Había desatado la totalidad de su energía pura, pero la intención cargada en la palabra de Dominius sobrepasó su fortaleza. Seguía sujetando el sable, pero no podía moverlo, lo único que podía hacer era observar la oscuridad que reinaba en los huecos oculares de su oponente.
—¿Por qué no me apoyaste? —La voz no quería abandonar su mente.
°°°
Hace cinco años.
No podía dejar de observar la sopa de verduras vertida en su cuenco de madera con una estúpida sonrisa bailando en sus labios. El aroma cálido ascendía en espirales de vapor, envolviéndolo con la seducción de lo apetitoso. Podía escuchar el murmullo de los alrededores, la suave conversación de los comensales, el entrechocar de cucharas y el susurro del viento colándose entre las ventanas, pero nada de eso le importaba en ese momento. En su mente, dominaba un lugar apartado, un refugio de felicidad.
—Esperen, esperen —dijo uno de los jóvenes. Tomó un pedazo de pan de la charola de en medio, y se lo arrojó a Gustavo—. Despierta.
—¿Qué te pasa, Espinoza? —Frunció el ceño, pero cuidó que su tono no se elevara demasiado.
—Nada, solo creí que estabas durmiendo —respondió con una sonrisa burlona—. Aunque parece que fue lindo el sueño.
—Ya lo creo —añadió Francisco.
Los niños rieron con entusiasmo. El semblante de Gustavo se endureció aún más, pero prefería reservarse su opinión, conocía demasiado bien a sus compañeros para saber que cualquier cosa que dijera funcionaría en su contra.
—No lo molesten —intervino Héctor de forma conciliadora—, es solo que ayer le llegó correspondencia de su enamorada.
El murmullo que llenaba la mesa se extinguió de manera abrupta. Con una sonrisa de triunfo dibujándose en su rostro, Héctor dirigió una mirada a su buen compañero, aguardando con impaciencia la reacción esperada. Sin embargo, para su infortunio, la gratitud esperada nunca llegó En su lugar, los ojos de su amigo se encendieron con una chispa de enojo, con la hostilidad visible en todo su semblante.
—¿Qué? —preguntó con la ignorante inocencia.
—Dime, Héctor ¿Es guapa? —preguntó Espinoza, revelando una sonrisa poco agradable para Gustavo.
—No la conozco —respondió Héctor.
—Tal vez no es tan agraciada que Gustavo se avergüenza de ella.
Todos los jóvenes de alrededores de la mesa continuaron riendo con entusiasmo.
—Cállate, Espinoza.
—Solo dije lo que pienso —replicó Espinoza, encogiéndose de hombros con indiferencia.
—¡Dije que te callaras! —Levantó tanto la voz que provocó que los murmullos del comedor cesaran. Tragó saliva ante el silencio, y por puro instinto volvió sus ojos a la mesa de instructores, en especial al rostro severo del hombre a cargo de su grupo. Él le miraba como siempre lo hacía, con una frialdad que congelaba los huesos.
—Cadete Gustavo, de pie —ordenó.
Obedeció de inmediato, mientras observaba con odio a Espinoza.
—Explica la razón de tus gritos.
—Fue un error, señor.
—Capitán, cadete.
—Fue un error, Capitán.
—Ahora informa como se debe, cadete.
Volvió a observar a Espinoza, quién había cambiado su expresión de sorna, a una de temor, sabiendo lo que le esperaría si Gustavo se iba de la lengua.
—Mis compañeros hicieron un comentario que no me gustó, Capitán.
—¿Y qué comentario fue?
—Que mi habilidad con el rifle es deficiente, capitán. —Trató de mantener una expresión calma, aunque sus piernas temblaban.
—¿Es así? —Su mirada cayó en todos los muchachos de la mesa de Gustavo.
Ellos asintieron repetidas veces, a excepción de Héctor.
—Estoy decepcionado. —Su expresión se tornó aún más severa—. Cadete Gustavo Montes, por crear desorden en el comedor, serás castigado con cinco días en el calabozo.
Los niños presentes tragaron saliva, no solo los de la mesa del acusado. Gustavo abrió los ojos, pero asintió, aceptando el castigo.
Héctor no pudo expresar palabra alguna por la sorpresa.
∆∆
La primera noche la soportó con relativa facilidad; la calma y el tiempo en soledad fueron, de algún modo, placenteros. Sin embargo, la madrugada y su sobrecogedor silencio resultaron ser escalofriantes. La oscuridad no era de su agrado, nunca lo había sido, por lo que al ser combinada con la soledad, la sensación aterradora solo Incrementó.
Los días pasaron como una melodía lenta, que se repite una y otra vez.
Sus dedos rozaban la húmeda pared de rocas, intentando plasmar el rostro de su amada que su mente se negaba a soltar. Era la única constante, la única compañía en la que su corazón se refugiaba. Sentía su presencia tan cercana que, por momentos, casi podía escuchar sus susurros. Su mejilla descansó contra la fría y rugosa pared, deslizándose lentamente hacia abajo, estaba fatigado. Cada fibra de su ser protestaba con un dolor sordo causado por la incomodidad, y el silencio provocaba que sus pensamientos divagaran en los más absurdos escenarios.
Escuchó el pesado sonido de la gruesa puerta de hierro al abrirse, bajó la mirada al encontrarse con la fulgurante luz del candil. Sus ojos se habían desacostumbrado a la luz...
°°°
El tiempo pareció desacelerarse, había tal vez uno o por mucho dos segundos antes que Dominius decidiera llegar ante él, sin embargo, sentía que ese tiempo era eterno, no entendía el cómo, pero su corazón latía con dolor de recuerdos que su mente había suprimido luego de su muerte hace tres años. Se sentía impotente, no podía hacer nada más que esperar su final.
Dominius ejerció una presión mayor, la energía caótica a su alrededor parecía resquebrajar la propia realidad. La punta de la lanza le observó de frente. Gustavo sabía lo que estaba por venir, no había miedo en su rostro, solo una ligera tristeza por todo aquello que pudo haber hecho y no hizo. No cerró los ojos al ver desaparecer a Dominius, ni desvió la mirada, enfrentaría una vez más a la muerte de frente.
El enorme ente apareció ante él con su lanza apuntando a su corazón...
°°°
El sonoro rugido de la tormenta, los repentinos haces de luz, el acompañamiento de luces de las titilantes llamas provocadas por las velas dentro del quinqué.
Gustavo no dejaba de reír con placer, las conversaciones con su amigo siempre aminoraban la tensión de los malos días.
—De verdad fue grandioso, lo hubieras visto —dijo Héctor con la sonrisa todavía impresa en su rostro—. Por cierto, mi madre te agradece por cuidarme. Ja, ja, si supiera quién cuida a quién.
—Ni eso lo crees tú. —Tomó entre sus dedos el relicario, desde el momento que lo recibió no había podido dejar de tocarlo.
—En verdad es hermosa —dijo al recordar la foto guardada en la pieza de plata. Gustavo asintió—. Ahora entiendo porque tanto esfuerzo...
—No lo hago por ella —respondió algo más serio, mientras su mirada se desviaba al gran ventanal que daba directamente al jardín—. Es nuestro deber como mexicanos, ya deberías saberlo.
—No estamos en clase, Teniente, no me des sermones.
—Está bien —asintió, con una sonrisa orgullosa al escuchar el título militar.
—¿Le mencionaste de tu subida de rango?
Gustavo negó con la cabeza con cierta timidez.
—Lo olvidé tan pronto vi su rostro, y mi madre no dejó de hablar y abrazarme en cuanto llegué.
Héctor asintió con calma, su madre había actuado igual en cuanto lo vio.
—¿Lo saben?
—Ella sí, a mi madre no pude decirle.
—Hemos vuelto bien de todas las expediciones, está no será diferente.
La expresión de Gustavo se tornó seria.
—Lo será, amigo. No iremos a cazar a renegados, ni pistoleros, nos preparamos para la guerra, todo será diferente.
—Eso no me importa —La sonrisa en su rostro cobró vida nuevamente—, mientras tenga a mi lado al mejor tirador, no me preocupa nada.
—Claro que sí, mi hermano —asintió, y al mirarse ambos entendieron lo que pensaba el otro, por lo que sin dudarlo extendieron las manos para estrecharlas con júbilo y hermandad.
°°°
—Lo sien...
Sus ojos se abrieron, expulsando un crudo gemido, acompañado por el ruido de perforación. Su sable cayó al suelo. Tomó con ambas manos la gruesa vara metálica de la lanza, imprimiendo toda su fuerza en tratar de sacarla, sin éxito.
—Es lamentable, Escogido, me hubieras servido.
Lo levantó del suelo. Gustavo jadeó, mientras escupía una bocanada de sangre, el dolor que experimentaba era algo indescriptible, la herida en su pecho, justo a centímetros de su corazón amenazaba con abrirse aún más, como si quisiera partirlo en dos mitades. Quería gritar, conjurar su hechizo sanador, o uno ofensivo, pero no podía, las palabras no salían de su boca, y su energía pura estaba descontrolada.
La vida se drenaba de su cuerpo, su visión se nublaba, y dejaba de sentir sus extremidades, aunque todavía mantenía el agarre en el grueso cuerpo de la lanza, lamentablemente, su fuerza era mucho menor. El aire que sus pulmones ingerían poco a poco fue disminuyendo su cantidad. No lo había sentido en un principio, pero su vida no estaba escapando a un lugar al azar, Dominius estaba consumiendo su energía y su ser, estaba haciendo suyo lo que alguna vez le perteneció.
—¿Te vas a rendir así, Gustavo? ¿Así termina todo? —El comentario lleno de burla llegó a sus oídos, él no pudo responder.
La sangre resbalaba por sus carnosos labios, la palidez de su piel, sus ojos muertos, un hombre normal habría muerto, pero él seguía resistiéndose, aunque la determinación se estaba esfumando tan rápido como su propia vida.
—¿Eres todavía un hombre? —Escuchó con fuerza la misma voz, pero él seguía sin poder responderle.
Abrió y cerró la boca, pero prefirió no gastar más fuerzas. Dejó de sentir la punta de sus dedos, luego sus dedos por completo. Observaba las cuencas vacías de Dominius. No sabía cómo había terminado todo de tal manera, moriría una vez más, en un mundo desconocido, lejos de aquellos que recién conoció y fraternizó, incapaz de haber salvado a su fiel amigo Wityer, incapaz de volver con su amada, de cumplir la promesa a su amigo Héctor... de ver nuevamente a su madre.
—Has roto tus promesas, Gustavo. No mereces ser llamado un hombre. Un digno hijo de tu padre, ni digno de tu abue...
El sello que contenía la herencia de Carnatk se rompió por completo...