La energía de muerte imperaba sobre la desolada sobre la vasta planicie en la que yacían los restos desmoronados del antiguo castillo. Era una presencia abrumadora, densa y enigmática, cuyo poder resultaba tan palpable como una tormenta desatada de oscuridad. Su esencia opresiva impregnaba el aire, silenciando la vida y sumiendo el paisaje en un estado de lúgubre quietud.
Dominius, quien hasta un segundo antes se había regodeado por recibir la abrumadora cantidad de energía, sintió un cambio abrupto y desconcertante. Una aura de amenaza surgió de ningún lugar aparente, pero su intensidad era tan colosal que instintivamente deseó retirarse. Intentó retirar la lanza negra del cuerpo del muchacho, pero una fuerza titánica se lo impedió. Su mirada, hasta entonces inundada de placer y confianza, se desvió para observar lo imposible.
El joven poseía unos ojos negros, profundos como el abismo, capaces de absorber toda luz y esperanza. Sus cabellos, oscuros como la noche eterna, revoloteaban con vida propia, desafiando las leyes del viento y la gravedad. Su rostro mostraba una expresión de absoluta solemnidad e indiferencia, como si la existencia misma no tuviera la menor importancia ante su presencia.
Sus manos quebraron la vara de la lanza al ejercer fuerza por lados opuestos, dejando la impresión de su fragilidad, que para el dueño del arma, aquello, no era nada más que una falacia.
Descendió al suelo, erguido como un asta. Su cuerpo exudaba la energía de muerte en gruesas lineas ondulantes, que se vislumbraban al alterar la propia realidad de su dominio. Una larga capa negra apareció, ondeando lentamente detrás de su espalda sin la intervención del aire. Venas negras decoraron su piel descubierta, navegando su cuerpo como ramas ancestrales de un gran árbol.
—Abominable traidor —dijo con una voz que resonaba como el eco de mil almas condenadas, rugiendo al unísono.
Dominius sintió una presión que no debería existir más, una opresión que su ser había creído haber olvidado, y que, ahora, luego de siglos lo volvía a envolver en un inquebrantable abrazo.
—Madre... Divino Carnatk —susurró con voz quebradiza, cada sílaba cargada de un temblor reverente y temeroso. Su tono imponente fue perdiendo poder, hasta quedar reducido a jadeos rasposos por la falta de voz.
—¿Te atreves a llamarme así, infame despojo de huesos? —La voz que no era propiedad de Gustavo retumbó con un poder ancestral, imponente y digno, como si ella fuera la única con la potestad de ejercer tal fuerza.
Levantó su mano, y Dominius fue incapaz de resistir la fuerza inexorable que lo arrastraba hacia el ser ante él. Cada centímetro recorrido era un recordatorio de su insignificancia, su propia esencia evaporándose ante la magnificencia ominosa de Carnatk.
—Debí matarte entonces, traidor —declaró Carnatk, con una frialdad que helaba hasta el núcleo de la existencia. Cada palabra brotaba de sus labios como un torrente envenenado, cada sílaba impregnada de siglos de resentimiento y decepción.
—Madre, por favor... —Intentó implorar, pero su voz se quebró, fragmentada por la desesperación que lo envolvía.
—Silencio. —La palabra resonó con un poder absoluto, amortiguando cualquier intento de réplica.
Su palma descendió de forma parsimoniosa hasta posarse sobre su abdomen. Una tensión que desgarraba el propio velo de la realidad llenó el aire mientras la energía de la muerte comenzaba a arremolinarse en torno a su extremidad, intensificándose con cada latido. Sin siquiera un murmullo de conjuración o advertencia, aquella fuerza oscura se liberó en un cegador estallido. Un rayo negro, envuelto en sombras y ecos de antiguos poderes ya olvidados, atravesó el imponente cuerpo de Dominius.
El ente humanoide expresó un gemido pesado y gutural. La revitalización que había obtenido gracias a la energía de Gustavo se había desvanecido así sin más. Sin embargo, entre confusión y sorpresa analizó su todavía existencia, pues no existía en sus consideraciones la piedad por parte de su creadora luego de sus actos sin perdón, por lo que intuyó que algo no estaba bien. Sus cavidades oscuras se posaron en las comisuras del humano al notar lo peculiar, una línea formada por una gota de sangre resbalaba hasta su mentón. Entonces lo supo.
—Tú no eres ella —dijo con un odio tan denso y peligroso que la energía a su alrededor se tornó aún más caótica.
Lanzó un puñetazo que Gustavo bloqueó con cierta facilidad, resultando en un pesado estruendo. Dominius se retiró diez pasos en un instante, el peligro que había sentido al momento siguiente de la colisión marcó su interior con la huella imborrable del miedo.
Gustavo no se movió ni un milímetro. Cada exhalación que liberaba parecía teñirse de una sensación ominosa y lúgubre, impregnando el aire con una fuerza opresiva e imponente, que por momentos daba la ilusión de alterar la realidad a su alrededor. Una armadura ilusoria de ébano comenzó a envolver sus brazos, luego su pecho, sus piernas, y por último su cabeza, dejando al descubierto únicamente sus ojos negros, que expresaban una solemnidad innata. Recogió su sable, cuya hoja se oscureció hasta convertirse en la esencia misma del vacío absoluto. Dominius, perplejo, observó un espectro fugaz detrás del joven. Se trataba de la poderosa silueta de Carnatk, una figura mucho más alta que el muchacho, de cabello tan negro como la noche más desolada, unos ojos reflejaban la fría indiferencia. Sus labios delgados y pálidos contrastaban con su tez blanquecina, y un aura que abrigaba el poder absoluto de la muerte.
El ente, consumido por la angustia y la urgencia, ya no pudo tolerar la incertidumbre. Con una resolución nacida de la desesperación más profunda, se desprendió del ominoso collar de cráneos que adornaba su cuello, arrojándolo frenéticamente hacia adelante. Un susurro espectral, cargado con una energía arcana que no le pertenecía, escapó de sus labios mientras el collar trazaba un arco en el aire. El eco de aquel susurro parecía habitar en una dimensión más allá de lo mortal, resonando con una fuerza imposible que impregnaba el aire.
Cada cráneo se dispersó al menos tres pasos del anterior, dejando la ilusión de que una mano invisible ejerció su poder para colocarlos de manera meticulosa. Como una obra grotesca de un artista trastornado, un miasma denso y oscuro comenzó a sobresalir de la superficie, esparciéndose hasta un cierto límite que la propia esencia misma de esa oscuridad no podía sobrepasar. Entre las sombras de la espesa neblina emergieron tres pares de brazos, delgados y esqueléticos pero con una coloración negruzca que recordaba el chapopote.
Tres figuras emergieron, cada una vestida con una indumentaria militar que, aunque diferente en sus grabados y colores, resonaba con una misma aura de autoridad y antigüedad. El primero portaba la cabeza de un león rugiendo en su peto. El segundo exhibía la Luna y el Sol entrelazados. El tercero vestía la imponente montaña. Cada símbolo era el vestigio de una era olvidada por el tiempo.
Al unísono y con una precisión casi ritualista, sumergieron sus manos en la asquerosa negrura del agujero. De ese líquido tan repulsivo como misterioso, extrajeron sus preciadas armas; el primero levantó un mandoble, reluciente pese a las circunstancias. El segundo emergió con una espada y un escudo adornados con inscripciones antiguas. El tercero sostuvo una lanza cuya punta parecía atraer la escasa luz, como si estuviera hambrienta de vida.
Todo había sucedido en breves segundos, tiempo en el que Gustavo solo se limitó a observar.
Fueron rápidos en su embate, atacando por cada flanco, en busca de posibles aberturas, pero el muchacho de ojos negros bloqueó con su sable cada ataque. Las armas de sus oponentes no eran normales, pero el poderío del Amigo de los Dioses era inmensamente superior. Cada choque dejaba huellas imborrables en el acero enemigo, y cada impacto que lograba superar su defensa era contenido por su armadura.
Dominius surgió de las sombras como una pantera al acecho, blandiendo una lanza que relucía con un brillo ominoso. Con un movimiento certero, intentó atravesar al muchacho, pero falló. Los movimientos del joven, elegantes y rápidos, casi parecían ralentizados a propósito. El ente sabía que su madre, encarnada en el cuerpo del Escogido, ejecutaba una danza solemne, donde cada ataque no buscaba la muerte sino algo más: quería desgastar las cadenas invisibles que lo mantenían unido a sus siervos, despojándolo de su dignidad.
El objetivo de su madre era claro: humillarlo, demostrarle que, incluso en la muerte, su poder eclipsaba el suyo de manera devastadora. La rabia brotó de sus entrañas en un rugido que resonó como un trueno. Con una orden desesperada, insufló con la energía vital de su núcleo a sus sirvientes, quienes se lanzaron al combate con una furia descontrolada. Sin embargo, al hacerlo, él mismo se volvió más lento, más débil, atrapado en una telaraña que parecía apretarse incesantemente alrededor de él.
Otro par de cuarteaduras se dibujaron en el horizonte, como relámpagos congelados en el lienzo del cielo. Desde esas grietas en el tejido de la realidad, rayos de energía caótica brotaron con un brillo antinatural, danzando en el aire con furia desenfrenada. Caían al azar, como el aliento caprichoso de una bestia Ancestral, cada estallido portando con él la promesa de destrucción inminente. Allí donde tocaban, el poder arrollador se desplegaba, desintegrando todo a su paso con la irrefrenable majestad de una tormenta desatada por las fuerzas antinaturales del inexorable mundo.
Los bloqueos se hicieron menos frecuentes, conectando en su cuerpo los cortes y estocadas. Recibía ataque tras ataque, muchos de ellos dirigidos con astucia a sus puntos vitales, pero su armadura, baluarte de su vida, se mantenía fuerte, impenetrable.
—Deja de contenerte. —Escuchó con sumo detalle—. Hazte poseedor de mi poder y destruye todo a tu paso.
Su semblante cambió. Su mano, propia en su dominio, se estiró hasta sujetar entre sus dedos el cráneo de unos de los guerreros muertos, y con una fuerza titánica lo hizo pedazos.
Cada movimiento lo sumergía más en el oscuro abismo donde se encontraba atrapado. Ya no poseía control sobre su propio ser; una fuerza desconocida dictaba cada uno de sus actos. Aquella intención de liberación que todavía poseía su Yo se fue desvaneciendo con cierta rapidez.
La armadura con el blasón del león rugiendo cayó al suelo, sobre un hoyo negro del que salieron cinco pares de manos para sujetarla y hacerla suya.
Dominius apretó el puño, y gritó con toda su fuerza, el tormento por la perdida de algo atado a su propio núcleo había sido inmediato, pero lo soportó. La locura lo había poseído hace siglos, por lo que era inútil mencionar su estado mental.
—Aquello que te detiene ¡Olvídalo! —La voz se hacía más fuerte y dominante.
Su sable se movió a la velocidad del rayo, separando las cabezas de sus cuerpos de los dos restantes, y así cortando los hilos que los mantenían atados al mundo de los vivos. Tal cual había sucedido con la armadura de su compañero, el proceso se repitió.
La mano de Dominius se dirigió a su propio pecho, pero Gustavo lo impidió al aparecer frente a él.
—Miserable traidor, ¿quieres huir?
Sin necesidad de un movimiento de su mano creó un sello que hizo a Dominius incapaz de moverse.
—No eres ella, los Seres la asesinaron...
—Ja, ja, no. Solo destruyeron un cuerpo. Pero tú no eres igual a mí, y sin tu cuerpo no sobrevivirás.
—Madre...
—Sin palabras, traidor, la misericordia desapareció cuando osaste usurpar mi dominio.
La vasta energía caótica que rodeaba el cuerpo de Dominius se expandió hasta cubrir un décimo de todo el territorio de los ber'har, aquellos que sintieron tal poder fueron incapaces de moverse, aunque fue tan solo por un instante, en el segundo siguiente la comprimió en su totalidad en su cuerpo, desgarrando su esencia con lentitud, fragmentando sus huesos, explotando sus órganos en donde residía su magia, llevándolo a la locura del dolor con la única petición de una muerte rápida. El sufrimiento pudo haber durado días o siglos, pero el cuerpo del muchacho no podía soportar más, así que, le concedió la misericordia que no merecía. En ese instante, Dominius dejó de existir para siempre.
Las cuarteaduras del cielo se cerraron lentamente, regresando a su color azulado. La energía caótica se había desvanecido.
Gustavo inhaló una bocanada de aire, y en el mismo segundo la dejó escapar. Sus piernas se movieron con consciencia propia, dirigiéndose a los escombros del castillo con la solemnidad de un emperador. Estiró su mano, tensando sus dedos como si sujetara el cuerpo de un tarro. Las rocas vibraron un instante, deslizándose a la superficie plana para dejar libre el cuerpo humanoide. Una mujer de tez blanca, cabello dorado y orejas puntiagudas, líneas negras decoraban sus brazos, y una oscuridad anormal cubrían sus párpados, y la blancura de sus ojos era casi inexistente.
Le sujetó del cuello, ella jadeó. Se contorsionaba por el dolor, apretando con desesperación el antebrazo del muchacho con ambas manos. No podía sentir ni la más mínima pizca de energía natural en su cuerpo, él le había bloqueado los conductos, desestabilizando su interior.
—Soy la muerte que tanto deseaste replicar.
Ella no entendió ni una palabra, pero supo por la intensa mirada que su final era inminente.