misión era perforarle la cabeza, pero por fortuna los reflejos y el instinto del joven hacen un pacto para ayudarlo a evitar su muerte. Tobías se lanza al piso y se desliza por debajo del objeto que atentaba contra él mientras este sigue de largo y se clava en un árbol grueso desprovisto de hojas. Aterrado, a nada de desfallecer, el pastelero consigue ponerse en pie y continuar su huida, sin embargo, sus ojos no aguantan la tentación de mirar atrás para revelar el misterio de la apariencia de su fiero cazador.
Para su sorpresa, el ser que deseaba acabar con su vida era enteramente de cristal, iba sobre cuatro patas, medía casi dos metros de altura y lo que hace unos momentos casi atraviesa su cabeza, era su cola; larga y letal, con un alcance de cinco metros, punta de flecha y pequeños dientes a ambos bordes que le cubrían de extremo a extremo. Pero eso no era todo, aquel ser poseía gruesas y filosas garras y dientes, ambos elementos de acero. Dentro de su translúcido cuerpo, en el centro, reposaba una extraña masa grumosa color negro y de ella, hilos de diferentes grosores se estiraban cual raíces por cada una de sus extremidades; como si se tratará del sistema nervioso de cualquier ser viviente de la Tierra.
Mientras Tobías se aleja del peligro tan rápido como puede, el desalmado cazador comienza a dar tirones a su cola para que se zafe del árbol que la tenía aprisionada. Para cuando el pastelero consigue imponer cincuenta metros de distancia, un crujido impetuoso se oye en el bosque y la inusual bestia retoma la persecución. Tobías estaba cerca del punto de llegada, lo sabía y por eso deseaba con locura que apareciera de una buena vez la ventana con la forma de su monitor; algo que no iba a pasar ni por qué se pusiera de rodillas e implorara por ello.
De repente, algo grande, áspero y duro impacta contra la espalda de Tobías, despojándolo del aire en sus pulmones y arrojándolo contra el suelo. Resulta que, en vez de liberar su cola, la bestia de cristal tuvo que optar por destruir con sus dientes y garras el árbol debido a que la madera de este era muy dura y por más que tirara, no soltaba su cola. Ahora bien, durante la persecución, la punta de la cola de la bestia había estado cargando un trozo de madera de gran tamaño como si se tratara de un azuelo con una carnada, y dicho pedazo de madera era lo que había impactado contra la espalda de Tobías.
Pese a que su espalda temblaba de dolor y sus brazos no parecían responder, el pastelero se da vuelta y se arrastra hacia atrás, hasta colocarse junto a las primeras huellas que dejó al llegar a tan hermoso pero hostil mundo. Frente a frente con la bestia, quien lo había alcanzado en un instante, los grisáceos ojos de Tobías se encuentran con los orbes negros que habitan dentro de las cuencas oculares de tan excepcional y aterrador ser. Teniéndole a tan solo un metro de distancia Tobías pudo darse cuenta de las rojizas manchas que teñían la base de los dientes y las puntas de las garras del cazador, algo que hizo que su corazón diera un vuelco, la pigmentación de su piel se aclarara enfermizamente y su rostro se deformara en una expresión aterrada y descompuesta.
La bestia de cristal termina de eliminar la distancia con el pastelero mientras suelta un grotesco bramido desde lo más profundo de su garganta. Adrede, la bestia pega sus largos dientes al rostro de Tobías.
<< Voy a morir. ¿Enserio voy a morir? ¿Así? No quiero, no quiero morir >>
Entonces, la bestia de cristal retrocede y con un brinco se lanza sobre Tobías. El pastelero protege su rostro por inercia atravesando ambos brazos.
<< ¡Maldición! ¡No quiero morir! >>
Las filosas garras del desalmado cazador se hunden en la carne y empujan a su presa hacia el suelo. Un estruendo se oye y el pastelero, con los ojos fuertemente cerrados, se da cuenta de la inexistencia del enorme peso que hace uno segundos lo lanzó contra el suelo.
Al abrir los ojos y apartar un poco sus brazos, Tobías ve atónito a su fiero cazador tendido en el suelo, con parte de sus extremidades hechas trizas y con un enorme agujero en el torso.
- ¿Qué demonios? —Murmura el Pastelero todavía preso del pánico—
- ¿Estás bien forastero?
Siendo asustado por aquella inesperada pregunta, Tobías se olvida de sus dolencias y se incorpora lo más rápido que puede, topándose con un hombre alto con robustos ropajes blancos de, al parecer, treinta y pocos años de edad, pálida piel, ojos marrones y largo cabello rojo amarrado en una coleta en la base de la cabeza.
- ¿Quién eres? —Pregunta Tobías, siendo esto lo único que su cerebro pudo procesar—
- Yo debería hacerte esa pregunta, es evidente de que no eres de este mundo ¿Eres un Receptor?
- ¿Un qué?
El hombre de cabello de fuego mira confundido a Tobías, pero antes de que ambos puedan aclarar la situación, el alertante ruido del follaje de los árboles siendo resquebrajado los invita a marcharse cuanto antes.
- ¿Qué te parece si mejor nos vamos de aquí? —Sugiere el desconocido—
- No creo tener otra alternativa.
Ante la mirada de desconfianza de Tobías, el hombre muestra una sonrisa ladina y de entre sus ropas saca un pequeño platillo de metal el cual lanza al suelo.
- Muéstrame La última Fortaleza. —Dice—
El platillo de metal obedece y muestra la imagen holográfica de algún paraje hundido en niebla. El hombre toma a Tobías por el cuello de su camisa, lo arrastra bruscamente hacia la imagen y juntos la atraviesan, abandonando aquello que Tobías recordaría por siempre como un infernal lugar.