La penumbra lo envolvía todo, tejiendo un manto de sombras a su alrededor. A pesar de que la temperatura era suave, no rozaba el frío, había algo en el aire que erizaba la piel. Sus ojos, esforzándose por ajustarse a la escasa luz, comenzaron a discernir los contornos de su entorno: una habitación de dimensiones modestas, carente de todo ornamento y excesivamente austera, que llevaba consigo el eco de una vaguedad familiar.
Su cabeza estaba hecha un desorden, le punzaba y le dolía demasiado. Se levantó con dificultad, sentía su cuerpo pesado, y, aunque moverse representaba un problema, su necesidad por tener información del lugar donde se encontraba le daba la motivación necesaria para forzarse a hacerlo.
Comenzó a caminar sin saber a dónde se dirigía, sus pasos parecían guiarlo a un misterioso lugar, oculto tras una puerta de madera gruesa, rústica, creada con una técnica de bajo nivel. Empujó con toda su fuerza, y, aun después de intentar en más de cinco ocasiones, solo consiguió moverla un par de centímetros. No podía apreciar en detalle el mundo detrás de la puerta, sin embargo, por lo que dejaba ver el resquicio, se trataba de una habitación.
Inspiró profundo, el dolor de cabeza le estaba volviendo loco. Cada vez que cerraba los párpados con fuerza podía sentir que el mundo en el que habitaba se alejaba de él, era extraña la sensación, y no recordaba haberla sentido antes. Trató de encontrar la calma en su mente turbulenta, sujetándose con fuerza del hilo de la cordura.
Escuchó un grito de terror, siendo impulsado a girar sobre sus talones con una celeridad que apenas su cuerpo le permitía. Sus ojos se encontraron con la efímera visión de dos figuras borrosas: una, de contornos definidos por la madurez de los años, y otra, notablemente más pequeña y frágil. Esta última extendió su brazo titubeante hacia algo sobre una mesa cercana, y al tomarlo, el objeto cobró vida con una luminiscencia cegadora, comparable solo al fulgor del mismísimo sol en su cenit. El brillo era tan intenso y puro que le forzó a entrecerrar los ojos, añadiendo una capa más de misterio a su ya confundido entendimiento. La realidad parecía distorsionarse aún más, y los contornos de su percepción se sumergían en un mar de incógnitas.
«Una cruz», pensó justo antes de perder el control de su cuerpo.
°°°
Despertó con un brusco sobresalto, aprisionado en la angostura de su refugio temporal, lo que complicaba aún más su intento de calmar el agitado palpitar de su corazón. Forcejeando, logró asomar su rostro a la superficie, donde la gélida ventisca le azotó sin piedad. Emergió del cadáver de la criatura humanoide, su ser bañado en la viscosidad carmesí del líquido vital. Todavía no se había recuperado del sueño extraño, notó su cuerpo entumecido por la incómoda posición en la que había dormido, y una leve punzada de hambre le recordaba su condición mortal. No obstante, la noción de avanzar, de seguir adelante, dominaba su espíritu. Controló su energía pura para regular su temperatura, haciendo su mayor esfuerzo para gastar la menor parte de la misma.
Con un paño extraído de su bolsa de almacenamiento limpió la sangre de su rostro. Sus cabellos tiesos fueron arropados por la capucha y sus labios y nariz cubiertos por la tela negra.
«Guía mi sendero, padre mío».
No sabía por cuánto ya había caminado, pero no sentía que hubiera sido mucho tiempo. Se detuvo, más por instinto que por lo que sus ojos podían observar, pues no podía ver nada a causa de la fuerte ventisca. La temperatura había disminuido aún más, y el viento se había tornado más violento.
El primer paso se tornó en un inesperado descenso; un falseo en el terreno lo hizo precipitarse cuesta abajo, girando y golpeando su cuerpo por breves, pero eternos segundos, hasta que finalmente encontró de nuevo el rigor del suelo firme. Se incorporó, sintiendo cada músculo contar la breve historia de la caída. Con cuidado, extendió sus dedos hacia su cuello, ofreciendo un masaje a los tendones que chillaban su disconformidad. Luego, tomó una larga y profunda inspiración, como si intentara capturar en ese aliento un poco más de coraje o quizás, simplemente, un momento de paz antes de continuar. Exhaló con lentitud, como si con aquel aire se desprendiera también la tensión y el recuerdo de su tropiezo.
Sus piernas le impulsaron a proseguir, escogiendo un sendero que en apariencia parecía ya conocido por su ser interior.
Liberó el sable de su vaina. Su movimiento era lento, deliberado, a medida que la velocidad de sus pasos disminuía y su respiración se volvía más controlada. Sus ojos, oscuros como la noche más profunda, escudriñaban cada centímetro de los alrededores, buscando alguna señal de vida. Adoptó una postura defensiva, el peso del sable equilibrado perfectamente en su mano, listo para el combate. El mundo en torno a él permanecía en silencio, una quietud que podría resultar engañosa, y no estaba dispuesto en caer en una jugarreta del villano.
De repente, la ventisca que azotaba el lugar cesó como si una mano invisible hubiera detenido su furia. La claridad que siguió reveló la verdadera extensión de la devastación a su alrededor: ruinas de lo que alguna vez fue una majestuosa ciudad, sus estructuras de piedra alargadas apuntando hacia el cielo como dedos acusadores. Las calles, ahora vacías, hablaban de un diseño inteligente, y los fragmentos de decoraciones desconocidas sugerían una cultura rica y floreciente, ahora perdida en el tiempo. El lugar estaba envuelto por un sutil toque de energía mágica, en su tiempo muy poderosa, pero ahora solo era la sombra de lo que alguna vez fue.
Aunque no lo admitiera, la ignorancia lo envolvía tanto como la bruma que comenzaba a levantarse, impidiéndole entender la verdadera naturaleza de las sombras que lentamente se cerraban en torno a él, formadas no solo de oscuridad.
Debió inspirar profundo para aceptar lo que observaban sus ojos, en las inmediaciones comenzaron a surgir como espectros de madrugada criaturas bípedas, cubiertas de pelo o lampiñas, de dimensiones enormes o pequeñas, cabezonas o normales, con garras o dedos deformes, algunas tan grotescas que ni una mente trastornada podría imaginar, y algunas familiares como los herkas, los ber'har corrompidos, lobos...
—¿Quién eres?
La terrorífica voz le regresó la lucidez a sus pensamientos, provocando en su corazón un miedo instantáneo que sabía que no le pertenecía. Posó su mirada en cada criatura, en busca del emisor, pero nadie parecía serlo.
—Te hice una pregunta.
—Muéstrate —articuló Gustavo, el corazón golpeó violentamente contra su pecho, como si quisiera escapar del muro de carne que lo tenía atrapado. Con la misma celeridad con la que el cazador acecha a su presa, sus ojos danzaron entre las sombras, buscando prever cualquier emboscada de aquellas criaturas de pesadilla.
—Te he visto antes. Hace mucho tiempo.
—Muéstrate ante mí, cobarde.
Su cuerpo tembló a un ritmo caótico, sus primeros pensamientos quisieron racionalizar el suceso, dándole explicación a lo sucedido: un nerviosismo resultante por la batalla inminente, no obstante, la razón iba más allá de su naturaleza, pues fue la superficie la que vibró con una terrible fuerza. Le fue complicado aprisionar el aire en sus pulmones, así como llenarlos de vuelta.
La extraña situación de hace tan solo unos días volvió a repetirse como mal augurio, podía sentir como el cielo se abalanzaba en contra suya como el pie de un coloso, y como trazo de niño inquieto comenzó a dibujarse en la superficie celeste delgadas líneas de cuarteaduras que lentamente se iban expandiendo.
Se mordió la lengua con tal fuerza que saboreó el sabor metálico de su sangre. No podía tener el lujo de estar petrificado, no cuando tantos enemigos se encontraban alrededor suyo.
—Purificar.
∆∆∆
La tarde se extendía en la densa arboleda, envuelta en un manto de gris tan profundo que parecía devorar todo atisbo de esperanza. Era una atmósfera cargada de melancolía, un eco sutil de que algo inusitado se había deslizado entre los pliegues del tiempo, alterando el curso natural de las cosas. Hacía apenas un par de días, el sol había irrumpido victorioso, derramando sus rayos cálidos sobre la tierra, prometiendo renacimiento. Sin embargo, ahora, la escena se revertía a su sombrío letargo anterior; el frío se infiltraba caprichoso, un visitante indeseado que anunciaba su dominio sin reserva. Los pequeños seres que, engañados por el breve interludio de luz, se habían aventurado más allá de sus refugios, sin embargo, se evaporaron por el inclemente clima, dejando atrás un silencio ominoso. Sus compañeros esperaban por el resultado de su caza, pero parecía que al igual que el día anterior, la fortuna no estaría de su lado.
Regresó cautelosamente sobre sus pasos, cada uno más silencioso que el anterior, hasta que un sutil ruido, apenas más fuerte que un susurro, le hizo detenerse en seco. Con manos diestras, levantó el arco y tensó la cuerda, apuntando con precisión al corazón del silencio, esperando revelar la presencia del animal escurridizo. No obstante, al examinar el lugar con ojos agudos, se percató de que el misterioso ser ya no estaba. Con el ceño fruncido por la frustración y una chispa de admiración por la astucia de su presa no vista, soltó un suspiró en el viento silente, aceptando con humildad que su reacción había sido demasiado lenta, optando por regresar a su sendero.
Una vez más, su paso quedó suspendido en el aire, detenido a causa de un sonido opaco y grave. Giró su mirada, guiada por la curiosidad y el instinto, hacia la fuente de aquel ruido inesperado. Lo que encontró fue una visión perturbadora: un cuerpo humanoide yacía recostado boca abajo, semi-enterrado en la espesa capa de nieve fresca adyacente a un imponente árbol. Fue en su ayuda de forma inmediata, logrando percibir cinco heridas de flecha sobre su espalda.
—Han vuelto —dijo ella en un idioma que no pudo comprender.
Se le quedó mirando, en especial a sus ojos, azulados como agua de manantial, pero perdidos, resultado de haber caído inconsciente.
Así de repentino como el relámpago, una sensación ominosa se asentó en el sitio. Fue inmediato su nerviosismo, así como el temblor en sus piernas. Sin dudarlo dos veces tomó el cuerpo de la fémina, el cual parecía tan ligero como un infante, dirigiéndose a su campamento.
No era muy veloz, su control en su respiración no ayudaba, y el viento gélido le lastimaba la piel, aun así, hacía todo lo posible por llegar cuánto antes. Temía que si se retrasaba tan solo un segundo, aquello que había provocado que la atmósfera se tornara pesada le atraparía.