Sobre la mesa mohosa había una cestita de frutas frescas, un pastel de limón escarchado con azúcar -aún humeante- una copa de lo que parecía ser caramelo líquido y, por el amor de Dios, café con leche. Caliente y delicioso café con leche.
Corrió hacia la mesa, esquivando los agujeros del suelo, y se detuvo frente a ella. ¿En qué demonios estaba pensando? No importa cuanto se quejará su estómago por no haber ingerido absolutamente nada en más de siete horas, no podía comer esa comida. Aunque amara con toda su alma el maldito café con leche.
¿Quien la había dejado ahí?
Observó el pastel, luego se inclino hacía el y lo olfateo; no notaba nada raro, sólo el peculiar aroma a las nueces con azúcar.
-... Nik...- dijo una voz en el aire. Él levantó la cabeza bruscamente y, por primera vez, la vió.
Su cabello era de color rojo oscuro y tenía pequeñas pecas pintadas en su rostro de porcelana. Su vestido era una lluvia de encajes y ribetes, todo de un color blanco impecable, mientras que sus ojos se ocultaban ligeramente bajo su flequillo, dónde pudo distinguir que eran de color gris.
Era una muñeca, si, pero fácilmente podía pasar por una pequeña de cuatro años.
Ella estaba sentada en una silla de mimbre en el comedor, a unos seis metros de él, con los brazos cruzados sobre su regazo y una nota sobre la mesa a su lado.
Nik se acercó a ella cautelosamente y tomo la nota, cuyas letras estaban escritas con, esperaba, fuese mermelada de fresa.
Hola, Nicolás
Te estaba esperando.
Nik observo la muñeca, estaba tan quieta y serena. ¿Qué? ¿esperaba que se moviera?
No, por favor, todo menos eso.
Arrugó la nota y la arrojó al suelo; luego volvió a dónde estaba la comida, y se tomó media taza de café de un solo trago, luego vertió el dulce de caramelo sobre el postre de limón y comenzó comerlo con los dedos. Quizás el pastel preparado por una muñeca fantasma no lo matara, pero no quería arriesgarse con los tenedores oxidados.
Cuando terminó la mayor parte del pastel, cogió un melocotón y un puñado de cerezas, y se las guardó en el bolsillo interno de su chaqueta de mezclilla, mientras se dirigió hacia la muñeca, sentándose en cuclillas frente a ella. Era bonita, ciertamente, un excelente trabajo de artesanía. Su cabello se miraba tan suave, cayendo delicadamente sobre sus hombros en ondulantes rizos rojos. Él sintió el impulso de rozar sus dedos sobre el rubor sus frías mejillas de porcelana y apartar su flequillo para poder ver detalladamente sus ojos grisáceos; pero le daba escalofríos tocarla, por lo que se apartó de ella y prosiguió su camino.
Llegó al pie de unas escaleras, y aunque no se veían muy estables, igual ascendió sobre ellas lentamente. Abajo era desolado, lúgubre y todo estaba lleno de polvo, pero ahí arriba el ambiente era diferente. Y si hubo algún instante, en el que sintió que no estaba realmente solo en aquél caserón, que alguien estaba observándolo desde las sombras, fué ese.
La estancia era pesada, el olor a flores había desaparecido y había sido reemplazado por el olor acre y húmedo del moho. Caminó sigilosamente por un pasillo, cuyas paredes habían sido de color crema alguna vez, y que ahora lucían de un enfermizo tono verduzco, y dónde reposaban varias fotografías en blanco y negro, la mayoría de ellas arruinadas por el paso del tiempo y que Nik evitaba mirar.
¿Quién querría llevar sus miradas en la consciencia? Pero el intento fue en vano, pues por el rabillo del ojo, vio a una pequeña niña, y en sus brazos, una muñeca, la muñeca.
Se acercó a la fotografía y leyó en la parte inferior de está. Virginia Lot.
Su nombre era Virginia.
Era linda, y a pesar de que la fotografía era muy vieja, pudo distinguir la dulzura de su mirada y la inocencia de su sonrisa.
¿Que había llevado a Virginia Lot a asesinar a tantas personas?
Al final del pasillo una puerta se abrió. Ahí se hallaba la habitación que había estado buscando, dónde sabía que ella lo estaba esperando, y dónde todo terminaría...