Cada cinco o diez pasos suyos, la urgente necesidad de girar la cabeza hacia atrás se hacía presente, un ritual casi involuntario dictado por sus instintos. Instintos que, a pesar de ser elogiados por sus subordinados, se encontraban ahora entorpecidos por una fuerza indescriptible. No era esa usual sensación de sentirse observado; lo que él experimentaba iba más allá, era algo desagradable y tenebroso. Podía jurar que alguien lo seguía, manteniéndose siempre a una distancia prudente, una presencia esquiva que danzaba en los límites de su percepción.
Sus ojos se posaron cautivados en un nuevo grabado que adornaba la pared rocosa, una obra que, si bien compartía la familiaridad con aquellos jeroglíficos encontrados a lo largo de su travesía, se distinguía por su aparente juventud. A diferencia de los ancestrales símbolos del santuario, o de las enigmáticas inscripciones halladas en los vestigios del bosque de las Mil Razas, estos parecían haber sido tallados en la roca no hace más que un par de años; aunque la exactitud de su antigüedad se le escapaba. La naturaleza de los hechizos o las energías que pudiesen morar en aquellos trazos le era completamente ajena, al igual que el símbolo y la técnica utilizada para su creación permanecían envueltos en misterio. Con un suspiro de resignada curiosidad, decidió no detenerse a ponderar los secretos que aquel grabado podría albergar.
El viento galopaba con indomable fervor a lo largo del ancho sendero, lanzando su fuerza contra su cuerpo con una agresividad desenfrenada. Había momentos en los que se veía forzado a resguardar sus ojos con el palmo de su mano, una medida que resultaba necesaria para seguir contemplando el paisaje que lo envolvía.
La noción del tiempo se había desvanecido en su marcha; las horas, posiblemente un par, se habían ido diluyendo en la inmensidad del camino que ya había transitado. Sus pies, palpitantes y rebeldes, no tardaron en declarar su disconformidad, protestando con cada paso adicional. Su mente, exhausta y suplicante, anhelaba un descanso, implorando por un alivio a su estado de alerta perpetua. Sin embargo, era su intuición la que resonaba con mayor fuerza, aconsejándole con sabiduría que moderara el uso de su energía mágica. La preciosa reserva, tan vital para su supervivencia, parpadeaba ya en los umbrales de la alarma.
El firmamento había tornado su manto en un oscuro velo, señalándole a Gustavo que había llegado el momento apropiado para concederse una tregua; una opinión que ansiaba aceptar. Sin embargo, una inexplicable aprehensión anclaba sus pies al suelo, infundiéndole el temor de que, al detenerse, algo malo sucedería. No podía descifrar el origen de aquel presentimiento ominoso, más estaba ahí, erizándole la piel y palpitando en su pecho con una intensidad que no podía ignorar. A lo largo de su existencia, sus instintos habían sido su faro en la turbulencia del destino, su brújula en las enigmáticas sendas de la vida, si seguía con vida, era por su instinto.
Un águila de luz, creada por su energía pura se materializó a escasos centímetros sobre su cabeza tras ser invocada. Sin embargo, su majestuosa presencia comenzó a desvanecerse paulatinamente casi en el mismo instante de su aparición, como si una fuerza invisible la repeliera con aversión. Determinado, lo intentó una vez más, más el resultado fue idéntico. No necesitó un tercer intento para comprenderlo; no tenía un suministro ilimitado como para desperdiciarla.
«Oh Padre mío, que habitas en la inefable luz de la verdad eterna, bendice el camino que ante mí se despliega. Hazme inmune a las sombras voraces que buscan rodearme, a la oscuridad insaciable que acecha en cada rincón. Permíteme, con tu divina gracia, caminar indemne a través del dominio tenebroso en el que me adentro, por voluntad propia pero guiado por tu infinita sabiduría. Concede, oh Señor, que bajo tu mirada protectora, pueda yo emerger victorioso de las garras del Oscuro. Cierra mis oídos a sus engaños, fortalece mi espíritu contra su malicia, y revísteme con la armadura de tu luz inmarcesible. Que así sea, por los siglos de los siglos. Amén». Con los ojos cerrados, y el corazón colmado de fe, invocó la protección del único aliado verdadero en esta vasta tierra inhóspita.
Detuvo su marcha, apretando con decisión la empuñadura del sable, cuya hoja comenzó a ser engullida por un resplandor amarillento, iluminando tenuemente la penumbra. El silencio de la noche se rompió abruptamente con uno, luego dos, y finalmente tres aullidos, seguidos casi de inmediato por un rugido profundo y amenazador. El viento nevoso le robaba la vista, pero sus sentidos le aseguraban que no estaba solo. Algo, o alguien, se cernía en la distancia, multiplicándose en número. No se aproximaban con la impetuosidad de una tormenta, sino con la paciencia de un cazador, lenta y de forma calculada.
Algo trató de embestirlo, pero sus pies fueron lo suficientemente hábiles para cambiar su postura y así impedir ser golpeado por el su agresor, fuera lo que fuese, no lo había visto con claridad. Evadió una vez más, pero el ataque no provino de la misma criatura, era otra. Volvió a escabullirse de las garras del enemigo que atacó con astucia a su espalda. No podía verlos e ignoraba la cantidad total de entes, la maldita ventisca le anulaba el campo de visión, y las criaturas parecían conscientes de ello, ocupándolo para su ventaja.
Ante él, revelado por el fulgor de su arma, se erigía un ente de proporciones inusuales: un cuerpo humanoide, delgado y erráticamente adornado con un espeso manto de pelo. La criatura tenía una altura increíble, que lo eclipsaba por completo. Al verlo no hubo pensamientos de miedo, o nerviosismo, en realidad fue lo contrario, reconocía a su enemigo.
«Un herka», pensó de inmediato al verle la cabeza de lobo.
La criatura mantenía cierto aspecto familiar, más difería notablemente del espécimen antiguamente derrotado. No solo su mirada se sumergía en profundidades más oscuras y llenas de maldad, sino que su físico exhibía una robustez sin precedentes, con colmillos que se alargaban fuera de sus fauces. El pelaje que cubría su corpulento cuerpo era mayormente de un negro azabache, profundo como la misma noche, pero lo surcaba una inquietante veta de color rojizo. Este singular detalle no hacía sino añadir un aura aún más siniestra a su presencia, como si las manchas de sangre antigua y batallas olvidadas se hubieran impregnado eternamente en su ser. Pero, a su sable no le importaron aquellos cambios, pues, con un corte maestro separó del cuello la cabeza de su enemigo.
La caída del herka pareció no influenciar a sus atacantes, cada ofensiva lanzada provocaba un paso en retroceso, o en evasión, le estaba siendo complicado repeler ataques de ambos lados; atrás y por encima.
Todo estaba siendo demasiado rápido, las criaturas eran demasiado rápidas, y su cantidad muy elevada. Se apoyó con el fuego de su energía pura, desatándolo sin clemencia sobre el cuerpo de un herka, que aulló hasta su muerte, pero, cada vez que lograba asesinar a uno, se volvían más astutos, los patrones de ataque cambiaban, y estaban demasiado cerca para poder tener un momento de reflexión. Los brazales habían sido los primeros guardianes en poder repeler el ataque del enemigo, luego su peto, pero su pantorrilla descubierta de armadura había sufrido de las garras de uno, cortándole un pedazo de carne, el dolor fue inmediato, pero ahogó el gemido, y se concentró en seguir defendiéndose.
—Sanar.
La sangre en su herida se había congelado, dándole un dolor enloquecedor, pero le ignoró, tanto como le fue posible. Su sable dibujaba arcos luminosos, rápidos, pero sin la precisión adecuada para causar la fatalidad.
Con una agilidad felina, esquivó el ataque inminente, pero no pudo prever la astucia de otro herka, que con destreza le capturó por la capucha de su túnica, arrastrándole violentamente hacia el suelo. En un movimiento fluido, rodó sobre sí mismo, evitando por centímetros el aplastante golpe de su adversario, y con una rapidez fulgurante, se puso en pie, liberándose de la capa que llevaba sobre sus hombros, consciente de que cualquier ventaja concedida al enemigo podría resultar fatal. Su cuerpo estaba sufriendo, en sus desconcentraciones había perdido el control de la energía pura, y el calor estable que le concedía, y, aunque fueron segundos los que pasaron antes de recuperar el enfoque, el daño ya estaba hecho.
Trazó con rapidez un sello de mano, expulsando con gran fuerza el enorme cuerpo del herka cercano, y con la velocidad del viento generado por su sello provocó que en la ventisca se manifestara un vórtice que duró poco menos de tres segundos. No podía dibujar sus sellos más poderosos, no tenía el tiempo, y parecía que empujarlos no era tan efectivo.
Sus cabellos oscuros, relativamente largos bailaron al son de sus movimientos, sus ojos, vehículos para observar el mundo, se trasladaban de un punto a otro con extrema rapidez al percibir las sombras ocultas en la ventisca. Su brazo en ocasiones se estiraba para convocar furiosas llamas que, mientras la fortuna permaneciera de su lado podría dañar o hasta asesinar al objetivo, pero pronto tendría que evadir los ataques provenientes de sus puntos ciegos, donde hasta el más minúsculo error podría costarle una extremidad, o incluso la muerte.
El sable y sus llamas ya se habían hecho con media docena de víctimas, mismas que poblaban el suelo, debiendo ser cuidadoso al moverse para no tropezar con ellas. Entre aullidos y rugidos mantenían un constante ataque a sus oídos, su coraza había sido un fiel baluarte a su seguridad, impidiendo en más de una veintena de ocasiones que las extremadamente filosas garras atravesaran para perforar su pecho, pero sus brazos y piernas no habían contado con la misma protección. Su pantalón de cuero estaba destrozado, sus muslos teñidos de rojo, con sangre que se congelaba en breves respiraciones, en sus bíceps se notaban cortaduras, profundas o superficiales de una docena de ataques.
Su mente estaba enfocada en la batalla y en el enemigo, sus movimientos eran tan naturales como respirar, y el control mágico se había vuelto absoluto, sin falla, algo que en condiciones normales le resultaría imposible de lograr. A causa de su regulada temperatura, la sangre se había esparcido por todas direcciones cerca de la herida de origen, que después del constante y efectivo hechizo de elemento Luz: sanar, se encontraban cerradas, aunque no por completo curadas.
Retrocedió, y en el mismo movimiento perforó la mandíbula del herka hasta llegar a su cráneo, casi cortando su cabeza al extraer el sable.
Al exhalar, mientras escrutaba minuciosamente el entorno, un estruendoso rugido se adueñó del ambiente, dominando cada rincón con su presencia ominosa. Casi al instante, un coro de aullidos se unió a este tenor salvaje. Fue imposible discernir el número exacto de sus rivales; quince, tal vez más, no tenía certeza, y en verdad, poco le importaba. Su enfoque era uno solo: la culminación de este enfrentamiento, confiando únicamente en el filo de su sable y las vastas habilidades sobrenaturales que este nuevo mundo le había otorgado. Con la paciencia de un depredador esperó, sus ojos, amplios y vigilantes, desafiaban el mordaz viento gélido, escrutando cada sombra y cada movimiento. La empuñadura del sable se convertía en una extensión de su ser, mientras luchaba por calmar el agitado ritmo de su respiración. Tras un minuto que pareció una eternidad, su expresión se petrificó. Si su intuición era correcta, sus adversarios se mantenían acechando en las cercanías, invisibles incluso a sus ojos entrenados.
Con un gesto lleno de impulsividad, arrojó una llamarada a cualquier parte, encontrando como único destino la implacable pared de piedra. Los minutos se sucedieron, lentos, marcados únicamente por el incansable rugir de la ventisca.
Estaba fatigado, el continuó uso de su energía pura lo estaba orillando a una posición vulnerable, por lo que ya no era recomendable seguir ocupándola para normalizar su temperatura. Sin embargo, era crucial para no morir congelado. Se hallaba ante una disyuntiva cruel, donde cada elección parecía conducirlo al mismo final funesto. Era imperante hallar solución, y rápido.
La hoja del sable volvió a su estado original. Su espalda golpeó con algo elevado, suave y peludo, se trataba del cuerpo de un herka, muerto al haber sido perforado en su pecho con un arma punzocortante. Notó vapor salir de la herida abierta, y se sorprendió, y sin siquiera pensarlo por segunda vez hizo una larga incisión, que iba del pecho al lugar donde debían estar sus genitales, introduciéndose en la estrecha abertura.
Cesó de forzar el calor mediante su propia energía pura, ya que el interior del ser ofrecía un abrigo inesperadamente acogedor. Sin que su mente consciente registrara el cambio, la fatiga acumulada se impuso sutilmente y sus párpados, vencidos por un peso ineludible, descendieron.