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Siete años antes.
Una poderosa tormenta sacudía las sólidas paredes de piedra, haciendo vibrar los cimientos del antiguo edificio. Los ventanales, altos y majestuosos, se bañaban en la efímera luz de los relámpagos que, como destellos de la propia furia de la naturaleza, atravesaban el cielo nocturno en la lejanía.
La lluvia caía en torrentes implacables, y el viento, embravecido, aullaba con una furia desatada.
Abrió los ojos lentamente, sintiendo cómo el peso de su cuerpo lo anclaba al lecho, mientras el sopor del sueño luchaba por arrastrarlo de nuevo al olvido. Sin embargo, el tumulto exterior rompía la paz de la noche.
Se encontraba en una habitación amplia y espaciosa, con literas dispuestas en alineaciones meticulosas que trazaban caminos de simetría perfecta por todo el lugar. Mesas de madera robusta y sillas individuales flanqueaban las camas, mientras pequeños muebles añadían un toque de accesibilidad. Las paredes estaban decoradas por mapas y pinturas de militares consagrados, actos de gloria que su país había obtenido en el transcurso de su historia. Un majestuoso símbolo patrio dominaba una de las paredes, su presencia imponente infundiendo un profundo sentido de orgullo y reverencia.
En el breve instante que el relámpago iluminó la habitación, fue consciente de la ausencia de su compañero, al vislumbrar la cama vacía.
«Ese tonto», pensó.
Se colocó en pie.
Sus pies desnudos rozaron la fría superficie del suelo, y, con pasos felinos, avanzó cautelosamente para evitar despertar a sus compañeros de cuarto. La luz de los rayos, que se colaba de manera intermitente a través de la ventana, iluminaba su silueta de forma espectral y efímera. Los murmullos producto de sueños desconocidos y los ronquidos profundos llenaban el aire, obligándole a detenerse en ocasiones, conteniendo la respiración, antes de proseguir su avance con mayor sigilo.
Abrió la puerta de madera que comúnmente rechinaba por la falta de aceite en sus bisagras, pero gracias al ruido de la tormenta, nadie fue alertado por su escapada sigilosa.
El pasillo era la oscuridad absoluta, brevemente alumbrada por los relámpagos que continuaban haciendo su aparición en la lejanía. Ya no le prestaba importancia, hace bastante tiempo que había dejado de temerles. Su abuela le había dejado en claro que el miedo era una debilidad, y él no debía tener ninguna si deseaba ser un hombre capaz. Aunque continuaba apretando el puño cuando de forma repentina los truenos golpeaban sus oídos, su corazón se aceleraba, y los pensamientos de urgencia de llegar a su destino se volvían difíciles de callar.
Se desvió por el camino secundario, la fría piedra de los escalones que descendían y la vasta oscuridad le provocó cierta inquietud, pero aquello no le detuvo. Revisó ambos pasillos deslizándose por la pared, para proseguir al cerciorarse de la escasez de luz, y la soledad humana. Llegó ante una gran puerta de madera —un camino que parecía conocer de memoria—, con un cerrojo rudimentario, al parecer abierto al tentar con sus manos. Empujó con sumo cuidado, y como un gato se deslizó al interior, vislumbrando en una de las aristas de la habitación el origen de una tenue fuente de luz.
Su cercanía no fue percibida por la pequeña figura, que con nerviosismo temblaba, atrapando sus piernas con el miedo de que se escapasen.
—Hector —dijo con un tono bajo, haciendo lo posible para no asustarlo.
El pequeño levantó la mirada con el terror dibujando en su semblante, la tez pálida y su corazón queriendo salir de su pecho.
—Gus... Gus... Gustavo. —Inspiró profundo al confirmar que se trataba de su amigo.
—Regresemos a los cuartos. —Extendió la mano para ayudarlo a levantarse, pero Héctor la ignoró.
—No.
—No seas necio. —Sus ojos se clavaron a la diminuta vela posada en un viejo candelero de hierro—. Si nos atrapan aquí... —Tembló con solo pensarlo—. No puede volver a ocurrir.
—Extraño a mi mamá —dijo, como si hubiera ignorado por completo la advertencia de Gustavo.
Gus suspiró, tomó asiento a su lado, y le palmeó dos veces el hombro.
—Hay días que yo también lo hago —dijo, aunque no podía ocultar la urgencia en su tono. Sus ojos dividían su atención entre su amigo y la puerta, preparado para apagar la tenue luz si observaba que se abría—, pero no puedo permitir que eso me afecte...
—Yo no soy tú —replicó con cierto enojo, que Gustavo sabía que no iba dirigido a él—. No puedo aguantar las lágrimas cuando los cadetes mayores nos golpean, no puedo soportar la mirada del teniente cuando nos da una orden, no puedo tragarme mis emociones y hacer como si nada pasara. Y sobretodo, no puedo disparar a las aves.
—Yo puedo ayudarte, soy muy bueno con el rifle.
—No. Yo no quiero dispararles. No quiero matar a nadie.
—Algun día tendrás que hacerlo —dijo con ligera severidad—, mi abuela dice que solo matando al enemigo podremos proteger está nación.
—No quiero hacerlo —replicó con fuerza—. Solo deseo volver a mi casa.
—¡¿Cómo?!, ¿como un cobarde? —Se levantó, la irá gobernaba su mirada, sus puños apretados, temblando por intentar contenerse de una acción violenta—. ¿Qué pensará de ti tu padre?, ¿o tu madre? Actúa como un hombre.
—Somos niños, Gustavo —dijo con un tono bajo, apenas audible por la tormenta, pero el puberto de pie pudo escucharlo con claridad.
—Tú ni eso eres, Héctor.
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Desapareció con la velocidad de un relámpago, precipitándose a la ubicación donde se encontraba Dominius, su sable dibujó una estela anaranjada al acercarse al enemigo, quién evadió con cierta dificultad. Su puño se acercó a su rostro, pero Gustavo esquivó, y contratacó, las oportunidades brindadas por el alto consumo de energía pura se estaban agotando. Poco a poco cerraba la brecha en la velocidad, y aunque logró asestar un par de cortes, la superficialidad de ellos solo dejaron una marca imborrable en la negra armadura.
—Suficiente.
La autoridad cargada en esa única palabra fue suficiente para hacerlo detenerse. Temblaba, podía sentir la muerte acercarse, y el no podía moverse.
—Eras mi amigo. —La voz provenía de alguna parte, retumbando en sus oídos como tambor de guerra, y seduciendo su inestabilidad para desbocarse por completo.
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Seis años antes.
La luz del cielo era cegadora, un resplandor casi divino que bañaba el terreno en una claridad deslumbrante. El viento, cálido y denso, acariciaba los alrededores como un susurro sofocante, llevando consigo el murmullo de hojas secas y el aroma a tierra reseca. En medio de todo, un grito desgarrador emergía, perforando el aire con una desesperación palpable. Era el grito de un joven, repetitivo y agonizante, que se entrelazaba con el sonido sordo y rítmico de una vara azotando la carne.
De pie, erguido y formando una fila junto a una multitud de cadetes, un jovenzuelo de ojos castaños y semblante adolorido observaba fijamente al frente. Cada zumbido de la vara al surcar el aire para impactar la espalda de su amigo lo hacía apretar el puño con más fuerza, como si cada golpe retumbara también en su propio cuerpo. Había contado cuatro azotes; cada uno más insufrible que el anterior, y mantener la compostura le resultaba un esfuerzo titánico.
En el quinto, el instructor, un hombre de aspecto severo bajó el arma de castigo. Su mirada descansó en los rostros aterrados de los jóvenes cadetes a su cargo, era indiferente a la atmósfera que se situaba en la zona, no parecía haber disfrutado haber hecho lo que hizo, aunque tampoco se notaba que renegara la responsabilidad de volver hacerlo.
—El dolor pasará, las heridas se cerrarán, pero el costo de un error, pueden cobrar vidas que no volverán. ¡Y es nuestro deber no cometer errores! —Se volvió al joven herido, quién lloraba, aunque forzaba a su rostro a contenerse—. Descansen —ordenó.
Al ver qué el instructor del grupo se alejaba, junto con los tenientes y otros altos mandos, se acercó con rapidez a su amigo. Deteniéndose a un paso de él, las palabras estaban contenidas en su garganta, quería ayudarlo, pero no sabía cómo.
—Hector... —Le costó demasiado pronunciar su nombre.
Su joven amigo levantó el rostro, se limpió las lágrimas, parecía observarlo, pero al mismo tiempo no lo hacía. Había forzado a su rostro a aguantar el dolor, a mostrarse entero, aunque no lo estuviera.
—Un hombre no llora, ¿no es así, Gustavo? —Una sonrisa que no lo era se vislumbró en su rostro.
—No, no lloramos. —Emuló la sonrisa, mientras su palma descansaba en el hombro de Hector—. Estoy orgulloso, Héctor.