Ariz se encontró inmersa en un entorno gélido, donde el viento acariciaba su piel tersa. Una intensa ráfaga sopló a su alrededor, brindándole una sensación de protección que alcanzó a su atribulado corazón, borrando el amargo sabor que había dejado tras de sí su supuesto final... aquel que nunca llegó. Aun recordaba las flechas volando hacia su cuerpo, las mismas que deberían haberla alcanzado sin piedad.
Con confusión, abrió sus ojos, buscando respuestas en el inusual panorama que se le presentaba. Estaba viva, eso era cierto, pero desconocía el cómo, o el porque. Sin embargo, pronto encontró la claridad al escuchar el bestial gruñido resonando a su alrededor.
Sin perder un segundo, se giró bruscamente, sus ojos brillaron con deleite al encontrarse con la imponente figura de un lobo colosal, su pelaje blanco deslumbrante, erguido sobre sus cuatro patas con una majestuosidad indiscutible. En su poderoso hocico, sostenía lo que parecía ser su cría. Aunque le parecía familiar, optó por no profundizar en ello, ya que, no tenía importancia de momento.
A ambos lados, pero no cerca, se encontraban dos de sus similares, igual de grandes y majestuosos. La fortaleza mágica que se proyectaba como una fuerte ventisca protegió a los ber'har, mientras expulsaba con potencia a los aliados de la oscuridad. A excepción de uno.
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Gustavo reposaba sobre sus hincadas rodillas, erguido y con la mirada en alto, mientras sus manos se unían en una posición de plegaria. Imploraba fervientemente por la fuerza, la paciencia y la claridad que tanto necesitaba, pues su destino parecía alejarlo constantemente de su misión primordial. A pesar de ello, expresaba disculpas por su demora, pero confiaba en que su Dios comprendería su decisión de postergar durante tanto tiempo la búsqueda de aquellas cosas que debía dar caza. Rogaba, humilde y esperanzado, para que su Divinidad siguiera otorgándole su indulgencia.
Se colocó en pie, girándose para observar la cabaña que había sido su resguardo en los últimos días, acompañado con una reflexiva exhalación. Observó el extenso paisaje, que por la bruma solo se lograban apreciar la sombra de arboledas lejanas. Tomó el sable de su vaina, y lo balanceó al viento, la hoja teñida con el azúl profundo del océano pronto se bañó con la luz del fuego, y la frialdad de la oscuridad. No había dudas que lo ocuparía, que repartiría muerte, que la destrucción caminaría a su lado.
Sus movimientos se volvieron salvajes, la nieve a sus pies comenzó a evaporarse, las ramas de los árboles a bailar por las ráfagas enviadas en cada corte.
El precio por el rescate de Wityer probablemente sería su alma, la cual había recuperado después de un gran sacrificio. Otra prueba, pensó, una más en su camino solitario, pero en está, estaba seguro que fallaría.
—AAAAAAHHHHH.
Gritó con tanta fuerza que provocó un temblor momentáneo en la tierra que pisaba, mientras la estela de luz de su corte al aire voló hasta impactar con la tierra debajo de la colina, causando un enorme cráter que se logró apreciar desde lo alto. Exhaló, tranquilizando su respiración. La hoja del sable recuperó su color natural, y sin más drama lo regresó a la vaina.
Amaris emergió de la pequeña cabaña, alimentada por la curiosidad causada por el temblor de la explosión. Sus ojos, llenos de anhelo, se posaron en la espalda de su amado. Experimentó una sensación amarga, pues percibía cómo Gustavo se alejaba de ella, más distante que en aquellos oscuros días cuando lo había llorado y creído muerto. En aquellos momentos desgarradores, él le había pertenecido, habiendo declarado su amor en palabras y actos, aunque ella no comprendería por completo lo ocurrido aquel día fatídico, intuía que había sido él el responsable de su salvación; sin embargo, ahora le mostraba una cruel indiferencia.
El gran amor de su vida la excluía de sus emociones y pensamientos de manera despiadada, como si ella no fuera su mujer. A pesar de que le había otorgado la libertad para hacerlo, encontraba difícil aceptar la frialdad con la que la trataba. Los lazos que habían florecido entre ellos parecían desvanecerse, consumidos por una indiferencia que traspasaba cualquier barrera. Ahora, ella era una mera sombra en su existencia, observando impotente cómo él desplegaba sus alas y se alejaba sin mirar atrás, dejándola con el peso de un amor que parecía haberse marchitado.
—Los monstruos le susurran constantemente —dijo Primius, que emergió de las sombras como un espectro nocturno—, le piden muerte y destrucción, mas él se niega por un motivo que no alcanzo a comprender. Su poder trasciende lo inimaginable...
—Se niega porque no ansía retornar al abismo en el que se hallaba —dijo Amaris, sumida en la memoria del día en que se conocieron, aquellos ojos muertos y, no obstante, relucientes le inspiraban afecto—. Es la persona más fuerte con la que he tenido el placer de convivir, pero su fortaleza de poco le servirá si no puede expresar lo que siente. Debe tomar en cuenta que, por muy poderoso que sea, la carga de lo que cree su responsabilidad acabará por destrozarlo.
—Le doy mis sinceras disculpas, maga Amaris, pero me temo que esta equivocada —respondió con una sonrisa encantadora, aunque sus ojos mantenían una seriedad inquebrantable—. Aquello que lo destrozará por completo es el intenso amor que profesa hacia su querida mascota. Estoy convencido de que si no logra hallarla, o peor aún, si descubre que ha fallecido, mi señor no solo perderá la cordura, sino que será una auténtica calamidad para este mundo.
—Discrepo. No es del tipo irracional, soportará una situación semejante.
—Espero este en lo cierto, maga Amaris.
Gustavo se volvió a ellos, su mirada solemne confirió una ligera tranquilidad a ambos, que esperaban observar algo más parecido a la cólera, o desolación.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó al acercarse.
—Todavía débil, señor Gus —respondió Primius—, no creo que aguante caminar distancias largas.
El guerrero mágico asintió, reflexionando sobre la decisión que debía tomar.
—Gustavo, quiero hablar contigo —dijo Amaris.
—Claro —dijo.
Primius entendió la indirecta, por lo que regresó al interior de la cabaña.
—¿Cómo te sientes? —preguntó al asegurarse que solo él la escucharía.
—Bien —dijo.
—¿No estás preocupado?
Gustavo asintió, incapaz de mentir, pues era muy obvios sus sentimientos hacia Wityer.
—Si me permites, me gustaría ayudarte.
—Ya lo haces.
—No me vengas con repuestas estúpidas, Gustavo, nadie aquí ha podido ayudarte a soportar la carga que piensas debes cargar. Todo lo has hecho por ti mismo, nosotros solo caminamos a tu lado como decoración.
—Si me han ayudado —dijo con honestidad—, pero hay responsabilidades que solo a mi me corresponden.
—Que es tan importante que no quieres dejar que nos involucremos.
—No es por la importancia, es por el precio a pagar. En un futuro me tendré que separar de ustedes, ya no podré compartir mi sendero.
—Ja, que ingenuo —sonrió con frialdad—. Todos ahí dentro, a excepción del pálido, solo te dejarán después de sus muertes, no antes. Y no pidas una demostración, pues estamos aquí, en una tierra inhóspita, con un clima inclemente.
—Créeme que respeto el valor y la lealtad que han demostrado, la importancia que tienen en mi corazón cada uno de ustedes no puede describirse con palabras. Pero no es una decisión en la que tengas opinión.
—¿Por qué? ¿Acaso te estorbamos, somos débiles...?
—Lo son —asintió, y el incómodo silencio le incitó a proseguir—. He tenido un sueño —Observó el horizonte, con la mirada perdida en la nada—, una profecía de mi futuro. Ustedes mueren, siempre lo hacen, y no quiero que esa visión se materialice.
Amaris tronó la boca, sumamente disgustada por el comentario de su amado, probablemente el único en el mundo que podía declarar frente a ella que era débil. Sus ojos centelleaban con un impulso de ferocidad reprimida mientras se dirigía a él con voz intensa.
—Haznos fuertes, entrénanos al igual que tú fuiste entrenado.
Permaneció en silencio, pero su actitud sumisa no pasó desapercibida para ella. Un destello de desprecio cruzó los ojos de la maga.
—No eres perfecto, Gustavo, también tienes deficiencias —dijo con fiereza, sin permitir que el silencio prevaleciera. Odiaba la impotencia, y la actitud pasiva que a veces mostraba solo acrecentaba su enojo.
Gustavo asintió lentamente, aceptando su error en un gesto conciliador.
—Lo sé.
La respuesta no calmó la tormenta dentro de su cuerpo. No se detendría ahí, necesitaba respuestas. Se acercó hacia él, su mirada penetrante buscaba la verdad.
—¿Y por qué nunca me has pedido ayuda? —inquirió, esperando una explicación convincente.
La observó, sus ojos revelaban una mezcla de sorpresa y consternación. No había esperado esa pregunta. Un instante de duda se reflejó en su rostro antes de responder.
—¿En qué? —Le miró.
—Recuerda que soy una maga, y fui yo quien te enseñó la magia de elemento Rayo —pronunció las palabras lentamente, saboreando cada sílaba, aunque fuera más una verdad a medias. No tenía intención de retractarse, su ego ya había sido herido y necesitaba afianzar su poder en aquel momento, por más pequeña que fuera la victoria.
—¿Fuiste tú? —dijo gratamente sorprendido.
Amaris hizo una mueca, parecida al puchero de una niña enfada, quería gritarle por a veces ocupar su amnesia en su conveniencia, pero se contuvo.
—Fui yo —respondió, presuntuosa, inflando el pecho con orgullo.
Gustavo reflexionó por unos escasos segundos, instantes que el recuerdo del pequeño lobo ocupó para llenar su mente.
—Ayúdame —dijo con honestidad.
La maga se sorprendió por su humildad, pero más rápido que un relámpago cambió su expresión a una gran sonrisa, comprendiendo que está nueva oportunidad de enseñarle le acercaría más, y no iba a desaprovecharla.
—Sí, hay que empezar ya mismo.